Pensar Chile
La Revuelta

Por Rodrigo Karmy Bolton
(Universidad de Chile)

Uno de los primeros días de protestas me encontré a las 11 de la mañana en Plaza Italia. Fui a la marcha convocada para las 14 hrs, pero decidí llegar antes para palpar la atmósfera. Después de todo, la política es siempre un asunto de medios, un problema atmosférico. Comencé a caminar desde Plaza Italia en dirección a la cordillera, esto es, hacia estación Salvador y el panorama era el de escombros después de la batalla. El día domingo hubo una gran manifestación y por la noche –en plena declaración de toque de queda- las protestas continuaron. El ácido olor a lacrimógena recorría el camino y quemaba la piel; el plástico quemado penetraba de vez en cuando entre la ruina urbana. Algunos locales incendiados, otros intactos: el Centro Cultura Gabriela Mistral (GAM) intacto, la sucursal del Kentucky Fried Chicken quemada; el teatro de la Universidad de Chile intacto, la sucursal del Banco de Chile quemada enteramente.

La violencia popular no es una “violencia hobbesiana”[1] sino una violencia que interrumpe la simbología capitalista. No se trata de “vándalos” que simplemente arrasan con todo lo que tocan, sino de movimientos moleculares que, la mayoría de las veces, dirigen su furia contra los signos del poder. Eso no quita, por cierto, que una vez avanzada la revuelta, varias bandas delincuenciales penetren el fragor popular para progresivamente restituir el valor de cambio desde su interior inoculando economía lo que la revuelta ha aneconomizado. Justamente: toda revuelta va a pérdida. La aneconomía de la revuelta interrumpe el flujo “normal” del capital de un país, las instituciones dejan de funcionar, la temporalidad se suspende fuertemente: el trastocamiento de la realidad –necesario elixir de la revuelta- es el signo de que un pueblo ha irrumpido como revuelta.

Porque ninguna revuelta lleva consigo el signo de pureza. Es “sucia”, transida de mezclas que asoman en la suspensión del tiempo histórico que ella misma ha abierto. Toda revuelta lucha contra sus propias fuerzas centrífugas, porque su potencia se mide en la capacidad de destituir la violencia soberana que, sin embargo, intenta capturarle. Por eso, una revuelta ha de poner en juego una relación intempestiva con el presente. Jamás calza consigo misma pues difiere tormentosamente respecto de sí. No podemos exigirle “pureza” e “higiene” a la revuelta porque toda dinámica orientada a la “limpieza” o “purificación” sintomatiza el triunfo de la violencia sacrificial o soberana que la revuelta destituye. Es el sacrificio el que purifica, el sacrificio el que limpia el mundo para asesinar a mansalva a los “chivos” que cristalizan el mal sobre la tierra.

Es precisamente el sacrificio el arma de toda política reaccionaria que espera como una sombra al interior de toda fórmula estatal: “(…) ningún pueblo  ha dudado de que hubiera en la efusión de la sangre una virtud expiatoria.”[2] –escribía Joseph De Maistre en su Tratado sobre los sacrificios. Justamente la violencia de la revuelta depone la dinámica sacrificial, porque en ella se juega la potencia martiriológica, esto es, aquella que sella sin sangre la revocación de toda soberanía[3]: “Una ejecución política –acierta Paul W. Kahn- leída como un acto de martirio proclama la debilidad no la fuerza del Estado.” Ello, porque el martirio amenaza con: “(…) exponer al Estado y su pretensión de autoridad como una nada.”[4] La violencia popular es martiriológica en este sentido: su potencia destituye la violencia soberana exponiendo su “debilidad” y disolviendo su “pretensión de autoridad como una nada”.

No destruye, sino destituye; no instaura sino revoca. Quiebra al sujeto supuesto saber que ha erigido al discurso y lo hace caer como una máscara al que sólo queda ejercer la violencia sacrificial para restituir el orden. Todos los llamados del gobierno y de alguno que otro actor político al “diálogo” parten de la ficción sacrificial, en cuya totalidad los agentes en conflicto se resuelven en un mismo equivalente general: la vida de los policías resultan tan “víctimas” de la violencia como la de los ciudadanos que han caído bajo la bala militar o el cacerío policial. El discurso del gobierno es sacrificial precisamente en el instante en que condena la violencia “venga de donde venga”. Ello le erige a ejercer la violencia mayor de todas –la violencia soberana precisamente- que es tal porque puede aplastar a todas las otras violencias que considera simplemente sectoriales.

Pero el paradigma sacrificial enarbolado por el discurso estatal restituye, a su vez, al capital, en la medida que restituye la codificación equivalencial que permite “conciliar” en una misma unidad a la violencia estatal con la revuelta desgarrada por una ciudadanía despojada. El mártir quiebra al sacrificio en la misma medida que expone su “nada”. ¿Podríamos decir que la noción de soberanía otrora propuesta por el filósofo Georges Bataille es la de una soberanía verdadera y propiamente martiriológica por cuanto implosiona en el instante en que se ejerce? Y si esto es así ¿no sería la concepción schmittiana de la soberanía una que no ha asumido la radicalidad de su concepto, que no estuvo jamás a la altura de lo que proclama?

En cualquier caso, el término “martirio” ha gozado de mala prensa porque, desde mi punto de vista, siempre ha sido concebido bajo el aura sacrificial o, lo que es igual, siempre ha sido representado desde el punto de vista de los “vencedores” que se apropiaron de su concepto para capitalizarlo en función de la restitución del orden. Sirviéndome de la conocida distinción benjaminiana entre violencia “pura” y “mítica”, quisiera diferenciar al martirio del sacrificio y sostener que el primero remite a una violencia popular de corte redentor de carácter destituyente que nada instaura ni conserva y, en cambio, el segundo será una violencia oligárquica orientada a la instauración y conservación del orden.

A esta luz, una revuelta es martiriológica y no sacrificial, trae consigo el arrojo del “trabajo vivo” en el que se juega la afirmación de una potencia antes que la consolidación de un poder. Más allá de la “purificación” propia del discurso liberal que condena “toda violencia,  venga de donde venga” pretendiendo con ello eximirse de la dinámica sacrificial, al tiempo que la reproduce, es necesario reivindicar la violencia abierta por la revuelta que, sin embargo, suspende a la violencia sacrificial que, una y otra vez, no hace más que ejercer su “mítico” poder de muerte. No se trata de “estetizarla” sino de asumir la materialidad con la que denuncia la injusticia del actual estado de cosas, exponiendo al poder soberano a la desnudez de su nada.

Una revuelta jamás es bienvenida. Las multitudes no saben si reír o llorar frente a ella. No saben si sobreviene para bien o para mal, justamente porque no obedece a ningún télos o garantía alguna en la medida que expone la fragilidad de nuestros cuerpos a la intemperie de la historia. Pero una revuelta nunca llega en una forma o modo uniforme, sino siempre diferente, múltiple e intensa. Tampoco es predecible. Todos los esfuerzos por identificar sus causas siempre llegan al límite. Los sociólogos y politólogos van a la quiebra.  Y, de pronto, todos se acuerdan de los miles de informes que no dejaban de plantear la miseria de nuestras condiciones. Pero en ese momento, todos interrogan: si las condiciones estaban ¿por qué se encendió la mecha en este instante? ¿por que no antes ni después? Entre las condiciones y su estallido siempre ocurre algo clave: un asesinato, un acto de radical injusticia contra ciertos cuerpos, cometido por el ejercicio de violencia estatal.

En la Primavera árabe la inmolación de Mohamed Bouazizi frente a la comisaría, fue el operador imaginal que gatilló la revuelta, en el Chile del 18 de Octubre fueron los miles de estudiantes secundarios que evadían los torniquetes del Metro reprimidos brutalmente por la fuerza policial. A cinco días de la proclamación del Estado de Excepción Constitucional acompañado del dispositivo del toque de queda por las noches, los organismos de Derechos Humanos, nacionales e internacionales contabilizan los muertos por “agentes de Estado” como la forma feroz en que se despliega la violencia sacrificial por las calles de la inundada ciudad.

La revuelta irrumpe de diversos modos, puede asumir una organización –como la que articula hoy Unidad Social. Al igual que el Mando Nacional Unificado que articuló una mínima orgánica durante la intifada palestina de 1987, también Unidad Social deviene un “agenciamiento” (un “apoyo” dirá Judith Butler) nacido de la propia revuelta para conservar su “trabajo vivo” y no para confiscarla en un “muerto” aparato representacional y enteramente en quiebra. En medio de la quiebra del modelo de Estado implantado con violencia en 1973, asistimos a un “comienzo”.

No se sabe qué ocurrirá ni cómo se desencadenarán los acontecimientos. Pero, frente a la devastación operada por la dictadura y luego por la transición que orientaron sus esfuerzos a separar a los cuerpos de su potencia, a las vidas de sus imágenes en orden a un proceso de despotenciación, la revuelta restituyó su intensidad. Frente al cuerpo neoliberal confiscado por la forma “empresa” –vuelto “en presa” –decía Guadalupe Santa Cruz- la revuelta restituyó al cuerpo potencia: la fascinación que experimentan los partícipes de un proceso político como está enteramente vinculado a la sorpresa que depara a la “conciencia” (esa mala consejera) lo que puede un cuerpo, lo que los cuerpos pueden. Porque la revuelta nos arroja a esto: una lucha cuerpo a cuerpo.

Nunca nos imaginamos lo que nuestros cuerpos “podían”, nunca fuimos “conscientes” de ello: ¿cómo estarlo si la conciencia –ese aparato representacional- no hace más que infundirnos temor e inclinarnos al cálculo de todos nuestros movimientos? La revuelta es aneconómica precisamente porque no calcula y siempre va a pérdida. Ya hemos perdido a compañer@s de lucha, ojos, calendarios académicos, eventos internacionales (APEC-COP 25) y seguiremos perdiendo. Todo ha sido suspendido, pues, como vio Furio Jesi: a diferencia de una revolución, una revuelta implica la “suspensión del tiempo histórico”[5]. Suspensión que trae consigo pérdida radical, gasto incondicionado e imposible de prever, pero abertura de un “comienzo” en el que podemos volver a imaginar otra época histórica. Es precisamente ese “comienzo” el que debemos abrazar hoy con todas las fuerzas de la historia. Sin él no sólo nos quedaremos sin futuro o sin pasado, sino sobre todo, seremos despojados del fragor de un presente.

 

 

[1] José Joaquín Brunner Democracia, violencia y perspectivas futuras. En: https://ellibero.cl/opinion/jose-joaquin-brunner-democracia-violencia-y-perspectivas-futuras/

[2] Joseph De Maistre Tratado sobre los sacrificios. Ed. Sexto Piso, México, D.F. 2009, pp. 24-25.

[3] Walter Benjamin Para una crítica de la violencia En: Pablo Oyarzún, Carlos Pérez López y Federico Rodríguez Letal e incruenta Ed. LOM, Santiago de Chile, 2018 .

[4] Paul W. Kahn El liberalismo en su lugar. Ed. Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2018, p. 112.

[5] Furio Jesi Spartakus. Simbología de la revuelta. Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2018.

 

Imagen de tapa: Sublevaciones – Didi-Huberman

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