Gobernar la ciudad
Las metamorfosis del Gobierno de Buenos Aires

Por Matías Landau (IIGG-UBA/Conicet)*

En 1880 Buenos Aires era una ciudad de alrededor de 300.000 habitantes, estructurada todavía según el modelo urbano heredado de la colonia, con su centro en torno a la Plaza de Mayo y el puerto. Sus límites jurisdiccionales se extendían hasta el arroyo Maldonado (actualmente entubado bajo la Avenida Juan. B. Justo), las calles Rivera (hoy Avenida Córdoba), Medrano, Castro Barros, el Riachuelo y el Río de la Plata. Sin embargo, su población se concentraba en un radio aún menor, que llegaba hasta las avenidas Callao-Entre Ríos. Luego comenzaban los suburbios, en los que la ciudad se mezclaba con el campo. Más alejados, siguiendo unos kilómetros de pampa húmeda, se alzaban dos pequeños pueblos, Flores y Belgrano, que por entonces tenían unos pocos habitantes.

Durante ese año la ciudad fue federalizada y posteriormente se sancionó, en 1882, la ley orgánica municipal 1260, que estructuró la Municipalidad con un sistema en el que convivía un intendente, nombrado por el presidente de la Nación, y un Concejo Deliberante, elegido a través del voto censitario, del que sólo participaba menos del 1% de su población. Por entonces, cuando las elites académicas y políticas discutían sobre cómo gobernar Buenos Aires, era frecuente la utilización de los argumentos que sostenían que el municipio debía ser considerado como una unidad doméstica, destinada a resolver los asuntos civiles en común de los vecinos-contribuyentes.

En 1887 se sancionó una ley que modificó los límites jurisdiccionales de Buenos Aires, incorporando Flores y Belgrano. Al justificar la decisión, diputados y senadores señalaban, utilizando argumentos higienistas, la necesidad de comprender que la ciudad era un cuerpo vivo, y que el derecho debía consagrar la realidad dada por la ampliación del organismo urbano, que había crecido al punto de fundirse con sus pueblos aledaños.

En 1917 poco había quedado de esa pequeña aldea. Producto del incesante proceso inmigratorio, Buenos Aires ya contaba con 1.600.000 habitantes, que no sólo se concentraban en el centro sino que habían comenzado a poblar gran parte del espacio entonces vacante, construyendo los primeros vecindarios. Durante ese año se modificó la ley orgánica municipal, introduciendo el voto universal masculino para la elección de concejales. Al debatir el cambio, los diputados y senadores ya no se apoyaban en los viejos principios del municipalismo decimonónico, sino en las nuevas voces que postulaban que la ciudad “moderna” debía ser considerada una unidad social, producto de la división del trabajo que debía fomentar la solidaridad entre sus miembros. Estas nuevas ideas se expresaban en un contexto social muy distinto al de 1880, producto de las demandas crecientes de los sectores populares. Bajo estos principios, insistían los críticos como los socialistas, la pertenencia al municipio tenía que dejar de ser considerada como un privilegio de unos pocos, para introducir un horizonte más igualitario. En ese marco, su gobierno debía erigirse sobre los principios de la técnica, única manera de garantizar que todos los habitantes alcanzaran una vida digna.

En 1949, Buenos Aires era ya una metrópolis de 3.000.000 de habitantes, que no sólo se extendía dentro de su radio jurisdiccional, sino que había comenzado a poblar los municipios linderos. Fue entonces, bajo el primer gobierno peronista, que se reformó la Constitución Nacional, cancelando el régimen municipal de Buenos Aires vigente hasta entonces, eliminando el Concejo Deliberante y fortaleciendo el argumento de que el intendente era un delegado administrativo del presidente de la Nación. La concepción de gobierno imperante se asociaba con el sentido social del gobierno peronista, que veía a las ciudades como una parte constitutiva, pero de ninguna manera independiente, de la comunidad organizada o el organismo nacional, de acuerdo con algunas teorías en boga que focalizaban sobre la necesidad de establecer una planificación nacional.

En 1996, Buenos Aires mantenía la misma población de mediados de la década del ’40, dentro de sus límites jurisdiccionales, pero había crecido de manera significativa aquella radicada en el Gran Buenos Aires, llegando a albergar en conjunto 10.000.000 de habitantes, un cuarto de la población del país. En ese año se sancionó la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como culminación de un proceso que se había iniciado dos años antes, con la modificación del estatus constitucional. Los convencionales constituyentes no ahorraban palabras para resaltar el carácter “autónomo” de la ciudad, y marcar su similitud con otras provincias de la nación. A diferencia de lo que había ocurrido durante el siglo previo, en el que se había negado sistemáticamente el carácter político, primero para reforzar la idea de un conjunto civil y luego para enfatizar su sentido social, ahora parecía que Buenos Aires había alcanzado la meta tantas veces anhelada.

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Este brevísimo repaso por algunas de las fechas claves de la historia porteña nos permite comprender que hay una Buenos Aires que a la vez son muchas Buenos Aires. Entre su federalización y su autonomía hay una continuidad, dada por su desenvolvimiento urbano, demográfico e institucional. Pero hay también fuertes transformaciones, discontinuidades y cambios abruptos. Estas modificaciones no pueden ser comprendidas simplemente como un cambio natural, propio un natural devenir histórico, sino que obedecen a mutaciones en los modos de concebir a la ciudad y al municipio como objetos de gobierno, y a actuar en consecuencia.

En los términos popularizados por Robert Castel, se trata de verdaderas “metamorfosis”, en el sentido de un proceso dialéctico entre lo mismo y lo diferente. Las metamorfosis del gobierno de Buenos Aires se producen como consecuencia de una modificación en las formas de su problematización, variables según las distintas coordenadas históricas de situaciones urbanas, demográficas o políticas. En cada nuevo escenario han surgido problemas del momento, que fueron resueltos siguiendo las ideas imperantes, y los límites que imponían las relaciones de fuerza coyunturales.

En mi último libro, Gobernar Buenos Aires. Ciudad, política y sociedad, del siglo XIX a nuestros días (Prometeo libros), indago en estas múltiples metamorfosis, a partir de un enfoque que privilegia el análisis conjunto de los cambios socio-urbanos y político-municipales. Mi objetivo no fue hacer una reseña de la historia urbana, social o política, sino valerse de ellas para responder a una indagación más específica: ¿cómo se ha transformado la problematización del gobierno de Buenos Aires?

Tal como nos enseñó Foucault, toda problematización es un proceso conjunto de configuración discursiva y respuesta práctica. En el caso de Buenos Aires, no es posible analizar las transformaciones en los modos de problematización gubernamental sin comprender cómo las mismas fueron resultado de un proceso de crecimiento territorial y complejización socio-política que ha signado el siglo XX. Es por ello que fue preciso abordar un plazo extenso. La longitud temporal permite evidenciar lo que en el corto plazo se hace imposible, permitiendo ver cómo se han ido anudando las transformaciones morfológicas, demográficas, sociales y políticas de la ciudad, con las polémicas concretas y las reformas institucionales.

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Mi análisis enfocó en las formas históricamente cambiantes de responder a tres preguntas centrales sobre el gobierno de Buenos Aires: ¿Qué es Buenos Aires? ¿Cómo debe ser gobernada? ¿Quiénes deben hacerlo? Entre 1880 y 1996 son muchas las maneras en que las elites políticas y académicas han respondido a estos interrogantes. Estas respuestas han constituido formas de discurso y de acción históricamente situadas, condicionadas por demandas populares y las coordenadas socio-políticas y urbanas de cada momento. Buenos Aires ha sido a la vez una y muchas. La Buenos Aires federalizada, ampliada, moderna, peronista, metropolitana, autoritaria, en transición y autónoma permiten realizar un análisis del proceso que se ha desplegado a lo largo del siglo XX, entre la resolución de la cuestión capital y de la cuestión de la autonomía. En cada una de estas Buenos Aires identifico ciertos marcos de inteligibilidad a partir del modo en que, en cada momento, se articulan y tensionan las problemáticas socio-urbanas y político-municipales.

Como vimos más arriba, en la Buenos Aires federalizada luego de 1880 y ampliada, luego del ensanche de los límites jurisdiccionales en 1887, coexistían dos visiones muy distintas en relación al plano urbano o municipal. En este último primaba una concepción doméstica, que concebía al municipio como una agrupación de individuos con intereses civiles en común, dados por sus relaciones de vecindad y sus vínculos económicos. No todos los habitantes eran considerados miembros del municipio, sino sólo los vecinos, que en el lenguaje de la época refería a aquellos que “contribuían” con la paga de un impuesto directo, y que en virtud de ello tenían derecho a votar concejales, ya que el intendente era nombrado directamente por el presidente de la nación.

La noción de vecino, por entonces, legitimaba la desigualdad, al excluir de los asuntos municipales a las clases populares. Para parte de la opinión pública dominante por entonces debía mantenerse una diferenciación clara entre la noción de ciudadano, que incluía a todos los nacionales, sean o no propietarios o residentes de la ciudad, y los vecinos, una categoría reservada sólo para las clases acomodadas, y que incluso podía incluir a extranjeros. En la presentación del proyecto de ley orgánica municipal, en 1882, el miembro informante, el diputado Tristán Achával Rodriguez, planteaba claramente la diferencia del derecho a participar de las elecciones nacionales y municipales, al decir que aquel que “no tiene profesión, que no tiene oficio, que no tiene intereses que aten­der, lleva, sin embargo, sobre su cuello una cabeza que se la pueden cortar, y entonces tiene interés en elegir autoridades que no se la corten”. Sin embargo, “este mismo individuo, entre­gado a la vagancia, tratándose de una elección municipal del distrito en que reside, no tiene ningún interés en ella; es simplemente ajeno al acto”. De esta postura derivaba la manera de pensar la administración municipal, entendida como una sumatoria de tareas de bajo nivel de complejidad que podrían ser llevadas a cabo por los mismos vecinos, puesto que sólo tendría como meta establecer un mínimo marco de acuerdo para el desarrollo de su vida civil.

Esta mirada doméstica no se trasladaba a la problemática urbana, que era predominantemente interpretada a partir de un enfoque organicista, nutrido de los discursos y prácticas higienistas, que comenzaban a pensar a la ciudad como un cuerpo vivo, de relaciones interdependientes entre distintos grupos de población. En el caso porteño, si los debates de la ley orgánica municipal estuvieron dominados por esta concepción doméstica, los que se llevaron a cabo entre 1884 y 1887 para discutir el ensanche de los límites del municipio, anexando a la ciudad los pueblos de Flores y Belgrano, demostraron la creciente presencia de una mirada orgánica. Al justificar la decisión, diputados y senadores señalaban, utilizando argumentos higienistas, la necesidad de comprender que la ciudad era un cuerpo vivo, y que el derecho debía consagrar la realidad dada por la ampliación del organismo urbano, que había crecido al punto de fundirse con sus pueblos aledaños. Como planteaba el diputado provincial Rodolfo Moreno durante los debates en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, “es como el traje del niño que debe ser ensanchado a medida que éste se cría y desarrolla”.

Esta disociación entre la forma de pensar lo urbano y lo municipal se cerró en las primeras décadas del siglo XX. Las nuevas voces del derecho municipal, la sociología y la acción de grupos políticos como los socialistas, insistían en que en Buenos Aires se desarrollaban interdependencias sociales y económicas entre ricos y pobres, propietarios y trabajadores, y todos debían ser considerados vecinos del municipio. En ese marco, en 1917 se universalizó el voto municipal para la población masculina, iniciando el período de la Buenos Aires democrática. En ella, la noción de vecino se democratizó, aceptando que los trabajadores también debían ser considerados como tales.

En los 20 y 30, durante la Buenos Aires moderna, parecía que era posible una armonía entre la dimensión urbana y municipal, ya que todavía podía pensarse a la ciudad como un conjunto de interdependencias sociales que se expresan dentro de los límites jurisdiccionales. En ese marco, los sectores medios y populares comenzaron a participar en la vida partidaria municipal y se desarrolló un proceso de tecnificación y burocratización del Estado municipal, dando espacio a diversos tipos de especialistas en cuestiones sociales, como salud, educación, niñez, urbanismo, etc. El desarrollo de las concepciones sociales llegó a su punto más alto durante el peronismo.

Durante las décadas del 50 y 60, el crecimiento territorial y demográfico del conurbano solidificó una realidad socio-urbana que ya no coincidía con los límites del municipio. Esto cerró, a partir de la configuración de la Buenos Ares metropolitana, la posibilidad de pensar en conjunto la Buenos Aires jurisdiccional y la Buenos Aires socio-urbana. Más cerca en el tiempo, desde los 80 y 90, en una Buenos Aires en transición, junto a la metropolización se expresó un proceso de fragmentación, segregación y secesión urbanas que profundizaron las desigualdades. En ese marco, la figura del vecino, en un segundo plano en el contexto de la ciudad social, volvió a ganar fuerza como medio de jerarquización moral y territorial.

Este eje urbano-social fue acompañado, y tensionado, con el político-municipal. A lo largo del siglo XX, las concepciones predominantes enfatizaban el carácter civil primero, y social después, de Buenos Aires, pero le negaban su naturaleza política, entendiendo por ello un conjunto de ciudadanos autogobernados. Esto se modificó a partir de la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sancionada en 1996, que habilitó la elección directa del Jefe de Gobierno y estipuló nuevas incumbencias gubernamentales, hasta entonces en manos de autoridades nacionales.

Con la sanción de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires se cerró un ciclo de más de un siglo. En su texto ya no se hablaba de vecinos sino de ciudadanos, y en lugar de la Municipalidad de la Ciudad se creó el “Estado de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”. Esta reafirmación política, sin embargo, coexiste problemáticamente con las dinámicas de metropolización y de fragmentación. La “autonomía” municipal, que en el caso de Buenos Aires supuso la modificación de su estatus constitucional, está en consonancia con el proceso de democratización iniciado en 1983. Su consolidación como cuerpo con autogobierno permite y favorece la creciente participación de sus habitantes en los asuntos públicos. Sin embargo, ello conduce necesariamente al reforzamiento de Buenos Aires como una entidad que se cierra sobre sí misma, en el momento en que el desarrollo de la realidad metropolitana ha adquirido dimensiones inéditas en la historia y que los procesos de fragmentación socio-territorial han erosionado la idea de una unidad ciudad.

Frente a esta realidad, deben ser consideradas tanto la Buenos Aires que marcan los mapas como la que se extiende por fuera de sus límites, puesto que la primera es la base para el desarrollo de prácticas democráticas de participación política, y la segunda es la que posibilita el desarrollo de relaciones económicas y sociales, que favorecen el crecimiento económico regional y nacional. El desafío actual es lograr que coexistan con el menor grado de tensión posible.

 

 

* Doctor en Sociología (EHESS) y Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Investigador del IIGG-UBA/Conicet. Autor de Gobernar Buenos Aires. Ciudad, política y sociedad, del siglo XIX a nuestros días, Prometeo, 2018.

 

Imagen de portada: Benito Quinquela Martín – Serie El Puerto y el Trabajo

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