40 años de democracia
38 años (interrumpidos) de juicios

Por Lucía Quaretti

“Es tan necesario castigar a los culpables como recordar que no hay castigo que pueda ajustarse a sus delitos”. Con esta frase de Hannah Arendt sobre los crímenes cometidos durante el Holocausto, Lucía Quaretti invita a recorrer la historia del juzgamiento del pasado dictatorial en Argentina. Historia llena de obstáculos, dilemas, perplejidades, avances y retrocesos, que sin embargo permitió sostener la búsqueda de verdad y justicia que es fundante y constitutiva de la democracia nacida en 1983.

 

El largo y sinuoso camino de la justicia por las violaciones a los derechos humanos en Argentina[1]

Transcurridos casi 40 años de democracia y 38 de celebrado el Juicio a las Juntas, puede hablarse de una historia del juzgamiento del pasado dictatorial. Esta se organiza, generalmente, en tres periodos entre los cuales se distinguen dos etapas de justicia interrumpidas por una de impunidad. Algunos elementos persistieron de modo inconmovible durante estas casi cuatro décadas: la lucha de los Organismos de Derechos Humanos por acceder a los tribunales, el carácter reparador que poseen para la mayoría de las víctimas las audiencias y el castigo a los represores, y el valor asignado al ámbito judicial como espacio en el cual construir y legitimar la verdad sobre lo ocurrido. Sin embargo, hay que decir que los problemas no se circunscribieron a los años de ausencia de juicios: los momentos en los cuales sí se celebraron estuvieron llenos de obstáculos que no se vincularon solamente con la búsqueda de impunidad por parte de quienes fueron beneficiados por la dictadura o participaron directamente en crímenes de lesa humanidad. La magnitud y abyección de las violaciones a los derechos humanos acontecidas en el pasado reciente argentino no han aportado claridad a los modos de abordarlas judicialmente, sino que, por el contrario, han puesto en escena las dificultades constitutivas al juzgamiento de delitos atroces. Tal como advierte Hannah Arendt para el caso del Holocausto, en asuntos del mal radical: “Es tan necesario castigar a los culpables como recordar que no hay castigo que pueda ajustarse a sus delitos”.[2] Recorramos sucintamente esta historia prestando atención a estas dificultades.

La memoria social de la transición democrática parece condensarse para buena parte de la sociedad en la celebración del Juicio a las Juntas. Vale recordar que, anteriormente, la compilación de testimonios, tanto por parte de los Organismos de Derechos Humanos, al menos desde 1979, como por la CONADEP, durante 1984, permitieron construir un relato sobre lo ocurrido diferente al presentado por el gobierno militar. En este sentido, verdad y justicia no se presentaron como opciones contrapuestas, sino complementarias.

Especialmente en el mundo académico, el período suele identificarse con la tensión entre el mandato ético que imponía el deber de castigar a todos las personas involucradas en la ejecución del plan represivo y la responsabilidad política presidencial que, en pos de sostener la democracia naciente y frágil en un contexto de reiteradas sublevaciones militares, optó por restringir el castigo a las cúpulas militares.[3] Esta segunda opción coincide con una de las interpretaciones existentes sobre la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida que limitaron considerablemente, hasta prácticamente anular, la celebración de juicios. Pero esta tensión no fue el único inconveniente que debió sortear el alfonsinismo. Previamente, el juzgamiento se había habilitado luego de la sanción de las leyes n° 23.040 y n° 23.049 a fines 1983 y principios de 1984. Estas anularon la ley de auto-amnistía dictatorial y modificaron el Código de Justicia militar, estableciendo a la civil como instancia de apelación y excluyendo a los actos atroces y aberrantes de la eximición de responsabilidad otorgada por el principio de obediencia debida militar. Aunque en el caso de la auto-amnistía se tratara de una norma de facto, las leyes sancionadas luego de las elecciones presidenciales debieron contraponerse a la prohibición constitucional de la retroactividad de la ley penal. Carlos Nino, destacado asesor de Alfonsín, consideró que “la decisión de sostener ciertas normas para justificar decisiones más específicas debe estar basada en ciertos valores y principios morales que, en el caso del mal radical, se contraponen fuertemente a la validez de esas normas”.[4] De este modo, se observaban las dificultades para abordar las violaciones a los derechos humanos siguiendo los principios del derecho penal ordinario.

Si las leyes de Punto Final y Obediencia Debida habían restringido el juzgamiento -el robo de bienes y la apropiación de menores habían quedado por fuera de su amparo- el “perdón presidencial” otorgado por Menem a los principales responsables del plan represivo buscó eliminar definitivamente a la justicia retributiva como el medio para abordar el legado criminal dictatorial. En 1989 y 1990 el entonces presidente sancionó una serie de indultos sostenidos en un discurso que proponía dejar atrás los conflictos del pasado en nombre de la reconciliación y la unidad de los argentinos. Así se consolidó definitivamente la etapa de impunidad, que si bien estuvo signada por la ausencia de juicios, no significó el fin de la atribución de responsabilidades en la esfera pública. Según María de los Ángeles Cantero, para Arendt “ser responsable significa asumir que ⎯aunque esté caracterizada por el desbordamiento, la imprevisibilidad y la irreversibilidad⎯ la acción pertenece al agente. El concepto de responsabilidad restituye a los sujetos lo que es suyo e impide que el agente se exima de dar cuenta de la acción […]”.[5] Bajo este imperativo de asunción de la responsabilidad, los Organismos de Derechos Humanos iniciaron la búsqueda del castigo penal por el delito de apropiación de menores y enunciaron la demanda de justicia en organismos internacionales. 1998 fue un año significativo ya que, por un lado, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida fueron derogadas por el Poder Legislativo; por otro, ante las demandas de las víctimas y sus familiares por conocer lo ocurrido con sus deudos, se iniciaron los “Juicios por la Verdad” que, aunque no tuvieron efectos penales, permitieron acumular evidencia sobre la participación de policías y militares en el plan represivo.

Apenas iniciado el nuevo siglo tuvo lugar un acontecimiento que permitió vislumbrar la reanudación de los juicios en el territorio nacional. El juez de primera instancia Gabriel Cavallo falló a favor de la inconstitucionalidad de las leyes alfonsinistas que habían restringido el alcance de los procesos penales. Sin embargo, a fines de 2001, el entonces presidente De la Rúa decretó la prohibición de las extradiciones que habilitaban el procesamiento penal de los represores en el exterior, ya fuera en nombre del principio de jurisdicción universal o por tener a ciudadanos extranjeros como víctimas.

La llegada a la presidencia de Néstor Kirchner en 2003 coincidió con la inauguración de una nueva etapa en la historia del juzgamiento. Si bien los Organismos sostuvieron sus demandas ininterrumpidamente, el impulso brindado desde el poder gubernamental resultó fundamental para concretar la reapertura. Entre 2003 y 2007 los tres poderes del Estado actuaron sinérgicamente para lograrla mediante una serie de decisiones: la adhesión a la “Convención contra la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad”, la ley n° 25.778 que nulificó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida; y los tres fallos históricos mediante los cuales la Corte Suprema determinó la inconstitucionalidad de las mencionadas leyes y los indultos. Si los crímenes dictatoriales eran tipificados como delitos contra la humanidad, según lo establecido por la mencionada Convención contra la imprescriptibilidad, sería posible juzgarlos aunque los plazos tradicionales de prescripción de la acción penal se encontraran vencidos.

Sin embargo, la adhesión a la Convención se había producido muchos años después de la ejecución del plan represivo, razón por la cual la prohibición de la retroactividad de la ley penal aparecía, una vez más, como un impedimento. En el fallo Arancibia Clavel, el voto mayoritario de la Corte estableció que, de reanudarse los juicios, dicha garantía constitucional no sería lesionada sino desplazada por las disposiciones del derecho internacional que obligaban a remover todo obstáculo existente para el castigo de los crímenes de lesa humanidad. Además, los supremos determinaron que la imprescriptibilidad de estos delitos formaba parte del derecho consuetudinario, que al poseer un carácter atemporal no implicaba una vulneración de la irretroactividad. Al igual que durante la transición, la tensión entre derecho y justicia tiñó al proceso de reapertura. La justicia necesitaba al derecho para convertirse en realidad, pero, al mismo tiempo, ciertas reglas jurídicas eran percibidas como obstáculos para alcanzarla. Durante los años subsiguientes y hasta 2015 el proceso alcanzó importantes dimensiones y 2.166 personas fueron procesadas penalmente por casos de lesa humanidad.[6]

Hacia el cierre del ciclo político kirchnerista y en un escenario de fuerte polarización política, renombrados intelectuales, el diario La Nación y algunos funcionarios de la alianza Cambiemos enunciaron un altisonante discurso contra los juicios: los identificaron con el ejercicio de la venganza, con la violación de los derechos humanos de los acusados y, por ende, del Estado de derecho. Asimismo, la justicia retributiva fue señalada como una forma moralmente inferior o ineficiente frente a otros modos de tramitar el legado criminal dictatorial, como la reconciliación o la reconstrucción de la verdad. En este marco, la asunción presidencial de Macri fue leída como una amenaza a la continuidad de esta política.

Efectivamente, el nuevo gobierno produjo modificaciones sustanciales en el discurso y las políticas públicas sobre el pasado reciente: algunos funcionarios restauraron elementos nodales del relato castrense sobre el pasado criminal, y el presupuesto y el personal de las dependencias estatales dedicadas al juzgamiento sufrieron fuertes recortes y despidos. Sin embargo, a diferencia de otros tiempos, la solución retributiva no fue clausurada. No obstante, tras su recomposición, la Corte Suprema intentó modificar las condiciones de detención de los represores. Primero, en mayo, de 2017, mediante la sanción del fallo conocido como “2×1” excarceló a un imputado bajo el argumento de que el extenso tiempo transcurrido en prisión preventiva habilitaba la reducción de la pena otorgada en primera instancia. La contundente manifestación ciudadana en contra de esa decisión condujo al Congreso a sancionar la ley n° 27.372 que prohibió la reducción de penas en casos de lesa humanidad. En diciembre de 2018 la Corte ratificó la decisión legislativa en el fallo Batalla. Pero en abril de ese mismo año otorgó la prisión preventiva a un militar condenado por delitos contra la humanidad en el fallo Alespeiti. Aunque no generó las mismas repercusiones que el caso del “2×1”, también se trató de una resolución favorable a las condiciones de detención de los represores, contraria la demanda de cárcel común sostenida por los Organismos y buena parte del Ministerio Público Fiscal.

Ambas decisiones fueron interpretadas como una voluntad arbitraria de beneficiar a los represores. Sin negar la evidente intención de favorecerlos, no debe perderse de vista que tanto el “2×1” como Alespeiti pueden ser interpretados como los desenlaces de ciertos desacuerdos preexistentes. Entre 2008 y 2015 la legislación y jurisprudencia referidas a las modalidades de encierro preventivo y domiciliario -que no distinguieron entre criminales comunes y de lesa humanidad- fueron favorables a la libertad de los detenidos durante el proceso y a incrementar los beneficiarios del encierro domiciliario.[7] Esa legislación y jurisprudencia fundamentaron la excarcelación de varios represores y su detención domiciliaria, que fueron repudiadas por los Organismos de derechos humanos y el Ministerio Público Fiscal, pero no suscitaron rechazos significativos en el resto de la ciudadanía. A fin de evitar la morigeración de la pena existieron propuestas legislativas para crear un régimen de castigo especial en casos de lesa humanidad, pero ninguna de ellas fue siquiera debatida. Sin embargo, la composición de la Corte previa a las modificaciones introducidas por Macri fue consecuente en prolongar los lapsos de prisión preventiva y denegar la detención domiciliaria cuando el único argumento esgrimido para ello fuera la mayoría de setenta años de edad. Sin embargo, el debate sobre las condiciones apropiadas para el encierro de los represores -la cárcel común ya fuera bajo la modalidad preventiva o habiendo recibido la condena, por un lado, y la excarcelación durante el proceso o la detención domiciliaria, por el otro- no logró saldarse durante los gobiernos kirchneristas, posibilitando el pronunciamiento posterior de los mencionados y controvertidos fallos.

El gobierno de Alberto Fernández, signado entre otras cuestiones por la pandemia del COVID, la inflación y los altos índices de pobreza, pareciera haber relegado el tratamiento judicial del pasado reciente. Así también, resulta llamativo el hecho de que, en 2019, el último informe anual sobre Derechos Humanos realizado por el Centro de Estudios Legales y Sociales eliminó la sección destinada a juicios por crímenes de lesa humanidad, que había incluido consecutivamente en dicha publicación al menos desde 2005. Sin embargo, muchos acusados se encuentran todavía bajo proceso y cuantiosas víctimas esperan la respuesta de los tribunales. Durante marzo de 2023 dos hechos visibilizaron el juzgamiento del pasado reciente en la escena pública: en primer lugar, la derrota de la película Argentina, 1985 en los premios Oscar, cuyo éxito durante el año pasado confirmó el lugar fundacional del Juicio a las Juntas en la historia del abordaje del legado criminal dictatorial. En segundo lugar, la muerte del empresario azucarero Carlos Pedro Blaquier, acusado de crímenes de lesa humanidad, dio a ver la deuda de una de las principales apuestas de los gobiernos kirchneristas: la investigación y eventual condena de los cómplices civiles, especialmente los empresarios, con el régimen criminal dictatorial. Los alcances en este sentido fueron más que limitados y casos como el de Blaquier ilustran la vigencia de la impunidad biológica.

La solución retributiva fue la elegida y aceptada por la mayor parte de la comunidad política argentina como el medio más adecuado para procesar las violaciones a los derechos humanos. Además, distingue al país en el resto del mundo, repara a las víctimas y permite construir un relato sobre lo ocurrido diferente al propuesto por los victimarios. Ello no debería impedir reconocer que el desarrollo de los juicios estuvo signado por avances, retrocesos, objeciones y tensiones. Sin embargo, al decir de Arendt, el deber de responder por las propias acciones, en este caso violatorias de los derechos humanos, se presenta como una dimensión ineludible de la experiencia humana que ningún individuo puede delegar o transferir a otro. Es así que, a pesar de las dificultades, en nuestra historia el llamado de la justicia se erige como una constante desde el retorno de la democracia.

 

 


Lucia Quaretti es Profesora y Licenciada en Sociología por la UBA y Magister en Ciencia Política por EIDAES-UNSAM. Actualmente se desempeña como docente de nivel medio, integra el Centro de Estudios Sociales del EIDAES-UNSAM y se encuentra a la espera de la defensa de su tesis doctoral. Su trabajo de investigación se concentra en el análisis del tratamiento jurídico-político actual de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura en Argentina.

 


[1] Una versión previa de este artículo fue publicada bajo el título “El abordaje del legado criminal dictatorial entre el Derecho y la Justicia” en el Boletín del Centro de Estudios Sociales del EIDAES-UNSAM, 10, pp. 19-23.

[2] Arendt, H. (1994). The image of hell. En Arendt, H. Essays in understanding: formation, exile and totalitarianism 1930-1945, New York: Schocken Books, p. 200.

[3] Este argumento, aunque de modo mucho más complejo, forma parte de la interpretación de Diego Galante en Galante, D. (2019). El Juicio a las Juntas Discursos entre política y justicia en la transición argentina. Buenos Aires: Universidad de La Plata, Universidad de Misiones, Universidad de General Sarmiento.

[4] Nino, C. (2015). Juicio al mal absoluto: ¿hasta dónde debe llegar la justicia retroactiva en casos de violaciones masivas a los Derechos Humanos? Buenos Aires: Siglo XXI, p. 250.

[5] Cantero, M.A. (2018). El problema de la responsabilidad. Perspectivas y variaciones en la obra de Hannah Arendt. Tesis Doctoral. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires: Buenos Aires, p. 203.

[6] Procuración General de la Nación, Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, El estado de las causas por delitos de lesa humanidad en Argentina, octubre de 2015, p. 5.

[7] A través del pronunciamiento del fallo plenario Díaz Bessone, la Cámara de Casación decidió, en octubre de 2008, que si no podían comprobarse las posibilidades de fuga, los acusados debían transitar el proceso penal en libertad. A fines de ese mismo año, a través de la sanción de la ley n° 26.672 el Parlamento estableció que los mayores de 70 años y quienes padecieran problemas de salud que no pudieran ser tratados en la cárcel debían acceder a la detención domiciliaria.

 

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