Crisis en Chile
Estado de excepción: sobre las revueltas en Chile

Por Nicolás Panotto (Director GEMRIP)

A pocos años de vivir en Chile, con frecuencia me preguntan qué pienso sobre la situación del país. Obviamente, lo que está de fondo es esa extendida percepción de cierta estabilidad social, índices económicos favorables (según los indicadores de las corporaciones hegemónicas), la supuesta carencia de conflictividad política, entre otros imaginarios que circulan en análisis regionales. En un país donde el neoliberalismo constituye un sistema con tal nivel de afianzamiento, que siempre sale indemne frente a cualquier gobierno de turno (incluso de aquellos con retórica anti-capitalista, que finalmente también terminan coqueteando con sus fórmulas), pareciera que ciertos lugares comunes de la crítica socio-política entran en contradicción.

Y ciertamente es así. Por un lado, los embajadores del libre mercado aplican las recetas mágicas de la apertura total de las fronteras, legitimando el privilegio de ciertos sectores y apostando al manejo (represivo) de las consecuencias del desequilibrio, como simples “daños colaterales”, pero desestimando el costo social y las consecuencias políticas reales que dicha presión originan. Por otro lado, muchos análisis críticos han quedado en lecturas superficiales, optando por maniqueísmos y conspiraciones internacionales, omitiendo las dinámicas capilares de las configuraciones socio-económicas, donde la situación se presenta mucho más compleja, y por ello mismo con un impacto aún más imprevisto y profundo. Como de costumbre, para estas corrientes el lugar de “lo cotidiano” se ubica como una categoría más bien poética que política, y por ello irrelevante, omitiendo así el principal terreno donde finalmente suceden los conflictos decisivos, tanto para una explosión social como de un proceso de transformación.

Volviendo a la pregunta, mi respuesta es casi siempre la misma: es un país que ha construido una imagen quimérica de estabilidad desde una cadena muy débil de indicadores sociales, que aunque positivos en la fachada, presentan tal fragilidad en términos de proyección, profundidad y, sobre todo, de legitimación social, que cualquier mínimo desplazamiento en sus finos empalmes, hace caer todo. Eso es, precisamente, lo que estamos viviendo: tal nivel de movilización no deviene simplemente por un aumento de $30 (0.042 dólares) en el pasaje de metro, sino el retorno a esa sensación, especialmente en los sectores más vulnerables (incluyendo la clase media), de hallarse víctimas, una vez más, de una dirigencia política que vulnera cualquier horizonte de proyección.

Es esa misma sensación la que se vive a diario por la ciudadanía chilena, cuando su salud depende de cuánto dinero tenga en la cuenta si sufre de una emergencia médica, de coartar los sueños sobre su vocación a lo que la PSU (Prueba de Selección Universitaria, de las peores muestras de la meritocracia educativa) y sus ingresos permitan, de no saber qué pasará con su futuro cuando el sistema previsional está en manos de los movimientos bursátiles, de trabajar sin ningún resguardo ya que todas las leyes benefician la flexibilidad laboral.

En un debate televisivo durante estos días, uno de los nuevos intelectuales de la derecha chilena sostuvo que es un “exceso” definir como “abuso” la situación que la sociedad está atravesando. Chile, según este sociólogo, está “experimentando problemas que son propios de una sociedad que se moderniza”, lo que resonó a una especie de darwinismo social. Más aún, sostuvo que es un “error intelectual” leer esta situación desde la perspectiva de “justicia”, como si la desigualdad económica fuera simplemente un componente aleatorio para que la estructura se consolide (otra vez, el relato neoliberal). Otro de los participantes del debate, vinculado al trabajo con sectores populares, afirma que existe una percepción de “avance” en la población, expresada en la posibilidad de consumo (“todos se pudieron comprar un auto”), pero con la igual imposibilidad de cobrar más que la mínima mensual. Este debate da una imagen muy clara del contexto socio-político chileno: la presencia de una lógica consumista que actúa como fachada para una sociedad que no logra las condiciones mínimas de progreso mientras las brechas de desigualdad aumentan, y una derecha que legitima su privilegio resguardándose en la naturalización de un proceso causa-efecto, como si el juego entre oferta y demanda se transformara en una matriz social universal e inevitable.

Por todo esto, hablar sólo de “una bomba de tiempo” o “el destape de una olla a presión” para leer esta coyuntura, aunque sin duda real, deja algunos elementos fundamentales de lado, si queremos realizar una mirada proyectiva y genealógica de los hechos. Creo que no estamos sólo frente a una reacción o explosión. Como propone Ernesto Laclau al hablar de la construcción de dinámicas populistas, estos acontecimientos expresan también un movimiento hacia nuevas lógicas de equivalencia donde se encadenan distintas demandas históricas, sectores y performances, dando cuenta de la crisis de los lazos socio-políticos hegemónicos y conformando un desplazamiento de las matrices políticas establecidas, tanto en términos cosmovisionales como de legitimidad, institucionalidad y práctica. En el caso chileno, este es un proceso que se viene gestando hace tiempo, especialmente desde inicios de este año (aunque con destellos en las movilizaciones estudiantiles y en contra de las AFP hace años), donde una demanda particular como lo fue el rechazo del aumento del pasaje, aunque supuestamente superficial, logró movilizar y terminar de ubicar el eslabón necesario para movilizar a un amplio sector de la sociedad, con diversas pertenencias y exigencias.

“Chile despertó” es el lema que se ve en las manifestaciones y está en bocas de muchos chilenos y chilenas. Un despertar que dista de ser articulado, con liderazgos visibles y consignas uniformes. La situación, obviamente, aún está lejos de tener vías claras de desenlace, y estaríamos en lo incorrecto en pedir lo contrario. Lo que es claro es que estamos ante un “punto cero de la política”, como afirma el filósofo chileno Rodrigo Karmy Bolton, donde todo el esquema de legitimidad social ha quedado absolutamente expuesto en todas sus dimensiones, especialmente en lo que refiere a la patente desconexión entre la ciudadanía y la clase política.

Otra cosa que queda clara es que, hasta el momento, la respuesta del gobierno ha sido absolutamente inconsecuente, y hasta irresponsable. Como afirma Wacquant Loïc, un proyecto neoliberal no implica necesariamente el abandono de la figura del Estado sino más bien su reubicación: no sólo con el propósito de legalizar la desregulación que pretende sino, principalmente, para emplearlo como maquinaria de represión, a través de las fuerzas de seguridad pública, con el propósito de apalear los estallidos sociales que nacen de la misma situación de caos que provoca. Esto lo vimos claramente en el accionar del gobierno, carabineros y fuerzas seguridad frente a la creciente movilización y escalada de violencia estos días: el foco estuvo puesto en repeler y criminalizar la movilización popular, utilizando como excusa los saqueos, que, paradójicamente, no fueron correctamente custodiados, creándose así importantes “zonas liberadas” en los puntos más conflictivos. El toque de queda sólo ha provocado más violencia y represión, y ha puesto en evidencia la incapacidad de este gobierno para contener el caos.

Siguiendo a Giorgio Agamben, el estado de excepción no comenzó hace unos días sino que es norma: un sistema “sin ley”, que libera el dominio de los poderes hegemónicos sobre las cotidianeidades, permite mantener el privilegio de los sectores de poder y reprime la reacción social frente a la crisis gestada. La reacción y lucha de esta aún dispersa y heterogénea ciudadanía es contra esa excepcionalidad. Por ello se requerirá, por una parte, respuestas políticas específicas y estructurales, y no solo gestos circunstanciales y centrados en la distracción. Por otro, todo este proceso debe derivar en nuevas cadenas de equivalencias sobre demandas y tipos de institucionalización dentro de la sociedad civil y con la clase política, con el propósito de desentrañar la ficción neoliberal y afianzar un proceso real de equidad e igualdad.

 

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