Justicia y democracia
La imparcialidad “soy Yo”

Por Ezequiel Ipar (CONICET-IEALC/UBA)

El ascenso en globo hacia la post-democracia

1.- El juicio sin pruebas y la detención arbitraria del ex-presidente Lula en Brasil forman parte de un mecanismo y de una corriente de fuerzas que atraviesa a toda la política contemporánea. Su denominador común lo constituye la corrosión del Estado de derecho democrático y el ascenso de ideologías autoritarias en la opinión pública y en las agencias gubernamentales. Este proceso se expresa a través de diversas estrategias en los países de América Latina que habían consolidado una vida democrática intensa en las instituciones y en las manifestaciones formales e informales de la esfera pública. Sus tácticas van desde la censura explícita a periodistas o el asesinato con fines políticos, pasando por las intervenciones judiciales de los partidos opositores y el uso arbitrario del derecho penal encaminado a silenciar a la disidencia política. Lo preocupante es que no se trata de hechos aislados, sino que ya se vislumbra un sistema de la “post-democracia”, que incluye la represión al pluralismo político, la cartelización política del poder económico y la concentración no-democrática del poder estatal. ¿Hacia dónde vamos por este camino? ¿Cuál es la dirección de este globo de ensayo que se muestra en toda su contundencia en el caso brasileño?

Como la instrumentalización política del poder judicial aparece en el centro de esta escena, tal vez vale la pena poner el foco en este aspecto del proceso.[1] Ciertamente, el movimiento hacia la post-democracia en América Latina no comienza ni tiene sus puntos de apoyo más sólidos en los tribunales de justicia. Pero en la dramaturgia de la decisión judicial encontramos una expresión elocuente de las fuerzas que se ponen en juego, los límites que están dispuestos a transgredir y la imaginación política reaccionaria que pretenden instituir. De hecho, la prisión de Lula nos muestra como la post-democracia avanza envuelta en el manto de la presunción de imparcialidad del poder judicial. En todos estos hechos arbitrarios va cobrando protagonismo un grito peculiar de soberanía que nos debería llamar la atención. Este grito jurídico-político dice “la imparcialidad soy Yo” y nos exige que reconozcamos en la identidad de un nombre propio la racionalidad de la aplicación de la ley. La fuerza de este ofrecimiento absurdo pone en movimiento dos elementos. Por un lado, la oferta no esconde que depende de una imagen de imparcialidad grotesca, que es a todas luces precaria en cuanto a su fundamento jurídico-constitucional, en muchos casos encarnada directamente en figuras paródicas de esa rama del poder judicial que se ha dado en llamar: “justicia pistolera”. Pero con esa imagen precaria de imparcialidad –y este es el segundo elemento que caracteriza nuestra coyuntura– estas fuerzas logran construir una formidable máquina de guerra política. Esta dualidad jurídico-política explica por qué hoy no caemos estrepitosamente de la democracia en la dictadura, sino que subimos lentamente en el globo de ensayo de la post-democracia.

2.- Hace casi 80 años Franz Neumann, un extraordinario politólogo de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, escribió un libro (Behemoth) sobre los antecedentes y las causas estructurales del totalitarismo político. Este libro, que tiene gran valor teórico en múltiples aspectos, contiene un análisis sorprendentemente actual de la pendiente anti-democrática en la que entra necesariamente el poder judicial cuando se transforma en un instrumento orientado a la supresión de adversarios políticos.

En el contexto de la república de Weimar, por cierto, la parcialidad de los magistrados llegaba a niveles absurdos. Pero eso no impedía que exigieran para sí el halo de la justicia y el derecho.[2] El secreto de esa conjunción entre imagen de imparcialidad y ejercicio despiadado de la parcialidad política se localizaba en la diferencia entre los procesados y los condenados en causas penales que involucraban a miembros de las distintas fuerzas políticas. Por regla general, los tribunales de justicia procesaban a todos los denunciados, sin distinción política (mostrando así un hiper-activismo judicial aparentemente imparcial), pero sólo condenaban, para sacarlos de la escena política, a los dirigentes de izquierda.[3] Este tipo de politización del derecho penal terminaba construyendo para Neumann “el arma más perniciosa de las luchas políticas”, tanto por los efectos sociales que produce la persecución penal de los disidentes políticos, como por sus resultados institucionales duraderos sobre el ámbito de la competencia política.

Con todo lo que nos separa de la situación que se analiza en el Behemoth, el dilema básico de este tipo de judicialización de la política vuelve a estar presente en el caso brasileño. En principio, tenemos la distinción de un tipo muy preciso de activismo político del poder judicial. No cualquier intervención judicial sobre la esfera política construye “el arma más perniciosa de las luchas políticas”. Neumann no se refiere a la existencia de una dimensión política en las decisiones que toman los jueces (el famoso tema de Dworkin de fines de los años 70), ni a tribunales de justicia que terminan siendo usados como foros de resolución de lo que no pudo resolverse a través de la contienda y la creación política. El primer nivel de lo que puede llamarse en términos abstractos “judicialización de la política” es consustancial a la aplicación del derecho en cualquier Estado democrático y el segundo muestra, por lo general, un fracaso de la política democrática, pero no construye un arma política específica. Lo que aparece en el análisis de Neumann es algo muy distinto y es lo que observamos hoy en el caso de la parcialidad manifiesta, su condena sin pruebas y su prisión injustificada de Lula en Brasil. Aquí no se trata de “hacer política” a través de los tribunales de justicia, sino de suprimir la política mediante decisiones judiciales arbitrarias. Finalmente, cuando una fuerza política consigue apropiarse de la capacidad para sacar del medio a los adversarios que la desafían sin tener que recurrir a la política (que supone los costos de la polémica pública y los resultados contingentes de pretensiones de legitimidad contrapuestas), se provee a sí misma de un arma que es tan eficaz que no puede permitir que otros la usen, para lo cual el paso siguiente consiste en anular el espacio de la política.

Inclusive desde un punto de vista estratégico, la propia eficacia de este uso del poder judicial va a terminar destruyendo la dimensión política de esa estrategia, ofreciendo así el rostro más crudo de lo que puede suceder en el futuro si la post-democracia sigue avanzando en América Latina. Esto lo vimos con claridad en la famosa justificación del voto del ministro Alexandre de Moraes, quien mirando hacia adelante aprovechó la condena de Lula para establecer que “los derechos fundamentales son relativos”, es decir, que son “pasibles de relativización por medio de decisión judicial”. No fue casual que insistiera en el carácter relativo de los derechos fundamentales y en la soberanía de la decisión judicial para limitarlos. Este barbarismo jurídico anticipa un enorme retroceso en el proceso de constitucionalización de los derechos humanos. Hacia esa búsqueda de un nuevo terreno anti-democrático los conduce la instrumentalización política del poder judicial, porque si bien no saben aún hasta dónde tendrán que llegar, la corte ya avisó que no va a defender los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a las arbitrariedades del poder, sino que está dispuesta a relativizar esos derechos todo lo que sea necesario para cubrir las huellas de su participación en el golpe institucional. Por ahora se limitaron a encarcelar al principal candidato de la oposición con un timing político perfecto, pero mañana podrán intervenir partidos políticos y sindicatos, limitar los derechos civiles de los que su teología neo-evangélica considere “desviados” o “no-humanos”, suprimir las libertades públicas de los disidentes o castigar a los excluidos sin que tengan siquiera la ficción del derecho como límite y como barrera frente a la barbarie. Todo esto está en un estado de latencia en la politización de la extrema-derecha brasileña a la que le abre el paso la politización de la justicia. Ese es el riesgo de esta aventura autoritaria del poder judicial.

3.- El principio de imparcialidad, junto con su aplicación en las cuestiones normativas del Estado y la moral, es uno de los pilares del racionalismo y del liberalismo político del siglo XVII (Spinoza, Locke) y del siglo XVIII (Voltaire, Kant). A lo largo de su historia, las dificultades para fundamentar o, al menos, reconstruir conceptualmente los elementos básicos de este principio se han transformado en la principal piedra en el zapato de esas tradiciones de pensamiento. Sus detractores han asegurado siempre que el único modo de quitarse esa piedra del zapato (la dificultad para imaginar la posibilidad de un juicio imparcial en los asuntos humanos) consiste en abandonar la aspiración que contiene ese principio (la idea de una asociación de hombres libres que se reconocen y están dispuestos a tratarse como iguales). Es cierto que, en muchos casos, el idealismo con el que se formulaba el principio terminaba socavando todo el edificio político que se pretendía construir. Pero los grandes detractores del principio de imparcialidad no fueron sus críticos materialistas, que analizaban sus contradicciones y sometían a un escepticismo mundano las formas de su aplicación, sino la furia idealista de los teólogos, que combatían a cualquier institución que dispensara un trato igualitario a los que ellos consideraban perdidos frente al plan de Dios.

Existe una fantasía recurrente que cobra fuerza en los momentos de intolerancia social. Según esta fantasía, para lograr la congruencia y la seguridad de la sociedad, resulta imperativo que ésta proceda a extirpar una parte de sí misma, como si toda forma de integración social dependiera en última instancia del sacrificio y la destrucción. Entre los teólogos devotos esta fantasía moviliza tres acciones: la práctica de la persecución (“debemos identificar a los pecadores”), la proscripción (“no pueden formar parte de la vida activa de nuestra sociedad”) y el exterminio (“no pueden vivir entre nosotros”). En la época de Voltaire, los que custodiaban la integridad y la salvación de las almas de los verdaderos miembros de la sociedad (los católicos) no sabían si debían matar a una vigésima parte de la sociedad o pasar directamente a degollar y envenenar a seis millones de seres humanos. La fantasía teológica les dictaba esa economía del sacrificio, que determinaba que “la extinción total de los protestantes en Francia no debilitará más a Francia de lo que una sangría debilita a un enfermo bien constituido” (Tratado sobre la tolerancia, cap. XXIV).

Matanza de San Bartolomé - François Dubois
Matanza de San Bartolomé – François Dubois

La justificación del deseo de “terminar definitivamente con todos los que no piensan como nosotros” tiene siempre una estructura teológica que, para materializarse, necesita destruir lo que sospecha que se esconde detrás de la pretensión de imparcialidad. En la mentalidad de los teólogos, alentar un juicio que garantice ciertas condiciones de imparcialidad y racionalidad ofende a la verdad y la justicia, y sirve para demostrar implícitamente la culpa de los que demandan esas garantías. Como creen que Dios sólo se expresa a través de su ira, les recuerdan una y otra vez a  sus críticos que Dios, cada vez que tuvo que ser ejemplarmente justo, no fue tolerante. De ese modo, los teólogos se transforman en visionarios que predican la ira de Dios y anticipan su juicio sobre la tierra (“la gente en la calle nos dice que los quieren matar”), pergeñando todo tipo de escarnios y crueldades sobre sus víctimas, que deben ser castigadas sin piedad “no sólo para edificación pública sino también por la belleza del espectáculo” (Tratado sobre la tolerancia, cap. XVII). Esta estetización del castigo al perseguido es una parte esencial de la cultura de la intolerancia, ya que con ella no sólo se promueve el goce perverso del intolerante, sino que se cubre de prestigio y se da un valor de exhibición al odio irracional de sus profetas.

4.- Desde otra óptica, se puede pensar que la pretensión de imparcialidad en los juicios normativos depende de una –más o menos oculta– “metafísica de la neutralidad” o que proviene directamente de un delirio de la “razón secular”, que permanece incurablemente alejada de las urgencias existenciales del ser humano. Seguir esta discusión, con todas sus implicancias prácticas, es un asunto bastante más difícil e implica problemas bastante más serios que los que se suelen poner en juego cuando se toman posiciones teóricas al respecto. Contra lo que afirman sus detractores, esa aspiración de la razón práctica no proviene de una deducción metafísica, que habría invadido de esa manera el terreno vital de las pasiones y los auténticos intereses de los hombres, sino que es, a su modo, el resultado de una urgencia, el intento por buscar un camino en medio de la violencia generalizada de las guerras y el fanatismo religioso. Spinoza o Locke, Voltaire o Kant, responden a esa urgencia abordando la cuestión de la tolerancia e imaginando la posibilidad de una comunidad política que pueda potenciar la búsqueda de la utilidad común, reuniendo dentro de sí misma, sin hacerles violencia, una multiplicidad de creencias y de formas de vida. Para ensayar un pensamiento en esa dirección proceden a través de distinciones de “esencia”, que en realidad lo que pretenden es desmontar y volver a pensar el contenido de los conflictos que tenían frente a sí. Aparece así la gran distinción de la razón práctica entre el Estado y la Iglesia, pero también la distinción entre metafísica y religión, moral y derecho, etc. Estas distinciones, lejos de impulsar teorías que buscaban “suprimir el conflicto”, lo que se proponían era diferenciarlos internamente y junto con esa diferenciación afirmar que hay mejores y peores modos de tratarlos y de tratar a esos otros con los que uno entra en conflicto. Su “racionalismo” se limitaba a extraer del delgado hilo discursivo de las religiones de su época un camino para la afirmación de esa comunidad política capaz de garantizarle un trato igualitario a todas las partes del conflicto. En esa búsqueda la filosofía asumía el desafío de crear un concepto nuevo, que Hegel nominó retrospectivamente como “espíritu subjetivo”. Poniéndose en el terreno de sus adversarios, estos filósofos intentaron transformar a la libertad subjetiva en la verdad del concepto de religión. Su estrategia resultó a la vez convincente (para la sensibilidad religiosa de la época) y revolucionaria, porque a partir de ese nuevo concepto quien deseaba reconocerse dentro de la “verdadera religión” debía aceptar que ese reconocimiento sólo podía provenir de una elección del sujeto y, a su vez, que las elecciones religiosas, para que valgan como tales, no podían ser forzadas. Locke afirma esto de un modo directamente político, sin el aparato filosófico que le va a agregar luego Kant a la idea de autonomía: “los hombres no pueden ser forzados a su salvación” (Cartas sobre la tolerancia, 1689), porque si son forzados no se trata ni de una religión verdadera, ni de su camino de salvación.

Sería difícil restarle valor, frente a un contexto cultural y político en el que aparecen Bolsonaros por todas partes, a esta “herencia del racionalismo” que afirma que sólo las convicciones que se generan sin violencia son verdaderas convicciones. Pero Locke también nos enfrenta a la ambigüedad fundamental de este modo de construir relaciones pacíficas en el fragor de los asuntos humanos. La peculiaridad de su obra es que contiene las dos grandes fundamentaciones del principio de imparcialidad del liberalismo: la que lo construye como una alternativa frente al fanatismo religioso y la que lo deduce de la validez de los contratos (“no se puede ser juez en causa propia”). Si forzados a ser esquemáticos somos injustos con su pensamiento, podríamos decir que Locke[4] intenta pensar el principio normativo general del trato igualitario a partir del modelo que le provee la resolución de controversias que un tercero realiza cuando hace cumplir contratos libremente pactados. La tentación consistía –y Locke no estaba sólo en este modelo– en pensar al mercado como modelo de imparcialidad en dos momentos: primero, pensar al mercado como la auto-institución de relaciones recíprocas no-violentas; luego, establecer a esa imparcialidad que parece objetivarse en el mercado como modelo de toda imparcialidad normativa posible. Por ese camino, evidentemente, lo que se intenta es deducir el liberalismo político del liberalismo económico. Y este intento fracasó históricamente precisamente en esos dos aspectos, porque los contratos civiles pueden contener y sirven para esconder relaciones desiguales y violentas (Marx dixit I), y porque, lejos de transformarse en un modelo generalizable, entre las formas del fanatismo religioso que va a tener que enfrentar el liberalismo político aparece en un lugar destacado el “fanatismo de la mercancía”, que consiste en consagrar a la acumulación de capital como un fin en sí mismo (Marx dixit II).

Para enfrentar el “dilema Locke” surgen dos atajos que en nuestra coyuntura deberíamos esforzarnos por evitar, entre otras razones porque contamos con más recursos para no caer en sus trampas. El primer atajo consiste en aplicar la política de arrojar al niño (el liberalismo político, el trato igualitario, la cultura de la tolerancia, los derechos humanos, la libertad como condición pública para forjar las convicciones de los ciudadanos) con el agua sucia de la bañera (las pretensiones ideológicas del liberalismo económico, sus disfraces obscenos y sus criterios de justicia irracionales). El segundo atajo consiste en idealizar una parte del dilema (la “gran herencia” del liberalismo político) y depositar todas las culpas en la otra (en este caso, la función predatoria del liberalismo económico), sin detenerse a analizar, en el agua sucia de la bañera, como se complementan en los discursos contemporáneos ambas partes de lo que lleva el nombre de liberalismo. Pero evitar estos atajos no implica que tengamos que abandonar el principio de imparcialidad. Por el contrario, deberíamos poder pensar al trato igualitario de una manera diferente, que vaya de la mano de la pulsación más fuerte de los deseos democráticos actuales. Esa otra idea de imparcialidad no puede ser idealista, pero tampoco puede depender exclusivamente del cálculo estratégico. El desafío es claro y urgente, frente a los avances de la “justicia pistolera”, tenemos que repensar e instituir la obligación moral del trato igualitario más allá del modelo obsceno que ofrece el liberalismo económico, transformando de un modo creativo la herencia escurridiza del liberalismo político. Algo de esto se vislumbra en el modo que asumen las luchas democráticas contra las nuevas teologías de la derecha política y contra el fanatismo religioso de la mercancía financiera. Creer que por ese camino no se puede, significa no comprender las contradicciones y la potencia del camino ya recorrido.

5.- En su último discurso público, antes de ser exhibido como un trofeo de las pasiones tristes que promueve el oscurantismo brasileño, Lula dejó un mensaje notable para la historia política del continente. En uno de los pasajes que le dedicó al problema de la justicia afirmó:

Yo no estoy por encima de la justicia. Si no creyera en la justicia, no habría hecho un partido político. Yo había propuesto una revolución en este país. Pero yo creo en la justicia, en una justicia justa, en una justicia que vota un proceso basado en los autos del proceso, basado en las informaciones de las acusaciones, de las defensas, en las pruebas concretas. Lo que yo no puedo admitir es un fiscal que hizo un powerpoint y fue a la televisión a decir que el PT es una organización criminal, que nació para robarse Brasil y que Lula, por ser la figura más importante de ese partido, Lula es el jefe, y por lo tanto, si Lula es el jefe, dice el fiscal: “no necesito pruebas, tengo convicción”. Yo quiero que él se guarde sus convicciones particulares para las charlas con sus compañeros, para sus adeptos y no para mí. Yo sí creo en la justicia, por eso hacemos política aún cuando no creemos en el poder judicial.

Del otro lado de ese discurso sobre la justicia se encuentran los Bolsonaros del momento, que finalmente no se cansan de repetir: “yo creo en la violencia” e idolatran a la policía como único agente del orden social. Con esto la derecha latinoamericana vuelve a mostrar la ignorancia de la que vive, porque con sus imágenes y sus llamamientos despolitizadores terminan politizando de la peor manera a las instituciones que no se deben politizar en el Estado de derecho democrático: las fuerzas de seguridad y el poder judicial. Su ideal ya no es el de un policía en cada esquina, al modo de un panoptismo generalizado, sino una macro-física de las fuerzas sociales más directa: “todo el poder a la policía”. Su programa político también es claro, consiste en pasar velozmente del Welfare State al Hatefare State.

 

[1] Me voy a limitar aquí a una reflexión centrada en el contexto y los efectos sociales de este proceso. Para poder analizar todos los antecedentes del caso desde un punto de vista jurídico y político, así como para dar cuenta del carácter arbitrario y la parcialidad manifiesta que padeció el candidato a la presidencia de la oposición en Brasil, recomiendo la excelente nota de João Maurício Martins de Abreu publicada en esta misma revista: http://revistabordes.com.ar/el-gobierno-de-los-jueces/

[2] El análisis del rol político del poder judicial atraviesa prácticamente todo el libro, pero se puede encontrar un análisis particular de este desempeño en dos pasajes claves: Behemoth, Oxford University Press, 2009,  pp. 20-26 y 440-458.

[3] El sesgo de los tribunales era tan marcado que frente a un mismo hecho, cuando se trataba de la izquierda, los tribunales condenaban a todos los que podían estar conectados con los acontecimientos, sin importar cuan distante o mediada pudiera haber sido su relación con los mismos. En cambio, cuando se juzgaba la participación de la derecha en hechos idénticos, rápidamente se diluían las pruebas, se extendían los procesos sin condena o se le concedía un beneficio infinito a sus propios testimonios de los hechos. Neumann recuerda el caso absurdo del general Ludendorff, que logró evitar una condena por su participación en el intento de golpe de Estado del año 1920 gracias a una excusa completamente inverosímil. Cuando tuvo que defenderse de la acusación se limitó a asegurarle al tribunal que su presencia en medio de los acontecimientos violentos se había debido en realidad al azar, ya que según su versión de los hechos él “había estado ahí por accidente”. Este era el sentido general del sesgo de la parcialidad política de los tribunales, sin pruebas directas se condenaba a la izquierda y con pruebas directas no se condenaba a la derecha. Otra curiosidad de esta irracionalidad judicial que describe Neumann consistía en el uso hiper-politizado de una figura que habían incorporado recientemente al código penal, la figura de “traición a la patria”. Pensada para limitar el accionar del ejército y las fuerzas de seguridad, los tribunales la usaban en la práctica para perseguir a comunistas, socialistas y pacifistas que hacían públicas las acciones ilegales del ejército. Behemoth, pp. 21 y 22.

[4] Eduardo Rinesi escribió y editó un magnífico trabajo sobre J. Locke (En el nombre de Dios: Razón natural y revolución burguesa en la obra de John Locke, 2009) que repone toda la complejidad de su pensamiento político, más allá y más acá de su “liberalismo”. Para evitar la caricatura en la que incurrimos aquí, ese libro es una primera lectura recomendada, sobre todo porque también se hace la pregunta por la relación entre Locke y nosotros.

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