Políticas de memoria
¿Nuestro pasado en peligro?

Por Lucila Svampa*
(CONICET/IIGG-UBA)

En el último año nos volvimos testigos de medidas que afectan la vida pública de los recuerdos referidos a la última dictadura militar. La disminución del 15% del presupuesto nacional destinado a Derechos Humanos, el desmantelamiento de grupos especializados para la extracción de muestras de ADN para la restitución de la identidad de nietos robados, la desarticulación de cuerpos pertenecientes a ministerios que asistían al Poder Judicial en las causas vigentes, la pérdida de los datos atesorados por Infojus, las recientes declaraciones sobre el número de desaparecidos, la eliminación de las investigaciones sobre los crímenes económicos durante la dictadura y los sistemáticos beneficios (como el otorgamiento de prisiones domiciliarias) a exrepresores, que están siendo hoy juzgados, hablan de una profunda transformación en el modo en que se promueve una determinada imagen del pasado. Todos estos cambios plantean una amenaza a la memoria de los crímenes perpetrados en los años setenta en Argentina, construida tras inclaudicables luchas y resistencias de los organismos de Derechos Humanos. La necesidad de elaborar dicho pasado traumático tuvo como motus no solo rastrear en algunos casos el paradero de los desaparecidos o incluso de sus hijos vilmente apropiados, sino además, hacer visible algo que se buscó silenciar por muchos años, que no es sino una verdad histórica. Ahora bien, si podemos hablar de políticas de memoria ¿podríamos interpretar las actuales medidas como políticas de olvido?

Los procesos de justicia transicional enfrentan a las sociedades a enormes desafíos que plantean revisar su pasado, atendiendo a las heridas de los sobrevivientes de experiencias traumáticas y estableciendo reparaciones de distintos tipos. Esto es naturalmente complejo porque implica por un lado establecer responsabilidades de un sector de la población que estuvo involucrado en dichos eventos y por otro, porque confronta a quienes protagonizaron dichos episodios a recuerdos dolorosos, contradicciones, vergüenzas y culpas. Más allá de que sus testimonios revelan historias únicas y enunciadas en primera persona, estos constituyen sin lugar a dudas una fuente de gran importancia para la memoria colectiva. Se trata de lo que Halbwachs denominó memoria impersonal, no porque no remita a ningún sujeto, sino porque atañe a un conjunto de ellos y al hacerlo, performa simultáneamente la identidad del propio grupo en cuestión. Para que exista una memoria colectiva, se requiere de la interacción y cooperación de múltiples actores, puesto que estos rara vez podrían recordar aisladamente. Así que cuando un pueblo acoge dichos relatos con la expectativa de no repetir desgarradoras experiencias, busca superar su pasado trayéndolo a su presente, con vistas a aprender de él. De suerte que tal práctica solo puede ser llevada adelante si existe una comunidad dispuesta a oír dichas narraciones, acto a través del cual la memoria se vuelve viva. Así se logra transmitir un recuerdo de algo que no experimentaron en carne propia las nuevas generaciones, que paradójicamente asumen la tarea de mantenerlo vivo. Si bien es harto relevante que la circulación de estas rememoraciones esté impulsada por múltiples sectores movilizados por el reconocimiento de sus demandas, también cumple un rol fundamental la intervención del Estado. Al ser la historia un terreno de disputa, habrá que asumir no solo que, en muchas ocasiones, allí se encuentran memorias que están en conflicto, sino que adicionalmente conviven en los contextos democráticos con las regulaciones estatales. Esto no supone que cada una de estas memorias tenga una existencia independiente: el devenir de los relatos de dichos colectivos depende en gran medida de las condiciones políticas que promuevan con más o menos apertura su difusión; de modo que existe una doble direccionalidad entre la influencia de ambas partes.

 

Las políticas memoriales mediante las cuales un gobierno establece una relación específica con su tiempo pueden manifestarse en distintas formas. Esto significa que a la hora de examinar cuáles son las medidas que impactan en las representaciones colectivas de la historia de una nación, no solo debemos detenernos concretamente en acontecimientos legislativos, como podría ser un indulto, sino también en recursos que no tienen necesariamente la fuerza de una ley, pero no por ello son menos poderosos. La construcción de lugares de memoria, la creación de archivos y la promoción científica de investigaciones sobre el pasado reciente constituyen también iniciativas que impactan enormemente en la imagen del pasado. Pero ¿podría pensarse a la inversa? ¿Ostenta el Estado elementos capaces de hacernos olvidar?

Como señala el pensador alemán Andreas Huyssen, el olvido tiene mala prensa: en un esquema según el cual la memoria está asociada con el deber moral de hacer justicia al pasado, el olvido queda vinculado al perdón, la impunidad y el silencio; dicho dualismo es por cierto ilustrado en ocasiones por la cercanía etimológica de las palabras amnistía y amnesia. Hay sin embargo perspectivas que lo acercan al alivio. Nietzsche tal vez sea una de las voces que, desde la filosofía, más relevancia ha tenido en esta materia, cuando describe el recelo con el que el hombre admira la capacidad de olvido del animal, al que observa pastar felizmente. Esta idea del exceso de memoria, que inhibe la capacidad de acción de los sujetos, también es tematizada en un cuento de Borges. Funes, el memorioso describe un personaje cuya capacidad de recordar era ilimitada, y a causa de ello encontraba grandes dificultades para pensar y actuar. En una dirección similar se expresa Harald Weinrich al apelar a la mitología de la antigua Grecia. El río Leteo se encontraba en el inframundo de los dioses y tenía un poder muy particular: al beber de su agua, las almas muertas borraban los recuerdos de su vida y se preparaban así para un nuevo comienzo.

Estas perspectivas, que hacen alusión a la serenidad que provoca el olvido de ciertos episodios, son discutidas por otras, que ponen de relieve la importancia de la memoria para la conformación de la identidad de los sujetos. De cualquier modo, si bien sendas posturas nos muestran la contracara del olvido, no nos dicen mucho sobre su posible instrumentalización. Quien hace mención a esto es Umberto Eco. Este relata dos anécdotas que permiten pensar cómo podría producirse el olvido no como un descuido, sino como el efecto de una estrategia deliberada. La primera de ellas cuenta que, reunido con amigos, se propusieron inventar materias universitarias que tengan algún componente absurdo. Así fue como imaginaron un ars oblivionalis. Por el contrario de un ars memoriae, que apunta al desarrollo de reglas mnemotécnicas para estimular el recuerdo de determinada información, esta práctica consistiría en la investigación de un método para ignorar ciertas memorias. Mas luego de debatirse sobre tal posibilidad, Eco termina cerciorándose de que si bien no es posible dar con métodos para provocar olvido, sí es posible pensar un procedimiento que impida la aparición de un recuerdo. Para dar cuenta de esta técnica, el escritor remite a una segundo juego. Este consiste en tomar una palabra del diccionario desconocida por los participantes y que estos arriesguen una definición por escrito. Estas se mezclan junto con el significado que ofrece el diccionario, luego se leen una a una en voz alta y los jugadores deben adivinar cuál de todas es la correcta. Eco asegura que más allá de que al final se revela la versión verdadera, días después no lograba recordar cuál de todas lo era. En pocas palabras: la superposición de información que se autoproclama como verídica provoca confusiones que derivan en la incapacidad de reconocer el estatus auténtico o no de los relatos que circulan.

Frente a este panorama teórico y a un año de la implementación de políticas orientadas por un cambio sustancial en el modo en que recordamos los crímenes de la última dictadura militar, nos preguntamos ¿está hoy en riesgo nuestra memoria colectiva? Si bien es posible legislar sobre el pasado, olvidar bebiendo las aguas del río Leteo –o simplemente a partir de un decreto– no parece ser una posibilidad. La existencia de rastros de tiempos precedentes en el presente y el futuro, deja abierta la constante posibilidad de que memorias pretéritas sean rescatadas de la oscuridad. No solo la aparición inesperada de vestigios en el espacio público, sino también la búsqueda intencionada de ellos confirman que el abandono absoluto de un recuerdo arraigado profundamente en la sociedad no puede producirse sin más. Las luchas subyugadas, que se silencien de un determinado discurso histórico tienen abierta la posibilidad de retornar. Cuando esto sucede, estas memorias provocan una disrupción en la escena pública, ya que el contenido de sus relatos no se circunscribe a una demanda local, sino que apuntan a un núcleo constitutivo de lo común.

 

 

Sabemos sin embargo, que si bien no se puede ordenar un olvido, sí es posible generar confusiones respecto de los relatos de los que se nutre nuestra memoria. En este sentido, la enorme afluencia de versiones fragmentadas y superpuestas constituye un mecanismo que puede debilitar la consolidación de las consignas de memoria, verdad y justicia. Debido a esto, es fundamental la persistencia de relatos que defiendan con vehemencia el conocimiento histórico, algo que se podría ver amenazado si está en peligro la continuidad de los organismos de Derechos Humanos. En una época en que el relativismo marca nuestras reflexiones, el desafío será no confundir la confluencia de diversas interpretaciones del pasado con negacionismo. Esto, no con el ánimo de exponer “lo realmente sucedido”, que tanto exaltó el positivismo, y que por cierto, excluiría de nuestras investigaciones todo elemento normativo. Tampoco se traduce esto en rescatar eventos del pasado para conservarlos estáticamente detrás de una vitrina inmaculada. Se trata, por el contrario, de convertir esas evocaciones en un componente activo de nuestras instituciones políticas, interpretando nuestro pasado como una guía de acción política para el presente.

 

*    Autora del libro La historia en disputa. Memoria, olvido y usos del pasado. Buenos Aires, Prometeo, 2016.

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