Por Roque Farrán
Vivir es transformarse, pero para transformarse hay que conocerse. O quizás ambas cosas a la vez. A partir de una lectura en clave althusseriana, y lacaniana, y foucaultiana, el filósofo Roque Farrán examina las formas de subjetividad contemporáneas y propone una tecnología para la formación de una especie de sujeto crítico: leer, meditar, escribir.
I
Escuchaba hace poco a un conductor de radio colocarse en posición de alumno frente a un psicoanalista, resultaba evidente que cualquier elucubración de saber le resbalaba, como si nada de lo que hubiese leído o escuchado tomara cuerpo, como si no pudiera darle una torsión singular a ningún enunciado, y eso que arriesgaba bastante en los diagnósticos que lanzaba (por ejemplo que el capitalismo era como una tercera forma a priori de la sensibilidad y cosas por el estilo). Mientras más se esforzaba por mostrar atención, por remitir a citas o lecturas filosóficas, más se notaba su impermeabilidad a cualquier saber, la artificialidad o la impostura. Algo del tono adoptado, de la enunciación y del dispositivo mismo repelían cualquier incorporación de saber.
Resultaba algo gracioso que el conductor se considerara fuera de la ideología por el sólo hecho de hablar con el analista del capitalismo. No es tan simple. Para salir de la ideología hay que reconocerse primero ahí: cómo uno se encuentra metido hasta el tuétano. “Salir del círculo permaneciendo en él”, como decía Althusser, implica asumir que hay otros círculos en juego: no sólo el saber, el poder o la aleturgia del espectáculo. También hay “un círculo que se traza de su círculo sin poder contarse en él”, como decía Lacan, cuya captación exige la división del sujeto. Cualquier crítica al capitalismo que apunte a su transformación exige tener en cuenta la propia posición del sujeto en relación al Otro. Alcanzar una posición de extimidad al borde de lo que nos determina, ni adentro ni afuera, no es tarea fácil. No es cuestión de calculismo o equilibrismo, sino de formación.
Hay algo profundamente errado en el modo en que estamos entendiendo y practicando la teoría: esa interpelación constante a un sujeto del conocimiento, en la era de la digitalización apabullante de toda la información disponible, resulta muy pobre, pobrísima, y a todas luces insuficiente. Es como si no quisiéramos saber nada con otras formas de constitución del sujeto y nos aferráramos a lo malo conocido en vistas a que tampoco hay nada bueno por conocer. Lo que está afectado de una profunda desilusión es el sujeto del conocimiento. Ya no hay confianza en que podamos conocer, en la transformación que produce el conocimiento. No hay ejercicios de transformación ética, no hay encarnación de los saberes, no hay articulación política consistente, porque no hay sujetos que se formen para anudar esas dimensiones irreductibles de la experiencia.
No guardo ninguna esperanza al respecto, tampoco me mueve a burla o desprecio semejante situación, apenas tomo nota y observo el circo institucional-mediático que se arma en torno a ciertos sujetos supuestos saber que pronto mostrarán la hilacha: ninguna acumulación originaria de conocimientos para el currículum vitae puede sustituir la necesaria transformación del sujeto. Los casos de abusos sexuales que hacen serie en el ámbito académico lo demuestran de manera dolorosa. También aguardo que otros y otras empiecen a sustraerse del espectáculo y comiencen a formarse en serio, a multiplicarse, a tomar el coraje de decir la verdad que está al alcance de cualquiera. Esto era lo que inquietaba al último Foucault, el gobierno por la verdad, y le permitía ensayar su respuesta ante el modo de gobierno neoliberal.
II
Me puse a leer recientemente sobre la economía de la deuda. Entiendo que es un paso importante no quedarse en la contemplación del mecanismo “deudor-acreedor” como paradigma universal de gobierno y considerar más bien cómo se concretiza en cada terreno “según variables de género, clase, raza y geolocalización”, como dicen las compañeras Gago y Cavallero. Pero hay algo más. Por eso me referí en su momento a la “servidumbre de sí”, y cómo se puede cortar con ella. Digamos, el paso de lo universal a lo particular de cada terreno y, también, su modulación singular en tanto posibilidad de transformación.
La subjetividad que asume la deuda, en su extrema singularidad, no puede ser colonizada, ni explotada, ni dominada totalmente. Lo que descubre Foucault en los 80 es que con el “trillado círculo del saber-poder” no basta para entender el gobierno de las almas. El poder, como los míticos vampiros, siempre necesita del consentimiento del sujeto para entrar en la casa y colonizar el ámbito doméstico. La “casa del ser”, como diría Heidegger, resulta inexpugnable. Aun si la deuda afecta ónticamente la economía doméstica. La irreductibilidad del sujeto a los mecanismos de poder más sutiles no responde a que “adviene una millonésima de segundo antes de que ellos se implanten”, como supone Alemán, sino a algo que opera en simultáneo a los mecanismos de poder: su pliegue o torsión, el goce necesario para que funcionen. Cuando el sujeto puede localizar esa torsión absolutamente singular, algo se sustrae al mecanismo alienante, y su economía libidinal se transforma: no puede ser cooptada in toto, por más endeudado objetivamente que se encuentre.
Si el sujeto ha saldado su deuda ontológica con el Otro, confrontado el vacío que lo constituye y el plus de goce que es su sino, enfrentará la vida y la muerte, el infortunio y la política, sin temor ni esperanza, con una felicidad temperada. Como dice Spinoza, en la última proposición de la Ética: “La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras pasiones, sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras pasiones porque gozamos de ella”. No es cuestión solamente de desobediencia o ingobernabilidad, tampoco de años y años de análisis; la sabiduría práctica necesaria para alcanzar ese punto de sustracción y libertad, ante los saberes-poderes dominantes, siempre ha sido una cosa rara, infrecuente pero no imposible. Cualquiera puede acceder a ello.
III
Cada tanto ella hace preguntas que nos movilizan. ¿Qué pasa cuándo nos morimos? Nada, no pasa nada. Nos disolvemos en partículas, nos convertimos en otra cosa, polvo que se hace tierra o se va con el agua. ¿Pero qué se sentirá morir? No se siente porque no hay quien sienta ya nada, al menos nadie ha vuelto para contarnos, cuando se muere es como si se apagara el mundo. Se quedó pensando y le dije que preguntara en la clase de filosofía. Pero la seño no sabe porque no ha vuelto de la muerte. No sabe pero a lo mejor surgen preguntas interesantes. Habría que preguntarle a alguien que estuvo cerca de morir. Bueno, yo casi muero cuando vos estabas por nacer, pero no me quería ir sin conocerte, no me iban a llevar tan fácil, y menos mal que me quedé. Su existencia, su crecimiento me emocionan, el ser parte de su vida me emociona, saco una foto del momento para guardarla en mi memoria y, contradiciendo lo que antes había dicho, me doy cuenta que no se sentiría nada bien haber muerto. Eso último no se lo dije, por supuesto, ahora lo estoy escribiendo.
Pero no se escribe del mismo modo que se habla, como tampoco se muere del mismo modo que se vive. Escribir anticipa a la muerte: corte, condensación y recapitulación precipitada de una vida. Hablar es un modo de distraer a la muerte: contarnos historias, ampliarlas, adornarlas para que resulten entretenidas. No me gustan quienes escriben del mismo modo que hablan, como tampoco quienes creen saber de la muerte porque viven. Quienes no han atravesado los umbrales del mundo, habitado los bordes del lenguaje, entre la vida y la muerte, hablan sin saber, escriben sin sentir. Pretenden decir qué hacer cuando no se han hecho siquiera a sí mismos. La tarea infinita de hacerse entre escritura y habla, lectura y escucha, meditación y prueba, en el anudamiento inexorable de esos modos irreductibles, quizás sirva a otros, mientras dure una vida. Pero no hay garantías, mucho menos entretenimiento. Sí hay alegría de pensar sin distraer ni decir necedades para convencer a nadie. Exponer algo de sí, arriesgarse en lo que se hace, para que la transformación sea posible.
En fin, propongo una tecnología simple para la formación y transformación del sujeto, que consiste en tres actos: leer, meditar, escribir. Leer no es recabar información ni impresionarse con imágenes, sino detenerse en cada letra o enunciado que nos toca el cuerpo para examinar cómo es que lo hace, cuál es su textura y relación con otros enunciados que nos han marcado, cuáles los blancos y ausencias. Meditar no es imaginar otras cosas ni vaciar el pensamiento, sino suspender por un momento la lectura, repasar y sopesar lo que acaba de ser leído, examinar cómo nos afecta e implica, en qué medida puede servirnos como ejercicio de transformación. Escribir no es resumir o expresarse, sino el ejercicio en que la lectura y la meditación toman cuerpo, se anudan, se fijan en algún punto y abren hacia otros posibles. No puedo decir cuáles son los insumos que requiere esta modesta tecnología, sólo que la calidad de los mismos debe permitir el triple movimiento bajo un tempo propio. Componerse, hacerse un cuerpo, encarnar los enunciados, exige una temporalidad absolutamente singular. No es el tiempo de la demanda ni el de la postergación indefinida, sino el de la urgencia de vivir y transformarse para que, llegado el momento final, uno pueda decir: ¡He vivido!
Roque Farrán: Filósofo, investigador Independiente del Conicet, entre sus últimos libros: La razón de los afectos, El giro práctico.