Por Gabriel D. Lerman
Fuera de serie es una novela del escritor y docente universitario Gabriel Lerman en la que a través de la historia y los avatares de un cuadro de Alfredo Bettanin donde aparecen San Martín, Rosas y Perón se narran las últimas décadas de la Argentina. Publicado por la editorial Hasta Trilce reproducimos aquí un fragmento seguido de una lectura de Eduardo Rinesi (ver aquí).
Todo recomenzó aquel 25 de mayo de 2013, en el Museo del Bicentenario. Cuando terminamos de filmar la larga lista de entrevistas allí en la parte de abajo del amplio salón, no salíamos del asombro de que a la izquierda del set donde filmábamos teníamos el espacio del mural Siqueiros, y a la derecha, frente a nosotros, engalanado, el marco notable de la pared de ladrillo a la vista de la antigua Aduana Taylor, buena luz, estaba el cuadro de Bettanin. Habíamos conocido su itinerario hasta allí. Pero en ese momento, cuando te invité a cenar a San Telmo y nos fuimos caminando por las mismas callecitas del casco histórico, las que trajino desde la adolescencia, las que caminamos esa otra noche de 1997 en que después nos fuimos al Teatro Roma. Lo que yo no sabía eran los detalles de por qué había llegado hasta el Museo de la Casa Rosada en 2011. ¿Por qué el cuadro apareció públicamente, por primera vez en veinte años, en la conferencia de prensa que da Kirchner en 2009 desde la residencia de Olivos, cuando pierde las elecciones? En 2002, en la exposición Basta de Zonceras organizada en la Rural, lo que habían utilizado eran unas reproducciones fragmentadas del cuadro, pero no la tela original. Entonces, esa noche en San Telmo, me contaste la verdad. El cuadro había permanecido en manos de Felipe Solá, quien en 2003 es elegido gobernador de la provincia, acompañando a Kirchner en su proyecto político, que es elegido presidente. Aunque había tenido hasta el momento una relación distante, el trato se hace cotidiano e intenso. Ambos se necesitan. Solá, un dirigente joven formado en la histórica juventud peronista, pero de familia ligada al campo, es ingeniero, tiene un estilo personal trabajado, cierta picaresca seductora, y una ambición política que le hace advertir la importancia de abandonar el lastre de Menem y Duhalde, los dos dirigentes del peronismo con los que ha estado involucrado en la última década. Kirchner, en cambio, corre de atrás con antecedentes menos conocidos, ya que llega a Buenos Aires empujado por el viento patagónico. Todo le costará el doble a Kirchner, es decir, hacerse un lugar en el poder político del peronismo y del país, y además en proyectar una imagen nueva que provoca escisiones y contradicciones adentro y afuera de los campos ideológicos y prácticos hasta entonces conocidos de la política. Enfrenta a los militares y reabre los juicios de lesa humanidad de los años setenta. Enfrenta a la Corte Suprema, y nombra de manera transparente integrantes probos y con características de vanguardia nunca vistos. Enfrenta al poder económico y resuelve, al menos por mucho tiempo, el problema de la deuda externa. Enfrenta los esquemas estancados de la diplomacia y realinea al país con las naciones hermanas de América Latina. Enfrenta la inercia de un Estado vacío y retirado e impulsa políticas sociales, culturales y educativas activas e innovadoras. En pocos meses, aleja el fantasma de la disolución nacional de las crisis de comienzos de siglo, y reabre una memoria histórica de la militancia política y del peronismo, con un signo invisibilizado en muchas décadas, lo cual genera la apertura de una compuerta de la historia que hace un ruido descomunal e inspirador. Nada volverá a ser igual.
Mientras Kirchner pone al Estado en el centro del proceso político, amiga a las instituciones públicas con los organismos de derechos humanos y los movimientos sociales, comienza a entretejerse una identidad nueva al calor de una intensidad hace mucho olvidada. Es un nuevo peronismo, es un llamado a la transversalidad con otros partidos y movimientos, es un llamado amplio a construir una agenda política y social nueva. Tanto el acto de apertura de la Ex ESMA, en marzo de 2004, como la Cumbre de las América en Mar del Plata en noviembre de 2005, son dos de los principales hitos donde Kirchner se para en el medio del ring y empieza a establecer con claridad una personalidad, un riesgo y una perspectiva. Y empieza a sumar y a ganar simpatías. En ese contexto, de máxima confianza, Felipe Solá les hace llegar el cuadro a Néstor y Cristina Fernández de Kirchner, convencido que esa obra debe estar en manos de quienes están protagonizando la transformación en la política nacional y quienes son los primeros en mucho tiempo en representar el campo nacional y popular con la dignidad y el coraje que no había tenido nadie desde los tiempos en que había quedado concluido nada más y nada menos que el cuadro de Bettanin que él había recibido de manera de la familia Jacovella, y había tenido en su casa durante tantos años. ¿Un regalo, un obsequio, una donación? ¿En calidad de qué se lo dio al matrimonio Kirchner? La etiqueta del acto en la técnica y la gestión de las obras de arte no estaba clara. Es decir, siendo Tulio Jacovella el dueño original de la obra, encargada de forma directa a don Alfredo Bettanin en el invierno de 1972, el pase de manos a Solá había sido en aras de preservar el valor artístico y, sobre todo, la relevancia política. Y además, posiblemente, el reconocimiento de un paladar refinado y una capacidad propietaria del propio Solá que le garantizaba a los Jacovella una custodia interesada y política a la vez. El objetivo estaba cumplido, aunque a un costo alto. Es decir, la historia del país no proyectaba ni permitía imaginar un destino adecuado y respetable en una entidad pública, sobre todo en el pasaje de la dictadura a la democracia, donde cualquier atisbo de ligazón al Estado repelía cualquier iniciativa, pero a la vez la discreción o la guarda en las sombras impedía a un público más amplio conocer la obra, asignándolo a un goce o conservación de carácter privado. Todo lo cual podía tener sentido en una obra perteneciente a un autor de índole universal, a una celebridad del mundo del arte ajeno a los vaivenes políticos o comprometido pero una dimensión realmente contraria a los sucesos contemporáneos. Todo lo cual no parecía ser caso el caso de Alfredo Bettanin y su familia, las dos generaciones que lo habían sucedido, todos comprometidos y activos militantes, dirigentes y/o profesionales del medio argentino. Tal vez nunca se terminó de resolver la idea de cuál podría ser el interés del mundo del arte sobre la obra, ni tampoco el mundo comercial de galerías, y mucho menos se logró acceder a un juicio crítico estético de la obra de especialistas de arte argentino y latinoamericano que lo pusieran en perspectiva con los autores de los últimos años, que imaginaran línea de trabajo entre Antonio Berni y Ricardo Carpani, entre Marcia Schwartz y Daniel Santoro. Es que mucha agua había corrido bajo el puente desde la época anterior del mundo y la Argentina a ésta, y todo lo que pudiera mirarse, pensarse, entreverse tenía una técnica, un sabor, una paleta y una forma totalmente distintas, tal vez espejada, tal vez horriblemente opuesta, perdida para siempre. Incomparable. Sin embargo, lo que parecía haber primado en Felipe Solá habría sido no tanto la carencia de información artística, o la voluntaria decisión de pasarla por alto, sino, por encima de las cosas, la de utilizar el cuadro como una verdadera carta guardada, como un as en la manga.
En algún momento, Solá descubrió que el cuadro portaba un sentido específico. Múltiple en lo estético y en lo histórico, pero bastante unívoco en lo político. Había empezado a jugar en él una comezón que le añadía un subtexto a la tenencia del cuadro diferente a la mera contemplación de un panel escolar o de una acuarela divertida. De pronto, y a medida que pasaban los años y su incorporación personal a la política transcendía los campos y los cargos, las áreas y las responsabilidades, hasta llegar prácticamente a la cúspide del poder, se dio cuenta de que ese cuadro en sus manos tenía otro sentido y otra explicación. Después de mucho tiempo de preguntarse por qué había sido depositario del mismo y qué haría en adelante con semejante objeto, el ex secretario de Estado, ex diputado nacional y ahora gobernador de la provincia cayó en la cuenta de que la finalidad debía ser, ni más ni menos, que política. Ese cuadro mural era una pieza testimonial, un mensaje escrito en una botella que había sido arrojada al mar de los tiempos, y había viajado por océanos turbulentos de dolor y desencuentro, de crueldad y vindicación. Era, por encima de todo, una carta con un mensaje. Y esa carta debía ser entregada a un destinatario. Y acaso Solá no supo tempranamente quién o quiénes serían los depositarios de ese símbolo plagado de íconos de dos metros cuadrados por tres. Tal vez se preguntó por años a quién podía importarle esa explosión de escenas históricas. Tal vez creyó que el descarte mismo del tiempo, un agujero negro de la negación y el olvido, se tragarían a los acontecimientos y a los cuerpos que allí eran protagonistas de la historia argentina. Que nadie volvería a nombrarlos ni serían colocados en sitial alguno. Hasta que un día la vida política le hizo conocer a Néstor Kirchner. Y le hizo seguirle el paso, jornada tras jornada. Presidente y gobernador. Uno junto al otro. A los ponchazos, contra viento y marea, como fueron esos primeros tiempos de la llegada de Kirchner al gobierno, y todo su tiempo después. Marcando el paso, haciendo sentir al entorno, a la dirigencia política, y por intermedio de actos y hechos al conjunto de la sociedad, que él era diferente. Que Kirchner era el primer presidente en mucho tiempo que subía y bajaba del lado del pueblo. Y sin duda esa comprobación, que Solá confirmó y certificó una y muchas veces al acompañarlo en recorridas, en medidas concretas, lo llevó a tomar una de las decisiones más importantes que tomaría en su vida política.
Hacía tiempo que se conocía su separación de Teresa González Fernández, con quien se había casado en 1982. Familia de buena posición económica, el cuidado y el disfrute de una interesante colección de obras de arte eran parte de las inquietudes compartidas entre Felipe y Teresa. Un día, tras mucha cavilarlo, el dirigente bonaerense decide obsequiar el cuadro mural de Bettanin a Néstor y a Cristina, en la seguridad de que está efectuando un acto de justicia poética y, acaso, de reparación. Piensa que tal vez tuvo ese cuadro tanto años porque debía dárselo a alguien, a quien correspondiera en mano, como si hubiese sido una verdadera misión. No era solo un tema de propiedad de la obra de arte sino del contenido político que había en las imágenes allí plasmadas, pero también en la historia del autor y sus hijos. Distanciado de Teresa González, entiende que dispone del cuadro y no se siente obligado a explicarle lo que hará. Algo había que hacer con esa obra, y ése algo era algo excepcional como su propia historia: decide regalárselo al matrimonio Kirchner.
Cuando Edgar Allan Poe, en su cuento La carta robada, revela al lector la técnica utilizada por el detective Auguste Dupin para encontrar la carta, señala que consiste básicamente en colocarse en la mente del autor de los hechos, no en interpretar los hechos desde una posición exterior que incluya la creencia de cuáles serían las mejores opciones para ocultarla, es decir, buscar diferentes sitios fuera de la vista inmediata de quien quisiera encontrar el objeto. Para Dupin es mejor penetrar en la forma de razonar de quien ocultó la carta antes que en el escenario donde fue ocultada. Pero la carta ha sido ocultada sin ser ocultada, y ésa es la primera paradoja del procedimiento de ocultamiento. La carta había estado allí, arriba de la chimenea, todo el tiempo. A la vista de quien quisiera. Pero el relato sigue, y la mirada de Dupin, aquella que coincide con la verdad porque es la verdadera mirada, la que saca a la luz aquello que estaba oculto, sin embargo, no es la última mirada clave de la narración. La última mirada es la mirada del ministro, dueño de casa, ya que, al ser descubierta la maniobra por el detective, y la carta reemplazada por otra sin que él lo sepa, el ministro verá eternamente la falsedad de la carta pender de la chimenea de su casa, creyendo que es la verdadera carta que él robó.
¿Supo Felipe Solá por qué y a quién estaba obsequiando el cuadro? ¿Entendió que ese acto implicaba el traspaso de una verdad que emanaba como un símbolo del cuadro? ¿Pudo advertir que el símbolo no era solamente el contenido iconográfico del cuadro, ni siquiera su título, sino la tenencia en sí del cuadro? Algo había pasado con el cuadro, y no era solamente lo que allí había sido retratado y esbozado sino el movimiento posterior de la obra según el lugar que había ocupado. El sentido de las cosas pueden ser palabras, objetos, síntomas, relaciones humanas, nombres. Porque el sentido surge cuando se inscribe en alguna serie, al relacionarse con otros sentidos que a su vez estructuran un contenido mayor. Y el punto de apoyo, el momento y lugar de inscripción de ese sentido, es cuando se anuda a otro significado para una producir una significación superior, específica, nueva.
Tal vez Solá comprendió el significado político del cuadro como expresión artística, pero no adquirió de inmediato el significado último de lo que había producido al concretar su ofrenda. Tardó en darse cuenta del sentido profundo que había tenido su donación, y sólo entró en su cabal saber y entender, el día en que vio la conferencia de prensa Kirchner desde la residencia de Olivos, al día siguiente de las elecciones parlamentarias de 2009. ¿Por qué? Porque dos años antes, a mediados de 2007, cuando se acercaba la finalización de los mandatos de ambos, Kirchner toma la decisión trascendente de no ir por la reelección y, a cambio, propone la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner, hasta entonces senadora nacional, y primera dama. Felipe Solá ya no podía optar por la reelección como gobernador, y le quedaba como próximo paso en su carrera política el retiro, ocupar un cargo en el gabinete nacional, en el esquema de la diplomacia argentina, o directamente en el Parlamento. Esto lo ha contado en sus memorias el propio dirigente, y sobre las desavenencias que esta circunstancia le trajo con Néstor Kirchner. Finalmente, ese año encabezó la lista de diputados nacionales del Frente para la Victoria por la provincia de Buenos Aires, posición que, de ganar, suele derivar luego, dentro del esquema de los oficialismos, en la ocupación de la presidencia de la Cámara de Diputados. Esto no ocurrió, y al poco tiempo inició un distanciamiento creciente con el kirchnerismo, que se acentuó sobre todo a partir de votar en contra de su bancada, el 17 de julio de 2008, cuando se debatía el proyecto de ley de retenciones móviles al sector agrario. Con serias divergencias, en noviembre de ese año anunció la decisión de separarse del bloque oficialista y formar uno propio con otros peronistas disidentes. Al año siguiente, en las elecciones de medio término, volvería a presentarse como candidato a diputado, pero esta vez en una lista opositora, acompañando en segundo término a Francisco De Narváez. Kirchner, por su parte, que ya no ocupa ningún cargo electivo, decide encabezar personalmente la lista oficial en la provincia de Buenos Aires. Y hasta allí van, cada uno por separado, en listas distintas, hasta el día de la elección. Para el gobierno, es una jornada dramática. A solo dos años retirarse con los niveles más altos de aprobación hacia un presidente de los que se tenga memoria, Kirchner baja al llano y pone el cuerpo, dispuesto a defender el gobierno de Cristina, asediado por todas partes. Solá, que también ha dejado hace poco la gobernación, pone el cuerpo contra el gobierno que hasta hace muy poco no imaginaría enfrentar. Es un choque de trenes, aunque disimulado porque a la cabeza de la lista hay otro nombre y Solá va segundo. Para el gobierno es el todo por el todo, para el resto del sistema político también es todo. Y Kirchner pierde por dos puntos. Y gana la lista de Solá.
Hay una explicación para todo, pero seguramente hay una parte de los actos que no podemos explicar completamente. Tomamos decisiones haciendo un cálculo de posibilidades y efectos, pero tal vez no todo queda elaborado de antemano. Pero sí es posible inferir que la respuesta política y personal que toma Néstor Kirchner esa madrugada en que pierde las elecciones ante De Narváez y Solá, posee una fortaleza y una debilidad impresionantes. Como casi todas las decisiones políticas que se le han conocido. Porque lo primero que anuncia Kirchner es su renuncia al Partido Justicialista, que muchas veces se toma por metonimia del peronismo, pero del cual es apenas un signo más. Y esto Kirchner siempre lo supo. Y acto seguido, nombra en su lugar a Daniel Scioli y a Alberto Ballestrini, dos personajes menos conocidos que los liderazgos bonaerenses hasta entonces vigentes, el primero un recién llegado a la provincia, y en el segundo caso un dirigente territorial de La Matanza. Pero lo impactante de esa conferencia, de las que hay fotos y evidencias muy explícitas, es que se realiza en una sala de la residencia de Olivos, utilizando como telón de fondo nada más y nada menos que el cuadro de Bettanin. Como si Kirchner quisiera darle un mensaje privado, en público, a Solá. Como si le dijera, de alguna manera: “Me ganaste las elecciones, pero me quedé con el cuadro”.
Pero podemos pensar algo más. ¿Decía el cuadro algo específico sobre el peronismo? Es claro que en la historia política que trabaja el cuadro, el tercer lugar histórico lo ocupa Perón y el movimiento peronista. En este sentido, podría decirse que Kirchner le sugiere que no se confunda, que el peronismo ha quedado de su lado. Frente a eso, el primer gesto de asombro de Solá pudo haber sido, precisamente, esa comprobación. Les he regalado el cuadro a Néstor y Cristina, ya no hay vuelta atrás. Sigue sin resolverse un significado último y definitorio: ¿cuál es el sentido del cuadro y por qué no ha podido verse públicamente, enseñado, apreciado, disfrutado por el pueblo, en un espacio público, en un Museo? ¿Qué representan esos jóvenes que rodean al Perón grande, hombre mayor, de civil, previsiblemente el del regreso, ya mítico, el tercer Perón? Son jóvenes armados, con libros y fusiles. Son de la JP y de la Tendencia. Y entre los jóvenes que rodean a Perón se encuentran dibujados los hijos de Alfredo Atilio Bettanin, militantes montoneros. Y esta escena se recorta del conjunto al poseer una evidente impronta contemporánea, actual, que la destaca del resto de las figuras y emblemas. Y que por lógica es la escena presente, la última, la que remata el destino histórico del cuadro. Podemos arriesgar que el significado último del panel histórico de Bettanin es la expresión de Evita: “El peronismo será revolucionario o no será”. ¿Es por esta razón que Felipe Solá les regaló el cuadro a Néstor y a Cristina? ¿Había encontrado por fin, después de tantas décadas, a quien realmente volvería a encauzar al peronismo en su vertiente revolucionaria, transformadora, estandarte del movimiento nacional?
Gabriel Lerman es escritor y docente de la Universidad Nacional de José C. Paz.