40 años de democracia
Cinema (post) verité: 40 años no es nada

Por Sebastián Russo Bautista

El cine y la democracia moderna comparten un mismo elemento que hoy pareciera desvanecerse como agua entre las manos: la representación. A partir de esta idea Sebastián Russo reconstruye estos 40 años de política y cine en democracia para pensar una poética y una política de futuro.

 

Democracia, cine ¿para qué?

Las plumas del pavo real oscurecen hasta el sol/ Y él se siente el rey de la selva/

Y yo estoy con la máquina de mirar/ Justo en el paraíso, para filmar.

Charly García

El cine y la democracia moderna se parecen: son dos instituciones decimonónicas que imaginan y configuran lo común. Dos maquinarias que establecen y amplían una por otra las formas de participación comunal, sea en el universo de lo visible/imaginable, sea en el del designio de los pueblos. O en la interface común: el cine creó la multitud, que se constituyó como tal delante de una cámara (de representación, de representantes); bajo el mismo instrumento (posibilitador/ artilugio), el de la representación.

Artilugio. Instrumento. Mediación. La representación hace funcionar estas máquinas, baluartes de la vida en comunidad desde la configuración de los Estados Nación y la sociedad de masas hasta nuestros días. Aunque contemporáneamente parecieran estar en crisis. Si bien los finalismos (de la historia, del arte) son un subproducto mismo de la vida moderna, la que basada en la lógica del progreso, en su intrínseco dinamismo incluye el dejar fuera de juego a una forma anterior. Así todo, no es menos cierto que la pregunta por la consecución y sentidos de la representatividad popular democrático-cinematográfica arrecia.

Tanto por la irrupción de liderazgos intempestivos, que articulados por ententes mediático-jurídicos, basamentando, a su vez, un poder económico multinacional, terminan propiciando y naturalizando un núcleo decisorio por fuera de los intereses de las mayorías, aunque en su nombre. Así como por una reconfiguración de las formas de mediación simbólica, globalizando y aplanando los parámetros de tiempo y espacio (vía internet), así como las retóricas de espectacularidad (vía plataformas), diluyendo las singularidades, no solo autorales sino nacionales y regionales, en las que el cine se había erigido como forma identitaria, como construcción de un discurso/imaginario común.

La pregunta por lo común, por las formas de su representación (política, estética, político-estética), que ambos dispositivos encarnan, y han desplegado a lo largo de su historia, afronta en tal caso una nueva crisis, que más que pensarla terminal, proponemos indagarla en tanto habilitadora y agitadora de qué retornos, de qué fantasmas, de qué ya no.

“Democracia ¿para qué?”, se lee como título de un artículo del diario La Nación. Recuperando, en este caso, una vieja no tan vieja pretensión de anular o fraguar la instancia electoral. El fraude electoral de hecho fue lo esgrimido por los que, derrotados en elecciones, avanzaron y tomaron por algunas horas las sedes gubernamentales en EEUU y Brasil recientemente. Tan lejos, tan cerca, titulaba Win Wenders su film en los “finalistas” años noventa.

“Insatisfacción democrática”, por su parte, se enuncia desde perspectivas progresistas evidenciando lo insuficiente que resulta el “puesto menor” al que un empresario de medios caracterizó a la presidencia, sobre todo cuando ésta no tensiona el rol de mero gestionador de recursos que el ideario neoliberal le asigna y alienta tomar.

“Cine ¿para qué?”, se lee como portada en el muro de una eximia cineasta argentina, Carmen Guarini, que evocando dos de sus films, Buenos Aires. Cónicas villeras de los 80 y Ata tu arado a una estrella del 2018, desde el cual podemos también hacer un arco histórico, en este caso altivo, desde los restos económico-sociales de la dictadura, a una apuesta utópica, aún más esperanzada  que la del propio Birri.[1] “Cine ¿para qué?”, se preguntaron los cineastas que en las barricadas del 2001 y 2002 reconfiguraron e hicieron retornar las formas de producción, circulación y motivación de films, colectivos, evocando/invocando entre otras a las tradiciones de Cine de Base, del grupo Cine Liberación. “Cine ¿para qué?”, también se preguntan lxs que hoy día no pueden estrenar en salas, ni en plataformas, sin ceder ya no “solo” derechos económicos de propiedad sino ideológicos de expresión.

Democracia ¿para qué?. Cine ¿para qué?. La pregunta por y desde la representación, ya menos como artilugio que como arma, puede darnos alguna señal. Y no sin resguardos nos animamos a señalar y declamar, como invectiva a refutar: “La representación ha muerto, que viva la representación”.

Ya que si bien, y como nunca, las mediaciones parecen haberse acortado, al tiempo que un pensamiento achatado, expandido, parece haber disminuido no “solo” la capacidad de acción, sino la capacidad y distancia crítica. Y la identificación es/era el procedimiento por el cual el cine interviene en la construcción de subjetividad. Y a su vez, el extrañamiento fue/es el modo que el arte crítico encontró para evidenciar el dispositivo y, a partir de allí, lograr la re-subjetivación de aquel que se “pierde” (aliena) ante la pantalla, los personajes, las historias.

Si bien todo esto, y siendo tal distinción aun válida, en tiempos de mentada pos-verité, podemos también decir que en los intersticios de un sistema representacional (cinematográfico-gubernamental) que se creyó muerto, no lo está y vive, anida, cual huevo de serpiente o caballo de troya (figuras míticas a las que volveremos) como resto superviviente, como una “llama que llama” ya no a una compañía privatizada de comunicaciones, sino a una forma de comunicación que pueda restituir confabúlicos responsos, latencias de una resistencia que nunca se sabe con qué y con quienes (no) se engancha y despliega.

Los diagnósticos pesimistas y depresores abundan (como dice Damián Selci en relación a la teoría política) aquí y allá. Que ya todos saben que el cine, las pantallas (de las grandes y compartidas a las chiquitas y portátiles), se tratan de dispositivos (al igual que todos saben/sabemos que somos laboralmente explotados y seguimos yendo a trabajar) y sin embargo se lo sigue eligiendo o ya no, pero porque se ha incorporado al propio fluir vital cotidiano, y porque la pregunta por la verdad ya no parece tener contrapeso, asidero, ni público. Algo semejante podemos pensar del sistema político contemporáneo, donde el rey está desnudo. Y aun siendo delatadas las más aberrantes connivencias entre poderes que ponen en jaque un sistema democrático, sin embargo se continúa sino creyendo, jugando al juego democrático.

Sabemos también que el neoliberalismo tiene fecha y lugar de emergencia, aunque claro fue gestándose, macerándose, desde antes. Chile 1973. Argentina 1976. Y que desde ese entonces la insatisfacción democrática, o la des-democratización (como la llama Diego Tatián) fue desplegándose, ligada a un retraimiento en la politicidad (y comunalidad) de la sociedad que no puede no vincularse con el decline de la idea de cambio social que las utopías revolucionarias sesen/setentistas habían enarbolado.

Llegaba el tiempo, se dijo, del fin de la Historia. Pero de una Historia que, sabemos, no tiene fin, sino pliegues fantasmales. Algo que sabemos/queremos saber desde una espectrología menos derridiana que gonzaliana, es decir, plagada de restos embarrados de tradiciones abjuradas, una Historia así acosada por espectros, por fantasmas, que persisten, insisten, sobre todo en las disputas y perspectivas en lucha que evocan. No hay finalismo tampoco, incluso porque la retórica de las pasiones (cinematográficas, democráticas) no pueden no seguir operando, aunque mutando y solapándose, en otra de las díadas que se creyó inmutable y retorna trastocada: conservación/ revolución. Ya que operando hoy día bajo el desquicio de la pos-verité, por caso, la conservación puede ser revolucionaria, lo mismo que la identificación una extrañeza al sistema de subjetivación contemporánea.

Remitirnos a los 40 años de democracia ininterrumpida en Argentina, en clave cinematográfico espectral, sugerimos, es una apuesta a repensar/ replantear/regenerar la cuestión del “¿para qué?” de la representación (de la) historia en común, de lo común, como así también de esa otra pregunta que no deja de volver: “¿qué hacer?”.

La Historia Ordinaria

Yo nací para mirar/ lo que pocos quieren ver/ Yo nací para mirar.

Charly García

En el cine argentino, en estos 40 años, la pregunta por lo común, puede ser rastreada, incluso definida. Una pregunta que se ha inscripto sintomáticamente en la díada político-estética incluida en una misma palabra. Tal como también sucede con “representación”, la palabra “historia”, en sus acepciones y adjetivaciones (de la mayúscula a la minúscula, de su macro a micro concepción, de sus grados de verdad/fabulación y derivas y negociaciones varias), permite configurar un discurrir dilemático y de significaciones histórico-conceptuales. Algo que también se evidencia en otras expresiones artísticas de la época, por caso, en la música de los años de “retorno de la democracia”, en los primeros 80. “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia, quien quiera oír que oiga”, decía la canción “Quien quiera oír que oiga”, de Litto Nebia, para el film Evita, quien quiera oír que oiga, de 1984 de Eduardo Mignona, con Flavia Palmiero personificando a Eva.

La idea en aquellos años de una verdadera historia (quien quiera oír que oiga), acallada por los que ganan, no solo tiene reminiscencias benjaminianas, en sus Tesis de filosofía de la Historia, donde llama a leer la historia a contrapelo, la historia construida por los que no han dejado de vencer, sino que por estos lares no puede dejar de evocar a un film clave como es La historia oficial.

Film paradigmático, que junto a otros hitos culturales de entonces, como el libro Nunca Más, configuraron un umbral a partir del cual construir lo porvenir. Un límite que se pretendió infranqueable: el del genocidio, el de la desaparición forzada de personas, el de una historia que ya no podría ser falseada (recuperando de modo sosegado la invectiva del Grupo Cine Liberación en La Hora de los Hornos: “es falsa la historia que nos enseñaron”). Límite, umbral que se intentó forjar en un re-abrir los ojos, que tenían vendados no solo aquellos que habían sido secuestrados, torturados y arrojados (vendados, vivos) al río –tal el afiche de otro film referencial, Garage Olimpo (Bechis, 1999) – sino los de una sociedad que no quería/no podía ver.

Eso es lo que parece sentir el personaje de Norma Aleandro en La Historia oficial, que vive un proceso de alumbramiento, de un volver a (esperar) nacer, viendo lo que no veía, por lo cual ya no puede ser la misma. Proceso de un renacer, de lo personal a lo colectivo, que no puede no pasar por momentos límites, también umbrales, identitarios, sociales. En el caso del film, expresados en un encuentro con una amiga (Chunchuna Villafañe), que narra su tortura, en una risa que deviene llanto, en un estado cuasi alucinado de una memoria corporal aun vibrando, espantada. Así como en la escena final donde luego de ser golpeada por su pareja (Héctor Alterio) ante el develamiento y expansión, incluso familiar, de una sospecha que iba creciendo, indetenible (que su hija adoptada haya sido apropiada a una detenida desaparecida). Incluso llegando a un forcejo con signos de prácticas maceradas de tortura y arrasada por el llanto, así todo en un mecánico y salvífico gesto lo abraza. Pero ya no, o ya no más. Agarra sus cosas y se va. La (a)parición de una nueva visión de las cosas, así, de una nueva Historia, se expresa como un trance doloroso, transformador, dual, tajante.

Pero ¿cuál fue la consecución fílmica de estos pretendidos umbrales?, y en tal caso, ¿cuál fue la propia deriva de la idea de umbral histórico? Dijimos antes, de hecho, “retorno de la democracia” y lo entrecomillamos. Y debemos decir algo al respecto antes de continuar. Sobre todo porque las palabras umbral y nunca (más), que tal concepto pudo arrastrar, también deben ser pensadas, y ya lo fueron. Silvia Schwarzbock, como lo hizo Fogwill a pocos años del tal “retorno” democrático, sostiene que el foco debe estar puesto más en las continuidades que en las rupturas entre un proceso y otro; y, por tanto, deberíamos hablar menos de democracia que de postdictadura. Es decir, un estadío más de la instauración de un régimen político que (por otros medios) persiste, incluso en la particular configuración de un régimen de miradas. Y que al “no ver” o al “nada que ver” (tal como Alterio enuncia en ritornello deshauciado ante la inminente caída del régimen) le seguirá cual retorno maldito una presunta y artera hipervisibilidad transparentista que anuda los gobiernos de Menem y Macri. Dos formas de expresión de un mismo proceso de anulación de lo histórico (de la historia) como horizonte y praxis política.

Esta concepción continuista, de “lo que queda”, que puede permitir pensar la crisis de esos primeros años democráticos y su “rescate” neoliberal (continuidad y profundización de lo instaurado por la dictadura por otros medios), así mismo impide hacer foco en lo discontinuo, “lo que resta” (por hacer), es decir, lo acontecimental que efectivamente también ocurrió, reconvirtiéndose potencialmente en un escenario otro no solo al del “advenimiento democrático”, sino en re-vueltas tanto callejeras como estatales (del 2001 al 2003 o 2004 y- por caso- la reapropiación de la ESMA), donde la mirada recuperó su carácter tanto denunciante, como de sesgo, perspectiva, insumo ideológico, incluso celebrante y conversacional, de un mirar de frente tanto al dolor como en recuperación épica, al otro, “la patria”.

¿Cuáles fueron pues los correlatos cinematográficos de estos debates o, en tal caso, cuáles las obras cinematográficas que intervinieron como parte de los mismos, derivados de un primer momento que inaugura La historia oficial? Con el arbitrio propio de toda marcación y clasificación, podríamos reunirlos a su vez en tres vertientes, siguiendo incluso la clave de la apelación a la Historia que hemos mentado.[2] Una de ellas de sesgo más costumbrista (Historias mínimas –Sorín, 2002-), otra merodeando y reconfigurando la escena incluso audiovisual con pretensiones más vanguardistas (Historias Extraordinarias –Llinás, 2008), y una tercera (de Historias cotidianas –Habbegger, 2001- a Los rubios –Carri, 2003-) que podemos denominar de neo-resistencia, que a su vez habilitan distintas modulaciones político-estéticas, desde cierta apropiación (potente –Tierra de los padres –Prividera, 2011-, Las hijas del fuego –Carri, 2018- o impotente –Teatro de guerra –Arias, 2018-) de la disrupción vanguardista, a ciertos inesperados retornos temático-retóricos (Argentina, 1985), que dialogan y reconfiguran el escenario democrático-cinematográfico actual.

En tiempos de retornos de intemperies varias, donde el monstruo de la (sin)razón, también sueña y promete nuevas largas noches. Donde incluso operan formas (político-estéticas) de una des-democratización progresista (neoliberal) que pone en riesgo incluso las tramas memoriales conquistadas, “desde dentro”. Ante ello, dijimos, un retorno, el de retóricas clásicas (vueltas neo-vanguardistas, al menos por sus intérpretes), de una capacidad conmovedora que parecía ya no operar en el sensorio común de lo/la político/a, que inesperadamente reinstalan no solo una tematización sino un reagrupe de la posibilidad de reconfiguración de la vida en común, incluso entrometiéndose históricamente en la prefiguración nacional de lo democrático.

1985. No tan distintos

Cayeron los auriculares y los anteojos de carey/ La luna baja los telones/

Es de noche, otra vez.

Charly García

En un movimiento que está a medio camino (por decir) entre el relato trágico y el ludismo banal entre los que se repartieron varios de los films anteriores, y que permite recondensar al menos por un momento lo que parecía estar deshilachándose por propios y extraños, irrumpió de modo categórico Argentina, 1985 (2022), el film de Santiago Mitre y guión de (nuevamente, otro, ¿el mismo?) Mariano Llinás. Leyendo de algún modo una expresión de lo político contemporáneo, esto es, un cierto interés por un nosotros desde un yo cuasi arrasado, que ya no es ni el nosotros denso desde un yo sacrificial, ni un nosotros liviano desde un yo de intocablididad cool, en la díada potente/impotente antes mencionada. El film parece emerger o irrumpió inesperadamente desde ese mismo “dentro” que fue parte de tal desagaje comunal.

La épica –en este caso- del hombre solo y común, que despliegan la dupla Mitre/Llinás dialoga incluso con la película que le es espejo y marca fundamental, La historia oficial, incluso abriendo/cerrando un círculo de 40 años. En ambos films se despliega la cuestión del hombre/mujer común que, ante una circunstancia que se le expresa inescapable, tiene que accionar.

Claro está, sujetos con responsabilidades distintas. Una mujer personificada por Norma Aleandro, que comienza a vislumbrar un mundo que le era ajeno, que no veía o quería/podía ver (el accionar criminal de la dictadura militar) y que de repente, ante comenzar a punzarle dramáticamente la posibilidad que la hija que adoptó fuera una niña apropiada, comienza una transformación que la arrasa por completo. Un hombre (Darín haciendo/deviniendo Strassera, el que pronuncia como cierre del juicio y del film las palabras claves: “Nunca más”) más o menos cómodo en su rol de fiscal, sin haberse metido a fondo en los años de dictadura, habiéndolo podido hacer (según se enuncia en el propio film), se encuentra ante el juicio de su vida, que es a su vez el de la vida de una sociedad que comienza a transitar los primeros años de un gobierno democrático con el accionar de la dictadura aún vigente. Postdictadura literal. Sobre todo en los terrores/temores instalados en la vida cotidiana. Pero que a diferencia de ella, él no ve modificada radicalmente su vida, incluso si efectivamente lo fue, casi fue en contra de su voluntad.

En esta torsión de la voluntad del hombre/la mujer común (Strassera no lo era, pero actúa como si lo fuera, “el heroísmo no es para tipos como yo” se le escucha decir) puede leerse una torsión incluso de lxs “comunes” (cualunques los llamaba Pasolini, pero también Damián Selci en su Teoría de la militancia). Al menos en su representación con 40 años de distancia. De la transformación a la indolencia, de una historia (no oficial) develada generando una modificación radical al deber cumplido, arrastrado incluso no por una voluntad de develamiento (como se expresa en ella, en su ir y venir, su enfrentarse a un contexto familiar y social mucho más hostil que el que se expresa en Argentina,1985) sino por un deber ser dentro de cierto circuito íntimo: mujer, hijos, colegas.

Que tal transformación no se exprese de modo trascendental puede tener que ver con que en La historia oficial lo que opera es un contexto que acompaña y condiciona, expresado en un entorno plagado de signos exteriores: marchas, medios de comunicación, amistades, colegas. Algo que en Argentina,1985 se limita a un discurrir cuasi ensimismado, prácticamente sin afuera. Encerrado en su estudio, en su casa, fumando en su balcón. Así todo, en ambas confluye algo que las acerca y también nos permite pensar nuestro presente. En ambos casos, el sujeto donde sucede o debe suceder la transformación es el hombre/mujer común (y aquí vemos una potencia, apelar al común para la construcción de un común), es la clase media. Al que hay que convencer en Argentina,1985 cual “caballo de Troya”, y es allí también donde Puenzo, en La historia oficial, elige poner el foco, no en el militante, ni en el militar, sino en aquel que pudo haber dicho “algo habrán hecho”.

Y que en esto se acerquen puede tener que ver con el retorno álgido de los discursos negacionistas (llamados antaño “teoría de los dos demonios”, aunque ahora el demonio pasa a ser solo uno, el otro, con minúscula y mayúscula), que encuentran en una película como la de Mitre/Llinás, que diez años atrás podría haber sido tildada de retrograda o conservadora, hoy viene a operar en el discurso social, fortalecerlo, complejizarlo. Como si hablar de desaparecidos, de represión ilegal haya vuelto a ser necesario y hasta provocador en un sentido no tan distinto a los primeros años de postdictadura. Quizás el nombre de la película haga alusión a un retorno, siempre distinto, pero con cercanías a ese año. Como se dice Argentina año verde, podemos decir Argentina (hoy, casi) año 1985. Necesitamos volver a decir (des-democratización propia/ajena mediante) lo que se creía “nunca más” se debería volver a decir.

Se sabe, en el desierto cualquier signo que puede ser oasis o espejismo lo es todo, es la esperanza. En tiempos contemporáneos, posverdaderos y de bravucanadas brutalizantes, de arrase en la significación, hasta el retorno de la identificación, del creer en la imagen más que en desconfiar (como proponían las vanguardias de ayer y hoy) salva. De allí que hasta Argentina,1985, más simplista e individualista que La Historia oficial, incluso es una pequeña e inesperada tabla de salvación en la intemperie que apremia, la seña/l de una nueva posibilidad de reentrame esperanzado con tradiciones, fílmico-políticas, que se preguntaban el para qué de su accionar, menos por cálculo o desorientación que por responsabilidad histórica.

 


Sebastián Russo Bautista: nacido en La Plata, en 1973. Sociólogo, docente, escritor, investigador. Licenciado en Sociología con especialización en Sociología de la Cultura (2004) Doctor en Ciencias Sociales UBA (2022). Docente en Antropología y Sociología del Arte, Sociología (de la Imagen), Teoría de la comunicación y la imagen. Sociología Audiovisual. Investigador (UBA/UNPAZ). Dirigió los proyectos de investigación “Memorias Imaginadas” (IDEPI/UNPAZ), “Ensayo (y) audiovisual. Formas críticas en / contra la visualidad neoliberal” (FADU/UBA), “Sombras Terribles. Imágenes y figuraciones de lo maldito” (UMSA), “Formas de lo invisible. El espectro como cuestión estético-política” (FFyL/UBA), entre otros. Codirector de plataforma VerPoder-Ensayos de la mirada. Cofundador de las revistas culturales Relámpagos, Carapachay, Tierra en Trance – Reflexiones sobre Cine Latinoamericano y En ciernes Epistolarias. Publicó el poemario Fluir Seco. Crónicas de una letanía (2015), los libros En la lengua que cortaste o la memoria de nosotros (2021) y La parva muerte o la memoria de los otros (2018) (Milena Caserola) Compiló Los condenados. Pasolini en Latinoamérica -junto a Hector Kohen- (Nulu Bonsai, 2017), Las luciérnagas y la noche. Reflexiones sobre Pasolini -junto a Héctor Kohen- (2014), Coutinho, cine de conversación y antropología salvaje (Nulu Bonsai, 2013), entre otrxs. Ha publicado artículos ensayísticos en distintos libros y revistas culturales y académicas (Boca de sapo, Afuera, Cine Documental, Culturas-UNL- Toma Uno –UNC- Question –UNLP-, entre otras)

 


[1] El título es una frase de Fernando Birri, que en los 90 (caída del muro mediante) se preguntaba, en un film dedicado al Che Guevara, si la utopía había muerto. Pregunta así mismo de una retórico-reconstructiva, que se diferencia de la derivosa deconstructiva que en esos mismos años se hacía Jacques Derrida preguntando si Marx (la utopía comunista) había muerto, respondiendo desde el mismo título que en tanto espectro no puede morir, vuelve. La cuestión será cómo y qué hacer con él/ella.

[2] Por razones de espacio y enfoque temático, ésta clasificación propuesta sera desarrollada en un proximo texto actualmente en elaboración.

 

 


Imagen de portada: ArtPhoto_studio en Freepik

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