Sobre El origen de la desigualdad de Daniela Losiggio
Contra los berrinches del canon

Por María Laura Bagnato

El acercamiento a la teoría política moderna desde los feminismos nunca fue una tarea sencilla. Su premisa fundacional que auguraba libertad e igualdad excluyó, en simultáneo y por diversas razones, al conjunto de las mujeres. En este texto, Laura Bagnato recorre el libro El origen de la desigualdad: Estado y feminismos en la teoría política (IIGG-CLACSO) de Daniela Losiggio[1] para ahondar en -según Bagnato- la “dialéctica entre crítica y reconstrucción” que se encuentra detrás del estudio que realiza Losiggio sobre las promesas no cumplidas y, a la vez, las fisuras fértiles en la teoría política moderna, que habilitan a tramar una teoría del Estado feminista.

 

Hay libros que no solo intervienen en un campo disciplinar, sino que alteran la manera misma en que leemos sus tradiciones y les exigimos que respondan por sus silencios. Este libro −que reconstruye una genealogía teórica-política del pensamiento feminista a partir de su diálogo, tensión y disputa con los grandes paradigmas filosóficos de la Modernidad− pertenece a esa estirpe poco frecuente: la de las obras que reescriben la historia conceptual de un modo tal que, al cerrar sus páginas, ciertos problemas ya no pueden formularse como antes. Su hilo conductor podría describirse de manera sencilla: interrogación crítica del contractualismo, la ilustración, el marxismo y la dialéctica hegeliana para mostrar cómo la tradición produjo simultáneamente herramientas para la emancipación y dispositivos de exclusión. Pero la economía narrativa del libro no es simple; más bien, despliega una arquitectura intelectual tan precisa como sensible, una especie de respiración teórica sostenida que nos conduce desde los orígenes del orden político moderno hasta sus promesas −y traiciones− contemporáneas.

La tesis transversal que emerge a lo largo de los cuatro capítulos es contundente: la desigualdad de género nunca se sostuvo en argumentos naturalistas coherentes sino en operaciones históricas, normativas y afectivas que moldearon la razón, la ciudadanía, el trabajo y la vida común desde parámetros masculinos. Lo que llamamos “universal” fue, con notable persistencia, un estrechísimo, un recorte de experiencia encarnado por cuerpos específicos, posiciones sociales concretas y una sensibilidad políticamente producida. La fuerza del libro reside en mostrar que este andamiaje no fue accidental: no se trató de un olvido, ni de una falta de imaginación, sino de la manera en que la Modernidad organizó sus categorías fundamentales. Sin embargo, su apuesta es más radical que la mera denuncia: allí donde la teoría moderna excluyó, el libro encuentra fisuras fértiles, fragmentos conceptuales recuperables, semillas de igualdad capaces de ser reactivadas desde una lectura feminista situada. Esta dialéctica entre crítica y reconstrucción es, sin dudas, la operación más sofisticada de la obra.

Ahora bien, la arquitectura del libro responde a una decisión teórica deliberada: proponer un recorrido genealógico por las tradiciones que sostienen la teoría política moderna, pero no para reiterar sus argumentos ni para acumular críticas, sino para articular en cada capítulo un doble movimiento. Primero, vinculado a la lectura crítica que expone las operaciones de género, raza y sexualidad que estructuran cada corpus teórico; luego, la reactivación conceptual que permite recuperar elementos de esas tradiciones para contribuir a una teoría política feminista contemporánea.

Este movimiento de lectura −que no expulsa ni celebra el canon, sino que lo interroga desde sus márgenes para desajustarlo− sostiene también una hipótesis metodológica: los conceptos modernos se transforman cuando son leídos bajo la presión de las experiencias históricas que excluyeron, y es esa transformación la que permite imaginar otros horizontes de igualdad. De allí que la secuencia de capítulos no solo responda a una lógica histórica, sino también a una intensificación conceptual: desde la pregunta por el origen del orden político (Hobbes, Locke, Rousseau), pasando por la construcción de la esfera pública y la ciudadanía (Kant, Arendt, Pateman), avanzando hacia la división sexual del trabajo y la reproducción (Marx, Fraser), hasta culminar en la dialéctica del reconocimiento (Hegel, Beauvoir, Young).

En ese despliegue progresivo −que va del contrato al Estado, del trabajo a la vida ética, del individuo a la institución− se sostiene una fuerte hipótesis: la teoría política moderna no puede comprenderse sin sus presupuestos de género, pero tampoco pueden abandonarse sin perder herramientas críticas esenciales para imaginar órdenes democráticos más igualitarios. Así, el libro compone una lectura que es simultáneamente arqueológica y prospectiva, crítica y, a la vez, capaz de apostar por la reconstrucción.

Si tuviéramos que condensar en una sola interrogación el nervio que atraviesa la obra, sería ésta: ¿Cómo operaron las teorías políticas modernas para producir al sujeto universal como sujeto masculino, y qué potencial crítico puede extraerse hoy de esas mismas tradiciones para repensar la igualdad, la justicia y el reconocimiento desde los feminismos contemporáneos? La fuerza de esta pregunta radica en un doble gesto: el primero propone desnaturalizar los fundamentos más prestigiosos del canon filosófico, mostrando que categorías como contrato, ciudadanía, libertad o trabajo fueron construidas mediante exclusiones sistemáticas. Y el segundo, explorar cómo ese mismo canon puede ser reactivado para imaginar instituciones democráticas que integren la pluralidad, los afectos y experiencias situada sin renunciar a la universalidad como horizonte normativo.

Este doble gesto −crítico y reconstructivo− es lo que evita que el libro caiga en dos riesgos habituales: el rechazo total del legado moderno o su aceptación acrítica. En su lugar, propone una zona intermedia, una especie de campo de disputa conceptual donde los feminismos actúan como una fuerza relectora, capaz de revelar contradicciones y, a la vez, de modelar nuevas promesas.

La hipótesis que guía la obra puede formularse así: las tradiciones de la teoría política moderna no son irreconciliables con los feminismos; por el contrario, albergan recursos conceptuales capaces de nutrir una teoría política feminista si se los somete a una relectura crítica que desarme sus puntos ciegos. Lo que esta hipótesis habilita no es una conciliación ingenua, sino una estrategia política: antes de abandonar el universalismo moderno, conviene averiguar de qué está hecho y que puede hacer cuando se lo somete a la presión de la igualdad sexual y de las experiencias históricamente subordinadas. El resultado es una lectura generosa pero implacable, que reconoce los aportes del canon sin permitirle esconder sus límites.

En relación con los aportes de cada capítulo, podríamos decir lo siguiente: en el primero, la autora, se adentra en la relación entre feminismos y contractualismo, recuperando una serie de autoras protofeministas, como Margaret Cavendish y Mary Astell, para interpelar a los padres del contrato social. La argumentación es incisiva: Hobbes, Locke y Rousseau elaboraron teorías igualitarias sobre la libertad natural, la razón y la educación, pero recurrieron a exclusiones sociales y pedagógicas para justificar por qué las mujeres debían permanecer fuera del pacto originario.

La autora muestra que, para estos teóricos, la razón no es natural ni biológica: nace del trabajo de las pasiones, de la educación y de los incentivos sociales. Nada de su teoría permitiría justificar una inferioridad femenina de origen natural. Sin embargo, el canon recluyó a las mujeres en una suerte de minoridad perpetua mediante dispositivos institucionales: acceso desigual a la educación, restricción al espacio político y un imaginario afectivo que desalienta la ambición política. En Rousseau esta tensión se vuelve explícita: el proyecto político universalista convive con una pedagogía sexualmente diferenciada, donde el ciudadano varón se forma para la libertad mientras que la mujer se forma para la obediencia. Este contraste es el punto que el capítulo ilumina con más fuerza: no es la teoría lo que exige subordinación femenina; es la práctica patriarcal la que fuerza al texto a torcer su propia coherencia.

Sobre el cierre, en este primer capítulo, la autora recupera a las mujeres ilustradas y liberales que disputaron el lenguaje del derecho natural para exigir inclusión política. Lejos de quedar como nota al pie, estas voces son reintroducidas como parte constitutiva del canon, alterando la imagen solemne y homogénea que habitualmente se proyecta del contractualismo.

El segundo capítulo examina la formación de la esfera pública moderna y sus efectos diferenciales de género. Aquí, la lectura se vuelve más compleja y cercana a los debates contemporáneos. A partir de Arendt, Habermas, Butler y los estudios feministas de la Revolución Francesa, la autora reconstruye la paradoja fundamental de la esfera pública: la ciudadanía se proclama universal, pero demanda el borramiento de los cuerpos, las emociones y las necesidades, componentes históricamente feminizados. Este borramiento no fue retórico, sino institucional. La división entre razón pública y afectividad privada funcionó como un mecanismo de exclusión de largo alcance, que relegó a las mujeres a espacios de cuidado invisibilizados y no remunerados. La crítica feminista de la esfera pública, presentada con rigor, destraba la ficción de neutralidad que Habermas aún intenta sostener.

Este capítulo ofrece un punto de inflexión: introduce la dimensión colonial latinoamericana a partir del concepto de “doble entronque patriarcal”, mostrando que en este contexto la exclusión de las mujeres se articuló con jerarquías raciales y coloniales. Esto expande la crítica y permite ver que la ciudadanía moderna no fue únicamente masculinizada, sino también racializada.

Por último, cabe destacar que reabre la discusión sobre las emociones, la pluralidad y la experiencia situada: desde las éticas del cuidado hasta Nancy Fraser, se despliega un panorama que permite comprender la emergencia de esferas públicas subalternas, capaces de disputar el monopolio de la razón pública y de producir otras formas de autoridad política y afectiva.

El tercer capítulo se concentra en una genealogía feminista del marxismo y ofrece algunas de las páginas más potentes del libro. La autora parte de un ejemplo emblemático −el vendado de pies en China− para demostrar que no existe “lo femenino” como esencia pre-política, sino como producto de procesos materiales, ideológicos y afectivos. Este punto funciona como principio rector del capítulo: el género es un dispositivo histórico, no un destino natural.

A partir de allí, se reconstruyen las tensiones en Marx y Engels respecto de la división sexual del trabajo. Aunque ambos denunciaron la explotación capitalista, no lograron teorizar con claridad el lugar estructural de la opresión de género. Esto abre la puerta al análisis de las tradiciones feministas radicales, socialistas y materialistas de los años sesenta y setenta, que iluminaron terrenos hasta entonces invisibles: el trabajo doméstico como producción, la organización afectiva como modo de regulación del capitalismo, el modo de producción doméstico, el contrato sexual como fundamento extra-mercantil de la subordinación femenina. El recorrido es amplio pero preciso: Millett, Firestone, Delphy, Hartmann, Ferguson y Mathieu permiten reconstruir una década de intensa creatividad teórica, en la que el feminismo reescribió categorías marxistas clave: clase, trabajo, reproducción desde una perspectiva materialista y afectiva.

El capítulo tres culmina con debates contemporáneos entre posmarxismo, teoría queer y feminismo poscolonial. Butler, Laclau y Mouffe son presentadas como recursos analíticos útiles para pensar identidades políticas contingentes, aunque con el riesgo de vaciar la materialidad de la opresión. Fraser, Federici y autoras latinoamericanas reponen la centralidad de la reproducción social, mientras que Spivak y los feminismos poscoloniales reabren la pregunta por la subalternidad y los límites de la representación. En conjunto, el capítulo tres, muestra que el dilema entre redistribución y reconocimiento sigue siendo uno de los nudos teóricos decisivos del feminismo contemporáneo.

El cuarto y último capítulo retoma a Hegel −tras décadas de resistencia feminista−, especialmente centrada en su visión de la historia y la subjetividad. La autora, sin embargo, retoma de Hegel una dimensión crucial: la desigualdad no solo es material, sino que también es afectiva, relacional y éticamente estructurante. Desde Beauvoir hasta lecturas contemporáneas, se reconstruye cómo la dialéctica del amo y el esclavo permite entender la subordinación no solo como una cuestión, de opresión, sino como una relación social que produce subjetividades dependientes. Este movimiento no es meramente interpretativo: trae al centro de la discusión la noción de reconocimiento recíproco como condición de libertad. La libertad, en esta lectura, no es un atributo individual sino un proceso histórico e institucional: una trama de vínculos que habilitan o bloquean lo que la autora llama “vida vivible”, es decir, la posibilidad de vivir una vida plena y libre dentro de una comunidad.

El feminismo hegeliano que emerge de este capítulo reordena los debates previos del libro. Tradiciones como el contractualismo, la crítica marxista, las interpretaciones sobre la dialéctica del amo y el esclavo y las teorías sobre la esfera pública moderna no se presentan como enfoques aislados, sino como repertorios conceptuales que convergen en una misma pregunta: ¿cómo se producen las jerarquías de género y qué transformaciones institucionales, simbólicas y afectivas son necesarias para desmontarlas?

El cierre del libro condensa su apuesta más original: una teoría política feminista no necesita situarse por fuera ni en contra de la Modernidad; puede construirse desde una lectura interna, rigurosa y a la vez insurgente de sus tradiciones fundamentales. El feminismo no aparece como suplemento, sino como fuerza reordenadora del canon. Las exclusiones de género no son fallas ocasionales de la teoría moderna; son condiciones estructurales de su construcción. Sin embargo, la autora propone una lectura productiva de esas tensiones: entre universalismo y particularidad, entre igualdad formal y desigualdad material, entre redistribución y reconocimiento, se abre un campo fértil para teorizar una democracia no concluida.

La conclusión es normativa y estratégica: las instituciones modernas (Estado, ciudadanía, derecho, familia, parentesco) deben pensarse como campos de disputa donde los feminismos pueden producir transformaciones duraderas. No se trata de abandonar el universalismo, sino de transformarlo desde sus márgenes. El resultado es una visión del Estado como arena necesaria de la política feminista: no como enemigo, sino como espacio de intervención, redistribución, cuidado y reconocimiento.

Quisiera decir algo más. En este caso sobre el prólogo del libro. Este a diferencia de muchos que he leído cumple una función reveladora. No se limita a presentar la obra; ilumina su gesto epistemológico y político más profundo. Allí se afirma con claridad que el feminismo que propone el libro no consiste en “aplicar” una perspectiva externa al canon moderno, sino en poner a prueba la consistencia interna de ese canon, mostrando que sus momentos misóginos no son inevitables, sino precisamente sus zonas más frágiles.

De allí proviene la imagen, tan efectiva como incisiva, de los “berrinches machistas”: una metáfora que no simplifica, sino que permite distinguir lo que en la teoría moderna es potencia conceptual de lo que es mero lastre patriarcal. El prólogo acierta al caracterizar esta operación: la lectura feminista no destruye el canon, sino que lo reordena desde dentro, revelando su capacidad para sostener una política radical de la igualdad.

También allí se subraya una de las tesis más estratégicas del libro: la necesidad de no ceder el terreno del Estado. Frente al avance conservador y las ofensivas antiderechos, la autora propone una relación pragmática y no romántica con la estatalidad, entendida como un espacio de disputa, de ampliación de derechos y de realización material de la igualdad que la teoría moderna proclamó, pero negó en su práctica. El prólogo, en este punto, no introduce una lectura externa: prepara al lector, en tanto gesto pedagógico y afectivo, para comprender la densidad política de la apuesta estatal que vertebra el libro.

En un momento histórico marcado por el deterioro democrático y la rearticulación de fuerzas antiderechos, este libro adquiere una vigencia singular. Su relectura del canon moderno −crítica sin ser iconoclasta, rigurosa sin hermetismo− reabre debates que parecían clausurados y devuelve a ciertos conceptos su capacidad de intervenir en el presente. La obra demuestra que la teoría política moderna aún puede hablar en nombre de la igualdad, pero solo si es leída desde quienes fueron sistemáticamente excluidas de su promesa universal.

Con una escritura precisa y una inteligencia crítica poco frecuente, el libro muestra que el feminismo no irrumpe desde afuera del canon, sino que opera como su relectura más radical: un modo de reorganizarlo, de tensionar sus categorías y de imaginar otros usos políticos de su lenguaje.

Más que ofrecer conclusiones cerradas, la autora propone una forma de lectura y, con ella, una forma de intervención. Allí reside la potencia del libro: en abrir un espacio donde la imaginación crítica se vuelve, ya no un lujo académico, sino una práctica democrática necesaria. En tiempos de incertidumbre, esta invitación a pensar(nos) de nuevo −a volver a las preguntas, a los conceptos y a las instituciones sin perder de vista sus sombras− tiene el valor de un gesto profundamente político.

 

 


María Laura Bagnato es Doctora en Ciencias Sociales (UBA), especialista en Filosofía Política (UNGS) y politóloga (UBA). Docente e investigadora en la UNAJ, UNPAZ, UBA. Integrante del Programa de Estudios de Género de la UNAJ. Directora del proyecto de investigación (UNAJ investiga 2023): Cuidados y Universidad: debates, estrategias, y perspectivas desde la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ).

 


[1] Disponible en https://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/bitstream/CLACSO/272984/1/El-origen-desigualdad.pdf

 


Fotos: Luciano Ezequiel Viola

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