40 años de democracia
Cuarenta años de reformas procesales: ¿rumbo a peor?

Por Adrián N. Martín

Con la recuperación de la democracia desde distintos ámbitos se puso en discusión la matriz inquisitiva, escrituraria y secreta del proceso penal federal delineado por el centenario “Código Obarrio.” Por una parte se pregonaba un modelo acusatorio, con oralidad, y garantías para las personas imputadas y respeto para las personas víctimas, y por otra parte una matriz más empresarial y eficientista de los trámites judiciales. Adrián Martín repasa las distintas reformas procesales que en la letra de la ley parecen abandonar las lógicas inquisitivas, pero también advierte que las prácticas tradicionales judiciales no han abandonado esas lógicas, que ahora se visten con ropajes menos deslegitimados.  

 

Entre promesas ideales y realidades desérticas

Argentina es un país federal que, por disposición constitucional, ha delegado al Congreso Nacional el dictado del código penal, pero ha reservado a las provincias la facultad de legislar sus códigos procesales penales. Por ello, el Congreso sólo legisla el código procesal para la jurisdicción federal y para la jurisdicción nacional. La jurisdicción federal es una excepción, solo aplicable al juzgamiento de ciertos delitos cometidos en determinadas circunstancias, o por ciertas personas en todo el territorio nacional, y que involucra los intereses del estado nacional. La jurisdicción nacional la constituía el juzgamiento de delitos comunes en la Ciudad de Buenos Aires cuando ella era únicamente un distrito federal. Desde su constitución como ciudad autónoma en 1996 se han abierto disputas sobre si debería ser asimilada completamente a una provincia. En ese marco, se le trasfirieron competencias, pero sólo parcialmente, y en un proceso inacabado y no exento de disputas. Para juzgar los delitos transferidos, como ocurre con todas las provincias, la ciudad tiene su propio código procesal penal, en tanto que tanto para ámbito nacional y federal rige otro dictado por el Congreso Nacional.

La cuestión de los procesos penales tiene un primer hito en la Constitución Nacional de 1853 que, más allá de que eran facultades provinciales, disponía dos pautas básicas y estrechamente vinculadas. Por un lado, dejar de lado la legislación colonial y, por el otro, incorporar el modelo de enjuiciamiento anglosajón del juicio por jurados para las causas criminales. Si bien existieron propuestas de códigos procesales que incluían esas directrices, en sintonía con la mayoría de las clases dirigentes latinoamericanas, se prefirieron modelos inquisitivos mitigados. Las clases dirigentes siempre desconfiaron de los juicios orales, públicos y por jurados, en especial porque consideraban que los pueblos no estaban preparados para juzgar delitos.

La historia moderna de las regulaciones procesales penales de nuestro país se podría contar partiendo del hito de 1889 con la instauración para el ámbito nacional y federal, del Código de Procedimientos en Materia Penal (CPMP), conocido también como “Código Obarrio”. La estructura de ese código era típicamente inquisitiva mitigada, en línea con los códigos napoleónicos. Así, contaba con dos etapas bien diferenciadas. En la investigación, llamada “sumario”, equiparable a la etapa de instrucción de los códigos inquisitivos mitigados del siglo XX, estaba a cargo de un juez o jueza que recogía los elementos de prueba en el marco de un procedimiento escrito. La otra etapa, denominada “plenario” estaba en manos de otro juez o jueza que se le llamaba “de sentencia”. Allí se revisaban las pruebas de la anterior etapa y se consideraban otras pruebas aportadas por las partes. Luego de los alegatos de las partes se emitía una sentencia por escrito. El proceso era secreto para la ciudadanía. La lógica inquisitiva del procedimiento, tan afín a las dinámicas surgidas en el siglo XII en Europa, estaba muy presente. Todo el proceso era escrito y secreto, la confesión de la persona imputada era central, a punto tal que eso generó en la Edad Media una larga lista de mecanismos y herramientas para obtenerla bajo tortura.

En el “Código Obarrio” no se admitía la confesión coactiva, al menos normativamente, pero el núcleo de la prueba era la que recababa la policía al inicio y el juzgado de instrucción luego. La persona imputada y su defensa tenían vedado el acceso a la información hasta determinado momento del proceso, y en muchos casos la prisión preventiva era obligatoria. Los primeros días de detención se transitaban en las comisarías y, muchas veces, las personas terminaban confesando en la propia comisaría la comisión del delito acusado. La dictadura cívico-militar agudizó algunas prácticas y las confesiones en comisaría fueron moneda corriente, incluyendo no sólo el delito acusado sino también hasta otros delitos nunca investigados. En el ámbito judicial se comenzó a denominar a estar confesiones obtenidas bajo tortura como “declaraciones espontáneas” y recién comenzaron a ser tibiamente cuestionadas entrada la década de 1980.

Las críticas a los modelos procesales como el que regía en el ámbito nacional abrieron algunas disputas académicas, sobre todo en Córdoba. Vélez Mariconde y Soler redactaron un proyecto que finalizó convirtiéndose en el código procesal de esa provincia en 1939. Entre otras cosas, el código contenía el juicio oral y público, y se comenzaban a dividir las funciones de acusar y juzgar. La investigación preliminar a cargo del Ministerio Público Fiscal (MPF), aunque solo para delitos leves. Ese código fue modelo para varias provincias que implementaron legislaciones similares. Mientras tanto, a nivel nacional y federal, el “Código Obarrio” siguió rigiendo hasta la década de 1990.

Recién hacia fines del siglo pasado, en especial desde los procesos políticos de resurgimiento de regímenes democráticos en toda la región, algunas cuestiones relacionadas con los sistemas penales fueron puestas en cuestión. Desde la sociología, y en particular desde la criminología crítica, se denunciaron situaciones que eran una constante en nuestros países. Algunas de las denuncias más frecuentes fueron la cantidad de personas presas sin condena y por extensos períodos de tiempo, la investigación en manos de las policías que usaban mecanismos ilegales como la tortura, las demoras en los procesos hasta punto de durar muchos años, en casos con aplicación de prisión preventiva a las personas imputadas, las afectaciones del derecho a la integridad física en cárceles y dependencias policiales, y la habitual selectividad del sistema penal que encarcelaba a las personas más vulnerables dejando impune los “delitos de los poderosos”.

En la segunda mitad del siglo, el modelo de enjuiciamiento anglosajón surgió como una alternativa fuerte para pensar las reformas procesales. El mandato constitucional de realizar juicios por jurados populares resurgió con fuerza como objeto de debate en el ámbito académico. En el campo de las reformas legislativas, el ideario de un juicio oral y público se fue imponiendo. Algunos de esos estudios profundizaron el análisis del funcionamiento del sistema penal y reclamaron de las reformas que tuvieran la potencialidad de disminuir o anular la selectividad tradicional del sistema penal que, históricamente, ha apuntado a las personas más vulneradas de la población. Coetáneamente se pretendía la instauración de mecanismos legislativos que permitieran la recuperación del conflicto por parte de las personas involucradas en ellos.

Con la reinstauración de un gobierno democrático en 1983, el Poder Ejecutivo requirió la redacción de un proyecto para modificar el código procesal nacional y se lo encargó a un académico cordobés, a la vez muy compenetrado con la reforma procesal alemana: Julio Maier. El “Proyecto Maier” se basaba en cinco críticas al modelo procesal anterior. Así, por un lado, prohibía que la policía tomara declaración a la persona imputada, y establecía el derecho de la defensa de conocer la imputación antes de declarar. En otro sentido, formulaba que solo se pudiera dictar la prisión preventiva para prevenir el peligro de fuga o de entorpecimiento de la investigación, y establecía una distinción funcional en la tarea de investigar y de juzgar. Además, proponía juicios orales y públicos con participación popular y profesional. Por último, incluía una serie de mecanismos para aliviar al sistema de justicia penal de los casos más leves. Así, establecía el principio de oportunidad, la suspensión del juicio a prueba y la renuncia de la persona imputada a discutir la acusación en un juicio. El Congreso Nacional nunca llegó a tratar el proyecto de ley, pero se convirtió en modelo para otras provincias y para otros códigos latinoamericanos. En ese marco, desde las últimas dos décadas del siglo pasado, las reformas hacia procesos acusatorios se han diseminado en Latinoamérica y constituyen la transformación más profunda que los procesos penales han experimentado.

Las reformas de fines del siglo XX se propusieron objetivos de enorme relevancia y, en tal sentido, resolver algunos de los problemas más graves de la tradición inquisitiva. Procuraron generar juicios orales y públicos, crear o fortalecer al ministerio público fiscal, poner a su representante en lugar de jueces y juezas a cargo de la investigación, garantizar más derechos a las personas imputadas frente a la policía y en la investigación preliminar, introducir el principio de oportunidad, permitir mecanismos de negociación y resolución no punitiva de conflictos, y expandir el protagonismo y protección de la víctima. Además, algunas líneas discursivas insistieron fuertemente en atacar situaciones vinculadas a la selectividad del sistema y la violación de derechos de las personas imputadas.

Sin embargo, otras líneas discursivas, algo posteriores en su emergencia, priorizaron la necesidad de otorgarle mayor eficacia a la herramienta penal. La década de 1990 signó nuestro contexto latinoamericano con el resurgimiento del neoliberalismo y los reclamos de “seguridad urbana” entendidos como pretensión de mayor control y castigo a los delitos callejeros. El encarcelamiento siempre fue una herramienta para castigo y control social de las clases excluidas, y la década de 1990 abrió un camino fuerte a su reforzamiento a través de la electoralización del tema. Todas las campañas políticas en procesos electorales hacían eje en la cuestión de la seguridad, y la reconducían a la necesidad de efectividad en el castigo y la prisionización.

Ambas líneas discursivas consideraban que la opacidad, la lentitud, el secreto y el escriturismo, que se hallaban muy vinculados a la tradición inquisitiva, debían ser modificados radicalmente. Sin embargo, algunas líneas han priorizado superar estas características como un objetivo tendiente a maximizar la herramienta penal, en tanto que otras han considerado esos objetivos solo en la medida en que sirvieran como medio para modificar las notas de exclusión y violación de derechos del sistema.

Es por eso que aquellos fines de respeto de garantías de imputadas y victimas, eficacia y eficiencia y transparencia de los procesos, que emergieron como complementarios en la década de 1980, rápidamente entraron en tensión. Las reformas de la década de 1980 tuvieron un signo garantizador, y limitador de las manifestaciones más perversas del poder punitivo que, en sus prácticas, mostraban una línea de continuidad con la dictadura. Pero los procesos de reformas de la segunda parte la década de 1990 empezaron a mostrar otro énfasis. Así se fue afianzando la búsqueda de logros más vinculados a la gestión administrativa que a la reducción de la selectividad o el resguardo de garantías. Las lógicas de gestión y calidad de productos, propias de la discursividad empresarial se instalaron con fuerza.

Así, durante estos últimos cuarenta años, en la mayoría de las provincias argentinas, al igual que ocurrió con muchos países de la región, el sistema acusatorio fue legislado e implementado. Mayor oralidad, división de funciones entre acusar y juzgar, incorporación de derechos para las personas imputadas, mejoramiento sustancial de la defensa pública, mecanismos de medicación o conciliación penal, son algunas de las notas características de esos procesos. Pero también la construcción de un ministerio público fiscal fuerte que, en ocasiones, ocupa el lugar del viejo juzgado de instrucción con la misma delegación de funciones en las policías, aumento de mecanismos de condenas sin juicio, mínima incidencia en la disminución de la tasa de prisión preventiva y, coetáneamente, aumento en la tasa total de prisionización sin modificación de la selectividad del sistema penal, son otras de las características de los procesos de reforma.

En el ámbito nacional y federal solo se lograron incluir unas pocas reformas desde inicio de la década de 1990. Luego de que el “Código Maier” no llegara a convertirse en ley, el gobierno siguiente implementó, en el año 1992, el Código Procesal Penal de la Nación (CPPN) que, si bien no tenía las características de un código acusatorio, incluyó la oralidad para la finalización de todos los procesos en los que se pretendiera una condena. Así, en el ámbito de la administración judicial nacional se instauró un sistema procesal penal inquisitivo mitigado, pero con oralidad en los juicios penales. Al poco tiempo advirtieron que la cantidad de juicios que se realizaban era muy inferior a los procesos que requerían su realización. Surgieron así los mecanismos de suspensión del juicio a prueba y juicio abreviado, que ya estaban siendo implementados en otros sistemas procesales penales. El resultado en el ámbito nacional, en términos de juicios orales y tasa de prisionización, es similar a la de muchas provincias: pocos juicios orales y contradictorios, alta tasa de prisión preventiva, muchas condenas por juicio abreviado, aumento de la tasa de prisionización y mantenimiento de la selectividad del sistema penal. Pero, además, el ámbito nacional tiene una tasa bajísima de procesos finalizados con mediación o conciliación penal, y una marcada afectación al principio de imparcialidad judicial en tanto los juzgados siguen investigado y juzgando, con afectación de los derechos de las personas imputadas por delitos.

La historia de las reformas procesales siguió y, luego de muchas disputas, recién en 2014 se legisló un código acusatorio que introdujo las disposiciones de oralidad para todas las tomas de decisiones, estableciendo como criterio general la obligación judicial de resolver las controversias considerando solo las pruebas producidas en la audiencia y a hacerlo verbalmente. En ese marco, también se habían dispuestos reformas para los ministerios públicos, entre las que se destacaba la nueva forma organizacional del MPF que plasmaba en ley la organización de fiscalías especializadas en delitos más complejos. Sin embargo, en 2016, luego del cambio de signo político del partido gobernante, el código y las leyes orgánicas fueron suspendidas por un decreto de necesidad y urgencia meses antes de que aquel entrara en vigencia. A lo largo del tiempo se implementaron algunas disposiciones aisladas, pero en su totalidad solo rige en algunos pocos territorios de la jurisdicción federal.

La resistencia del sistema federal y nacional a la reforma integral puede encontrarse en la tradición inquisitiva, clasista y punitivista, pero también tiene que ser considerada a partir del ámbito de incumbencia. La jurisdicción federal, sobre todo en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires, investiga las denuncias que se realizan contra personas que ejercen o ejercieron la función pública en el gobierno federal. Sería ingenuo dar cuenta de los procesos de reformas procesales sin mencionar las disputas sobre el juzgamiento de dirigentes políticos, en consonancia con lo ocurrido en algunos otros países de Latinoamérica.

El balance de estos cuarenta años en lo que hace a las reformas procesales penales no es alentador. Las tradiciones inquisitivas, condición de posibilidad de las mayores afectaciones de derechos a las poblaciones más vulneradas, empezaron a ponerse en cuestión en ámbitos académicos y, además, tuvieron en el campo normativo, su correlato con las reformas provinciales. Sin embargo, las prácticas no fueron fuertemente modificadas y, bajo otras apariencias y con nombres cambiados, las tasas de prisionización continúan en ascenso con las mismas personas como destinatarias.

En cuanto a la investigación de delitos más complejos y con mucha mayor dañosidad social, la impunidad sigue siendo la característica más saliente. Sin dudas, ha habido en el campo penal algunos giros interesantes como el juzgamiento a los responsables por los delitos cometidos en la dictadura cívico-militar, el desarrollo incipiente de algunos organismos de investigación de delitos cometidos por organizaciones empresariales, y la mayor receptividad a las denuncias realizadas por mujeres y otras identidades sexo genéricas, pero eso no es un crédito que deba adjudicársele a las reformas procesales y la corporación judicial. Por el contrario, ellas han conspirado, en buena medida, contra esos objetivos que han avanzado gracias a decisiones ajenas al campo judicial, con pocos apoyos desde el interior.

En definitiva, las reformas normativas han cambiado muchas cosas que, con escasas excepciones, las prácticas tradicionales judiciales se han encargado de anular, pero sin volver a las nominaciones antiguas, sino con ropajes menos deslegitimados. Las referencias a la “gestión”, la búsqueda de las “respuestas de calidad” y toda una gran parafernalia relacionada a la “cuestión organizacional” encubren dispositivos similares a los inquisitivos, pero menos deslegitimados y, a la vez, más aceitados, que generan que la maquina judicial por un lado procese lo mismo que siempre, y por el otro, esté más propensa a inmiscuirse en ámbitos que históricamente pertenecían a otros poderes del estado.

La situación actual no permite reclamar retornos a las lógicas del siglo XII, pero agudizar las líneas de las reformas no es tampoco un camino deseable. Solo pensando las tensiones políticas que se presentan en estos procesos históricos complejos, será posible posicionarse también en este campo específico de la reforma procesal penal. En tanto, en las universidades se disputan dos discursos, el que pretende seguir presentando al derecho como neutral, técnico y aséptico, y el que reclama pensar y pensarse desde las lógicas del poder. En definitiva, como alguna vez dijo Enrique Petracchi, mientras ocupaba el cargo de juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación “se dice que los jueces no son políticos pero, ¡cómo no van a ser políticos!, son políticos les guste o no. A lo sumo les pasará como el cangrejo, que es crustáceo, pero no lo sabe”.

 

 

 


Adrián N. Martín. Profesor regular e investigador en el área de Derecho Penal y Procesal Penal (UNPAZ/UBA). Director de la Diplomatura en Derecho Procesal Penal acusatorio (UNPAZ). Juez integrante de un tribunal oral penal nacional (PJN).

 

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