A 19 años de la Masacre de Avellaneda
Darío Santillán: Territorialidad, Mística y Economía Popular

Por Mariano Pacheco

¿Qué hilos entretejen la trama histórica del 2001 con la actual? Tanto para la ideología de derecha como para el relato progresista, nada. Desde un punto de vista popular para pensar la historia y la actualidad, en cambio, el secreto compromiso de encuentro entre generaciones busca romper el tiempo homogéneo y vacío de esos modos de abordar el pasado. La figura de Darío Santillán como imagen bisagra entre las militancias setentistas y las actuales.  

 

Territorialidad comunitaria y Economía Popular 

Los noventa son los años en que, definitivamente, el territorio cobra centralidad en la política. Son los años de pasaje del Estado de Bienestar al Estado de Malestar, y en los que el movimiento obrero organizado deja de ser la columna vertebral del movimiento nacional; peronismo que asimismo va a entrar en crisis en sus principios doctrinarios, al ritmo avasallador de la globalización neoliberal y el programa de ajuste del menemato. 

Ese proceso de territorialización de la política, que viene desde mediados/fines de los años setenta, pero sobre todo desde los ochenta, en los años noventa se agudiza. “La fábrica social” o la “La nueva fábrica es el barrio”, son consignas, conceptos, ideas-fuerza que comienzan a instalarse cada vez con mayor preponderancia tanto entre la intelectualidad crítica como entre las militancias populares. 

En Latinoamérica esa centralidad es producto del doble proceso de nuevas luchas y recreación de paradigmas de una memoria larga (entre otros, de los pueblos originarios y su matriz comunitaria) y de la derrota de las apuestas de los procesos revolucionarios, aplastados a sangre y fuego por las dictaduras que, en casos como Argentina, vienen a reestructurar el país sobre nuevas bases (proceso de desindustrialización con su consecuente desindicalización). En esa trama resulta fundamental comprender aquello que, en países como Italia, la corriente operísta denomina como relación entre la composición técnico-material y la composición político-subjetiva de la clase trabajadora. 

Un nuevo ethos surge entre las militancias que en estas tierras resisten la ofensiva del capital en todo el mundo tras la caída del muro de Berlín y la derrota de los procesos revolucionarios en Centroamérica (luz de esperanza luego del Plan Cóndor en el Cono Sur). La construcción local, el predominio del territorio como espacio-tiempo de disputas económicas, políticas y simbólicas y la recuperación/reinvención de lo común/comunitario forman parte no tanto de una “política social” sino más bien de una “estrategia de poder” que busca poner en el centro de la escena la necesidad de revertir las adversas correlaciones de fuerzas de la época. 

Primero las ocupaciones de tierras para construir viviendas, en gran medida acompañadas por las Comunidades Eclesiales de Base y los sacerdotes que habían logrado sobrevivir a la ofensiva de la cúpula eclesiástica contra quienes propugnaban las ideas de la Teología de la Liberación, y luego las puebladas y cortes de ruta que de Sur a Norte irradiarán de piquetes la Argentina neoliberal, abrirán paso a un gran movimiento de participación popular en los barrios que, con las mujeres pobres al frente, comenzarán a colocar en el centro de los debates políticos nacionales la importancia de las tareas de reproducción social, y también, otras formas de producción, distribución y consumo. Las fábricas recuperadas en el contexto 2001 y la proliferación de organizaciones rurales en un país con centralidad urbana en la historia de sus luchas van a ir abriendo paso a eso que hoy, a fuerza de movilizaciones y debates, los movimientos de lucha desde abajo han logrado imponer en el debate nacional: la importancia de las trabajadoras y trabajadores de la Economía Popular para abordar cualquier perspectiva plebeya de reorganización de la Argentina tras la pandemia mundial del Covid 19 y los cuatro años de desastre macrista. 

Nada de esto podría ser pensado hoy sin todo ese proceso que, en distintos trabajos (Desde abajo y a la izquierda; De Cutral Có a Puente Pueyrredón; Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo), he denominado como “ciclo de luchas autónomas”; ciclo que va precisamente desde las puebladas de Cutral Có que estallan el 26 de junio de 1996, a la represión en el Puente Pueyrredón el 26 de junio de 2002. Cierre trágico del ciclo el de aquellas jornadas que se cobran la vida de dos militantes populares asesinados por la represión policial, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, ambos pertenecientes a Movimientos de Trabajadores Desocupados de la Zona Sur del Conurbano enrolados en la Coordinadora Aníbal Verón.  

Contra el miserabilismo 

Lejos de la mirada miserabilista, que vio en esas expresiones simples movimientos sociales que demandaban al Estado la resolución de necesidades insatisfechas (como trabajo y alimentación, entre otras), las organizaciones populares autónomas de base (como preferían denominarse algunas militancias entonces) buscaron recomponer el tejido popular fuertemente dañado por el terror estatal (1974-1985) y la nueva ofensiva neoliberal (1989); recuperar la vocación revolucionaria del ciclo anterior de luchas (1945-1975) y formar cuadros que pudieran asumir las tareas correspondientes a los nuevos desafíos. Algo de todo esto he intentado trabajar en un breve texto anterior, titulado “Darío Santillán: ¿cuadro o estampita?”. 

Darío fue expresión cabal de ese proceso generacional. Su vida, e incluso su muerte, cobran sentido en el contexto de esa apuesta colectiva, en la que sin lugar a dudas él fue uno de sus exponentes más lúcidos, más comprometidos. 

¿Quién puede imaginar que alguien, en la plenitud de su juventud, va a exponer su vida por un plan social de míseros ingresos mensuales y algunos bolsones de una poco deseable comida de sabores insípidos? 

Fue la mística construida en torno a la apuesta de recrear un nuevo imaginario revolucionario lo que sostuvo a esas militancias –la de Darío entre ellas- en días de tanta adversidad. Adversidad política, ideológica y también material, que se expresaba con crudeza en las formas en que sobrellevábamos nuestra cotidianeidad: expuestas al frío, la mala alimentación, la privación de acceso a cuestiones elementales (como el resto de la “base social” que componía los movimientos de los que éramos parte no sólo política sino también existencialmente). 

Mística piquetera y herencia de las luchas 

“Los mejores/ los únicos/ los métodos piqueteros” cantaban Las manos de Filippi. 

La simbología piquetera, más allá de los debates teórico-políticos en torno a la “identidad de clase” (trabajadora), por ejemplo, es un elemento central del ciclo de luchas autónomas: los cánticos y consignas; los rostros de las y los piqueteros cubiertos por remeras o pañuelos tipo palestinos; los palos en alto agitándose ante un cordón policial; el dispositivo organizativo de las columnas en las movilizaciones; las banderas y los nombres elegidos por los movimientos para autoidentificarse (las y los “nuevos mártires” de las luchas populares) constituyeron el telón de fondo de la mística de lucha de la época. 

Se sabe: el desafío por construir un nuevo tipo de sociedad, más justa e igualitaria tuvo en los años noventa y aún tiene hoy por delante muchos desafíos. Uno de ellos consiste precisamente en creer, en tener confianza en esa posibilidad, algo que quizás no estuvo en duda en las militancias de los años sesenta y setenta, fuertemente optimistas respecto del futuro más allá de la crudeza de su presente (“El presente es de lucha; el futuro es nuestro”, sostuvo Ernesto Guevara). Por eso la mística, lejos de toda ilusión, propone animar a las personas a que formen parte de procesos de organización popular; a ir más allá de las luchas y desafíos de cada día, en la búsqueda por instalar una confianza en que esa lucha por vivir de otra manera es posible. En ese sentido, la mística no trabaja tanto sobre las razones como por sobre las sensaciones. O más bien, busca entrelazar razones, acciones y pasiones. 

Alguna vez, el dirigente brasileño Joao Pablo Stedile sostuvo que el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra había incorporado la mística al movimiento como una práctica social vinculada a que las personas “se sientan bien al participar de la lucha”. La mística, así, se transforma en una forma de manifestación colectiva de un sentimiento. “Queremos que ese sentimiento aflore en dirección a un ideal, que no sea una obligación. Nadie se emociona porque recibe la orden de emocionarse, se emociona porque está motivado en función de algo. Tampoco se trata de una distracción metafísica o idealista, de que todos iremos juntos al paraíso… los carismáticos usan la mística en pro de un ideal inalcanzable”, reafirma el dirigente del MST. Las subjetividades y expresiones culturales que se ponen en juego en las luchas se tornan así de vital importancia para los Movimientos Populares. 

Parte de esa impronta trabajada en Brasil llegó a la Argentina a través de movimientos integrantes de la Vía Campesina Internacional, como el MOCASE, pero también por el activismo vinculado a la Iglesia Católica en ambos países. Así, la mística de las organizaciones populares comenzó a ser entendida como energía vital, fuerza, animación, impulso que acompaña las batallas del día a día, todo el proceso de organización y de lucha por la transformación de la sociedad. 

La mística, de ese modo, trabaja sobre otra relación entre la política y el tiempo. Ante el fetiche del pasado que se invoca como tradición, el mito busca surfear sobre un oleaje en el que el tiempo se encuentra fuera del tiempo. Es decir, se transforma en un tiempo que no quiere ser sólo pasado, sino que busca repetirse todo el tiempo. Pero en una repetición que es diferencia cada vez. Por eso el pasado, así entendido, es tramitado como síntoma del presente, como una temporalidad política desquiciada. “El mito supone la articulación de duraciones que se encuentran fuera de sí”, escribió alguna vez Esteban Rodríguez Alzueta para pensar la relación entre Cooke y el peronismo, y hoy podríamos invocar para pensar la figura de Darío Santillán, el imaginario epocal (“nuestros años noventa”) y un modo creativo de recuperar hoy sus apuestas militantes: lejos de la adoración, el fetiche, el pasado que se impone como autoridad, para ser recuperado en lo más subversivo de toda apuesta: el abismo de un camino que reclama ser transitado sin certezas ni garantías.  

 


Mariano Pacheco es Escritor, periodista, investigador popular. Militante del Movimiento Evita. Autor, entre otros libros, de De Cutral  a Puente Pueyrredón. Una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados y co-autor de Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo. Conductor de La parte maldita (Filosofía y Rock) en Radio Gráfica. 

 


Imagen de portada: edición digital sobre la imagen de perfil de: https://www.facebook.com/espaciodecultura.dariosantillan.5/

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