Pandemia, democracia y derechos humanos
¿De qué hablamos cuándo hablamos de derechos?

Por Juan José Martínez Olguín

Las diversas crisis provocadas por la pandemia del Covid 19 llevaron a los gobiernos de distintas democracias a tomar medidas restrictivas respecto de algunos derechos considerados esenciales, lo que generó intensos debates y pujas no solo por el poder sino también por el sentido de las palabras que configuran nuestras vidas colectivas. En este contexto, Juan José Martínez Olguín plantea algunas preguntas sobre el lugar de los derechos fundamentales en nuestras sociedades y señala que las disputas en torno a ellos son “la realización misma del ejercicio democrático que la incertidumbre y la apertura radical de la democracia permite.” En este sentido, propone el autor, las democracias occidentales actuaron, frente al advenimiento de un acontecimiento inesperado, activando y haciendo uso de los resortes propios del “tesoro democrático”.

 

En la actualidad el debate en torno a los derechos humanos está marcado por circunstancias muy distintas a las que marcan la historia de su debate, y no tanto. Por circunstancias muy distintas porque, en primer lugar, las condiciones que lo reimpulsan están bien alejadas de aquellas que lo impulsaron en sus etapas o momentos previos. Sabemos bien que, desde hace al menos un año, esas circunstancias están claramente delimitadas, y son fácilmente identificables: la irrupción de la pandemia por el Covid-19 produjo no solo un enorme desafío para la ciencia (la carrera para producir conocimiento en torno a nuevo virus y el intento de frenarlo a través de la inmunización de la población vía una nueva vacuna están a la orden del día) sino, fundamentalmente, para las democracias occidentales.

Este desafío está, por cierto, también claramente delimitado en sus contornos y en su principal “figura”: la restricción de derechos, entre ellos y, principalmente, el de las libertades individuales y públicas que los diferentes Estados implementaron para preservar la salud pública lesionó, sin dudas, uno de los derechos humanos más valiosos y resonantes de las Declaraciones de 1948 y de 1789 (el derecho humano, justamente, a ser libre en cualquiera de las facetas que la vida social contemporánea lo permite, pues no solo se trata del derecho a circular libremente o a reunirse, también libremente, colectivamente, sino también del derecho a ser libre para comerciar y usufructuar de los beneficios del mercado, de acceder a una educación sin restricciones de ningún tipo, etc.).

Pero, al mismo tiempo y, como vemos, esas circunstancias tampoco son tan distintas: no solo porque en el centro de ese debate vuelve a estar la libertad (como lo estuvo, con el avance del neoliberalismo en los ’80, durante la discusión en torno a los “nuevos” derechos humanos que, justamente, proclamaba la Declaración de la ONU de 1948, y al supuesto “poder tutelar” del Estado de bienestar que ello involucraba) sino, además, porque el derecho a esta última torsiona con el derecho a la igualdad (de vivir y de ser igualmente protegidos, en nuestra integridad física, ante la amenaza de un virus inédito que la pone en peligro).

Los sedimentos de lo viejo siempre se reactivan y el viejo principio que Karl Marx, y el marxismo posterior, elevó a principal articulador de su denuncia (la abolición de las relaciones de propiedad capitalistas y su crítica al derecho y a la política como máscara de estas últimas tienen en la igualdad radical de todos los individuos, bien lo sabemos, su más importante fundamento). Ahora bien: más allá de este fondo, digamos, ideológico, que persiste como fondo de un debate reactualizado a partir de la pandemia, lo que persiste hoy, y aún con más fuerza, es el interrogante que está en el origen del mismo: ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de derechos y, en especial, cuando esos derechos son los derechos humanos, es decir los derechos que fundan el derecho y los derechos en nuestras sociedades democráticas? ¿Son éstos derechos burgueses y liberales, pero moralmente válidos, como sostenía, por otra parte, una parte del marxismo en defensa de los regímenes comunistas, pero accesorios para la configuración misma de nuestras democracias o, mejor aún, de nuestra forma de vida colectiva? ¿Son los nuevos derechos sociales, que la Declaración de 1948 proclama, el avance del Estado sobre el individuo y sus libertades (como, en buena medida, no solo denunciaban los defensores del neoliberalismo en los ‘80 sino, en efecto, como son en la actualidad percibidas por buena parte de las poblaciones de nuestras sociedades las medidas sanitarias de cuidado: el confinamiento y las restricciones de diferente tipo)? Para comprender la envergadura, las consecuencias, pero también y, fundamentalmente, el sentido de estas medidas y del debate que éstas reaniman es necesario, en primer lugar, despejar algunas de las aristas que la historia de este debate, entonces, involucra.

En primer término, y como supo desarrollar Claude Lefort en varios de sus textos claves, los derechos humanos no son, solo y únicamente (puesto que es inútil omitir su origen histórico, vinculado al ascenso de la burguesía y a la emergencia del capitalismo) derechos burgueses y liberales. O, mejor aún, no son, ni mucho menos, la máscara, la ilusión política, detrás de la cual se esconden las relaciones de explotación burguesa, aunque éstas no sean modificadas en su esencia. Son, antes bien, los derechos que fundan una nueva concepción del derecho y de los derechos.

La Declaración de 1789, es decir, su escritura y su texto (volveremos enseguida sobre esto), hace lugar a esa concepción, a esa forma inédita del Derecho y de los derechos, cuyo resultado es, al mismo tiempo, una nueva forma de sociedad, y no solo una nueva forma de Estado o régimen político, en el sentido restringido del término, que es la forma democrática de la sociedad. Fundan, entonces, una nueva concepción del derecho y de los derechos porque, decía, su texto inaugural, la escritura y la expresión, en el sentido merleaupontyano de la palabra, de la Declaración de 1789 hacen lugar a la emergencia de un sujeto, el sujeto de los derechos humanos. Su encarnación en una clase, colectivo o grupo social específico, como pensaba Marx a propósito del sujeto histórico que supuestamente los encarnaba, la clase burguesa o capitalista, es imposible. El humanismo abstracto, el universalismo humanista que, insisto, denunciaba el autor del Manifiesto Comunista cuando se despachaba en contra de aquel texto y, decía, de su expresión tan singular, es precisamente la clave de esta imposible encarnación, y por ende objetivación, de la letra y de los derechos que ella enuncia.

Esta imposible encarnación que hace de la humanidad toda, así expresada, escrita y en abstracto, el sujeto de los derechos humanos es, en paralelo, la imposible encarnación de aquéllos por el poder de turno. Nadie puede, ningún poder, ni religioso ni secular, arrogarse, en nombre de nadie (ni del Pueblo, ni del Proletariado, ni de la Nación, ni de Dios) la “titularidad” y la verdad última de su sentido. La letra, la expresión escrita, insisto, que le da sentido a ese texto deja abierta así la posibilidad de la reinterpretación continua, justamente, de su sentido por la sociedad misma.

Este fenómeno de apertura simbólica radical que impide fijar en un sujeto esos derechos y, por supuesto, su sentido último es, en buena medida, lo que Lefort llamó la incertidumbre democrática. La democracia, como forma de sociedad o como régimen político, en su sentido fuerte, acoge y recoge esta incertidumbre, no solo vía el acogimiento mismo de la contingencia que involucra el voto y el sufragio como mecanismo de elección de gobierno, sino vía la posibilidad misma de que el derecho moderno o democrático, y los derechos que estos últimos enuncian, y que periódicamente se renuevan con nuevos derechos (como bien lo demuestra la historia de las luchas y conquistas que, durante el siglo XX y, precisamente, en nombre de los derechos humanos, como, en efecto, es el caso de la propia Declaración de 1948, se sucedieron); esta incertidumbre, decía, es acogida, también y por ende, vía el derecho mismo. Es, por lo tanto, en primer lugar, esta incertidumbre radical, esta apertura simbólica decisiva, lo que explica entonces la posibilidad misma de que tenga lugar, aquí y allá, un conflicto de derechos y, en particular, el conflicto de derechos que las medidas sanitarias, confinamiento y restricciones mediante, produjo.

Así, la disputa en torno a la libertad, y al resto de los derechos de los individuos afectados seriamente por estas medidas, y la igualdad que, a través del horizonte que delimita la idea de salud pública tuvo, y tiene, lugar en las diferentes sociedades democráticas no es ni más ni menos que la realización misma del ejercicio democrático que la incertidumbre y la apertura radical de la democracia permite. Por ende, las manifestaciones y las distintas expresiones políticas que se sucedieron en contra de ellas en buena parte del mundo occidental, forman parte de la disputa por el sentido, por la percepción, de lo que la libertad y la igualdad significan en el contexto de una pandemia apremiante que amenaza (como lo hizo en sus inicios en el caso de Italia con el aumento aritméticos de los casos, por ejemplo) con derrumbar al cuerpo social y político en su conjunto (y ya no solo la vida individual de cada uno de los que lo integran).

¿Hasta dónde llega (es de este modo una de las preguntas que esa disputa hace posible) mi libertad si ésta amenaza, directa o indirectamente, la vida de otros? ¿Cuentan por igual, como supo expresar con certeza Angela Merkel, cada vida en nuestra comunidad? ¿O no todas las vidas “son lo mismo”? ¿Cuánto, de hecho, las desigualdades que proliferan y se ramifican por doquier en la sociedad civil, como en efecto supo denunciar Marx a propósito de las relaciones de explotación capitalistas, permean a la hora de recibir, para decirlo mal y pronto, un respirador artificial, o la cobertura médica adecuada, en plena pandemia? ¿Cuánto de las condiciones sociales, de las condiciones materiales de existencia, para volver otra vez a Marx, no entienden de derechos si éstos no son reactualizados, transformados o reinterpretados en su sentido según el contexto, la historia y los acontecimientos de nuevo tipo, como la emergencia del coronavirus? Todos estos interrogantes, que no agotan en absoluto el debate que estamos relevando y que, con sus matices, marcan el pulso del debate público, se abren y son posibles precisamente porque los derechos humanos, el derecho, y los derechos, están separados, en nuestras sociedades, del poder que intenta siempre saturar su sentido, por un lado, e incorporarlos a un cuerpo, por el otro, en forma definitiva. Es decir: son el resultado de la apertura simbólica radical que aquéllos consagran a través de su propia aventura histórica, como solía decir Lefort, y expresiva, para decirlo con Maurice Merleau-Ponty.

Esto último me lleva, finalmente, al corazón de la crítica marxista que mencionaba algunas líneas antes: aquella que dice que la política y el derecho son una ilusión, una falsa promesa, o una máscara a través de la cual se esconde la verdadera dimensión de la explotación capitalista, la que se realiza en las sombras o en la oscuridad de la estructura o las relaciones sociales de producción y que, por ende, aquéllas, la política, el derecho moderno y los derechos humanos, no son más que accesorios en relación con esta  explotación, con las desigualdades que arrastran nuestras sociedades y, va de suyo, con la configuración misma de la forma que éstas adoptan. Ahora bien, es precisamente contra esta idea marxista que se levanta la concepción del derecho y los derechos que funda la Declaración de 1789 y que, en efecto, nos permite comprender con mayor agudeza el verdadero lugar, y sentido, de las medidas sanitarias y del conflicto político, o del desacuerdo, para decirlo con Jacques Rancière, que éstas suscitaron casi sin excepciones, aunque con diferentes intensidades y aristas, en casi todos los países democráticos del mundo occidental.

En primer lugar, porque el texto de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, con su sujeto, la humanidad en abstracto, y con su potencia expresiva, hacen lugar a una forma inédita de existencia del conflicto que no solo es resultado de la apertura simbólica radical que ésta involucra sino que, al mismo tiempo, es su causa. Es decir: desde que el derecho, y precisamente con él la esfera política, son reconocidos como pertenecientes a la esfera humana, y no a la esfera religiosa o teológica, como en el Antiguo Régimen, o a la de un sujeto histórico teleológicamente determinado, como el propio Proletariado, por ejemplo, en el caso de regímenes totalitarios, la “resolución” de cualquier conflicto, que no es, como vimos, ninguna resolución sino, en todo caso, su “estabilización” transitoria, se realiza, justamente, en esa esfera secular cuyo entramado jurídico-político constituye a la democracia como forma de gobierno (pero también, desde luego, como régimen político en el estricto sentido lefortiano de la palabra).

Es decir: la tan remanida (y muchas veces mal leída) separación conceptual entre la política y lo político que inaugura Lefort con su pensamiento, conforma en primer lugar mucho menos una separación, y mucho más una nueva forma de relación (enseguida volveremos sobre esto) y, en segundo lugar, constituye mucho menos una “elaboración” conceptual, que una reflexión aguda y lúcida sobre la mutación histórica, y decisiva, que realizan los derechos humanos. En primer término, conforma mucho menos una separación porque, precisamente, al inscribirse el derecho y los derechos en el ámbito de lo humano, la política (en su sentido restringido, como sub-esfera de la sociedad) es un elemento decisivo de lo político (en su sentido fuerte, como la esfera instituyente y auto instituyente de la sociedad). La esfera política, así entendida, de nuestras democracias, es decir el lugar y los lugares institucionales de representación del pueblo, no es, ni puede ser, ninguna máscara ni ninguna esfera accesoria a la hora de determinar los aspectos fundamentales de nuestra vida colectiva.

En segundo lugar, conforma mucho menos una elaboración conceptual que una lúcida reflexión sobre la mutación histórica que realizan los derechos humanos porque describe, justamente, la singularidad histórica que nuestras sociedades democráticas poseen en relación con otras formas de sociedad: el conflicto no es suprimido, en primer lugar, sino que es institucionalizado, en segundo lugar, en una esfera secular, la esfera pública, desde luego, en donde los actores y los diferentes sectores sociales dirimen sus divergencias, diferentes perspectivas y distintos puntos de vista asumiendo, como suele ponerlo magníficamente William Connolly, la fragilidad misma de nuestras creencias y credos o, al menos, la necesidad “ontológica”, vertical y horizontal, de su coexistencia (necesidad que, en efecto, es la piedra angular de lo que el autor denomina el deep pluralism, concepto central para comprender la importancia del pluralismo en nuestras sociedades democráticas).

Es en este preciso sentido, entonces, que las sin dudas importantes restricciones de derechos que las medidas sanitarias impulsaron como producto de la irrupción de la pandemia, no pueden ser leídas, como en muchos casos lo fueron, como una restricción autoritaria de derechos, “a la vieja manera” en la que ésta se produjo en los totalitarismos (una restricción que en estos últimos casos fue más que una restricción una supresión o violación de los derechos humanos, como señalaban los disidentes en Europa en relación con el régimen soviético, y como denunciaban los organismos de derechos humanos en Argentina con respecto a la dictadura militar). No pueden ser leídas de ese modo porque, justamente, es en la esfera de la política, y del mismo derecho que la constituye, en donde el conflicto o desacuerdo en torno a estas medidas, fue “resuelto”. Las democracias occidentales actuaron, frente al advenimiento de un acontecimiento inesperado como es el caso de la pandemia, y como lo es todo hecho que tiene el carácter de advenimiento, activando y haciendo uso de los resortes democráticos que “el tesoro democrático”, al decir de Lefort, nos ha legado: haciendo lugar a la incertidumbre, a la apertura simbólica radical que el texto de la Declaración de 1789 posee, a través de la asunción de esa incertidumbre o apertura y permitiendo, por ende, la aparición, en el sentido arendtiano de la palabra, de diferentes perspectivas, percepciones o lecturas de ese texto y de los derechos que él declara, en la esfera pública (las manifestaciones en contra de aquellas medidas no son sino el ejemplo más elocuente de ello).

Está claro, sin embargo, que estas medidas no son, ni podrían ser comprendidas bajo ningún punto de vista, como medidas en sí mismas democráticas. No solo porque, si somos fieles a ese “tesoro democrático” del que hablaba Lefort, cuya pieza más valiosa son, desde luego, los derechos humanos, ninguna política, aunque sea implementada en el marco del contexto de un gobierno democrático, es en sí misma democrática (pues la disputa de su sentido democrático es, justamente, parte del juego que abre la incertidumbre o la apertura simbólica radical de la democracia), sino porque, además, las distintas violaciones a los derechos humanos se vienen sucediendo mucho antes de la pandemia, se siguen sucediendo durante ésta e, incluso, en algunos casos esas violaciones son aún más fragantes y sistemáticas que antes producto, precisamente, del mayor control policial que la implementación de estas medidas involucran (tal es el caso, por ejemplo, de la tan arraigada violencia institucional impulsada por diferentes componentes étnicos, religiosos, culturales o sociales y perpetrada, en la mayoría de los casos, por las fuerzas de seguridad de diferentes países en América Latina, pero también en países como Francia o EEUU).[1] Sin embargo, retomo el argumento, el espíritu y el gesto que las guía, por las razones que esgrimimos en las páginas precedentes, es lo que, podríamos decir, las inscribe dentro de la larga tradición que inaugura la Declaración de 1789 y que tiene como principal horizonte político a los derechos humanos y su defensa irrestricta.

El desafío que plantea la pandemia para nuestras sociedades, no obstante, no puede de ningún modo clausurarse con esta reflexión y con esta fundamentación que inscribe a las políticas de cuidado en aquel horizonte. El camino que la democracia, como forma de sociedad y no solo como sistema de gobierno, tiene por delante es largo y arduo si la defensa de los derechos humanos, de la vida, la igualdad y la libertad que éstos proclaman, es, insisto, el horizonte político que queremos hacer perdurar y conservar como horizonte que organice nuestra vida colectiva en un contexto que, a las amenazas autoritarias y a los fantasmas anti-democráticos que acechan y acecharon siempre a las democracias, se le suma un hecho tan excepcional como inédito: el advenimiento (recupero aquí el concepto de Merleau-Ponty) del Covid-19 y de una pandemia que, sin dudas, hará mella en nuestra memoria democrática y será, también sin dudas, un nuevo hito para la disputa por la instauración de nuevos derechos que defiendan, como enuncian precisamente los derechos humanos, a la humanidad toda.

 


Juan José Martínez Olguín es Doctor en Filosofía por la Universidad de Paris VIII, investigador del Centro de Estudios Sociopolíticos del IDAES y becario posdoctoral del Conicet. Se desempeña como docente en la UBA y es autor, entre otros, de Politique de l’écriture (L’Harmattan), El parpadeo de la política. Ensayo sobre el gesto y la escritura (Miño y Dávila) y Ensayos en tiempos de cuarentena. Pandemia, política y filosofía (Eudeba). Twitter: @jjmartinezol

 


[1] Un largo informe de la ONU del año pasado, en efecto, deja este punto bien en claro

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