Por Mauro Greco
¿Qué se persigue con la condena a Cristina Fernández? ¿Es imposible mirar críticamente aspectos del kirchnerismo y aun así comprender los efectos de esta condena? En este artículo, Mauro Greco hace un recorrido personal y político para arribar a una definición de lo que efectivamente se proscribe hoy.
Quizá una de las modificaciones que las “nuevas derechas”, también llamadas “alt-rights”, introdujeron en “la arena pública” no sea sólo otra relación con la palabra pública, sino otra relación con la propia palabra en público. Así, lo que hasta hace no mucho tiempo daba vergüenza o estaba mal visto, por ejemplo hablar de sí positivamente o hablar de sí tout court, se ha vuelto la norma, no sólo de presidentes “cachivaches” o trolls pagos, sino de casi toda persona pública que toma la palabra. Como si la conocida última etapa del pensamiento foucaultiano, donde vuelve sobre algunos filósofos griegos antiguos para auscultar -no sólo el conocido “cuidado de sí” sino también- el hecho de tomarse a sí como objeto, proyecto y diseño, se hubiera vuelto al mismo tiempo obligación y olvido. Ob-ligación, porque todos estamos, de una forma u otra, re-plegados hablando sobre nosotros mismos; olvido, porque lo hacemos de una forma desvergonzada, exhibicionista y no autocuestionadora ¿Qué tiene que ver esto con la reciente confirmación por la Corte Suprema de Justicia de la condena a Cristina Fernández de Kirchner que la detiene por seis años y la inhabilita para cargos públicos?
Desde hace un tiempo, digamos dos años, se volvió un lugar común del análisis político argentino que Cristina había dejado de hablarle a todos los argentinos, como si eso alguna vez hubiera sucedido como tal, y que se había focalizado en fortalecer al y el núcleo duro, siempre encarnado por La Cámpora, una organización que -cuando estábamos en tercer año de la carrera- mirábamos con sorna y hoy tiene casi veinte años de existencia. Las voces menos críticas contemplaban que, como la dispersión era general (Larreta y Bullrich en la hoy extinta Alianza Cambiemos, el partido centenario “con funcionarios pero sin votos” [Martín Rodríguez dixit], la aparición panelar de Milei), había tiempo de jugar un poco, de reconocer que el kirchnerismo se había convertido en corriente y no totalidad del peronismo, pero dejando en claro que seguía siendo la corriente (de aire y de pensamiento) mayoritaria. Que CFK no fuera candidata a nada en 2023 fue entendido por algunos como una consecuencia natural de la condena que pesaba sobre ella (en cuanto asumiera se disparaba la cláusula condena), mientras que otros, desconfiados de esta lectura y automatismo, consideraron que no era candidata porque estaba cuidando la ropa y los muebles y no quería quedar pegada a un gobierno desastroso como el de Alberto Fernández, ella misma y Sergio Massa. Extraña situación, o lectura, la de poder no quedar pegado a algo que se contribuyó a armar, se armó desde arriba y se integró durante cuatro años.
Sin embargo, Milei ganó, o perdió el sistema político tradicional argentino, y las hipótesis -siempre propias, nunca ajenizadas- proliferaron: creación del peronismo para desinflar primero a Larreta y luego a Bullrich; freak de feria del tridente Vila-Manzano-Massa para matar (políticamente) a Macri, mucho más peligroso que cualquier libertario empleado de Eunekian o Elszetein; etc. Milei, consigo, traía algunas verdades que -como toda verdad- nunca son tristes pero no tienen remedio. Sus formas, de lejos y de cerca, eran infinitamente peores -chabacanas, vulgares, groseras, escatológicas- que las que “los medios dominantes”, digamos Clarín, La Nación y Perfil, le criticaron el kirchnerismo en general y a Cristina en particular. Su enfrentamiento con periodistas, sólo que desde la otra vereda, es tan aireado -y, de vuelta, grosero, fálico, con terror anal- como el que muchos encarnamos desde 2008, cuando, efectivamente, el peronismo dejó de ser para muchos jóvenes algo más vinculado a Menem y Duhalde (o sea digamos, al neoliberalismo y a Puente Pueyrredón) y más a Abuelas y Madres de Plaza de Mayo y organizaciones sociales en general, es decir a quienes pusieron el cuerpo en las jornadas de 19 y 20. El peronismo (no olvidemos el 2024 como quizá “el año más antiprogresista de la historia argentina”) estaba a punto de sacarse de encima el lastre de la transversalidad progre, y armar -si podía- una alternativa electoral para 2027 free of memoria histórica, derechos humanos, género, sexualidades disidentes, ecología y pueblos originarios -porque eran temáticas piantavotos y hay que concentrarse en la economía-, cuando la confirmación de la condena a CFK, al menos el 10 de junio, volvió a unir “los pedazos rotos del espejo interior”. Desde ayer se me ocurría el siguiente chiste o tweet: “infames, pensaron que Cristina se candidateaba en la 3ra era para resolver los sueños presidenciales de su hijo y no se dieron cuenta que estaba tres jugadas más allá, previendo la confirmación de condena, la reunificación del peronismo, la recuperación de la mística. Cristina “Kasparov” Fernández”. Si el final es peronistamente feliz, la historia responderá a la gramática cristinista, y no al revés.
Lo que el tiempo no dirá, porque ya lo dijo y es fáctico, es que allí donde otros veían un discurso endogámico encerrado en los mismos convencidos de siempre, yo veía otra cosa: la construcción de memoria de los últimos días felices de la Argentina de los últimos 20 años. Alguien podrá elogiar el dólar barato y la “estabilidad” mileista, pero no parece muy feliz -como proyecto de sociedad- pegarle a viejos que se manifiestan todos los miércoles. Alberto, y Cristina, prometieron “volver a comer asado”, y terminamos elogiando comernos un salmoncito una vez por mes, mientras había trabajadores pobres: peronismo hindú. El macrismo ganó repitiendo que sólo modificaría lo que estaba mal (inflación, impuesto a las ganancias, etc.), y terminó trayendo de vuelta al FMI: eso, y la condena a Cristina, es y será su herencia. El kirchnerismo, par contre, por más “Vialidad”, “Cuadernos” y “Hotesur” que revoleen por encima de las paredes de un convento, por lo pronto al núcleo duro del que comencé hablando, sigue resonando en la memoria de muchos como “la década ganada” -que hasta críticos de Cristina se disputan- cuando consiguieron laburo, aprendieron a poner su primer plazo fijo, compraron “dólar blue” -aunque no estuvieran políticamente de acuerdo con él, pero no comían vidrio-. “La década ganada” oficialista, pero también la década robada a 50 años de decadencia argentina. En resumen, cuando “les hicieron creer que podrían comprarse un celular nuevo y viajar a Brasil”. ¿Pero no es precisamente la tarea política, y cultural-moral, de un gobierno popular, no sólo hacer creer sino también efectivizar que sus clases populares y clases medias bajas también tienen derecho a darse un gustito, a conocer una linda playa, arena y mar, a disfrutar de una buena cámara para fotografiar a la familia?
“Ya sé, no me digás”: dólar también barato, Estado ineficiente (nadie va a contarme lo que costaba hacer un trámite de inmigración), pésima elección de candidatos (de Boudou a Insaurralde, pero también Alberto), lógica centrípeta donde estás conmigo o estás contra mí. Uno hasta podría seguir: culto a la personalidad, falta de pensamiento crítico (incluso de sectores de la comunidad que se supone trabajaban de ello), tercerización de la represión, extractivismo bobo. En suma, confesamos que hemos leído. Pero, ¿alguien lo definió mejor que León Rozitchner, en Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos de presente del Colectivo Situaciones (Tinta Limón, 2009), que como un “neoliberalismo nac and pop”? Sin embargo, si hacemos el ejercicio de memoria, si somos vehículos felices de una memoria que cada vez cuesta más sostener en épocas cibernéticas aceleradas, decimos también: solucionar paros docentes históricos, repoblar la capacidad instalada industrial, recuperar y popularizar el CONICET, repartir notebooks para que los pibes populares no sean nativos digitales de segunda, paritarias libres, paritarias que siempre le ganaron a la inflación (incluso con devaluaciones), poner satélites en el espacio, repatriar científicos. Esto parece la remera “la ruta del dinero K” propagandizada por el panelista mono-neuronal del filósofo Fantino, y vendida por casarecreo.com, pero: ¿alguien realmente, por más que le duela lo que Kirchner le hizo a Duhalde y Lavagna, o que Cristina haya elegido a Kicillof y no a Moreno, puede negar sinceramente, con una mano en el corazón y otra en el homebanking, que esto no fue así, o que, si no fue exactamente así, cuando más se acercó en los últimos cincuenta años argentinos fue del 2003 al 2015? Va a hacer falta un enorme acto de contrición si alguien pretende, seriamente, construir una alternativa a Milei sin reconocer, sin partir de esta plataforma de despegue.
Sin embargo, insistamos en el ejercicio, no seamos autitos chocadores autodestructivos de olvido (amén de lo fundamental que este es para toda memoria): supongamos que, terminada una carrera de grado, el caso hipotético potencial quiere seguir estudiando. Que le gusta estudiar, leer, y que le gustaría intentar vivir de eso. Incluso que todavía no terminó la carrera. Hasta 2002, por más inteligencia que hubiera construido, por más buen colegio al que hubiera ido, por más estímulo familiar que hubiera recibido, su destino estaba fuera: “la única salida es Ezeiza” (o el negocio familiar, o ser data entry de La Nación). En suma, el país en cuestión, hipotético, le decía: no hay lugar para vos, para tus sueños, acá. Pero, supongamos, el país vuela por los aires y todo -casi todo- lo que había sido despreciado los últimos 35 años comienza a ser un poquito más atendido. La persona en cuestión, ahora, no tiene necesidad de intentar irse a estudiar a Estados Unidos, Francia o México, sino que, sirviéndose de un buen promedio, aplica a una beca para continuar sus estudios en el país. Es decir, puede ir a cursar luego de visitar a su madre o abuela, pero también lo que gana en la beca en cuestión lo gasta en alquiler (o lo ahorra, en el mejor de los casos, para un futuro monoambiente sin canguro), en el chino, en recitales, en teatro, en cine. Todo muy culturoso, es cierto, pero ¿no estaban también muy orgullosos de la culturalidad porteña los peronistas no kirchneristas? Es decir, o consume mercado interno o contribuye al ahorro nacional, pero también: se mantiene la unidad familiar, las redes familiares no se rompen, no hay necesidad de emigrar para progresar.
Luego, una vez que cursó, rindió y aprobó, aprovechando acuerdos nacionales con instituciones internacionales como Fullbright o la embajada noruega (al final tan aislado del mundo el país no estaba, ¿o qué significa estar incluido, estar endeudado?), viaja al extranjero y conoce otros idiomas y agendas, se da cuenta que su inglés no es bueno, que el sistema educativo argentino -de salita de 2 a la universidad- falla ahí también, pero también que, en otro plano, su formación no tiene nada que envidiarle a ninguna, en otras palabras, que está bien educado, que primero lo enoja pero luego lo reconforta saber detalles de las revoluciones británicas aunque un inglés confunda Argentina con Chile. Vuelve a la mesa familiar, y le cuenta a su tío el viaje, quien no pudo terminar su carrera y, aunque no coincidan políticamente, aquel se pone contento, no por él/ella, sino porque le devuelve una imagen positiva propia, de su propia formación, del país al que también quiere sólo que desde otro lugar. O sea digamos, un viajecito internacional financiado por una institución extranjera, pero que jamás hubiera sido posible sin políticas estatales que van desde la primeria infancia hasta estudios superiores, terminan reafirmado la autoestima nacional, el amor propio, que no somos el país de mierda que nos quieren hacer creer. ¿No hay un pasadizo secreto, un callejón polaco diría Perlongher, entre las reflexiones jauretchianas y spinozianas sobre tristeza, gobernanza y despotenciamiento?
Su abuela, que no es precisamente peronista, escucha el diálogo atentamente y, aunque siempre tienda a darle la razón a su hijo y no a su nieto/a, está encantada por el diálogo, por la famiglia unita aunque sea vasco-francesa, se da cuenta mcluhianamente -aunque no sepa quién es, lo de menos- que lo que importa no es el contenido sino el medio, el medio familiar, estar juntos, tener tiempo. Cuando luego vea a cada uno por separado, y no sepa qué decirles poque está grande y cansada, se servirá de aquella conversación para sacar tema, para reponer que estar o ser una familia es siempre estar en una conversación empezada, ininterrumpida, en curso.
Lo que la Corte Suprema de Justicia condenó, o puso en tela de juicio y suspenso, con la ratificación de condena del 10/6/25, es todo esto: mercado interno, ahorro nacional, redes familiares, autoestima nacional, orgullo patrio. O, mejor dicho, que esto pueda componerse en un gobierno que intenta mínimos gestos de independencia y soberanía ante un “poder económico” que también, todo sea dicho, si se quiere estar a la altura del mito que se devino, en algún momento habrá con mencionar con nombre y apellido, para que “el pueblo”, ese pueblo que siempre se dice que va a volver, sepa realmente quiénes son sus enemigos u opresores, quienes lo obligan a emigrar para comprarse un monoambiente, a que haya un plato o chori menos en la mesa, a que los tíos ya no hablen con sus sobrinos, a que las abuelas no puedan ponerse contentas por ver una discusión que, en el fondo, saben que no es tal, que no es sino una de las muchas formas en que se manifiesta el amor en este país.
Mauro Greco trabaja como Investigador del CONICET. Doctor en Ciencias Sociales por la UBA, y Comunicólogo por la misma casa de estudios, ha trabajado como Asociado Postdoctoral en l’EHESS (Paris) y en la Universidad de Edimburgo (UK).