Protestas frente a la Corte
Demandas sin destinatarios

Por Mauro Benente

¿Protesta, qué protesta? La protesta social es uno de los eslabones fundamentales de la vida democrática y en la Argentina tienen una larga e importante historia. Ahora, bien vistas las cosas, la protesta del martes 1 de febrero en tribunales contra la Corte Suprema de Justicia es tan solo la punta del iceberg de un problema mayor que la incluye pero no la agota. El Doctor en Derecho y Director del Instituto Interdisciplinario de Estudios Constitucionales de la Universidad Nacional de José C. Paz, Mauro Benente, reflexiona aquí sobre la marcha e intenta ir más allá para tratar de pensar las posibilidades y los límites para una verdadera democratización de la justicia.

 

La Plaza Lavalle, ubicada frente al edificio -a menudo llamado palacio- de la Corte Suprema, y distintas plazas del país fueron sitio de distintos reclamos focalizados en el funcionamiento del Poder Judicial. ¿Es la primera vez que esto sucede? No es frecuente una protesta que ponga en el foco el funcionamiento del Poder Judicial, pero no es la primera vez. Para mencionar el caso más emblemático, el 28 de diciembre de 2001 se inició un largo ciclo de protestas que duró hasta mediados de 2002 reclamando la renuncia de todos los integrantes de la Corte, en especial de la denominada mayoría automática. ¿La transformación del Poder Judicial es la tarea más urgente en nuestro país? De ninguna manera. Tampoco era lo más urgente en 2001 y 2002 cuando la pobreza superaba el 50% y la desocupación superaba el 20%. Siempre las tareas más urgentes son las vinculadas a la pobreza y la indigencia, y esa tarea siempre implica discutir la concentración de riqueza. Sin embargo, que no estemos frente a una tarea urgente no implica que sea un asunto que debamos desechar. O al menos no desechar con el único argumento de la falta de premura.

Como sucede con muchas acciones colectivas son distintos los sectores que han convocado y diferentes las consignas. También son muy divergentes las interpretaciones sobre la marcha. Por una parte, desde áreas afines a Cambiemos, se observa en la marcha peligros en la institucionalidad, puesta en jaque de la independencia judicial, y avasallamiento de división de poderes. A esto se añade una convocatoria para el 3 de febrero a defender la institucionalidad y la Constitución. Estos enfoques presentan una lectura muy curiosa del funcionamiento de la democracia que debería concebir a cualquier marcha contra al Poder Legislativo o Ejecutivo como desestabilizadoras; o deberían explicar por qué cuando se marcha contra el Legislativo o Ejecutivo -incluso con carteles que piden renuncias- no estamos ante procesos de desestabilización, pero sí ocurre cuando las manifestaciones se dirigen al Poder Judicial.

Además de lo anterior, este tipo de miradas asocian críticas al Poder Judicial con ataques al Poder Judicial, y asocian ataques al Poder Judicial con ataques a su independencia. Se trata de asociaciones contingentes y de ningún modo necesarias, pero aquí me interesa subrayar un elemento profundamente conservador: si no es posible criticar al Poder Judicial, entonces no hay modo de ofrecer herramientas para mejorarlo; además, en contextos de falta de independencia del Poder Judicial -como en momentos de la mayoría automática menemista- la crítica e incluso el ataque se vuelven necesarios para alcanzar la tan mentada independencia. ¿Está mal ser conservador o conservadora? No necesariamente. En contextos reaccionarios es sumamente importante conservar las conquistas populares. Pero en este contexto, quienes ofrecen estos argumentos conservadores nos deberían explicitar qué es lo que quieren conservar, y luego revisaremos si está bien o mal.

Nuevamente, quienes son críticos de la marcha, se focalizan en dos consignas. Echar a la Corte y ampliar la Corte. Personalmente no me resultan tan interesantes estas consignas, fundamentalmente porque creo que muchos problemas del Poder Judicial no son del máximo tribunal, sino que se sitúan en los procesos de selección de juezas y jueces, de rendición de cuentas, y en instancias inferiores. Sin embargo, respecto de las consignas creo necesario hacer algunas aclaraciones para morigerar las críticas. Es cierto que cambiar los nombres en la Corte sin modificar su estructura de funcionamiento no resuelve tantos problemas. Pero tan cierto como esto es que los nombres que actualmente están en la Corte -por ideologías y prácticas conservadoras- parecen ser un obstáculo para cualquier tipo de transformación estructural. Por su lado, la ampliación de los integrantes, algo que sucedió durante las Presidencias de Frondizi y de Menem -y que Illia y Alfonsín intentaron sin suerte en el Congreso- representa alguna desconcentración de poder de algunas de las competencias de superintendencia que la Corte conserva de modo inconstitucional, pero no parece ser un remedio tan potente para redefinir las tareas jurisdiccionales.

Quienes son críticos de la marcha, nada o casi nada dicen sobre otras consignas tales como la democratización y la supresión de privilegios del Poder Judicial. La democratización del Poder Judicial es un significante que hay que dotar de contenido, y hay que hacerlo en conjunto y no con oposición a quienes se manifestaron. Sencillamente porque son estos sectores, y no otros, los que levantan esa bandera de la democratización. Ahora bien, ¿podemos esperar que alguno de los tantos significados del significante democratización de la justicia sea efectivamente puesto en marcha? Creo que no. Pienso que son demandas sin destinatarios porque es difícil que el Poder Judicial y las fuerzas políticas las atiendan.

¿Por qué este pesimismo? En primer lugar, porque las políticas públicas que son necesarias para democratizar el Poder Judicial combinan dos variables que se erigen como obstáculos para diseñarlas e implementarlas. Por una parte, una variable propia de las burocracias, que es su tendencia a reproducirse tal como existen y solo transformarse cuando están en riesgo de extinguirse. Por otra parte, un número importante de estas políticas públicas debe ser diseñado no por el Poder Judicial, sino por el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Y para complejizar este último punto, estas políticas públicas no son implementadas por los poderes que las diseñan sino fundamentalmente por el Poder Judicial. Asimismo, en vinculación con estos dos obstáculos hay que preguntarse por los incentivos institucionales: ¿Qué incentivo tiene el Poder Judicial para transformar sus propias prácticas? Si es en favor de sus propios intereses, los incentivos son muchos. Pero si es en contra de sus privilegios, qué motivación tendrían las y los integrantes del Poder Judicial para atender a demandas de sectores a quienes no le deben ningún tipo de rendición de cuentas. ¿Por qué un elenco de jueces y de juezas, funcionarios y funcionarias vitalicios y vitalicias, cuyos rostros y nombres desconocemos, atenderían a demandas ciudadanas que puedan ir contra sus propios privilegios?

¿Qué incentivos tienen las fuerzas políticas para diseñar e implementar políticas públicas para el Poder Judicial? En términos de racionalidad estratégica muy pocos. Diseñar estas políticas tiene costos altos porque requieren mucho trabajo de investigación y revisión, y además una casi segura oposición de las personas actoras del sistema judicial. Además, tiene beneficios muy bajos porque es relativamente marginal el apoyo popular que puede lograr una fuerza política por tener adecuados diseños de políticas públicas para el Poder Judicial. Finalmente, si nos movemos de una racionalidad estratégica a otros usos de la razón, no podemos olvidar que las fuerzas políticas también están permeadas por discursos y prácticas conservadoras como las que se pretenden erradicar del Poder Judicial. Entonces no solo por razones estratégicas sino también por razones ideológicas es difícil pensar que las fuerzas políticas se focalicen en la implementación de políticas públicas para el Poder Judicial.

Frente a este panorama surge una pregunta, la pregunta clave en cualquier pensamiento sobre la política, y sobre la práctica política: ¿Qué hacer? En este caso ¿Qué hacer para democratizar la justicia? La respuesta no es sencilla, pero creo que debe partir de las dificultades antes marcadas. Estamos frente a un problema que nunca es urgente, un problema que es negado por amplios sectores conservadores, y un sistema institucional que no genera incentivos para que el Poder Judicial, pero tampoco el Legislativo y el Ejecutivo lo resuelvan.

 

 


Mauro Benente es Doctor en Derecho por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Profesor adjunto regular de Teoría del Estado en la Facultad de Derecho de la UBA, y Profesor titular regular de Filosofía del Derecho en la Universidad Nacional de José C. Paz (UNPAZ). Es Director del Instituto Interdisciplinario de Estudios Constitucionales de la UNPAZ.

 

 


Imagen de portada: Imagen de 愚木混株 Cdd20 en Pixabay

 

 

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