Por Fernando Peirone
La predominancia de las dimensiones audiovisuales sobre las escritas produce impactos en los distintos ámbitos de la vida social. También impacta en el ámbito donde se discute nuestra vida en común: la política. Esta quizás sea una de las razones por las cuales Fernando Peirone plantea que, para ciertos grupos, la política no representa un porvenir sino una imagen del pasado.
Estamos frente a una nueva humanidad
Michel Serres
A mi amiga Claudia Fagaburu
Efectos políticos y sociales
La escena que inicia esta nota sucedió poco tiempo atrás en una universidad argentina, aunque podría haber sucedido en muchos otros lugares. Decir universidad puede predisponer a pensar en un suceso acotado, como cuando las personas abogadas glosan sobre la vida tribunalicia, o las médicas y las enfermeras hablan sobre un virus intrahospitalario; pero en este caso se trata de algo mucho más propio, cercano, extendido y común de lo que cualquiera podría suponer. Por eso propongo dejar de lado las certidumbres y tomar a esta escena como un ejercicio inusual; como cuando se recorre un itinerario habitual desde otro lugar —en sentido inverso o en un horario diferente al que lo hace diariamente—, y se descubren muchas cosas que siendo familiares revelan aspectos inesperados.
La anécdota ubicua
A comienzos de junio, un profesor de la materia Organización del Estado dedicó la primera parte de su clase a repasar lo que habían visto hasta ese momento y a evacuar dudas sobre el parcial que tomaría la semana siguiente. Después de ver la unidad en donde habían trabajado los “tipos de gobierno” y sus correspondientes formas de ejerce el poder, pensó que debía ser gráfico; entonces dijo: “una posible pregunta de parcial sobre esta unidad sería: Enumere qué tipos de gobiernos tuvo la República Argentina en la década del ’70. De sus definiciones y describa sus respectivas características”. Después se dirigió a una joven estudiante que había estado prestando atención, y le preguntó: “Sin dar sus definiciones ni sus características, porque en esta instancia no hace falta, ¿te animás a decirnos qué tipos de gobierno tuvo nuestro país durante ese período?” La estudiante, después de unos segundos en los que pareció buscar el tono adecuado, le contestó: “a mí no me gusta la política, profe”. La respuesta, que, como el emoticón, acompañó con sus dos palmas para arriba, no fue desafiante ni jactanciosa; por el contrario, fue cuidadosa, como cuando alguien es agasajado con un plato especial y debe pedir disculpas porque no le gusta el pescado. El profesor comprendió cabalmente el tono de la joven, aunque no pudo evitar el estupor que le causó la frase; así que, con plena consciencia de su rol, puso especial atención en eludir el regaño o el reproche, y elaboró una respuesta acorde al desafío, que tenía a todo el curso expectante:
—Esa no puede ser la respuesta de una estudiante universitaria. Sobre todo en un país como Argentina, donde hubo mucha gente que luchó y sigue luchando por la educación pública. Les voy a dar un ejemplo. Para que este edificio resulte confortable y puedan estudiar su carrera de forma gratuita, el Estado invierte mucho dinero que proviene de los aportes que hacen los contribuyentes con sus impuestos. La posibilidad de que todos puedan ir a la universidad, más allá de los resultados personales, es una decisión política y es una conquista frente a quienes piensan a la educación como una empresa y quieren someterla a la lógica del mercado. En el tiempo que llevan aquí, habrán notado que la universidad es mucho más que estudiar una carrera y recibirse: es el intercambio con las y los compañeros, es participar del debate social, es dinamizar la economía territorial del lugar en que está emplazada. La política es el instrumento que tiene la población para discutir el país que quiere y la educación que se necesita para lograrlo: si quiere un país que brinde oportunidades para todas y todos, o si deja que sólo tengan oportunidades quienes pueden pagar una educación de calidad. En este sentido, desentenderse de la política es desentenderse de la vida en común, y eso es algo que ningún estudiante debería permitirse si quiere ser un profesional que esté a la altura de lo que ha logrado gracias al esfuerzo de todos sus compatriotas”.
Para alguien que, como este docente, nació en el siglo XX y que por lo tanto se formó bajo el influjo del positivismo y el espíritu de la ilustración, la respuesta de la estudiante posiblemente sea atribuida a la ignorancia. Para un militante de los setenta, probablemente sea un emergente de “la apatía y la falta de compromiso que caracteriza a los jóvenes actuales”. Para un “libertario”, tal vez sea un imperioso acto de rebeldía contra la casta política. Pero: ¿si no fuera ninguna de esas cosas?
El cambio en la matriz de la narrativa social
La expansión de la cultura audiovisual no es un fenómeno reciente. En los últimos cien años dio lugar, entre otros hitos, al género cinematográfico, al lenguaje televisivo y a la cultura de los videoclips. Durante ese proceso se fue despojando del binarismo, la linealidad, las jerarquías y las categorías que subordinaban su narrativa a la cultura escrita, para empezar a desarrollar otras formas de representación simbólica, más específicas de su lenguaje. Hoy, la cultura audiovisual tiene entidad propia y se afianza diariamente incorporando una gran diversidad de recursos técnicos. Como consecuencia de ese proceso no sólo se está reemplazando la matriz escritural de la narrativa social, sino que además se está desplazando al logocentrismo como la forma hegemónica de Occidente para contar, expresar y conocer; es decir: para construir sentido.
Para quienes fuimos formateados por la cultura moderna, este es un escenario que genera mucha inseguridad, porque implica 1] vencer reflejos que tenemos condicionados por la cognición logocéntrica, donde todo conocimiento necesita ser confirmado y legitimado por las capacidades lógica, analítica, deductiva y explicativa que provee la razón; para empezar a 2] conocer, experimentar, contar y valorar a partir de un orden simbólico diferente; esto es: 3] abrirse a una composición de sentido que —por extraña— puede producir vértigo e inseguridad. Sin embargo, este escenario se ha vuelto irreductible y en la medida en que no asumamos la gravitación que este corte epistemológico tiene en nuestras vidas, en las prácticas sociales, y en la crisis multidimensional que atraviesa el mundo, seguiremos naufragando en el desconcierto y la impotencia; peor aún: nos exponemos a dejar que el efecto dominó que comenzó erosionando el principio de autoridad, y que continúa con el actual debilitamiento de las instituciones, termine deslegitimando al sistema democrático como modelo de convivencia.
La escritura es un gesto comunicacional que no sólo alinea signos y palabras, también organiza ideas y establece un orden que —gramática mediante— se proyecta en lo social. Conectar una palabra con otra es una manera de organizar el pensamiento a través de una linealidad que tiene un principio, un desarrollo y un fin; lo cual, implícitamente, ha inoculado las ideas de secuencialidad y de progreso que nos inscriben en un encadenamiento causal. En este sentido, la escritura describe la trazabilidad colectiva utilizando mojones espacio-temporales que organizan la consciencia histórica en una cronología común; esto es: fechas, líderes, batallas y monumentos que nos filian al pasado, pero también sueños, utopías y aspiraciones que moldean el imaginario social sobre el futuro. Los géneros en que se fue desagregando la cultura escrita, funcionaron como cajas de resonancia de la narrativa universalizante, continua, etnocéntrica y patriarcal que identifica al orden logocéntrico. Pensemos, si no, en los efectos formativos de la tragedia, la comedia, la paideia, los tratados filosóficos, los diálogos, la poesía, los documentos científicos, la crítica, las biografías, la oratoria, los relatos de viajes, las memorias, los epistolarios, las confesiones, las novelas, los ensayos, los discursos políticos, los manifiestos, los manuales, los diccionarios, las actas y los reglamentos institucionales. Por eso el desplazamiento de la cultura escrita a mano de la nueva matriz narrativa —donde convergen la cultura audiovisual, la hipertextualidad y otras formas narrativas—, impacta en la vida cultural, educativa, política, jurídica y laboral: 1] porque su gramática caotiza las referencias y dimensiones que durante tres mil años organizaron la experiencia social a caballo de la escritura; 2] porque la asimilación global de una narrativa espasmódica, fragmentada, convergente, aluvional e inmediata como la actual, no sólo atenta contra el sustento lector en que se apoyan —por caso— la política y la educación, sino todas las referencias teórico-prácticas con que pensábamos, abordábamos, explicábamos y organizábamos la experiencia personal y social.
Un antecedente orientador
El pasaje del pensamiento mítico al pensamiento lógico, ocasionó un cisma similar ya que, sobre todo, fue un cambio en la matriz de la narrativa social. Cuando las culturas primitivas abandonaron el nomadismo y se asentaron en territorios permanentes, los relatos míticos (de carácter “emocional-individual”) empezaron a revelar una creciente disfuncionalidad. El nuevo orden social demandaba una comunicación más lógica (de carácter “racional-social”) y la acción comunicativa fue virando de una narrativa basada en relatos preventivos a otra que tenía la capacidad de construir relatos propositivos. En Occidente, fue lo que dio lugar al pensamiento presocrático y a la posibilidad de medir distancias, vadear ríos, observar los astros, dividir el tiempo, y realizar las primeras dramatizaciones sociales utilizando versos cantados o diálogos públicos. Fue, también, el origen de las ciudades-estado, un nuevo tipo de organización social, política, religiosa, administrativa y económica que creó las condiciones para que esos protoestados pudieran federarse y diseñar estrategias articuladas. El intercambio comercial y cultural entre aquellas sociedades particularmente complejas que iniciaron el camino civilizatorio de Occidente, se apoyó fuertemente en la escritura y los números decimales: un sistema comunicativo dual que les permitía procesar datos y almacenar información mediante el ordenamiento de signos.
Hoy, como sucedió con el lenguaje mítico, el soporte escritural de todo el andamiaje discursivo, argumentativo, comunicativo y organizativo en que se apoyan las instituciones modernas defecciona frente a la nueva dinámica social. Lo podemos ver en la creciente disfuncionalidad del orden institucional, en la pérdida de confianza que experimentan las instituciones junto a las corporaciones que las conducen y administran, o en las tensiones que genera la fuerza inercial de la modernidad frente a las formas disruptivas del devenir social: porque la legitimidad de las representaciones políticas está mellada; porque buena parte de la normativa jurídica ha caído en desuetudo, volviéndola ineficaz u obsoleta frente a las demandas y las conflictividades emergentes[1]; porque las ciencias sociales —y sus métodos— presentan serias dificultades para “leer” las escenas sociales; porque las vanguardias culturales se desconectaron de las experiencias de a pie; porque la formación profesionalizante se aleja cada vez más de la dinámica laboral; porque los tutoriales en YouTube, Instagram, Tik-Tok junto a la inteligencia artificial, interpelan los procesos escolares; porque las religiones —a diferencia de la cultura audiovisual— siguen reproduciendo los principios comunicativos de la poética aristotélica; y porque los prejuicios monistas de la metafísica general impiden dialogar con la “pluralidad ontológica” actual. Esta múltiple ruptura de la interlocución social, generó un estado de inermidad en la progresía. De hecho, en línea con lo que venimos diciendo, las izquierdas que históricamente montaron su tecnología política en torno a dispositivos narrativos de base escritural, hoy ven declinar la eficacia de sus recursos argumentativos y de sus discursos propositivos, porque no pueden procesar ni asimilar la nueva construcción de sentido y, consecuentemente, no consiguen elaborar una interlocución social en el registro comunicacional de la nueva matriz narrativa. Mientras tanto, las derechas demuestran una gran versatilidad para aprovechar esa interrupción comunicativa y el creciente descontento social, porque sus objetivos les permiten prescindir de las argumentaciones y enfocarse en soliviantar emociones primarias utilizando recursos audiovisuales que les resultan muy propicios, como los memes, las fakes news, los recortes re-animados y el streaming.
La tendencia autonomista que atraviesa a los movimientos feministas y los movimientos ambientalistas dialoga con este escenario de representaciones e interlocuciones fallidas; como las nuevas subalternidades dialogan con el abandono de los más vulnerables y la multiplicación de migrantes y refugiados de guerra; o como las desapariciones sociales perpetradas por el narcotráfico dialogan con el asedio a los Estados nacionales y la conformación de estados paramilitares paralelos.
La deshistorización
Otros efectos significativos que sobrevinieron con este cambio en la matriz de la narrativa social son: la discontinuidad del tiempo reflexivo y la relativización de lo histórico a partir de la fragmentación del tiempo común y la emergencia de un presente continuo que descompone el orden explicador. La escena del profesor y la estudiante que mencionaba al principio se puede analizar a la luz de este resquebrajamiento de la temporalidad social. Esto no quiere decir que dejamos de ser contemporáneos, quiere decir que el orden escritural que proporcionaba contextualización, instrumentos de lectura e ilusión de universalidad asociado a variables como el tiempo, el espacio, la tradición, la presencialidad y el porvenir, ha sido intervenido por un orden narrativo post-alfabético que prescinde de los contextos comunes para ofrecerlos segmentados, digitalizados, ubicuos, customizados, recreados y recombinados sin solución de continuidad. Lo cual incluye, como un factor decisivo, fuentes de socialización no-institucionales que —a través de celulares y entornos digitales— introducen una temporalidad que compite con la familia y la escuela, como las instituciones que ordenaban la experiencia del tiempo y proporcionaban las referencias que inscribían los procesos de socialización y subjetivación en una historia común. Esto rompe la correspondencia entre la historia y el nuevo mundo de la vida; y al mismo tiempo evidencia la necesidad de un modelo organizacional acorde a la nueva dinámica social, porque es evidente que la sociedad se piensa, se relata y se construye de otra manera. Es decir, nos relacionamos con un mundo donde los procesos de subjetivación ya no se condicen con el sujeto cartesiano, como los procesos de socialización ya no se condicen con la idea de sociedad que tenía en el Estado-nación su molde cognitivo y el continente de todas las categorías sociales.
Lo político pierde fuerza e interlocución y, por supuesto, pierde representación, valor e interés. A partir de lo cual, la política es identificada con el viejo mundo, como ocurrió con la religión católica durante la modernidad, sólo que esta vez de un modo vertiginoso y arriesgado: 1] por la lógica palaciega y superestructural que predomina en buena parte del orden político; 2] por la despersonalización que sobrevino con el reemplazo de la militancia territorial por la militancia virtual; 3] por las limitaciones epistemológicas para pensar un nuevo orden político; y 4] por el modo en que —producto del miedo y la desesperación—, se está comenzando a delegar la administración de lo social en la algoritmización y la inteligencia artificial.
¿Esto significa que la política ha muerto o que lo político pierde sentido? No. Significa que ya no podamos hablar de política sin considerar la emergencia y la consolidación de una dinámica social que está cambiado la dialéctica entre lo individual, lo institucional y lo colectivo de manera decisiva. Significa que ya no podemos observar el crecimiento de las derechas racistas y el afianzamiento del modelo de acumulación tecno-financiero como fenómenos aislados del interregno político-institucional que atraviesa la sociedad. Y que no podemos seguir obstando el rol protagónico de las juventudes, porque son quienes —en consonancia con la actual mutación tecno-antropológica— están instituyendo una codificación cultural y una politicidad que —si bien— sucede en un registro comunicativo alejado de la experiencia social e institucional de los adultos, resultan vitales para instituir la significación —todavía en disputa— del orden social emergente.
Estamos, en definitiva, frente a un nuevo tipo de racionalidad que reconfigura todas las dimensiones sociales, incluida la de una politicidad que ya no se organiza en función del orden logocéntrico. Porque explora nuevos sentidos de la vida, porque se organiza en torno a nuevas lógicas relacionales, porque asume y asimila modos de existencia que no están siendo contemplados, y porque incorpora al sistema-tierra y a la habitabilidad del planeta como variables fundamentales de su régimen de acción política.
La política me deja afuera
Volviendo a nuestra anécdota, tenemos por un lado la potencia argumentativa, la coherencia ideológica y la razón que asiste al profesor en su refutación, emitida en un registro que a los adultos nos resulta cómodo y familiar. Por el otro, a una joven estudiante que cuando le dice “no me gusta la política”, se infiere: “tu política me deja afuera. No tiene nada que ver conmigo, ni con mi vida, ni con mi futuro”, “tu política no me calienta”. Estupor y coraje amparados en dos cosmovisiones que ya no comparten el mismo lenguaje, dos razones en un mismo contexto de incertidumbre. Pero, fundamentalmente, dos grupos etarios con responsabilidades desiguales.
Fernando Peirone es Doctor en Estudios Sociales de América Latina (CEA-UNC). Docente e investigador de UNPAZ. Docente e investigador de EIDAES-UNSAM. Miembro del Observatorio Interuniversitario de Sociedad, Tecnología y Educación (OISTE). Sus líneas de investigación son los efectos político-comunicacionales de las tecnologías interactivas y el desarrollo de los saberes tecnosociales en la educación informacional.
[1] Desuetudo es un término jurídico que se utiliza para referir la obsolescencia o el desuso de una ley o norma con el paso del tiempo.