Por José Ignacio Scasserra
“Respetar lo que piensa el otro se encuentra siempre a la orden del día”, sostiene José Ignacio Scasserra en su elogio de la intolerancia. “Jamás está bien visto reventar, tirar todo, y gritar ‘¡no te aguanto más!’. A partir de un análisis filosófico y político, Scasserra se propone develar las raíces de la idea de tolerancia y encontrar argumentos y ejemplos para pensar maneras de escapar a los límites que impone el sentido común del capitalismo liberal a la imaginación política actual.
Si quiere luchar, aquí tiene algunos puntos clave, algunas líneas de fuerza, algunos cerrojos, y algunos obstáculos
Michel Foucault.
“No te aguanto más”
Se dice en instituciones políticas, escolares, jurídicas y penales. Se dice en discursos motivacionales, en sesiones de couching y quizás hasta en el diván del analista. Se dice en los procesos democráticos, en los comicios, en los traspasos, en las juras, y en las sesiones extraordinarias. Se oye en la boca de cualquier vecinx, en más de un podcast, en comentarios de cada red social y en los medios de comunicación masivos: por doquier, un elogio a la tolerancia. “Respetar lo que piensa el otro” se encuentra siempre a la orden del día. Jamás está bien visto reventar, tirar todo, y gritar “¡no te aguanto más!”
Este estado de cosas encuentra un fundamento en el discurso filosófico. No es novedad que por debajo de la tolerancia descansan las suposiciones de la modernidad liberal y, por consiguiente, capitalista. Nombres como los de John Locke, Voltaire, o John Stuart Mill aparecen velozmente como adalides de la tolerancia. Allí, ésta se fundamenta a partir del supuesto de que todo ser humano es racional, libre e igual, y, por ende, sus opiniones y acciones son dignas de ser toleradas. Lo que el liberalismo no dice es que dentro de ese sujeto “libre e igual” no todas las identidades son reconocidas; de allí, que los vicarios del poder defiendan con uñas y dientes la idea de “tolerancia” mientras perpetúan relaciones de violencia y opresión.
Por suerte, el siglo XX fue prolífico en críticas al liberalismo, y al valor de la tolerancia. Gracias a esto, en nuestros discursos emancipatorios apareció un sentido común que señala que la tolerancia es algo a ser abandonado y criticado, por disfrazar con un velo de amabilidad una relación desigual y violenta. Esta crítica se mostró efectiva, y denunció las jerarquías implícitas e incuestionadas que la tolerancia escondía. Bajo su arco se supone, por un lado, un grupo de poder que tolera a otro sector, que lo soporta, le permite existir, siempre y cuando sus lugares fijos no sean puestos en cuestión. “No queremos tolerar, queremos cuestionar la estructura que hace que algunxs necesiten ser toleradxs” se insistía, y con razón. Allí, se propusieron figuras como “hospitalidad” (Derrida) para reemplazar a la “tolerancia”.
Ahora bien, por más de que desde la filosofía la tolerancia haya sido puesta en entredicho, seguimos viviendo en un mundo sumamente tolerante, en el peor de los sentidos. Prueba de ello es la parsimonia con la que hemos asistido a los ciclos de empobrecimiento y precarización masivos de los últimos años, promovidos por el capitalismo neoliberal. La clausura de los espacios públicos, la cerrazón del futuro, la flexibilización de los lazos sociales y la reducción del Estado a un negociado de las clases dominantes son las escenas que vemos multiplicarse ante la tranquilidad y la tolerancia de las grandes mayorías, las cuales, asimismo, son toleradas siempre y cuando se mantengan en esa actitud pasiva.
Por todo ello, creo necesario revisar la cuestión, pero ya no anclando nuestra atención en la tolerancia, sino en su opuesto. En efecto, si la tolerancia es algo a ser abandonado, ¿por qué la intolerancia no es algo a ser conjurado? En pocos lugares se puede encontrar una exaltación, una valorización, un aplauso o una promoción a la intolerancia. Quizás por ello es que aún hoy sigamos viviendo en una sociedad sumamente desigual y tolerante, y no nos atrevamos a exclamar “¡no te aguanto más!” contra aquéllo que nos oprime.
Historia de la tolerancia
La crítica a la tolerancia realizada por la filosofía no logró hacerse efectiva, o si lo logró, fue rápidamente licuada por mecanismos institucionales lo suficientemente astutos como para cambiar su nombre, pero mantener su vigencia. Por más de que nadie diga “la palabra con T”, lo que se logró fue convertirla en un tabú para nuestra puntillosidad de izquierda, sin anular su efectividad en una realidad empíricamente verificable. Aún hoy somos constituidos desde la tolerancia y para la tolerancia: abundan discursos institucionales, mediáticos e incluso filosóficos donde los valores democráticos del respeto por “las diferencias” o “la pluralidad de voces” aparecen como un bastión a defender. Se nos enseña a tolerar y a ser tolerados. ¿Cómo pasó esto?
Hablando desde América Latina, no es difícil demostrar que las democracias de la derrota (Horowicz) abiertas en la pos-dictadura se han ocupado de que la tolerancia sea la nota con que se muevan nuestras gramáticas políticas. Tanto los sectores más conservadores como los más progresistas de la política institucional y no institucional han colaborado en imponer el sentido común de que los reclamos sociales, para no decantar en violencia, deben recibir el reconocimiento del Estado, logrando de este modo su concreción.
En ese escenario, los “derechos humanos” se han convertido gradualmente en un bastión de canalización de las luchas sociales, pero también de su neutralización. Con esto no quiero desmerecer o negar la lucha histórica de los derechos humanos, que en nuestro país se vincula directamente con la gesta heroica de las Madres de Plaza de Mayo. Desconocer cómo las Madres y otros organismos han logrado imponer sus propios índices de intolerancia bajo el lema “Nunca más” sería un disparate. Lo que sí quiero poner sobre la mesa es el peligro que implica, para las perspectivas que buscan senderos emancipatorios, descansar solamente en los mecanismos institucionales que por lo general se apoyan en el Estado. La gramática del derecho bajo la que se mueven los estados se ha probado, una y otra vez, muy bonita en palabras, pero no así en los hechos. De esta forma, actores que desde sus estrados dicen defender los derechos humanos, pueden estar vulnerándolos.
Este proceso no fue solamente institucional. Proliferan, entre nuestros pensamientos de izquierda, las soluciones pacíficas, la importancia del diálogo, el respeto por la diversidad, incuso si en esa diversidad hay fascismo del más descarado. Todos estos lugares comunes han construido al ciudadanx modelo que hemos llegado a ser. El método ha sido el terror y el exterminio. En nuestra cultura política se pretende que cada militante, cada intelectual, cada ciudadanx, cada habitante del territorio argentino viva con una certeza: “de la casa a la marcha y de la marcha a la casa”, ya que, más allá, en el fuego y la violencia de la protesta violenta, “hay cadáveres”.
Los límites de nuestras imaginaciones políticas fueron trazados a fuego y sangre. La “paz” en la que vivimos es la continuación de la guerra por otros medios (Foucault, Rozitchner). En el núcleo de nuestra república descansa la memoria de una guerra donde hubo vencedores y hubo vencidos. Y por eso seguimos presxs de la gramática de la tolerancia. El modo de vida que perdió en la última guerra vive, milita, discute, e incluso toma el estado (pienso en el lado más progresista del kirchnerismo) siempre y cuando tolere la configuración estructural de desigualdad sobre la que nuestra sociedad está montada. Por todo ello, es posible afirmar que toda la política actual no es más que un retoño de aquello que se fue reprimido, vejado, violado, y torturado originariamente previo a la “restitución democrática”.
Pero, Foucault mediante, sabemos que la represión por sí sola no basta para construir un ciudadanx ilustre. Para ello se han ido explorando distintos márgenes de lo tolerado, con relativa efectividad. De ese modo se construye un menú amplio (no podemos negarlo) de libertades civiles supeditadas al factor “clase”: emancipación vía consumo., empleo precarizado y no precarizado, flexibilización laboral y afectiva, posibilidad de expresarse (pacíficamente, por supuesto), oportunidad de elegir la sexualidad y el modo de hacer o no conyugalidad. Nos hemos constituido como ciudadanxs que gozan de esas múltiples libertades en el mejor de los casos, a cambio de un costo que sólo viene dicho en una letra chica, muy chica: “Todo esto será tolerado, siempre y cuando usted tolere”.
¿Tolere qué? ¿La flexibilización laboral? ¿Las bicicletas financieras que enriquecen pocas arcas a consta de millones? ¿los femicidios diarios? “Hay que aguantar, hay que aguantar, ya viene la luz” dice a diario la política institucional, de cualquiera de sus bandos. Se construye pues una especie de pacto implícito, que, como todo pacto, todxs sostenemos, pero nadie ha firmado: se nos toleran nuestras libertades y manifestaciones, siempre y cuando nosotrxs toleremos la precarización creciente de nuestras existencias, y sobre todas las cosas, no abramos una discusión real sobre cómo queremos estructurar nuestra sociedad. Se nos otorgan unas buenas migajas (bien reales y concretas, entiéndase, y ese es el problema) siempre y cuando no interroguemos a los monopolios, a la propiedad privada de los medios de producción o de comunicación, y a la política institucional. Como bien dicen los Tiqqun, “se llama libertad a la imposibilidad de discutir las reglas del juego capitalista”. Siempre que así se construyan nuestros horizontes políticos, nosotrxs seremos toleradxs.
Perdiendo la pulseada
Como si esto fuera poco, este escenario desigual es asimismo dinámico, con una fuerte tendencia a achicar nuestros límites emancipatorios y a ensanchar las exigencias del capital. En efecto, la mano invisible del poder ha sabido torcer nuestros índices de tolerancia. Cada año que pasa, se nos pide más y ganamos menos. El dinero se vuelve irrisorio en nuestras manos, renunciamos consumos como se renuncia a un lujo, naturalizamos despidos y maltratos. Nos hemos vuelto monotributistas existenciales: hemos aceptado que todo vínculo puede romperse sin consecuencia alguna, flexibilizando nuestros lazos al máximo, todo para complacer las lógicas del capital neoliberal. Cada vez se nos pide más, y cada año que pasa, toleramos más. Parece ser que en los últimos años no hemos dejado de perder la pulseada.
Este éxito no se debe solamente a la efectividad de la producción de la subjetividad neoliberal. Hacer esto sería patear el problema para afuera. Es posible reconocer que también ha podido hacer eco en ciertos discursos de izquierda. Muchas veces, “de este lado” de la argentina, se han buscado discursos de respeto y tolerancia por todas las opiniones. Pero también se han abanderado discursos que son funcionales a las fuerzas de la tolerancia en nuestra pulseada.
Quiero detenerme especialmente en uno que goza de muy buena prensa. Es común escuchar entre nuestras especulaciones de izquierda que “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Parece la verdad revelada por Deleuze para el siglo XXI, imaginando insurrecciones por venir por parte de cuerpos abyectos. Ahora bien, creo que en muchas ocasiones se ha fallado en ver que, cuando se dice “nadie sabe lo que puede un cuerpo” se está en lo cierto, pero esto es un problema, no un consuelo. Un cuerpo puede lo imposible con tal de subsistir. Un cuerpo puede, por ejemplo, migrar en condiciones deplorables. Un cuerpo puede pedalear en una bicicleta (que él mismo se gestionó) catorce horas al día. Un cuerpo puede hacer todo eso bajo la lluvia y cargando a una criatura, de paso. Un cuerpo puede no tener feriados, ni días por enfermedad, ni vacaciones o aguinaldo. Un cuerpo puede todo eso, y el Capital lo sabe.
“Nadie sabe lo que puede un cuerpo” es pues, el corresponsal “a la izquierda” de la tolerancia propuesta por derecha. Hemos olvidado que quizás no sea deseable que un cuerpo pueda muchas cosas. Hemos hecho de “las potencias del cuerpo” un índice de verdad y fundamento último de la revolución. Hemos desatendido el modo en que ese cuerpo es potenciado para poder siempre más, de modo que la explotación sea cada vez más rapaz. He aquí, pues, el problema. Podemos muchísimo, y todo eso que podemos ha sido puesto al servicio del capital. La mediación entre extractores y extraidxs que garantiza este mecanismo es la tolerancia.
Programa para construir índices de intolerancia
En este horizonte de problemas, la intolerancia se convierte en un nuevo faro a conjurar. Mi sospecha se fundamenta en una certeza bastante elemental: si tanto se nos educó para repudiar la intolerancia, es porque ésta pose su gramo de verdad. En la intolerancia anida un peligro, una batalla a muerte. Si tanto vértigo nos da imaginarnos decididamente intolerantes, es porque allí hay algo que revisar.
Ahora bien, ¿estamos listxs para responder a la violencia? En primera instancia, pareciera que no. ¿Cómo gritar “¡no te aguanto más!?” ¿Cómo le podemos decir “no” a esa forma de gobierno, a ese modo de administrarnos, a esa casta que década a década se mantiene en el poder? Evidentemente no es algo que pueda darse de la noche a la mañana. Aún estamos lejos de generar que la violencia que se ejerce contra nosotrxs sea intolerable, lo cual me lleva a mi siguiente punto.
No se trata de proponer un límite, un lugar donde los cuerpos “no puedan más”. Ya se evidenció que el capital sabe muy bien tensionar esos límites de tolerancia a su favor. Asimismo, descreo de las acciones y los movimientos espontáneos. “El pueblo era maltratado. Un día el pueblo ser hartó, y se rebeló”. Nada más lejano de lo que quiero proponer.
Considero que la insurrección se produce a partir de condiciones de posibilidad más amplias que la explotación y las violencias del poder. Para imaginarse una revuelta por venir, debe darse primero un proceso paciente de tensión de horizontes y límites históricos. Se necesita poco a poco ir construyendo índices de intolerancia. Se ve entonces (sabiduría kantiana) que la primera pregunta es trascendental, en el sentido de dirigirse a las condiciones de posibilidad de una experiencia posible: ¿cómo hacer que algo se vuelva intolerable?
Ante esta pregunta, el horizonte emancipatorio de la crítica puede asistirnos. Se trata de la labor de pararse en las fronteras, los márgenes históricos, para tensionarlos poco a poco. El límite menor que hoy se tensiona podría, quizás, abonar a romper un límite mayor el día de mañana. En nosotrxs, de un día para otro, no va a estallar ninguna revolución, pero esto no quiere decir que no se esté incubando ninguna. ¿Cómo construir las condiciones de posibilidad de esa revolución? ¿Cómo rasgar la primera ranura de su cimiento? ¿Dónde mover la primera fibra, para, algún día, producir un mundo más justo? Necesitamos, en primer lugar, crear las condiciones para que la violencia contestataria sea posible.
Experiencias históricas de intolerancia
Existe, y siempre ha existido, la intolerancia. Por eso este ensayo no se trata de ninguna utopía, ni de ninguna afirmación teórica que viene a probarse desde una sintaxis textual. Por el contrario, porta su semántica específica, ya que posee como índice experiencias históricas concretas, y es asimismo pragmático, en el sentido de que se encuentra ya-inserto en un mundo con el que dialoga. Es por ello que a continuación me propongo enumerar ejemplos concretos de lo que estoy queriendo pensar:
Desde el año pasado vemos como Chile ha decidido no tolerar más el orden de explotación neoliberal en el cuál la dictadura de Augusto Pinochet los sumió. Esto no se dio de la noche a la mañana: la consigna “no son 30 pesos, son 30 años” creo que ilustra perfectamente lo que estoy queriendo señalar. Evidentemente la sociedad chilena ha realizado un proceso en el cuál eligió demorarse en construir sus propios índices de intolerancia, esbozando poco a poco las condiciones para poder decir “basta”. Y este movimiento no ha sido aislado, sino que se reproduce como denominador común en la región, devastada por la gubernamentalidad neoliberal: Ecuador y Colombia se sumaron a gestos análogos. Bolivia estuvo borde de una guerra civil. En Argentina, el estallido social se vio aplacado en vistas de los comicios (llamo la atención en cómo, en éstos últimos dos ejemplos, las “democracias de la derrota” vinieron a funcionar como agentes de la tolerancia). Por más que estos ciclos no encuentren resoluciones finales, es llamativo ver cómo, a partir de un trabajo “de 30 años”, dinámicas, situaciones, discursos que estaban naturalizados, de pronto se volvieron intolerables.
Por otra parte, en Argentina, hemos sido testigxs de un proceso casi único en el mundo de restitución histórica. En primera instancia, las políticas de la memoria y el lema “Nunca más” han sido fuentes de intolerancia en nuestro país a lo largo de los años de post-dictadura. Pocas cosas pueden aliar a casi todo el arco político, y esto es el consenso de que otro golpe de estado no será tolerado. Ahora bien, es cierto que este proceso acabó por servir como un consenso básico de la democracia argentina, con todas sus dinámicas de tolerancia. Allí, la ironía: el “nunca más” simultáneamente instala “tolerancia cero” hacia la posibilidad de otra dictadura, pero también sella las reglas del juego democrático y tolerante. Como puede verse, no se trata de límites fijos, sino de pulseadas esquivas.
En segundo lugar, cabe mencionar los procesos de reconocimiento de derechos para responder a los reclamos de minorías sexuales y disidencias sexo-generizadas. Homosexuales, bisexuales, lesbianas, travestis y transexuales hemos sabido construir, poco a poco, nuestros propios índices de intolerancia. La “furia travesti” es una bandera posible a ser invocada. En un proceso de menos de dos décadas, pasamos de tener naturalizadas las burlas hacia nosotrxs, a hacer de ellas motivos de denuncias penales. ¿Cómo fue esto posible?
Este acontecimiento muestra hasta qué punto es posible tensionar los límites históricos de lo que somos, en vistas de producir un ámbito de prácticas, dichos, gestos y concepciones intolerables. De esta forma, se iluminan zonas de la sociedad para convertir lo que se entendía como un chiste y se tenía naturalizado, en una vejación violenta sobre la cuál el responsable debe dar respuesta. Esto es un índice que no hay que desconocer: si fue posible que, a lo largo de los años, las minorías sexuales logremos decir “con esto no se jode”, es porque poco a poco pudimos ir construyendo los márgenes para hacerlo, y no por una iluminación que se dio de la noche a la mañana. Por supuesto, esto no quiere decir que no falte muchísimo por hacer en estos procesos, y todxs aquí sabemos que el derecho jamás totaliza el hecho (o, en criollo, “hecha la ley, hecha la trampa”). Pero las distancias entre el hecho y el derecho no pueden anular que, en los últimos treinta años, nuestra sociedad ganó marcos de intolerancia con respecto a la violencia hacia disidencias sexo-generizadas.
En tercer lugar, el movimiento de mujeres y los feminismos han podido poner sobre la mesa de forma efectiva las situaciones de violencia cotidiana que las identidades femeninas sufren a diario. El lema “ni una menos” como nuevo “nunca más” se ha instituido en la sociedad como un grito de guerra que viene a señalar que el machismo dejará de ser tolerado. Día a día vemos proliferar escenas de contra-violencia, que por supuesto, aplaudimos. Allí, no debe extrañar que los adalides de la tolerancia aboguen por la “libertad de expresión” para defender su odio y misoginia: nada nuevo bajo el sol. Como sucedió con las disidencias sexo-generizadas, los movimientos de mujeres lograron producir una nueva iluminación que permitió percibir como violencia aquello que como sociedad teníamos naturalizado.
Un caso concreto de la labor paciente de construcción de intolerancia, que asimismo se encuentra en intersección con los dos procesos mencionados previamente es la lucha por el derecho del aborto legal, seguro y gratuito. La Argentina en la que la mayoría de nosotrxs nacimos era un país donde la palabra “aborto” no era tolerada. En unos pocos años, los feminismos lograron torcer la pulseada, construyendo de este modo principios que pueden quizás, a futuro, generar que la voluntad de negar la decisión de un cuerpo gestante sobre sí mismo, sea intolerable.
Por último, no se puede dejar de mencionar la intolerancia con respecto al racismo. El grito mundial #blacklifesmatter viene a poner sobre la mesa las vejaciones sufridas por los cuerpos racializados como resabios de la colonización europea. Allí también creo que no se trata de un movimiento “de la noche a la mañana”, sino de intervenciones pacientes y estratégicas, que lograron decantar en el destape que vemos suceder durante el 2020. Allí, aprovechar las situaciones de desigualdad de la globalización para tensionar horizontes, creo, se vuelve una estrategia deseable, y no una denuncia a realizar. Lo que quiero decir con esto es que es cierto que no necesitamos ir a Estados Unidos para ver racismo, y que es un acto de hipocresía muy grande sentir dolor por George Floyd cuando ejercemos racismo a diario con los pueblos originarios y la comunidad afrodescendiente en nuestros propios países. Ahora bien, la desigualdad global entre Estados Unidos y América Latina es un hecho que no revertiremos en la inmediatez. Por eso me atrevo a decir que, si el destape antirracista acontecido en Estados Unidos puede colaborar a que discutamos, revisemos, y generemos intolerancia hacia nuestros racismos locales, entonces nos encontramos ante una inversión estratégica y deseable en el estado de cosas dado.
Estas experiencias son sumamente valiosas y demuestran que es posible producir nuevas iluminaciones para señalar que, dinámicas que antes estaban naturalizadas, pueden dejar de ser toleradas. Ahora bien, es quizás llamativo que, de todas las experiencias, solo la primera, que refiere a insurrecciones populares, coloca a la pobreza sobre la mesa. Al problema de la redistribución, tan en agenda en el siglo pasado, le ha sucedido el problema del reconocimiento (Fraser). Por mi parte creo que esto debe llamarnos la atención, pero no para demorarnos en optar por alguno de los dos. Todas las violencias históricas deben dejar de ser toleradas. Ahora bien, todo indica que el siglo necesita trabajar un poco más en vías de generar actos de intolerancia contra la proliferación de pobreza y la concentración de capital, que, desde hace cincuenta años, no deja de avanzar, sin dejar de desatender los otros frentes de batalla.
¡Uno, dos, tres nunca más!
Llegado a este punto, son claras las premisas sobre las que sostengo mi postura: la desconfianza en la democracia institucional y representativa, pero también en el espontaneísmo “de izquierda”. Contrariamente a estos dos modos de hacer cultura y política, creo en la tarea crítica, paciente y creativa, que tensiona horizontes y problematiza situaciones; creo en las intervenciones tácticas, en aprovechar crestas de ola, en capitalizar experiencias y en señalar puntos ciegos.
Estoy convencido de que vivimos en un mundo sumamente injusto, en el cuál la “tolerancia” ha jugado un papel fundamental para amaestrarnos en el delicado arte de acostumbrarnos al horror que vemos a diario. Sólo mediante un trabajo global y organizado en torno a la intolerancia esto puede empezar a revertirse. Aventurarse por estos caminos supone riesgos. Es por eso que hablo, hoy en día, de su virtualidad trascendental, en el sentido de que aún es un constructo de palabras que imaginan que podamos imaginar nuestra contra-violencia. Pero lo hago bajo la certeza de que, si no recogemos ese guante, y no nos aventuramos por esos caminos, nadie lo hará por nosotrxs.
Como quizás se pudo observar, tampoco pretendí escapar del problema con una arenga política que, si bien gozaría de carisma, poco tiene para decir desde un registro reflexivo. No se trata de gritar “¡rompan todo!”. Se trata de pensar: ¿qué debemos hacer primero, para algún día desear romper todo? Desandar años de trabajo sobre nosotrxs mismxs en torno a los valores de la democracia y la tolerancia es una tarea sumamente compleja. Ahora bien, fue posible enumerar experiencias históricas concretas que demuestran que esto no sólo es posible, sino deseable. Numerosos movimientos sociales han podido torcer la pulseada, instalar que “con esto no se jode”, que “esto nunca más será así”. ¿Cómo lo lograron? ¿Cómo podemos hacerlo de vuelta?
De allí que sea fundamental recoger el guante de esas experiencias para utilizar como brújula para nuestro accionar político. Las experiencias muestran que fueron movimientos desde abajo, que encontraron alianzas institucionales, mediáticas, intelectuales, legislativas. ¿Cómo multiplicar estos procesos? ¿Cómo torcer la pulseada, una vez más, a nuestro favor? Estas preguntas fueron las que intenté colocar sobre la mesa en este elogio a la intolerancia. Dispuestas así las cosas, nos queda buscar la primera piedra, el primer sedimento, la primera fisura, que nos permita gritar ¡Que florezcan uno, dos, tres “¡nunca más!”
José Ignacio Scasserra es profesor de enseñanza superior y media en filosofía. Se desempeña como investigador (CONICET / UBA) en el Instituto de Investigaciones de Estudios de Género (FFyL). Actualmente se encuentra cursando su doctorado en filosofía (FFyL, UBA). Es miembro de la cátedra abierta “Félix Guattari”, del colectivo “Mariposas Mirabal” (Educación sexual integral) y CEIPH (Cooperativa de educadores e investigadores populares histórica).
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