SEMANA CORTÁZAR
Etnografías de barrio

Por Facundo Tucci

Esquinas, barrios, geografías urbanas que se despliegan a través de los distintos cuentos de Cortázar, construyen personajes y espacialidades donde lo fantástico puede suceder. En este artículo, Facundo Tucci se aproxima a “Las puertas del cielo” para hacer foco en una de las experiencias narrativas de la etnografía cortazariana.

 

Los espacios bajos en “Las puertas del cielo” de Julio Cortázar

El mapa y el territorio

Hay en los cuentos de Bestiario (1951) un aire a leyendas urbanas. Parecen estar elaborados con los mismos materiales que los cuentos de viejas, un poco de chusmeríos, un poco de supersticiones, un poco de historias inquietantes para atemorizar a los chicos. Si no llevás flores al pasar por el cementerio de la Chacarita, podés tener un mal viaje, parecería advertirnos el cuento “Ómnibus”. Hay que tener cuidado con las brujas que andan rondando por el barrio, nos cuentan en “Circe”. Asegurate de cerrar bien todas las puertas y ventanas, no sea que entren en tu casa. Por supuesto, hago referencia a “Casa tomada”.

Hay en estos cuentos una presentación de Buenos Aires como espacio donde lo fantástico puede suceder, pero sobre todo donde los fantasmas y las fantasmagorías pueden hacerse visibles, al menos por ese instante en que la realidad pareciera resquebrajarse y mostrar sus costuras. En los  mencionados “Ómnibus”, “Circe” y “Casa tomada”, pero también y sobre todo en “Las puertas del cielo”, se forja un espacio, una zona particular, que palpita: la cuadra, la esquina, el barrio, la casita baja, el zaguán, el bar o el boliche de la esquina. No es la ciudad de Buenos Aires en su totalidad. En cambio, podríamos decir que son las pequeñas piezas que la componen lo que aparece en estos cuentos. Unas esquinas particulares –Canning, hoy Scalabrini Ortiz, y Santa Fe, Rivadavia y Castro Barros–, el barrio propio –Villa del Parque, Devoto–, barrios que se visitan o se han visitado –Retiro, Almagro, Villa Crespo–, un cementerio –Chacarita–, una estación de tren y su concurrida plaza –Plaza Once, hoy Miserere, y sus alrededores. Es en esos espacios con nombre propio y bien determinados donde lo otro surge, algo anónimo, misterioso, entre sombras. En el mapa, el nombre es garantía de alguna certeza, pero ¿qué pasa en el territorio?

Etnografías de barrio (o descenso a los infiernos)

En el cuento “Las puertas del cielo” podemos notar cómo este espacio da paso a lo otro, a lo que no queda del todo definido por la claridad del día o de los nombres y que se deja entrever por entre la vorágine de la ciudad. En este relato se cuenta la historia de Marcelo, Mauro y Celina. Ante la muerte de Celina, causada por tuberculosis, Mauro afronta el angustiante duelo de su amada y Marcelo, el narrador, asiste al velorio. Al anochecer, cuando todo comienza a desdibujarse, Marcelo llega a la casa de Mauro y Celina, cerca de Canning y Santa Fe. Allí aparece por primera vez, y como personaje, el barrio. En la penuria de la reciente muerte, la gente del barrio se moviliza y se reúne, reproduciendo esa ceremonia ancestral que es despedir a un ser querido.

En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho.[1]

Vemos desde la mirada de Marcelo la fascinación de este ritual “que se organiza por sí mismo”, como algo no premeditado, casi instintivo. Esta reunión de los cuerpos conforma una lógica algo irracional que perturba y asombra al narrador, lógica que va a ir acrecentándose poco a poco a medida que Marcelo se vaya sumergiendo en este mundo bajo, que para él es bastante ajeno. Porque desde un principio queda claro que él forma parte de una clase social diferente que las de sus amigos, sobre todo de Celina. Marcelo es abogado y eso lo coloca de cierta forma en una jerarquía mayor: tiene una formación como profesional y lo tratan de doctor. “Ni ella ni Mauro me tutearon nunca”, dirá. En cambio, Celina había trabajado en la milonga-cabaret del griego Kasidis, de donde Mauro la había “rescatado”.

Desde esa distancia, Marcelo se constituirá como un etnógrafo de lo popular y lo humilde, descendiendo a los circuitos suburbanos para buscar y tomar nota de las experiencias que ese bajo mundo le proporciona. Tal como un etnógrafo, registra en fichas todo tipo de detalles sobre la gente que, gracias al contacto con Celina, él ha conocido en el último tiempo antes de su fallecimiento. Gente que por supuesto está alejada de su realidad y que sólo le interesa como objeto de estudio y apreciación. A pesar de esto, él confiesa que:

Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a poco mi fichero.[2]

En efecto, Marcelo explicita continuamente que elabora una serie de fichas de todas estas experiencias: de sus antiguas salidas con la pareja, de cómo los conoció y de los lugares que frecuentaban. Este fragmento además nos revela la división entre los dos mundos y la fascinación de Marcelo por ese otro mundo “simple” que forma parte de otra Buenos Aires, una Buenos Aires marginal, si se quiere, alejada de las altas esferas. Marcelo quiere comprenderlo y registrarlo como caso de estudio y de análisis etnográfico.

El pensador Michel de Certeau definía, en su obra La invención de lo cotidiano,[3] la idea de espacio practicado, un espacio que por su uso, el recorrido cotidiano que uno hace en él, termina siendo apropiado por los sujetos en la ciudad moderna. Estos pequeños espacios presentados en el cuento son espacios practicados por otra clase de personas. Son ajenas para Marcelo. Sin embargo, para saciar su curiosidad no le queda más remedio que transitarlos él también como un intento de apropiación etnográfica.

Celina, como parte de ese otro mundo, también constituía un objeto de estudio, a pesar de que por respeto y por querer a la pareja no había escrito fichas –en papel, aunque no en su mente– sobre ella. Así como para Marcelo Celina era un objeto de estudio, para Mauro ella era un objeto de deseo. Él, nos hace saber el narrador, sí se había sometido al mundo al que Celina pertenecía, a su forma de vida humilde y marginal. El interés amoroso de Mauro así lo requería: “Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder.”[4] Celina, como objeto de conquista de estos dos hombres, termina por seducirlos y atraerlos al bajo mundo.

Pero ese mundo, lejos de permanecer dócil, tiene sus propios monstruos. Y no sólo le genera a Marcelo curiosidad, sino también espanto y un profundo rechazo. Hacia el final del relato, ambos personajes concurren a una milonga en el Santa Fe Palace, espacio de reunión nocturno que se describe como lugar abyecto. Este baile será visto como el descenso al infierno, dirá Marcelo, quien a la vez se coloca en el lugar del poeta Virgilio y acompaña a Dante –Mauro– en el descenso.

En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.[5]

Entramos aquí al mundo del baile, del alcohol, de los cuerpos que se amontonan al ritmo del tango y la milonga. El corazón de este mundo popular y el infierno coinciden.

La milonga y el carnaval (o las puertas del infierno)

El Santa Fe Palace abre las puertas al caos y la confusión, a lo fantástico y lo terrorífico. El encuentro con los monstruos, tal como los va a llamar Marcelo, enfatiza su mirada despectiva y la percepción de la milonga como baile revulsivo e infernal. Se presenta en este pasaje una experiencia carnavalesca, tal como Mijaíl Bajtín la iba a entender en su obra La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento.[6] En el carnaval se suspenden las reglas que organizan la sociedad. Se ofrece el reverso de los rituales serios que mueven el día a día, un día claro y seguro, y que como engranajes ordenan el tiempo y la vida. ¿Qué sucede con estos monstruos en el día? Marcelo se pregunta esto y lo resguarda para su archivo: “(Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan)”. De noche, en la neblina que difumina los contornos, entre las humaredas de los cigarros y las parrillas del Santa Fe Palace, surge el ocio y el desenfreno, la libertad de los movimientos y las reacciones, la carcajada en voz alta y el roce de los cuerpos, el encuentro fuera del ámbito de la producción, la prudencia y la formalidad. Así vistos, estos cuerpos, estos habitantes del bajo mundo, son para Marcelo monstruos que lo repugnan y lo deslumbran a la vez:

Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color.[7]

Sin embargo, como sabemos este carnaval infernal no solamente hace visibles a los monstruos, sino también a Celina o su fantasma o, al menos, su perturbador doble. En el clímax del baile las puertas se abren para dar paso al más allá. ¿Pero frente a qué puertas estamos? ¿Es el umbral del cielo o del infierno? ¿Cuál es este más allá?

En la mirada etnográfica, pero no imparcial ni objetiva de Marcelo lo otro, lo bajo y subalterno, su propio más allá respecto de sus círculos altos, aparece como lo infernal y monstruoso. Sin embargo en Celina, y en su nombre, se vislumbra una porción de las altas esferas celestiales. En el infierno podemos encontrar el cielo.

 

 


Facundo Tucci es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y actualmente es maestrando en Estudios Literarios Latinoamericanos en la Universidad de Tres de Febrero. Se ha especializado en Literatura Argentina y Latinoamericana desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días.

 

 


[1] Cortázar, J. (2007). “Las puertas del cielo”. En Bestiario [1951]. En Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Punto de Lectura (p. 200).

[2] Cortázar, J. (2007). “Las puertas del cielo”. En Bestiario [1951]. En Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Punto de Lectura (p. 201).

[3] De Certeau, M. (2000). “Relatos de espacio” y “Andares de la ciudad”, La invención de lo cotidiano, vol. 1, México, Universidad Iberoamericana. Traducción de Alejandro Pescador

[4] Cortázar, J. (2007). “Las puertas del cielo”. En Bestiario [1951]. En Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Punto de Lectura (p. 204).

[5] Cortázar, J. (2007). “Las puertas del cielo”. En Bestiario [1951]. En Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Punto de Lectura (p. 205).

[6] Bajtín, M. (2003). La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Madrid, Alianza Editorial. Versión de Julio Conrat y César Conroy

[7] Cortázar, J. (2007). “Las puertas del cielo”. En Bestiario [1951]. En Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Punto de Lectura (p. 207).

 


Ilustración de portada: Jana

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