Por Dolores Amat
¿Qué pasa con el fútbol? ¿Qué pasó con este mundial, que se fue colando en todos los espacios reales y virtuales, y llegó a colapsar las calles el último 20 de diciembre con millones de personas que se movilizaron para festejar con los campeones? Este ensayo explora algunos de los muchos sentidos, imágenes y sensaciones que despertaron el campeonato y el triunfo de la selección, con Lionel Messi como su capitán y héroe indiscutido.
Entre cuatro y seis millones de personas salieron el pasado 20 de diciembre a celebrar y agradecer a la selección, después de semanas de ansiedades, cantos, gritos, alegrías y festejos. La marea del fútbol lo fue empapando todo hasta terminar de derramarse ese día en autopistas, puentes, calles y monumentos.
¿Qué pasa con el fútbol? ¿Qué pasa que durante tantos días no hablamos casi de otra cosa que de Messi, Di María, Julián Álvarez, De Paul, Enzo Fernández, Mac Allister, el Dibu Martínez y el resto de un equipo de pibes que a pesar de haber llegado a la cima del mundo mantienen una argentinidad sencilla y hablan de compromiso, amistad e ilusión.
Es inexplicable. “No lo trates de entender”, dice la canción que más se entonó durante el mundial. Todos sabemos que la emoción que sentimos cuando vemos a esos jugadores mover la pelota es desmesurada, que las fantasías, los juegos, las bromas, los memes, los tuits y los recuerdos que despierta cada partido de fútbol desbordan cualquier cancha, cualquier campeonato. Pero ahí estamos. Cruzando los dedos para que ellos cumplan sus sueños y den así alegría a millones de personas que se congregan en todo el país como en una procesión religiosa, para gritar y sufrir con sus ídolos, para adorar, entre las gambetas, a los dioses que empujan escondidos cada genialidad, cada hazaña.
La palabra “ole”, que nunca falta en la cancha, podría expresar algo de lo que pasa. Hay discusiones acerca de su origen, pero una versión asegura que “ole” es una deformación de “Alá”, la palabra que usan los musulmanes para referirse a Dios. Cuenta la leyenda que cuando los bailadores de flamenco sorprendían con movimientos que parecían llegados del cielo, los espectadores gritaban “Alá”, como indicando que detrás de la belleza que se presentaba frente a sus ojos no estaba un simple mortal sino el mismísimo Dios, regalando al mundo parte de su magia sagrada. Quizás sea algo de eso lo que esperamos cada vez que nos reunimos a ver los partidos de los mundiales con amigos y familiares. Llevamos a cabo una suerte de comunión pagana que espera deslumbrarse frente a una belleza que a veces irrumpe en el tiempo desde la eternidad.
Y al final, esta vez, llegó la fiesta y el carnaval, el desahogo después de las cábalas con sus reglas estrictas, los rituales, los pedidos a Dios, las promesas, el miedo, la ansiedad y las procesiones.
Pero hay más. Mucho más. Tanto que seguramente seguiremos hablando y escribiendo sobre este mundial durante años, aún sabiendo de antemano que en el mejor de los casos llegaremos a rozar apenas la bola de sentidos que sigue rodando y creciendo cuando los partidos terminan. Entre todas las cosas que ruedan en esa bola podemos ver que pasa el amor. El amor que se expresan los jugadores de esta selección, el amor que despierta el equipo y el amor por Messi, el protagonista de una historia que seguimos hace años. Una historia que conocemos de memoria, como las películas de la infancia o como los cuentos familiares que escuchamos de abuelas, tías, madres y padres. Tal vez algo del amor que despierta el capitán de la selección tenga que ver con su historia, con el camino que convirtió a un hombre común en un héroe y que terminó de cerrarse el último 18 de diciembre, cuando levantó la copa.
El regreso del héroe
Messi volvió luego a la Argentina como vuelve un héroe mítico a los suyos, después de haber sufrido y luchado, después de haber recorrido y salido de un laberinto lleno de trampas, disyuntivas, verdugos, consejeros y amigos. Volvió después de haber completado el camino que lo convirtió en ese héroe que esperábamos que pudiera llegar a ser.
Un héroe (o una heroína) es alguien que dedica su vida a algo que es más grande que su persona, dice el autor del clásico “El héroe de las mil caras”, Joseph Campbell. Su camino tiene dos dimensiones: un camino físico, hecho de actos concretos (como matar a un dragón, salvar una vida o ganar un campeonato, por ejemplo) y otro espiritual, que conduce al héroe a alcanzar una experiencia que trasciende lo cotidiano, lo meramente humano, para luego darlo, comunicarlo, a su comunidad. Es un ciclo que encontramos en los mitos clásicos y en muchas de las historias que nos contamos desde siempre: empieza con la partida del grupo de pertenencia y se cierra con la vuelta del héroe. En el medio de ese recorrido el protagonista debe perderse, morirse de alguna manera, para volver a nacer.
Pero el camino del héroe no es sólo para personas extraordinarias. Todos nos encontramos, a lo largo de nuestras vidas, con la necesidad de trascender lo que somos. Campbell señala entre otros el pasaje de la adolescencia, en el que debemos despedir al niño o la niña que fuimos para resurgir transformados, y la experiencia del parto, en la que el recién nacido deja morir el animal de agua que fue para pasar a ser un mamífero de la tierra. La parturienta también ve cómo su cuerpo se transfigura, se abre, para dar lugar no sólo a un bebé sino también a una madre (en el caso de que tome ese destino), una madre que abandona la vida que tuvo para darse enteramente a una nueva.
Ese es el camino: partir, perderse, morir, romperse para ir a buscar, en pedazos, la fuente de vida. Y después resurgir desde esa fuente, pero como alguien nuevo, con más potencia y profundidad. Un símbolo inigualable de esa muerte y resurrección es Jonás, devorado por una ballena y vomitado luego para llevar adelante una tarea encomendada por Dios. La ballena en la que el héroe se pierde es una bestia de la naturaleza, del océano, del agua de la que todos provenimos. Jonás desciende a las profundidades, a la oscuridad del origen, para volver a nacer.
Y así se nos muestra hoy la historia de Messi, aquel jugador habilidoso que se fue muy temprano a otro país, que vivió cientos de aventuras en las que tuvo que demostrar calidad y valentía, en las que ganó, perdió a veces, cayó otras, fue criticado, denostado y volvió a levantarse para volver a intentarlo. Pero nada de lo que hacía parecía suficiente, nada parecía alcanzar para cerrar el ciclo, para completar el camino del héroe que estaba llamado a ser.
Pues esta vez algo cambió, no sólo porque ganó, sino porque pareciera haber llegado finalmente a las profundidades, a esa fuente sagrada de la que surgen nuevas fuerzas. Por supuesto, no podemos conocer la intimidad de sus descensos y exploraciones, pero sí vimos que Messi se transformó en los últimos años. Messi se entregó por completo a sus compañeros, que no pierden ocasión de agradecer su generosidad, y se fue convirtiendo en el capitán más admirado y querido por su equipo. Messi llegó a ser el verdadero líder de un conjunto hecho de pares y de jóvenes que traían la frescura de las nuevas generaciones, un conjunto que lo abrazó con entusiasmo, tomó de él lo mejor, se lo devoró y lo transformó en parte de un animal más grande. Messi dejó así de ser el chico deslumbrante que brillaba como un anillo en la cancha, para pasar a sorprender en la danza colectiva de La Scaloneta. En ese camino de disolución, el héroe y sus compañeros se entregaron también a una fuerza todavía más grande y poderosa, a un amor oceánico que los hizo camisetas en todas las plazas, los hizo tatuajes, memes, recuerdos, fantasías, remeras y cantos. Un amor que atraviesa clases, sacude infancias, despierta preguntas, reflexiones y vocaciones. Una marea que empapó todo en las últimas semanas de 2022 y se derramó el 20 de diciembre en autopistas y calles. Pero si ese amor empujó a millones de personas a buscar acercarse a los jugadores de carne y hueso es porque Messi y sus compañeros lograron salir de la panza de la ballena, usar su fuerza para reconstruirse y llevar adelante, como los héroes de las mejores historias, las hazañas que nos hacen gritar “ole”, aplaudir, llorar y soñar.
Dolores Amat es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Filosofía Política por la Universidad Paris Diderot – Paris 7. Magíster en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín y Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es investigadora en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), docente en la Universidad Nacional de José C. Paz y miembro del grupo editor de la Revista Bordes. @DAmatCordeu