Por Diego Conno
“Es una pena que esto no haya durado más. Tenemos que saber alimentarnos de esta pena”. Estas palabras de Horacio González, pronunciadas en su despedida de la Biblioteca Nacional bien podrían servir como imagen de este momento de dolor, pero también como una ética de la política y de la historia.
Permítaseme, entonces, pronunciar algunas frases sueltas. El riesgo del pensar. Tomar la palabra. Captar el movimiento de la historia. Intervenir en la coyuntura. Desanudar los grandes dramas de lo humano, demasiado humano. Nunca ceder ante la fascinación que causa el poder. Leer el mundo. Abrir otros mundos. La palabra justa. Lengua y nación. Voz libertaria. Militancia crítica. La escritura como problema. La posibilidad de pronunciar emancipación. Todo esto es Horacio González, y mucho más.
Hace algunos días, mientras lo esperábamos, escribí que nadie sale indemne del encuentro con Horacio. Las infinitas muestras de afecto y admiración lo confirman. Vienen de todas partes, como un viento huracanado, se esparcen y multiplican por todos lados. Sin dudas, Horacio es el mayor pensador de nuestro tiempo. Por eso debemos estar agradecidos de haberlo conocido y de haber sido transformados. Sí, fuimos transformados. Porque después de él ya no se puede dar clases, pensar y escribir de la misma manera. Horacio da vuelta –dio y sigue dando vuelta– todo y a todos. Piensa y nos hace pensar. La historia, la política, la cultura, el pensamiento. Sus textos escritos y orales nos atraviesan, como rayo. Su lucidez, su hospitalidad, su interés por todas las cosas del mundo. Mauricio Kartún escribió en estos días una de las frases más bellas: “Horacio es como un relámpago, en un instante breve ilumina un territorio y cuando desaparece la imagen queda inscripta adentro tuyo”.
Hoy lo estamos pensando, leyendo y escuchando en algún trozo de sus infinitas palabras. Todas éstas son formas de acompañarnos entre nosotros y de atravesar este profundo duelo colectivo. Para no solo “llorar por dentro”, como él mismo escribió hace poco. Porque “sin nosotros no somos nada”, como dijo en ese importante discurso de despedida, que hemos mencionado, en la Biblioteca Nacional que condujo durante 10 años. También allí dio lo mejor y produjo uno de los más grandes momentos sino el mayor de la biblioteca en toda su historia, sacando a esa vieja institución pública de su racionalidad más burocrática e instituyendo aquello que tiene que ser: el pulmón político cultural de la Argentina.
Somos sus estudiantes, sus lectores, sus discípulos, sus compañeros, sus amigos. Cuando todo parece perdido, su palabra tiene algo de cuidado y reparación. Algo de hogar que, aun cuando incómodo, es techo donde guarecerse ante la intemperie, la desolación y la barbarie. Necesitamos tanto su pensamiento, su escritura, su imaginación, su hospitalidad. Su palabra que, aun cuando excesiva, siempre justa. Es que en Horacio lo justo es una forma del exceso. Y del don, como sugiere María Pía López en su precioso libro sobre la amistad. Exceso y don como formas de responder ante el drama de la historia, y de la vida. Justamente Horacio, un salvador de vidas, un dador de almas. Nuestro gran mito viviente.
Hace ya varios años Alejandro Kaufman me dijo que había que escribir mucho sobre Horacio González. Tesis, artículos, ensayos, libros. En ese momento ese gesto me pareció excesivo, hoy me resulta escaso. Es que hay algo en Horacio que es del orden de lo inapropiable. Un pensamiento en acto. Una escritura que piensa. Por eso no alcanza con que ahora se hagan esas tesis y se escriban esos artículos, esos ensayos y esos libros; que sin dudas hay que hacer y estará muy bien. Se tiene que estudiar toda su obra que es inmensa y es extensa porque lo aborda todo. Desde su precioso “Para nosotros, Antonio Gramsci” hasta su trabajo inédito sobre el humanismo. En el medio Perón, Borges, Cooke, Macedonio, el kirchnerismo, la biblioteca, la universidad, la sociología, la literatura, los mitos, los restos pampeanos, la metamorfosis, la dialéctica, la sátira y la picaresca, el ensayo, la cautiva, el arte de viajar en taxi. ¿El arte de viajar en taxi? Si, porque eso es Horacio, la posibilidad de hacer de todo (hasta de viajar en taxi) un arte y la materia del pensar. Pero también habrá que encontrar las mejores formas de saber recrear esa especie de estado aurático que Horacio produce, como una comunidad acéfala que aloja a todas y todos. Acaso allí resida lo más singular de ese acontecimiento que genera su nombre y en torno al cual tantas y tantos –estudiantes; profesores; militantes; dirigentes políticos, sociales, gremiales; artistas; escritores; trabajadores de la cultura– nos congregamos al escucharlo. Una comunidad de pensamiento.
Horacio es en sí mismo una comunidad de pensamiento. En él se convocan todas las grandes corrientes y tradiciones filosóficas, políticas y culturales. Desde las formas más altas de la cultura clásica hasta las expresiones más bajas del mundo popular. Aunque habría que decir mejor: la singularidad de su pensamiento está, precisamente, en que disuelve o desarma la tradicional jerarquía y separación entre lo alto y lo bajo, entre lo noble y lo plebeyo, entre lo culto y lo vulgar. Para Horacio todas son formas importantes de la cultura de un pueblo que hay que saber pensar.
Cuando pase el temblor tendremos mucho trabajo que hacer para recomponer algo de todo esto. Sus pensamientos más ricos y sus escrituras más finas. Su vitalidad, su capacidad creativa y sus formas de fundar espacios y de habitar instituciones. Sus modos de intervenir sobre los modos de la política y de la lengua. Las revistas, los libros, las clases, el estado permanente de conversación pública en el que vive. Su generosidad, que es infinita. Pero también esta especie de “comunidad de pensamiento” como un modo de ser democrático, de alojar a los muchos y de cuidado del mundo.
¿No es esto acaso lo que constituye una generación? No tanto un conjunto de personas que pertenecen –¿biológicamente?– a una misma época sino la capacidad colectiva de un pueblo de constituir experiencia, esto es: de generar ideas, pensamientos, escrituras, instituciones, formas de vida en común. Horacio nos ha hecho pertenecer a una generación. Preservar y perseverar en esta memoria es ahora nuestra herencia, como legado y como tarea.
El lector de estas lágrimas sabrá disculpar el uso del presente. Quizás esto exprese cierto temor a que, sin su voz pública, siempre lúcida y generosa, la Argentina se torne un poco más frágil y nuestra vida cultural mucho más pobre. Quisiera aquí citar otra de las frases más bellas que se han dicho en estos días. Ésta es de Christian Ferrer, que me permito leer mal –porque Horacio también nos enseñó que “leer mal” (como para Piglia, para León, para Viñas y para Borges) puede ser una forma de “leer bien”, una “lectura de izquierda” nos recuerda Eduardo Rinesi–, porque creo que allí radica la posibilidad de que esta honda tristeza que hoy nos atraviesa, algún día no muy lejano, pueda convertirse en la alegría que también guarda como testimonio de haber sido sus contemporáneos: “Algo inmenso ha dejado el mundo”.