Por Lucas Martinelli
El 28 de mayo de 1938, en Las Catitas, provincia de Mendoza, nació Leonardo Favio, actor, cantautor y cineasta clave en la cultura argentina. Al día de hoy, sus obras siguen conmoviendo y movilizando múltiples imaginarios y emociones en un mundo que se niega a olvidarlo. En esta nota, Lucas Martinelli, docente de la UBA e investigador del CONICET, vuelve sobre el cine de Favio, en especial su cortometraje El amigo (1960), como homenaje y también como modo de imaginar un mundo compartido.
Leonardo Favio es uno de los cineastas argentinos de mayor productividad respecto a la construcción de historias sobre la punición de los débiles. El modo de exponer personajes provenientes del pueblo le permite ser una especie de vocero. Su poética, relacionada con las formas de resistencia, construye un entramado cuya propuesta de comunidades inclusivas parte del imaginario del Justicialismo. Directamente, el documental Perón, sinfonía de un sentimiento (1999) puede dar cuenta de esta pasión peronista, sin la mediación que producen sus ficciones, con un artificio magnífico que fabula entre la entronización de las figuras políticas y la convergencia religiosa de las figuras del pueblo y la infancia. No obstante, su cine va mucho más allá de una mera adscripción a un partido y proyecto político: la producción de un cruce entre aquello que cierto pensamiento buscó denominar y separar como “alta cultura” y “cultura popular” guía el camino hacia la construcción de una comunidad amplia de horizontes emancipatorios donde las diferencias distintivas se hacen borrosas. El cine de Favio produce un encuadre sobre la problemática social desde una inteligibilidad de los temas que, sin ser moral o pedagógica, se vuelve ética en la representación de los oprimidos desde una base emocional y sensible.
El uso de la figura del niño fue fundamental para la modernidad cinematográfica que encontró allí una mirada sorprendida y abierta para observar el mundo devastado por la guerra. Podrían recordarse esas obras fundamentales de Roberto Rosellini como Alemania año cero (1948) y Europa 51 (1952) en las cuales el filicidio suicida muestra el fracaso del humanismo en la historia y la necesidad de reconstrucción de las bases de la sociedad. En la obra de Leonardo Favio, el niño sirve para anclar una problemática ligada a la visión: cómo elaborar un encuadre sobre el cuerpo de los condenados a la precariedad y arrojados a la devastación social por la miseria. Esto es lo que sucede ya en su primer cortometraje previo a Crónica de un niño solo (1965), una de sus películas más conocidas.
El amigo (1960) construye el vínculo imaginario entre un niño pobre y otro de clase alta. La relación entre estos dos niños sin nombre, uno trabajador (Oscar Orlegui) y otro heredero (Horacio Favio) es el punto de contacto asimétrico y de contraste entre las clases sociales. Un sentido alegórico que atienda a la retórica a la que adscribe el director podría ver en esa relación dos actores históricos forjados por el imaginario peronista: el descamisado y el oligarca. El proceso de polarización se subraya con la cámara: cercano al piso de la vereda, el niño lustrabotas en picado y de pie junto a su padre, el niño oligarca en contrapicado. Sin más, la relación entre desposeído y poseedor es construida a partir de un objeto: un autito con un piolín que el niño trabajador corta para esconder mientras el otro mira los globos. Este auto es un objeto, signo cultural de la masculinidad y la industrialización, que aparece y desaparece y funciona como otro modo de señalar el contraste. En su imaginación el niño lustrabotas lo tendrá todo el tiempo en la mano. A partir de ese objeto se convierte en poseedor o propietario.
Entre los dos personajes se produce un reconocimiento por medio de la mirada. El sueño acorta esa distancia. Directamente, la narración se adentra en la imaginación del niño lustrabotas que, acompañado de su padre y vestido de frac, ingresa al parque de diversiones para observar los espectáculos: un titiritero y el baile de una pareja de acróbatas. Mientras se encuentra al borde del escenario, aparece el niño oligarca que, vestido con una remera como signo proletario, invierte el rol y con la mirada pide el autito prestado. En la escena siguiente, el niño originalmente descamisado sube a la montaña rusa y el otro lo mira desde abajo. Al terminar el juego se escabullen juntos, fuera de la vigilancia de sus padres. Luego de un paseo en barquitos, se hacen cómplices con promesas de paseos, golosinas y sortijas.
La mirada y el deseo del niño trabajador imaginan un mundo compartido en el que se encuentran los dos solos, a la par. El relato se clausura con la frase de Víctor Hugo “Un hada está escondida en todo lo que ves”. De alguna manera, esta idea plantea una latencia onírica escondida en la realidad como una fuerza transformadora. El hada como personaje de fantasía se condensa en la potencia imaginativa del niño. Es un ser que condensa la posibilidad de liviandad como huida de un mundo gris. Su imaginación abre la posibilidad de ingresar a un mundo emancipado basado en una alianza fundada en el deseo de la amistad y el reconocimiento con el otro. El reparo de la amistad se convierte en el único lugar de consuelo ante el trabajo forzoso. El cortometraje retoma el punto de vista del niño como un anhelo por el encuentro desinteresado y amistoso que pueda resultar fundador de una nueva comunidad un poco más igualitaria.
Lucas Martinelli es Doctor en Estudios de Género y Licenciado en Artes por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Investigador de CONICET. Autor de Rondas nocturnas. Sexo, reclusión y extravío en el cine argentino (2022, CICCUS).