Por Diego Tolini
“La refutación de la oposición entre servidumbre y libertad ya se encuentra sugerida en la idea misma de “servidumbre voluntaria”, en la medida en que la servidumbre puede ser producto de la libertad”, sostiene Diego Tolini. De acuerdo con el autor, eso explica el interés renovado por la obra de Étienne de La Boétie, que ayuda a entender procesos de sumisión o explotación autoimpuestas que se celebran como ejercicios de libertad. Su texto ofrece así una reflexión teórica que no busca solamente brindar un análisis exegético, sino que intenta ofrecer también herramientas para pensar el presente.
Dominación y voluntad de servidumbre
La tan aclamada idea de una libertad desprovista de cualquier atadura, de cualquier elemento que la contradiga o la limite, es, desde lo conceptual, muy difícil de sostener. Algo de esto sugiere la hipótesis de “servidumbre voluntaria”, propuesta en el siglo XVI por Étienne de La Boétie. Esta hipótesis desafió los fundamentos de la teoría clásica de la dominación, al sostener que el dominador no se opone al dominado y que la dominación no es una corriente que bajaría desde lo alto hacia lo bajo, desde el dominador a los dominados, quienes serían sus objetos pasivos. Los dominados, por el contrario, participan activamente de la dominación: son ellos mismos quienes se someten.
No hay en esto una negación de la importancia del soberano; sólo una relativización de la misma en el marco de una compleja red de relaciones de poder que exceden su órbita y abarca un campo muy amplio y plural. Evidentemente, para que el poder funcione sobre tal pluralidad no podría descansar sólo en los mecanismos exteriores de sujeción sino en una suerte de sujeción auto-inducida que depende no de los cálculos racionales del soberano sino de la irracionalidad afectiva de los dominados. Es una humillación del soberano.
Porque la dominación se entiende no como ejercida trascendentemente sobre una multiplicidad unificada en torno al soberano sino como una red inmanente de vínculos cuyo asiento último no es del orden de sus estrategias e instrumentos sino de la voluntad y del deseo de los sometidos. El poder del soberano no es algo que este detente unilateralmente sino que los dominados le dan o le quitan.
Por eso los intentos de vincular a La Boétie con autores como Foucault o Nietzsche, quienes también subsumieron la soberanía, el Estado y, en general, las grandes estructuras de poder (las instituciones, el partido, etc.) al complejo entramado del poder. Tampoco La Boétie analiza el poder en términos de Estado o soberanía; prefiere comprenderlo en su carácter reticular, no central; múltiple, no unitario; inmanente, no trascendente; intrincado, no descendente; microscópico, no macroscópico. Son perspectivas que relativizan la soberanía señalando la insuficiencia de su poder de control y regulación, y su impertinencia para pensar el modo de funcionamiento del poder.
No se trata aquí, como en Hobbes, de la cesión, fundada jurídicamente, de ciertas disposiciones naturales que conducirían a la guerra y al enfrentamiento, sino de una cesión cargada afectivamente, de un servir que se quiere. La pregunta no es por lo Uno trascendente que se funda jurídicamente sino por la red de multiplicidades inmanentes que lo sostienen afectivamente. El poder, en suma, depende no de la exterioridad y unidad del soberano sino de la inmanencia y pluralidad del campo relacional –volitivo y deseante. Lo Uno de la soberanía es una ficción que encubre la pluralidad –y la peligrosidad- de lo social.
Fragilidad de la libertad
Veamos qué queda de la libertad como consecuencia de este esquema. Como el problema de la soberanía, el de la libertad, en La Boétie, será indisociable de la pluralidad de lo social. Y esto hará que la fragilidad de lo plural (en el sentido de su imprevisibilidad y aleatoriedad, de su dificultad para ser reducido a lo Uno, de su condición deviniente, es decir, de poder ser mañana diferente u opuesta a como es hoy) termine impregnando el campo de la libertad.
La libertad laboetiana será entonces una libertad frágil, inestable; un proceso siempre expuesto a bascular hacia su contrario, la servidumbre. La libertad y la servidumbre, como el dominador y el dominado, dejan de ser posiciones antitéticas y fijas y pasan a formar parte de un mismo proceso. Desde este punto de vista, la basculación de la libertad a la servidumbre es un accidente que descansa sobre la naturaleza misma de una libertad que lleva en su seno, como posibilidad constitutiva, a la servidumbre. De lo anterior se siguen dos consecuencias.
Por un lado, respecto de la libertad, el abandono de la idea de que esta constituya un estado que se logra de una vez y para siempre; la libertad es un proceso constante, no algo dado sino algo que se gana y se pierde siempre.
Por otro lado, respecto de la servidumbre, el abandono de la idea de que esta constituya un estado eliminable. Esto no es posible. Lo que acaso explique que ninguna revolución, que ninguna sociedad haya logrado eliminar el sometimiento, resolver el problema de la servidumbre.
Esto no significa que no hayan existido revoluciones que hayan llegado más lejos en su búsqueda de libertad; ni que no haya sociedades más libres que otras. Aquí tenemos un problema: ¿a qué responden esas libertades si nos desmarcamos de la idea de que responden a una eliminación de la servidumbre, algo difícil de sostener para La Boétie?
Nietzsche diría que la vigorización de cualquier cosa no responde a la eliminación de su antagonista sino a su afirmación: algo es más fuerte en la medida en que supone a su contrario, en la medida en que lo lleva en su seno como condición de su fortalecimiento. Desde esta perspectiva, la libertad será mayor (no en cantidad desde luego, sino en intensidad), es decir, irá más lejos, se acercará al máximo de su posibilidad, cuanto más asuma a la servidumbre como algo propio, como algo que la atraviesa y, al hacerlo, la fragiliza, la pone en cuestión, y le da así finalmente la ocasión de superarla y superarse.
No es que la mayor libertad de algunos sea correlativa a la mayor servidumbre de otros. No: habrá mayor libertad si en esa misma libertad, en su proceso, participa la mayor servidumbre. Se trata, en suma, de un hacer algo con la servidumbre que no podemos eliminar porque nos atraviesa irremediablemente.
Todo esto indicaría que no puede haber libertad sin sujeción, sin ley, sin regulación. La libertad y la ley no son opuestos, van de la mano. Desde esta perspectiva, la fragilidad de la libertad no sólo tiene que ver con las contingencias aportadas por lo plural, que la pueden hacer bascular hacia su contrario, sino con lo que responde, en el fondo, por esta basculación, como decíamos: su vínculo constitutivo con la servidumbre. Desprovista de esta fragilidad constitutiva, la libertad devendría totalitarismo. El totalitarismo designaría así la detención del proceso de la libertad, su colapso por extenuación. La tan exaltada utopía de una sociedad sin ley, sin Estado, sería así el más totalitario de los sueños.
Obras muy significativas del siglo pasado han discutido este pensamiento antitético y absolutista. Cuando Foucault, por ejemplo, hace la genealogía de ciertos modelos teóricos o regímenes institucionales o políticos lo hace para combatir con ciertas instancias de saber y de poder que pretenden absolutizarse deslegitimando o subordinando otros saberes y poderes y quitándole dinamismo y pluralidad al ámbito epistémico y político; o cuando Derrida deconstruye ciertos sistemas conceptuales lo hace para destacar la arbitrariedad de las antinomias que constituyen su arquitectura fundamental, mostrando su inadecuación en un movimiento, el deconstructivo, que no encuentra elemento último que detenga su dinamismo constitutivo. Más que antítesis, proceso; más que absolutismo, pluralismo.
Micropolítica e internalización
La refutación de la oposición entre servidumbre y libertad ya se encuentra sugerida en la idea misma de “servidumbre voluntaria” en la medida en que, según esta, la servidumbre puede ser producto de la libertad, algo que uno puede elegir libremente. Por eso, esta hipótesis ha despertado un renovado interés en la teoría social y política contemporánea, por ayudar a pensar cómo actualmente el proceso subjetivo puede llevar a modalidades de sumisión o explotación autoimpuesta y, para peor, en nombre de la propia libertad.
Esta hipótesis supone que para pensar la política es necesario pensar al sujeto y que para pensar al poder hay que pensar al deseo: la política apunta a los sujetos porque los sujetos pueden quedar atados al poder a nivel de sus deseos. Pensar el poder de este modo es trasladar el eje de análisis desde el soberano y sus mecanismos de coerción hacia los aspectos relacionales del poder vinculados a la formación de subjetividades. Las condiciones de la dominación pasan a depender, desde entonces, de procesos interiores y subjetivos, y lo mismo vale para la emancipación: esta arraiga así mismo en el sujeto, en su deseo de libertad, el cual contiene la posibilidad de alterar las formaciones sociales que lo apresan: “para obtener la libertad basta con desearla”, decía La Boétie.
Era el núcleo de la problemática del capitalismo para Deleuze y Guattari: este tiene que vérselas con el deseo porque el deseo es por esencia revolucionario, es decir, tiene la capacidad de hacer estallar las formaciones sociales. Por eso lo introduce en la familia, diciéndole que desea a mamá y a papá, cuando desea, en su dinamismo constitutivo, multiplicidades, elementos diferentes, fragmentarios. El concepto de minoridad de estos autores apunta a que el deseo encuentre salidas respecto de los estratos dominantes, para que no pierda nunca ese dinamismo suyo, ese devenir que lo caracteriza.
Esto resulta en una política que echa raíces no en las grandes estructuras de poder sino en el sujeto, el cuerpo, el deseo. Es la “micropolítica” de Deleuze y Guattari; la “microfísica del poder” de Foucault; la “economía libidinal” de Lyotard; o lo que, en nuestro país, Rozitchner buscaba determinar: el asiento afectivo de la dominación social. Todo en la línea de la “gran política” nietzscheana, que no buscaba ni lograr ni robustecer una posición de dominio sino promover procesos activos, lo cual implica, llegado el caso, abandonar posiciones de dominio.
La Boétie lleva entonces el problema de la dominación a este campo micropolítico. Parte de una tesis precisa: el estado de naturaleza es un estado de libertad e igualdad. Pero a diferencia de Hobbes, para quien la libertad e igualdad naturales llevan a la guerra (adviniendo entonces la política para evitar ese desenlace), para La Boétie, estas condiciones convergerían en un estado de confraternidad. Así, la servidumbre no sería algo propio del estado de naturaleza sino del estado social. Lo cual quiere decir que uno no está naturalmente sometido; deviene tal como efecto de un proceso de socialización basada en la intervención de la ley, que es lo que explica el pasaje del estado natural al social. La subordinación no sería entonces el estado natural u originario sino lo que se resulta en el sujeto como consecuencia del proceso en el que deviene tal… por intervención de la ley.
Es a lo que se refiere el concepto de “sujeción”: la simultánea constitución y subordinación del sujeto; el hecho de que este sólo surja en una relación de subordinación al poder. Así, si el sujeto es porque fue constituido en el sometimiento. Hay en esto, como decía, una crítica a la concepción tradicional del poder como algo que nos sometería desde afuera: según esto, el sometimiento sería la situación estructural que precede a la constitución del sujeto, lo cual establece las condiciones para que este luego lo reitere, desde el interior. Así, lo que el sujeto termina por ejercer voluntariamente estaría habilitado por este funcionamiento previo del poder. Según esta tesis, el misterio de la servidumbre voluntaria radicaría en la constitución del sujeto en una relación de sumisión de la que depende o dependió para su existencia. Es lo que se critica a Hobbes: la ficción de la guerra originaria omite que en el origen hay lazos de dependencia indispensables para nuestra constitución y supervivencia.
Cuando Butler rastrea el trasfondo psicológico de esta tesis de la sujeción en las obras de Nietzsche y Freud, señala lo siguiente: ambos explican la constitución de un ámbito interno como efecto de la prohibición de una intensidad (la agresión, el instinto, la pulsión, etc.) que hace que esta se vuelva sobre el individuo mismo. La ley, que inicialmente aparece presionando al individuo desde afuera es internalizada y su funcionamiento pasa a depender de aquella misma intensidad cuya exteriorización había sido impedida. Este es el punto neurálgico de la teoría freudiana del poder: la intensidad que la ley busca sofocar es lo que termina cargándola y volviéndola efectiva. Esta paradoja evidencia la inadecuación de la oposición tradicional entre ley e intensidad. Se trataría de una ley intensiva o una prohibición afectiva que sería el eje de los mecanismos de regulación social.
El pasaje a lo social, que en La Boétie es lo que daba inicio a las relaciones de dominio y obediencia, supone así la interiorización de la ley al campo subjetivo que se traduce en este volverse del sujeto contra sí mismo. Esta ley redobla o asegura el modo de funcionamiento de la ley exterior, inerte sin este, su basamento afectivo. Desde entonces, la subjetividad pasa a ser una subjetividad escindida, una subjetividad procesual que bascula entre lo que la somete y lo que la emancipa, entre lo que anhela una manifestación y lo que la niega.
Este modo de constitución de lo subjetivo convierte en inadmisible la idea de una libertad absoluta. No puede el sujeto, por constitución y estructura, no verse atravesado por la ley que lo regula y lo limita. Así, lo mismo que decíamos de la libertad en el campo social puede comprobarse en el subjetivo: su inevitable relación con su antagonista la servidumbre, lo cual ratifica la imposibilidad de la idea de una libertad desprovista de contrapesos, de límites o ataduras.
La psicología ha apelado incansablemente a esta figura de la interiorización para dar cuenta de la constitución del sujeto. Lo ha hecho Vygostky, Mead, Freud, etc. Y siempre, como consecuencia de esta interiorización de la ley, el proceso subjetivo termina siendo dramático pues pasa a estar habitado por una alteridad que lo regula, lo limita y lo dirige. Es, nuevamente, la consecuencia, a nivel subjetivo, del vínculo constitutivo de la libertad con la servidumbre; y lo que indica el prefijo “auto-” o el pronombre reflexivo “sí”, figuras centrales para describir en la actualidad el modo de funcionamiento de un poder que ya no depende tanto de sus formas externas sino de la propia libertad del sujeto (para someterse).
Antítesis y emancipación
El pasaje a lo social no elimina la libertad; la desnaturaliza pues, al ponerla en un esfuerzo de relacionamiento (con la servidumbre), modifica su naturaleza originaria. La fragilidad de los campos social y subjetivo se traslada a la libertad y la servidumbre, y la conflictividad característica de los mismos se traduce en esa oscilación entre la libertad y la servidumbre políticas y en esa división entre la voluntad de servir y el deseo de libertad subjetivos.
Los planteos antitéticos contienen diversos problemas. Uno de ellos es que promueven la pureza o el absolutismo de los términos que entran en la antítesis. La fórmula paradójica de “servidumbre voluntaria” indica la inadecuación de pensar esta categoría de servidumbre, y la de su par la de libertad, de este modo. El nivel micro, el registro interior (el del deseo, los afectos, el cuerpo) sobre el que La Boétie, y tras él, Spinoza, Nietzsche, Freud, Deleuze, Guattari o Foucault, pusieron el acento para pensar la política, hace estallar las antítesis mediante las que se acostumbró a pensar la relación entre liberad y servidumbre.
Lo que queda es una serie de paradojas: la efectividad de la ley depende del discurrir de la libertad –es la tesis freudiana; el ejercicio de la libertad depende de la regulación de la ley –es la tesis republicana (que entiende, a diferencia del liberalismo o el anarquismo, que el poder no es lo opuesto a la libertad sino su condición de posibilidad). El ejercicio de la libertad depende, finalmente, de una inteligencia vinculada a un saber hacer con la ley que reconozca, primero, el carácter procesual del sujeto y lo social. La dificultad del proceso es que no requiere de nosotros siempre lo mismo, siendo que nosotros tendemos a fijarnos en lo mismo, o a absolutizarnos en ello eliminando al antagonista que también nos atraviesa. El carácter procesual del sujeto y de lo social hace que se requiera, en veloz intermitencia, a veces más libertad y a veces más ley.
Nietzsche sostuvo que la tradición se ha movido siempre entre posiciones antitéticas, entre, por ejemplo, la libertad de los instintos o su sofocación. Cuando Deleuze, leyendo a Nietzsche, habla de la inevitabilidad del devenir reactivo del ser humano, da cuenta de esto, de cómo el ser humano se ha movido siempre por reactividad: reacción a la libertad, a la ley, fijándose en la posición antagónica a la abandonada, en rechazo a toda intensidad, siendo la intensidad lo propio del carácter deviniente del proceso y no una de sus posiciones. Ser intenso en el uso de la libertad o en el de la ley –nunca reactivo: esto significa nunca dejar de actuar en el proceso de la libertad y en el de la ley, en sus oscilaciones y en su conflictividad constitutiva, producidas por su verse habitada, cada una de ellas, por su antagonista.
La emancipación, desde esta perspectiva, jamás podría significar un mero abandono de la ley; esto no sería posible. Y representaría el mismo problema que el de una ley que no contemple la libertad que la explica y la hace posible. Derrida decía de la herencia que no consiste simplemente en recibir algo que nos viene dado. Sólo hay herencia cuando el legado es lo suficientemente plural y contradictorio como para que asumamos el riesgo de interpretarlo y alterarlo. La herencia sólo es posible si transformamos e inventamos el legado. La inexorable ley no nos condena a la fatalidad del sometimiento o a la de su absolutismo. Entre las cualidades de la libertad está la de saber qué uso –novedoso, pertinente- podemos darle a la ley.
La emancipación tiene que encontrar nuevos significados: acaso habrá que emanciparse de una ley que pierde intensidad al paralizar su proceso o al absolutizar su realidad; lo mismo habrá que emanciparse de una libertad extenuada por exceso, inerte por perdida de tensión, de conflictividad, de relacionamiento con su contrario o por rechazo de cualquier elemento que, infiltrándose en su curso, la altere, la moleste, la matice.
Diego Tolini es Licenciado en Psicología (UB), Magíster en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad (UBA) y Doctor en Psicología (UBA). Ha dado clases en materias de grado y de posgrado. Actualmente es Profesor Titular en la Universidad del Salvador. Ha publicado diversos artículos académicos, de divulgación y de reflexión crítica.