Por Ariana Reano (UNGS/CONICET) y Julia G. Smola (UNGS)
De la “primavera democrática” a la “década perdida”
Los denominados años de la transición a la democracia fueron años de gran intensidad política que nuestra memoria recupera de maneras muy diversas. Lo que al principio fue pensado como la “primavera democrática”, como una bocanada de aire fresco y cálido luego de los crudos inviernos dictatoriales; pocos años después, producto del desencanto provocado por el mismo régimen político con el que nos entusiasmábamos, fue denominado la “década perdida”. Esta mirada se erige desde la perspectiva del fracaso de un proyecto político que logró convocar a voluntades de diversas pertenencias políticas. En ambas voces se escuchan los temores, las esperanzas y las frustraciones que generó ese proyecto. Con la idea de “primavera democrática” se hace referencia a un reverdecer de la actividad política, a un florecimiento de la acción en el espacio público, pero también a la fragilidad y la fugacidad de aquel tiempo. Nada más breve e inconstante que la primavera. Por su parte, en la figura de la “década perdida” aparece la imagen de la derrota, la frustración pero también el reproche de toda una generación política por haber puesto sus esperanzas allí, justamente, en algo tan frágil. Este reproche, nos permitimos imaginar, es el que tal vez llevó a borrar la evidencia de todas las marcas que efectivamente dicha década pudo haber dejado sobre nuestras prácticas políticas. Tal vez desde su estruendoso final, sólo queda una mirada desilusionada o justificativa, crítica o defensiva, hacia todo lo acontecido.
Lejos de esas miradas, aunque sin desconocerlas, proponemos hacer una lectura de los debates políticos en torno a la democracia que se suscitaron durante los años ochenta, pero con otros lentes que nos permitan recuperar de aquella época lo que nos parece fue su dimensión más fructífera. En efecto, consideramos que, lejos de ser una década perdida, en aquel momento, se forjó buena parte de un vocabulario teórico y político, que aún está disponible para pensar nuestros días.
Toda la serie de tensiones y ambigüedades que constituían la fertilidad de esos debates se presentaba bajo el nombre de aquello mismo que se pretendía recuperar: la democracia. Fue en nombre de la democracia que se luchó por la salida de la dictadura, fue también en su nombre que se concentraron todas las expectativas, tanto de orden y estabilidad como de libertad y emancipación. Fue en nombre de la democracia, por último, que se emprendieron todos los esfuerzos y se exigieron todos los sacrificios.
Como sabemos, primero como candidato y luego como presidente de la nación, Alfonsín ocupó un lugar central en la comunicación política y su prédica organizó gran parte de los debates públicos de aquella época. En efecto, es posible observar que sus discursos producían sobre ellos un efecto estructurante. Sin embargo, es importante sostener que no se establecía una relación de determinación entre su palabra y el sentido de la democracia. Para reconstruir el debate político sobre la democracia en los años ochenta es imprescindible tener en cuenta la pluralidad de voces, tradiciones y lenguajes políticos que confluían y se disputaban la construcción dinámica y conflictiva de los sentidos de la política en nuestro país.
Es exactamente esta circulación de la palabra pública lo que nos resulta más interesante y enriquecedor para pensar la dimensión polémica de la democracia. Porque, para decirlo en pocas palabras, fue justamente la falta de una definición única y precisa sobre el sentido de la democracia lo que permitió la participación en el debate y el combate por el sentido de la democracia. Lejos de haber sido un escollo, esta falta de acuerdo constituyó a la democracia en un significante polémico que hizo posible que los debates en torno a su significación se estructuraran alrededor de la articulación entre su dimensión formal –aquella que hacía bandera de la recuperación del voto como herramienta democrática para la elección de nuestros representantes, que enfatizaba en lo promisorio de recuperar un Estado de derecho que estableciera las reglas para la convivencia y el respeto por los derechos humanos, que señalaba la necesidad de refundar la república y reformar la Constitución Nacional– y su dimensión sustantiva –la que insistía en recuperar a la participación popular como elemento dinamizador de la política, la que apuntaba a la reconstrucción de la cultura política, la que sostenía que la democracia también debía hacerse cargo de las deudas sociales.
La novedad de esta discusión es que ambas dimensiones, lejos de representarse como dos entidades autoconstituidas en un antagonismo irreconciliable –al modo en que, por ejemplo, se había presentado la oposición autoritarismo/democracia–, se configuraron como dos aspectos en tensión en el seno de la propia democracia. Una tensión que mientras se mantenía viva, es decir, mientras no se resolvía, dio lugar a la expresión de un conjunto de ideas, de problemas, de dilemas históricos y de ejercicios conceptuales que construyeron simbólicamente el imaginario democrático de nuestros años ochenta.
La democracia como significante polémico
Entendemos y deseamos señalar que el debate por el sentido de la democracia constituyó, antes que una simple disputa semántica por la definición del término, una forma de hacer política a través de las palabras, habilitada justamente por aquella falta de acuerdo sobre su sentido último (y por las condiciones concretas en las que se desarrolla la disputa). Esto es lo que convirtió a la democracia en un significante político en la medida en que ella no pudo asumir para sí la plenitud de un significado, homogéneo, unívoco y transparente. Precisamente por esta condición, pudo condensar distintos significados, no siempre congruentes y muchas veces contradictorios. Y por ello también, lo interesante de aquél momento político es que la democracia se constituyó en el campo mismo de la disputa teórica, política e intelectual debido a las condiciones materiales que precipitaron y acompañaron el derrumbe del gobierno militar –entre ellas, su imposibilidad de fijar condiciones de retirada y la carencia de un partido civil que representara los valores del régimen autoritario– y aquellas que caracterizaban la composición de los partidos políticos en dicho momento –centralmente, su merma por la persecución de la dictadura, su atomización y su relativa fragilidad frente al poder militar.
El espacio público democrático se nutrió de una actividad política desarrollada principalmente a través de palabras y discursos. Allí, la movilización política y la discusión intelectual se comunicaban fluidamente e intervenían políticamente. Un claro ejemplo de ello es que el presidente Alfonsín logró rodearse de intelectuales y expertos formados en distintas áreas y provenientes de diversas extracciones políticas. El que más sobresalió fue el Grupo Esmeralda, pero claramente no fue el único. Inclusive, muchos de estos intelectuales ocuparon puestos en la administración del gobierno radical y desarrollaron la tarea de confeccionar políticas públicas.
Lo cierto es que en esta reflexión colectiva se retomaron algunas discusiones que el socialismo había iniciado durante el exilio de intelectuales y militantes, y también algunas autocríticas de lo que se conoció como el sector de la renovación peronista. La novedad es que este debate se rediseñó bajo nuevas perspectivas, articuladas, por un lado, en categorías que no formaban parte del vocabulario analítico tradicional de la izquierda y del peronismo y, por el otro, en nociones ya utilizadas pero que en virtud de la nueva realidad política fueron adquiriendo connotaciones diferentes. Este proceso colaboró en construir el imaginario democrático de la transición alrededor de la articulación ambigua y contingente entre la dimensión formal y sustantiva de la democracia.
Un recorrido por los discursos públicos -con especial énfasis en el discurso presidencial-, por publicaciones políticas de intervención coyuntural y académicas -sobre todo aquellas de las que formaron parte el núcleo de intelectuales que rodeó al presidente-, y por las diversas consignas y alegatos -en particular, aquellas promovidas por distintos organismos de derechos humanos en relación al tratamiento del pasado reciente y a las violaciones de los derechos humanos- que circulaban y constituían el espacio público nos permiten afirmar que esa tensión que habitó a la democracia desde los inicios de la transición se configuró tanto interdiscursivamente como intradiscursivamente. Pues ella no sólo emergió en los momentos de confrontación entre los discursos de diferentes actores que manifestaron sus críticas o interpretaciones sobre la coyuntura; sino que también apareció con fuerza al interior, por ejemplo, del propio discurso alfonsinista.
Los debates que suscitaron algunas de estas coyunturas pueden dar cuenta de cómo se articuló el binomio conceptual democracia formal-democracia sustantiva en la disputa en torno a qué democracia construir en Argentina. Podríamos citar a modo de ejemplo el Discurso de Parque Norte, el Juicio a las Juntas y el levantamiento militar carapintada de Semana Santa. En el Discurso de Parque Norte Alfonsín sostenía que las dificultades para consolidar la democracia no yacían solamente en las instituciones sino en el “modo subjetivo de asumirlas”. Ello hacía necesaria una “democratización subjetiva” ligada a tres conceptos básicos: la “participación”, la “modernización”, y la “ética de la solidaridad”. Los tres ejes de la propuesta de Parque Norte –marca indiscutible de la colaboración del grupo de intelectuales que rodeaba al presidente, en especial de Emilio de Ípola y de Juan Carlos Portantiero– reproducían aquella visión de la democracia ya presente en los primeros discursos de Alfonsín. Se trata de una concepción sustentada, por una parte, en una dimensión institucional, plasmada en la reivindicación de la Constitución Nacional, en los mecanismos de representación semidirecta a ser incorporados a ella y en la necesidad de reconstitución de los partidos políticos. Y, por otro lado, en un conjunto de principios éticos, asociados al compromiso moral con los más desaventajados, a una responsabilidad ciudadana con lo público a través de la participación solidaria, y al llamado a la convivencia civilizada.
La dimensión polémica de la democracia vuelve a aparecer en el marco de la disputa por los sentidos del pasado que tomaron fuerza en las más diversas manifestaciones sociales y políticas en torno al Juicio a las Juntas. El juicio excedía la dimensión jurídica puesto que involucraba un conjunto complejo de valores sociales y políticos que, a su vez, abría varios interrogantes políticos. En efecto, las diferentes definiciones de justicia que entraron en tensión durante el juicio socavaban la legitimidad de la justicia democrática como “justicia ejemplar” que se intentaba sostener desde el gobierno. Nuevamente, los sentidos de una democracia formal y de una democracia sustantiva venían a tensionar los distintos discursos en torno al tratamiento del pasado que daría la justicia democrática. Por un lado, una democracia restringida en un sentido al ejercicio de la “justicia ejemplar”, y por el otro, una democracia donde el sentido mismo de la justicia no se remitía simplemente a su significado legal -y mucho menos a su ejercicio ejemplar-, sino que era ampliado a la responsabilidad social, política y jurídica del ejercicio de la ciudadanía.
En lo que respecta al alzamiento militar carapintada que tuvo lugar en la Semana Santa de 1987, la tensión democrática resurge, vinculada sobre todo a dos momentos. La convocatoria hecha por el propio presidente a defender la democracia fue leída como un llamado a la ciudadanía a volverse sujetos protagonistas de una acción masiva en el espacio público. De hecho, la multitud reunida en las plazas era presentada como la expresión de la democracia participativa. Sin embargo, la decisión de Alfonsín de presentarse solo a negociar con los sublevados, en su calidad de máximo representante del pueblo, construyó el retrato de una doble traición expresada, por un lado, en el cambio entre la rotunda afirmación de “la democracia no se negocia” a la directa concesión hecha a los poderes corporativos y, por el otro, de la reivindicación de una democracia con la participación del pueblo en las calles a una democracia que debía delegar su poder en el presidente.
En estos contextos, lo que se repite es la tensión entre un modo de pensar la democracia como forma –vinculada a los procedimientos, a las normas y a las leyes– y un modo de pensarla como contenido –vale decir, como una construcción subjetiva, ligada a una dimensión social y participativa de los sujetos en la vida pública. Lo que cambia son los nombres a partir de las cuales se comprende la relación y se imaginan las posibles articulaciones entre, por ejemplo, democracia política y democracia social; democracia procedimental y democracia real; democracia representativa y democracia participativa; democracia gobernada y democracia gobernante. Este juego de articulaciones tuvo un carácter performativo en la construcción de la democracia como significante político.
En nuestra lectura, esto no constituye un defecto o desviación respecto de un modelo al que la democracia debía corresponder. Por el contrario, entendemos que la democracia es, al mismo tiempo, la condición de posibilidad y el resultado de la articulación contingente entre distintos lenguajes políticos y que su potencial político alcanzó su máxima expresión en la apropiación que hicieron los múltiples discursos de dicha ambigüedad.
33 años después, ¿por qué seguir debatiendo sobre la democracia?
Hace apenas un par de años, cerrábamos nuestro libro Palabras Políticas afirmando que el fin de la década del ochenta también marcaba el fin de una manera de hacer política a través de palabras. Esa forma de hacer política se imponía como una necesidad ante la falta de consensos acerca del sentido del pasado, de las reglas del presente o de las proyecciones para el futuro. Por el contrario, la década del noventa se iniciaba con un acuerdo político entre los líderes de los dos partidos políticos mayoritarios de la Argentina, el Pacto de Olivos. De esta forma el sistema político se cerraba sobre sí mismo dejando afuera a aquel sujeto político múltiple que había protagonizado la política de principios de la década, sellando el lazo de la representación por medio del consentimiento a las decisiones tomadas por los representantes. Este sentido de la democracia, cristalizado ahora en su dimesión formal, continuó operando en el vocabulario político, académico e intelectual argentino al menos hasta el final de la década del noventa, cuando otra crisis económica, política y social, vino, en diciembre de 2001, a sacudir todas las “certezas” que éste había conferido a la actividad política.
En las reflexiones finales de nuestro libro también decíamos que nuevos tiempos para la política se iniciaron en nuestro país desde el año 2003 a partir de la experiencia kirchnerista. Ella fue parte de un contexto más general marcado para el Cono Sur de América Latina por la experiencia de gobiernos que surgieron en oposición al status quo de la ortodoxia neoliberal.
Con sus especificidades, estas dinámicas políticas interpelaron nuevamente a las ciencias sociales, invitándolas a revisitar viejos debates de la teoría política y a repensar el sentido de algunas categorías conceptuales. Así, una parte importante de las reflexiones académicas se dedicó a argumentar por qué deberían calificarse como “nuevos gobiernos de izquierda” mientras que otras optaron por catalogarlas como “nuevos gobiernos populistas”. Esta última conceptualización generó un campo fructífero para repensar la relación entre populismo y democracia, y discutir con la concepción liberal republicana desde la cual se lanzaba la crítica autoritaria al populismo.
Sin embargo, quisiéramos sugerir aquí que lo que no rehabilitaron estos debates, o al menos lo hicieron de modo tangencial, fue la discusión sobre la democracia. La democracia no apareció como un tema relevante en el debate público y académico de los años 2000. Desde todas las fuerzas políticas y las corrientes de pensamiento, la democracia se asumió como una conquista adquirida, y como tal, algo en lo que parecía imposible volver atrás, pero, por eso mismo, algo sobre lo cual no tenía más sentido discutir: ya estaba garantizada, ya estaba consolidada.
Luego de un breve período en el que algunos estudios sociológicos pensaron al fenómeno asambleario de los años 2000-2001 como el resurgir de una democracia participativa, la ciencia política se dedicó más bien a trabajar sobre cuestiones vinculadas a la calidad de la democracia, o en el mejor de los casos, a la crisis de representación. Pero el debate sobre qué democracia estábamos construyendo en la Argentina quedó más bien obturado, y, como decíamos, los debates en torno a los “gobiernos progresistas” de la región no reabrió la discusión acerca de los sentidos de una democracia que empezaba, a la luz de estas experiencias (con sus matices y especificidades locales), a recuperar los contenidos sociales que había perdido a costa de haberse ocupado casi exclusivamente de garantizar la estabilidad institucional y la gobernabilidad.
En otras palabras, podría decirse que las nuevas dinámicas latinomericanas generaron el contexto para reactivar aquél viejo debate entre democracia formal y democracia sustantiva, pero que éste quedó más bien subsumido en las discusiones acerca de cuan populistas (o neo-populistas), republicanos (o anti-republicanos) o post-neoliberales eran sus dinámicas y liderazgos políticos.
Lo cierto es que el cono sur de América Latina se ve, en la actualidad, enfrentado a una situación paradojal. Al mismo tiempo que se fueron consolidando los “nuevos gobiernos progresistas”, algunos países sufrieron, casi contemporáneamente, una embestida por parte de sectores que, en más de un caso, lograron terminar con gobiernos elegidos por el voto soberano. Desde el intento de derrocamiento al presidente Chávez en 2002, pasando por la efectiva destitución de Zelaya en Honduras en 2009, de Lugo en Paraguay en 2012 y el reciente impeachment y destitución de Rousseff en Brasil en 2016, muestran a las claras que el debate sobre la democracia, sobre sus sentidos, sus promesas y sus desencantos sigue aún vigente. En este marco regional, nuestro país es quizá un caso particular, pues el ascenso de la derecha al gobierno estuvo legalmente amparado en la legitimidad de las urnas.
Creemos entonces que este momento político tan particular para la región y para la Argentina abre un nuevo desafío para las ciencias sociales: el de volver la mirada sobre los debates abiertos durante las transiciones, para pensar si no valdría la pena reinscribir la polémica por el sentido de la democracia en nuestros debates públicos contemporáneos. Quizá sea éste un modo productivo de sopesar la sensación de incertidumbre que la propia democracia nos provoca: aquella que por momentos logra condensar en su nombre todas las expectativas y, en otros momentos, todas las frustraciones.
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La democracia no tiene quién le escriba”Agregar comentario →