Ciencia, política y cientificismo
La destrucción de la ciencia argentina

Por Macarena Marey

En el contexto actual de políticas de ajuste y desfinanciamiento del sistema universitario y científico-tecnológico sería un error tener una actitud meramente conservadora y de defensa del status quo. Al contrario, quizá sea un buen momento para repensar nuestras formas de hacer ciencia: ¿para qué? ¿para quienes? y ¿quiénes hacen ciencia? Para Macarena Marey, doctora en filosofía, profesora de la universidad de Buenos Aires e investigadora del CONICET “la existencia de una comunidad científica transdisciplinaria, robusta y establecida, garantiza un contrapeso a la tendencia de la ciencia moderna a ponerse al servicio de proyectos capitalistas contrarios a los intereses de las poblaciones y de la integridad ecológica de los territorios”.

 

La investigación científica, la producción académica de conocimiento y la educación superior están viviendo un ataque frontal obsceno en la Argentina bajo el gobierno de la derecha mileísta-macrista. Este ataque no es un caso aislado que se limite a la Argentina y a la región. En gran medida, también es parte de un fenómeno global de la derecha antiintelectualista en la fase presente del capitalismo que se ha agudizado con la última pandemia. El investigador y miembro del directorio de CONICET Mario Pecheny escribió al respecto durante la pandemia (https://www.clacso.org/universidad-en-tiempos-sombrios/). Pecheny se centraba acertadamente en criticar el sobreénfasis productivista que los cuestionamientos sobre la utilidad de la ciencia suscitan en las defensas del sistema de investigación y desarrollo en ciencia (incluyendo a las llamadas “ciencias duras” y a las llamadas “ciencias sociales y humanas”) y técnica. En mi caso, trabajé el tema desde la relación entre antiintelectualismo y elitización de las condiciones de producción de conocimiento (https://revistabordes.unpaz.edu.ar/antiintelectualismo-y-elitizacion-de-la-produccion-de-conocimiento/). En ambos casos, nos fijamos en la realidad de la práctica investigativa, en las condiciones en las que trabajamos quienes “producimos conocimiento”, con una pregunta de fondo: ¿para quién producimos conocimiento? Claro que el “para quién” es inescindible del “quién”.

En este texto quiero concentrarme en un aspecto diferente del antiintelectualismo contemporáneo: sus consecuencias de cara a los propios fines del neoliberalismo. Al atacar la educación superior y la ciencia pública, cualquier gobierno abiertamente capitalista como lo es el de Milei se está pegando un tiro en el pie. Su objetivo no puede ser más que poner al país en una condición subalterna respecto de la producción de conocimiento global. Pero propongo que la producción de conocimiento es otro de los ámbitos “no económicos” sin los cuales el capitalismo no puede sostenerse sin caer en contradicción con sus propias condiciones “no económicas” de posibilidad.

Ciencia por dos pesos

Como todo ataque despiadado, el ataque a los organismos de ciencia y técnica se sostiene con mentiras y prejuicios absolutamente injustificados. Quiero despejar algunos de los más comunes en los ataques al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), el organismo que nuclea una gran parte de la investigación pública en el país, en la coyuntura actual de la Argentina. La pregunta que me guía es por la lógica detrás del ataque a la ciencia argentina, pero lo que más me interesa de este ataque es la defensa que estamos planteando, y que deberíamos plantear, para que en esta lucha no terminemos perdiendo nuestra agenda y nuestra orientación crítica en manos de los proyectos de la derecha.

El gobierno de Milei comenzó con un recorte inmediato y francamente desaforado. Como en el resto de la administración pública, en las Universidades Nacionales y en todo el sistema de ciencia y técnica se congeló el presupuesto de 2023 para 2024, lo que deja al sistema sin financiamiento antes de mitad del año en un contexto inflacionario desbocado. La desfinanciación del sistema de ciencia y técnica es violatoria de las leyes 25.467, 27.614 y 27.738. La ley 27.614 dispone un “incremento progresivo y sostenido de los recursos destinados a fortalecer el Sistema de Ciencia, Tecnología e Innovación”. Para lograrlo, la ley fija un incremento que debe seguir unos porcentajes mínimos de la función de CyT en el PBI (https://www.boletinoficial.gob.ar/detalleAviso/primera/241782/20210312). La tabla consignada en la ley indica un mínimo del 0,28 % para 2021 y crece hasta un 1% en 2030. El artículo 7mo garantiza el no descenso del monto porcentual. Con la decisión del gobierno de congelar el presupuesto se viola flagrantemente la ley. Por supuesto, el respeto por las leyes no es el fuerte de este gobierno, así que poco podemos hacer insistiendo con que están violando la ley: nos responden, ya maquinalmente, “no hay plata”. Pero esta es una respuesta impertinente porque la ciencia argentina le viene saliendo muy barata al Estado desde siempre.

Hoy, el sistema argentino de I+D no implica ninguna carga presupuestaria que ponga en peligro los balances fiscales. De hecho, CONICET se destaca en los rankings mundiales de ciencia por su posicionamiento en el primer cuartil (ver el ranking de SCImago: https://www.scimagoir.com/rankings.php?sector=Government) no sólo por el lugar que ocupa, sino porque la excelencia de sus investigadores está acompañada de un presupuesto muchísimo menor que el de las instituciones en los primeros cincuenta lugares del ranking. La ciencia argentina, con todos sus problemas presupuestarios y con todos los problemas que implica hacer ciencia en el “Sur Global”, es demasiado barata para los niveles de rendimiento y de excelencia que tiene. Es una ganga.

CONICET funciona desde hace tiempo con una planta de administración menor a la requerida para el funcionamiento correcto del organismo, y los salarios de este personal han quedado fuertemente rezagados desde el gobierno de Macri (2015-2019). Cuando decimos “en CONICET no sobra nadie” no sólo nos oponemos a los despidos, también estamos diciendo que estamos (ya estábamos desde antes) funcionando con una planta insuficiente en cantidad de personal. No es posible un sistema de investigación sin personal de apoyo a la investigación y sin personal administrativo, tan fundamentales para el desarrollo de la ciencia como quienes se dedican a la investigación básica. Las prácticas de investigación no se reducen a tareas realizadas por cerebros en cubetas, mucho menos en contextos en los que la precariedad es más norma que excepción.

Durante el gobierno de Néstor Kirchner se propusieron políticas para aumentar el número de investigadores de ciencia y tecnología (personal de investigación y desarrollo, I+D), algo que felizmente ocurrió. Si miramos la cantidad de personal I+D por millón de habitantes comparando con otros países, veremos que estamos bastante bien para la región con 1.284 trabajadores de la investigación, pero muy por debajo de países como España, Canadá, Irlanda, China, República Checa, Hungría, Corea, Países Bajos, Noruega, Polonia, Japón, Rusia, Singapur, Dinamarca, Eslovenia, Croacia, Bélgica, Suecia, Suiza, Reino Unido, Portugal o Estados Unidos (https://data.worldbank.org/indicator/SP.POP.SCIE.RD.P6). También habría que aumentar el número de personas con doctorado completo para acercarnos a las cifras de estos países.

Los porcentajes que los países llamados “desarrollados” destinan a la investigación y desarrollo son mucho mayores que los estipulados por la ley 27.614 para la ciencia argentina, como puede apreciarse en este mapa realizado con datos del Instituto de Estadística de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) (https://datos.bancomundial.org/indicator/GB.XPD.RSDV.GD.ZS?view=map). Además, sus PBIs son mucho mayores también, por lo que es mucho más financiamiento que el que recibimos en la investigación en la Argentina. Si quisiéramos ser un “país desarrollado” tendríamos que empezar por hacer como ellos, no lo contrario de lo que hacen. Para quienes no tenemos una visión desarrollista (capitalista) de la ciencia, este no es un argumento atendible, pero es un argumento muy válido si se acepta la premisa, cosa que gran parte del arco político progresista en la ciencia argentina hace y los mielístas-macristas dicen hacer.

Lo que suele responderse cuando se presentan estas comparaciones odiosas es que la Argentina no puede “darse el lujo” de invertir en investigación y desarrollo. Es justamente lo contrario. No es el caso de que los países “desarrollados” puedan destinar más dinero a la CyT porque les sobra plata para despilfarrar en lujos. El desarrollo es también función de siglos de producción soberana de conocimiento. El capitalismo, por caso, no es sólo producto de procesos de acumulación de tierra y capital sino también de “progreso” científico. Ni la producción agrícola ni la producción industrial propiamente capitalistas existirían sin conocimiento científico producido por academias alrededor del mundo en la modernidad. Por ejemplo, en el siglo XVII el rol de la Royal Society of London for Improving Natural Knowledge en el impulso científico y tecnológico para el desarrollo del capitalismo agrario fue fundamental. Pero esto no quiere decir que los laboratorios científicos y las bibliotecas de los ideólogos puedan someterse, en su modo de producción, a la lógica del capital. De hecho, para poder ser instrumentales al capital tienen que mantener el funcionamiento “no económico” de su propia práctica, del mismo modo en el que el Estado moderno no se reduce a una lógica económica, sino que cumple sus funciones siguiendo su propia lógica política, incluso cuando está al servicio del capital.

Como sostuvo recientemente Federico Penelas, “el eslogan ‘No hay plata’ no debe ser leído como descriptivo sino como normativo: no importa si el Estado tiene o no tiene plata, lo que importa es que no debe tenerla, pues asumir ese deber implicaría, según la ideología mileísta, perpetuar el robo que supone toda carga impositiva. La base del programa es, pues, moral” (https://www.pagina12.com.ar/720940-frente-a-la-revolucion-anarco-capitalista). Lo que yo quiero indicar es que esta base exclusivamente ideológica del programa de ajuste puede ser la causa de la implosión del propio programa porque acelera una contradicción que los países capitalistas “desarrollados” se cuidan muy bien de no acelerar en casa: la contradicción entre el capitalismo y sus condiciones “no económicas” de posibilidad. En este caso, la condición de posibilidad de la que hablo es la producción de conocimiento. Desfinanciar la ciencia no sólo perjudica al “sector privado” (eufemismo que no refiere a ningún trabajador, por más “privada” que sea su trayectoria educativa y laboral, sino solamente al capital), también contradice las condiciones de posibilidad del capitalismo.

Establecido más allá de toda duda que la frase de Bernardo Houssay “La ciencia no es cara; cara es la ignorancia” tiene mucho de verdad, me interesa más la pregunta sobre cuál es la lógica detrás de ella.

Normatividad “no económica”, subyugación epistémica y el “sector privado”

En Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser insiste siempre en que el capitalismo tiene tres condiciones de posibilidad cuyas racionalidades y normatividades son “no económicas”. Sin estos tres ámbitos “no económicos” no habría capitalismo: la reproducción de la vida (los cuidados, la salud, las condiciones de salubridad, entre otras cosas), la naturaleza (de la que cualquier modo de producción extrae alimentos, abrigo y energía) y el poder político (el Estado democrático, en nuestro caso). Por su puesto, el capitalismo necesita de la existencia de estos tres ámbitos, pero también hace simbiosis con ellos, produciendo realidad en cada uno de ellos para moldearlos en dirección de sus propios fines. El punto interesante de Fraser es que muchas crisis capitalistas afloran cuando entran en contradicción las lógicas de estos ámbitos con la lógica capitalista del valor. Por sus propias lógicas internas, estas condiciones de posibilidad del capital (y quizás de cualquier modo de producción y reproducción social) no pueden ser absolutamente subsumidas bajo la lógica del beneficio económico capitalista sin que eso provoque el derrumbe no sólo de los lazos sociales, el ambiente y la misma vida, sino también, y esto es lo que ignora el gobierno sobreideologizado de Milei, el mismo capitalismo. En esa contradicción, entonces, aflora otra cosa: la posibilidad de que estos ámbitos generen una lógica anticapitalista. Ahí está la rosa, podríamos decir, ahí hay que bailar.

Ahora bien, yo pienso que la producción de conocimiento en marcos académicos es un ámbito “no económico” de este estilo: es condición de posibilidad ya, a esta altura de la historia, de cualquier régimen de producción y de cualquier tipo de sociedad y, por lo tanto, no puede someterse a una lógica que le sea extrínseca. Al mismo tiempo, la producción de conocimiento tiene impacto (esa palabra tan cara a la visión neoliberal de la academia) en todas las dimensiones de las relaciones sociales, no únicamente en la actividad propiamente económica y en la producción de valor capitalista. Tiene impacto tanto en el ámbito político como en las relaciones sociales propias de la reproducción y los cuidados y en el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza. En este “impacto”, es imposible de hecho establecer una jerarquía entre ciencias y disciplinas y es mucho más imposible hacerlo con una normatividad económica como único criterio de análisis.

La producción académica de conocimiento, por su propia lógica y por sus propios principios normativos, no se rige por la lógica del valor ni del mercado, incluso cuando está al servicio del capital. Lo mismo ocurre con las tareas de reproducción y cuidado de la vida humana: incluso cuando están al servicio del capitalismo, la usurpación de este terreno por la lógica del capital termina por perjudicar a la misma acumulación capitalista, si no estalla antes una crisis de contradicción entre la acumulación por explotación y la mercantilización de la salud, la educación y los cuidados.

En el plenario de la Comisión de Diputados del Congreso de la Nación (lunes 15 de enero de 2024), Alberto Kornblitt expuso sobre el impacto nefasto del mega DNU y la “Ley ómnibus” en el sistema científico. Entre otras cosas, apuntó que

en ningún país del mundo investigación básica de riesgo es financiada por el sector privado. Simplemente no les interesa, les resulta cara, pero usan la investigación académica estatal como insumo irreemplazable para sus desarrollos tecnológicos comerciales. Es el Estado el promotor y emprendedor como dice Mariana Mazzucatto. Y ejemplos hay miles, desde la internet y la pantalla táctil hasta las vacunas contra el COVID y los fármacos de última generación contra el cáncer y enfermedades hereditarias (https://www.pagina12.com.ar/704281-plenario-por-la-ley-omnibus-el-discurso-completo-de-alberto-).

El “sector privado” (un término proxy, como apunté antes, para “empresarios” que no incluye al resto de la sociedad ni mucho menos a los empleados privados) se beneficia también en esto del “sector público”. La propuesta de venderle (regalarle) ARSAT a Elon Musk es elocuente en este sentido: la producción de conocimiento y aplicaciones tecnológicas es pública y científica y se la apropia el capital transnacional para fines de ganancias privadas, no públicas. Plata siempre hay en estos casos, cuando se trata de expropiar conocimiento público para los fines del capital.

Yo no soy desarrollista y pienso que la ciencia no tiene que estar, como suele estar, al servicio del capital. El punto es que los argumentos desarrollistas que tanto le gustan a la mayor parte del espectro político argentino hablan en favor del incremento de la financiación pública de la investigación y de la educación superior. ¿Por qué la derecha regional está tan en contra del financiamiento público de la ciencia, entonces?

Y como nota al pie: ¿por qué son tan precarios los puestos laborales en las instituciones de ciencia y técnica en casi todo el mundo, cuando son cada vez mayores las exigencias de productividad? En la Argentina, siguiendo la tendencia mundial, las demandas (neoliberales) de productividad y las exigencias en las evaluaciones son cada vez mayores, de modo que al menos en las ciencias humanas, las nuevas generaciones de investigadores tenemos una cantidad de papers en inglés, por ejemplo, mucho mayor que nuestros antecesores, muchos de los cuales no publicaron en journals del primer cuartil de los rankings mundiales en toda su carrera. Criterios como cuál es nuestro índice h (cuántas papers nuestros recibieron una cantidad de citas en otros papers) o cuantas publicaciones tenemos en Scopus son cada vez más decisivos para evaluaciones y concursos en la academia internacional.

En Ciencia, política y cientificismo, el matemático Oscar Varsavsky dijo muchas cosas que hoy es más necesario que nunca releer, por ejemplo:

Muchos creen aún que la capacidad de hacer un paper publicable es capacidad suficiente de “sabiduría”, aunque aceptan que tener un diploma de médico no es garantía de saber curar. He tenido que leer demasiados papers en mi vida para compartir esa opinión. Creo que es garantía de algunas importantes virtudes positivas: laboriosidad, tenacidad, need of achievement, amor propio, aderezadas con una cierta dosis de inteligencia específica y gusto por la ciencia. No es garantía de tener espíritu crítico ni ideas originales, grandes o pequeñas.[1]

Quienes hacemos investigación hoy en la Argentina trabajamos bajo estándares sobreexigentes por un salario mucho menor que el que recibíamos hace diez años. La vigencia de estos estándares distorsionantes de evaluación va de la mano con la precarización laboral y la agudización de los efectos de la competencia individualista (desleal) entre colegas, efecto que impacta sobre la disolución de los lazos comunales sin los cuales el colectivo científico tiene menos poder político. En directa contradicción con la realidad cotidiana que vivimos quienes trabajamos en la investigación, en los años del gobierno de Macri, eminentemente por medio de campañas hechas con trolls en las redes sociales, la derecha argentina instauró la imagen de los investigadores de CONICET como vagos que cobran abultados sueldos estatales. Pero en la investigación no hay horarios de oficina. Investigar no es “escibir papers”, implica un sinnúmero de tareas de todo tipo, incluyendo la formación de tesistas, la preparación de proyectos grupales y la realización de trámites burocráticos, y tiempos largos para obtener resultados publicables. De hecho, la incapacidad de soltar el trabajo y encontrar espacios de ocio es un tema recurrente en la academia en todo el mundo.

Que la derecha haya podido instalar la mentira de que los investigadores de CONICET son vagos es una de las derrotas más grandes que hemos sufrido, y creo que se debe a una incapacidad de nuestra parte de reconocernos públicamente como trabajadores. Y al perder la conciencia de que somos trabajadores, perdimos la claridad para responder a la pregunta de para quién estamos trabajando. La mayor parte del sistema científico argentino está hoy, como en el resto del mundo, quebrado en proyectos individuales e individualistas llevados adelante por personas con demasiado poco tiempo para otra cosa que no sea preocuparse por sus propios antecedentes. A esto no nos llevó una simple ideología exitista o una adicción al trabajo, sino la derrota de la ciencia crítica en manos de las exigencias del mercado de producción de conocimiento neoliberalizado hasta extremos que el siglo pasado desconoció, pero en el que se fue gestando.

“El sistema no fuerza; presiona” por medio de “la necesidad de fondos, la motivación de los trabajos, el prestigio de la ciencia universal”, dijo Varsavsky.[2] Para tener fondos para investigar hay que convencer a “la elite científica” que toma las decisiones de asignación de recursos y a la burocracia: “Las élites y la burocracia asignan importancia -y fondos- a los temas de investigación según los resultados que de ellos esperan”.[3] Todos terminamos cediendo a la presión de hacer lo necesario para que nos vaya bien en la carrera de investigación. Quienes hacemos investigación “básica” funcionamos, lo sepamos o no, al ritmo del financiamiento. Luchar por la ciencia involucra, ineludiblemente, primero ser conscientes de las condiciones materiales de nuestro trabajo, de esas presiones que no son sino emergentes de sistemas de opresión en el que quizás estemos siendo parte del engranaje.

Las ciencias “blandas” y la ideología

Quienes están en el gobierno de Milei o a favor de él esbozan dos “argumentos” en contra del financiamiento público de las ciencias sociales y las humanidades. Uno de ellos es que sólo las así llamadas “ciencias duras” pueden responder a las necesidades de la sociedad. El otro, que los ámbitos de las disciplinas “no duras” están “ideologizados”. En cierto modo, la impugnación a las ciencias blandas es doble: ellas serían incapaces de responder a las necesidades de la sociedad y, si acaso lo fueran, en la actualidad están tan ideologizadas que no podrían hacerlo sin un proceso de reorganización ideológica dirigido por el gobierno. Notemos, además, que todo el asunto se monta sobre una distinción ideológica entre “ciencias duras” y “ciencias blandas” que no es sostenible seriamente desde ninguna visión más o menos informada sobre el quehacer científico, y que niega la realidad de la transdisciplinariedad y la interdisciplinariedad. Esta diferenciación tiene, por lo demás, una deuda metafísica y ontológica históricamente datada y muy difícil de deshipotecar cuando se la asume: la dicotomía tajante entre una naturaleza inmutablemente “objetiva” y una libertad humana que es, esencialmente, el reino espiritual de lo “subjetivo”.

Sobre el primer argumento: ¿quién y cómo determina qué es lo que necesita una sociedad determinada? Si dijéramos “esa misma sociedad” responderíamos muy poco. Para saber qué necesita una sociedad necesitamos de todas las herramientas de muchas disciplinas “blandas” diferentes. Las preguntas sobre qué es una sociedad, cuáles sus necesidades, cómo ordenar esas necesidades, cómo conocerlas en primer lugar, cómo saber si estamos percibiendo las necesidades de una sociedad en lugar de las necesidades de un sector particular de ella, y cómo saber si podemos acceder a esa clase de conocimiento son cuestiones filosóficas. La física no responde nada de esto, ni los tubos de ensayo tienen la capacidad de abordar estas cuestiones.

El neoliberalismo se diferencia de las visiones democráticas del mundo en que los neoliberales están convencidos de que tienen la verdad respecto de cada una de estas preguntas, no importa cuántos libros y datos los contradicen. El neoliberalismo se opone a la libertad de investigación en las ciencias blandas y en las humanidades porque no acepta ninguna puesta en cuestión ni disidencia sobre su visión del mundo. Esto no implica que no tenga a sus propios científicos “blandos” de cabecera tanto en las Universidades Nacionales como en los think tanks. La diferencia entre las primeras y los segundos es que en los segundos el pensamiento único está garantizado y en las primeras, tras siglos de luchas estudiantiles y de intelectuales, se consiguió el pluralismo, la diversidad y la libertad de cátedra, investigación y pensamiento. A esto es a lo que los neoliberales llaman “ideología”, del mismo modo en el que llaman “censura” a cualquier afirmación intelectual que los contradiga. Para el neoliberalismo, los “valores occidentales” de la libertad de cátedra, el debate y la crítica no son tan occidentales como los valores hetercisnormativos y cristianos que profesan, para poner un ejemplo clarísimo.

Sobre el segundo, es simplemente falso que haya un exceso ideológico hoy en las disciplinas “blandas” en la Argentina que las distinga de las “duras”. Por un lado, las ciencias exactas y naturales no son inmunes a la ideología. Vuelvo sobre esto, pero antes unas notas sobre la supuesta ideologización de las ciencias blandas.

Un desarrollo real y robusto de la pluralidad en las ciencias blandas es una buena herramienta contra la proliferación de teorías descabelladas. Los ataques frontales por parte de gobiernos de derecha al CONICET no son nuevos. Los conocimos en los años de la década de 1990, cuando el sistema de CyT vivió un desfinanciamiento escandaloso. El colmo de la situación fue el papelón protagonizado por el ministro Cavallo, quien famosamente mandó a “lavar los platos” a la socióloga Susana Torrado porque había comunicado el resultado de sus investigaciones, que alertaban sobre el impacto de la convertibilidad en la desocupación. No es difícil darse cuenta de que el encono anticientífico de Cavallo era producto de la capacidad de la investigación, en este caso sociológica y demográfica, para desnudar las consecuencias nefastas de la convertibilidad, la política económico-política estrella de los 90s.

Como en la Argentina (hasta ahora), tras décadas de mucha lucha popular, estudiantil y de trabajadores de la ciencia y de la educación superior, hay un nivel alto de libertad de investigación, hay investigadores y docentes abiertamente neoliberales en las UUNN y en CONICET. Y no, nadie los persigue: se sienten perseguidos cuando alguien los contradice porque es, como dije, parte de la doctrina neoliberal no tolerar el disenso. Lo que les molesta a estos liberales herederos de la Sociedad Mont Pelerin (¡conformada en su mayoría por científicos “de las blandas”!), en el fondo, es que la investigación bien hecha tiene la virtud de mostrar la inaplicabilidad de una teoría, en este caso económica, y su desconexión con lo real. La convertibilidad fue, como las políticas actuales del gobierno de Milei-Macri, un derivado de una teoría abstracta e idealizante, desconectada no sólo con la realidad argentina sino con la realidad de cualquier funcionamiento económico.

El neoliberalismo es una doctrina descabellada en varios sentidos, pero sobre todo en uno: es una visión irreal de las relaciones sociales, de la persona humana y de la historia. La investigación seria en ciencias sociales y humanas pone esto en evidencia. Frente al dogmatismo descabellado del gobierno actual y de los gobiernos neoliberales en general, la comunidad de trabajadores de la investigación contrapone su propio carácter polémico y crítico. Esto no quiere decir que toda producción científica es revolucionaria. Lejos de eso, el capitalismo se alimenta de la investigación básica y los credos neoliberales se cuecen en la academia y se reproducen en think tanks con expertos de las ciencias “blandas” (como la economía). Hay hasta filósofos neoliberales de CONICET y de la UBA que publican sus diatribas antipopulares en favor del DNU de Milei y del protocolo de Bullrich en diarios como La Nación. Pero sí quiere decir que la comunidad científica tiene modos de balancear la producción de conocimiento de modo tal que la crítica y las propuestas transformativas nunca desaparecen del todo.

Junto con la necesidad de proteger de la crítica el carácter descabellado de sus propias teorías, la derecha que nos gobierna tiene otra motivación para destruir la producción argentina de conocimiento: la subyugación epistémica y tecnológica. No se trata, en definitiva, tanto del rendimiento económico de la inversión pública en I+D como de aniquilar cualquier producción local de conocimiento para que el capital transnacional pueda reubicar a la Argentina como un espacio de reproducción de tecnologías patentadas en el “Norte Global”. El extractivismo epistémico dio paso, finalmente, al ahogamiento de la innovación propiamente argentina. Para el capitalismo en la fase actual, la Argentina sigue siendo un sector periférico cuya función “natural” tendría que ser proveer recursos naturales (litio, por ejemplo) al menor costo posible y trabajo asalariado barato. La vanguardia tecnológica nos está vedada porque producir conocimiento no es el rol que el capital planetario nos quiere hacer cumplir hoy e históricamente.

Un aspecto crucial de la tendencia anticientífica de la derecha contemporánea que se relaciona tanto con la subyugación epistémica como con la potencialidad crítica de la investigación científica es el de la relación entre los temas de investigación, el Estado y el capital. Aquí es donde las ciencias duras muestran su hilacha ideológica. En la Argentina, este aspecto de la politicidad ineludible de la ciencia se deja ver paradigmáticamente en un caso de este siglo, el del investigador y expresidente del CONICET Andrés Carrasco (1946-2014). El mismo Carrasco dijo que “todo conocimiento es ideológico y remite siempre a un acto político”. Porque, en efecto, el antiintelectualismo no es el único enemigo de “la ciencia”, Carrasco decía que la mirada hegemónica sobre la ciencia “como heredera de la Europa colonial y sus instrumentos de dominación y saqueo muestra que el poder corporativo tiene, a través de las políticas de Estado, el control del desarrollo científico-tecnológico como el aliado más fiel y eficaz, legitimado en la presunta neutralidad científica”. (https://agenciatierraviva.com.ar/andres-carrasco-todo-conocimiento-es-ideologico-y-remite-siempre-a-un-acto-politico/).[4]

Algunas preguntas recurrentes aparecen: ¿Qué es la ciencia “argentina”? ¿Qué temas son de interés científico para la Argentina? ¿Qué percibimos como temas críticos y problemas a investigar? Para poder investigar “cosas útiles para la sociedad” tenemos que, antes que nada, saber cuáles son esos problemas. Pero el problema fundamental es que no siempre percibimos los problemas reales de la sociedad, que tendemos a percibir como problemático lo que nos afecta personalmente sólo a nosotros y a nadie más. No todos los colectivos tienen los mismos problemas y, lo que es más importante, los problemas de un colectivo pueden ser los privilegios mismos de otro colectivo. Esto nos lo enseñó hace tiempo el feminismo marxista negro con Angela Davis a la cabeza. Andrés Carrasco escribió:

la ciencia de la modernidad produce tanto conocimientos como desconocimientos. Es frágil en cuanto a su criterio de verdad y ciertamente no neutral cuando pretende constituirse en certeza. Eso la hace manipulable, promoviendo científicos que son en verdad ignorantes especializados, mientras que induce convenientemente en los ciudadanos una falsa concepción generalizada[5]

Nuestra tarea como trabajadores de la producción de conocimiento es luchar contra nuestra propia ignorancia, nuestros propios sesgos y nuestra propia elitización. Cito de nuevo Varsavsky:

Pero hemos llenado de elogios a la Ciencia que tenemos. Su prestigio es tan grande que seguramente está bien como está. ¿Qué necesidad hay de otro tipo de Ciencia cuando esta ha tenido tantos éxitos?

Sin embargo -observación trivial que ha perdido fuerza por demasiado repetida- entre sus éxitos [i. e., de la ciencia hegemónica] no figura la supresión de la injusticia, la irracionalidad y demás lacras del sistema social. En particular no ha suprimido sino aumentado el peligro de suicidio de la especie por guerra total, explosión demográfica o, en el mejor de los casos, cristalización en un “mundo feliz’ estilo Huxley. Esta observación autoriza a cualquiera a intentar la crítica global de nuestra Ciencia. Algo debe andar mal en ella. La clásica respuesta es que esos no son problemas científicos: la ciencia da instrumentos neutros, y son las fuerzas políticas quienes deben usarlos justicieramente. Si no lo hacen, no es culpa de la ciencia. Esta respuesta es falsa: la ciencia actual no crea toda clase de instrumentos, sino sólo aquellos que el sistema le estimula a crear.[6]

Quiero creer que nadie que se dedica a la investigación piensa que toda actividad científica es por definición garantía de un acceso a la verdad objetiva. Nadie con una formación académica que haya dedicado un tiempo a reflexionar sobre su propia producción de conocimiento puede creer que el conocimiento científico es neutro, imparcial, universal y objetivo. Sabemos que estos son criterios imposibles que sólo ocultan intereses parroquiales y económicos. Lo que intentamos hacer quienes producimos conocimiento en la academia, incluso (y, sobre todo) desde nuestras diferencias, no es encontrar “La Verdad” de la “Realidad”. Lo que hacemos es colaborar con la creación de saberes que nos ayuden a comprender mejor las realidades en las que vivimos y, consecuentemente, poder transformarlas cuando generan sufrimiento innecesario. Claro que también estamos en desacuerdo respecto de hacia dónde transformar la realidad, respecto de qué es “lo mejor”. Sin embargo, tampoco la unanimidad es nuestro objetivo. Pero esto no es nada parecido a la así llamada “posverdad”. Se trata de que las comunidades científicas se relacionan con la verdad de una manera humilde y antidogmática. Al menos, ese es nuestro afán, porque lo contrario es el dogmatismo de doctrinas como el neoliberalismo, de teorías conspiratorias como las que embanderan los movimientos antivacunas y la terquedad de la negación del cambio climático y del antropoceno-capitaloceno.

La existencia de una comunidad científica transdisciplinaria, robusta y establecida garantiza un contrapeso a la tendencia de la ciencia moderna a ponerse al servicio de proyectos capitalistas contrarios a los intereses de las poblaciones y de la integridad ecológica de los territorios. Cuanto mayor sea la libertad de investigación, cuanto más posible sea que proliferen las líneas de investigación sobre temas omitidos (como en el caso de Carrasco, el impacto del glifosato sobre la salud de las poblaciones y su impacto en el territorio), cuanto más financiamiento haya para la investigación básica en todas las disciplinas, mayor será la probabilidad de que emerjan estudios que sí tengan como impacto las necesidades y el bienestar popular y del territorio, y no los intereses del capital. Como saben esto, los gobiernos de derecha necesitan debilitar y reducir el alcance del sistema de I+D.

Si algo sabemos quienes tenemos una trayectoria sostenida en CONICET es que en los momentos en los que más cerrado estuvo este organismo, los ingresos dependieron menos del “mérito” que de factores de sesgo político conservador. La elitización de CONICET en otras épocas no garantizó la mayor “calidad” de las investigaciones, muy por el contrario, hizo que no fuera precisamente ese el criterio por el que se decidía que alguien ingresara.

Frente al dogmatismo descabellado del gobierno actual y de los gobiernos neoliberales en general, la comunidad de trabajadores de la investigación contrapone su propio carácter polémico y crítico. Esa contrapresión vendrá más probablemente de abajo que desde la elite científica, de los estratos más proletarios del sistema científico, que de los colegas consagrados que siempre reciben la mayor parte de la torta del financiamiento y que siempre ocupan (siempre los mismos y las mismas) los espacios de toma de decisión en las universidades nacionales y en los organismos de CyT.

Ciencia útil

Para que el sistema de producción académica de conocimiento pueda cumplir con este rol de contrapeso de las tendencias del capital a someter la ciencia a su lógica, es imprescindible entender que la producción académica de conocimiento sólo puede existir en el seno de una comunidad de disciplinas en la que no haya ninguna jerarquización de saberes. No hay disciplinas más necesarias que otras: toda la comunidad científica es una unidad necesaria. No hay ciencias mejores y peores, no hay ciencias más proclives a la ideología y ciencias más neutrales e imparciales. Pensar lo contrario es producto de no haber tenido un momento mínimo de autorreflexión sobre la producción social de conocimiento (científico o no).

Es fácil conseguir que la investigación argentina responda a las necesidades del pueblo. Antes que armar comisiones de expertos que decidan unilateral y abstractamente qué es más importante investigar y antes que satisfacer las ansias antiintelectualistas de los trolls anti-CONICET, necesitamos abrir las carreras científicas al pueblo. Esto implica promover las vocaciones científicas e investigativas en las juventudes de los sectores populares a nivel federal, en las escuelas públicas de los barrios menos privilegiados de todo el país, y en las escuelas rurales. Se necesita acompañar el desarrollo de la educación para la investigación desde los primeros años de la escolaridad. Se necesita, sobre todo, acompañar el ingreso y la permanencia en la universidad pública de quienes tienen la vocación y el talento específico para dedicarse a la producción de conocimiento. Se necesitan más becas, se necesita más estructura científica que permita el ingreso y la permanencia de las personas de los colectivos subrepresentados en la ciencia (mujeres, personas trans, trabajadores, personas racializadas). Cuanto más elitista es un sistema científico, más proclive es a no satisfacer ninguna necesidad real de su comunidad. Cuanto menos financiamiento haya en la ciencia, más elitista será esa comunidad científica y, por lo tanto, más inútil. Sólo con un financiamiento amplio puede un sistema científico responder a las necesidades de una sociedad determinada.

Hay una particularidad de la comunidad de investigación y educación superior en la Argentina que no se constata en muchos países. La mayoría de nosotros no provenimos de una clase acomodada. Si bien estamos lejos de tener una mayoría de colegas de los sectores más populares, la mayoría de nosotros siempre lavamos nuestros platos. No somos herederos que viven de rentas y se dedican a la ciencia por hobby, somos trabajadores de la ciencia. Por eso nuestra ciencia es buena: porque no es producto de una elite económica.

La insistencia en el ataque sólo puede significar que el gobierno de Milei vino a despojar a la Argentina de cualquier posibilidad de crecimiento económico y desarrollo para ponernos en un lugar absolutamente subalterno en el capitalismo planetario, un territorio disponible para la expropiación de recursos y para la economía de deuda del capital financiero. Este gobierno no vino a desarrollar el capitalismo nacional, vino a destruir nuestra economía para poner al país al servicio de la lógica del capitalismo planetario. Incluso en este sentido, el gobierno actúa torpemente porque sigue concibiendo al mundo como si el hegemon fuera Estados Unidos y viviéramos en una fase anterior del capitalismo. Como sea, el objetivo del plan de ajuste es tener los salarios más bajos posibles en la región, desintegrar la capacidad de agencia política (incluso “burguesa”) contra el capital financiero y el capital extractivo transnacionales. El ataque al sistema educativo y científico es parte de este plan. No podemos defender la ciencia, por lo tanto, sin ser conscientes de que la carestía y el desempleo son el fin, el propósito de este gobierno, no un medio para un futuro mejor. El futuro neoliberal ya llegó, no hay que esperar 35 años. Esto es todo lo que el neoliberalismo tiene para ofrecer, pobreza estructural y docilidad popular.

Para quienes trabajamos en la producción de conocimiento y en la educación superior, hoy se nos abre una disyuntiva fundamental: ¿qué camino vamos a elegir en nuestra tarea? ¿Vamos a profundizar la simbiosis entre la ciencia y el capitalismo con tal de defender nuestro trabajo? ¿O vamos a dignificar nuestra tarea poniéndola al servicio del pueblo y de la naturaleza?

Algunas consignas para levantar hoy son, entonces: Más ciencia para más niños y niñas, más impulso a las vocaciones científicas, más desarrollo de la crítica informada por la investigación rigurosa que escucha los problemas tal como los formulan las mismas comunidades. En resumen, más presupuesto y, de nuestra parte, un mayor compromiso con la autoconsciencia crítica de nuestro rol y de nuestra condición de trabajadores de la ciencia.

 


Macarena Marey nació en Necochea en diciembre de 1978. Es investigadora de CONICET y docente de Filosofía Política en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Investiga sobre participación política, teorías de la democracia, derechos territoriales y tradición del contrato social. Dirige el Núcleo de Estudios Críticos y Filosofía del Presente, Instituto de Filosofía, FFyL, UBA.

 


[1] Varsavsky, Oscar. Ciencia, política y cientificismo (2018), Buenos Aires, Utopía Pirata, 1969, p. 46.

[2] Varsavsky, Oscar. Ciencia, política y cientificismo (2018), Buenos Aires, Utopía Pirata, 1969, p. 34.

[3] Varsavsky, Oscar. Ciencia, política y cientificismo (2018), Buenos Aires, Utopía Pirata, 1969, p. 36.

[4] (Veáse “Ciencia y glifosato: interpelando órdenes. Una investigación en la prensa en el contexto argentino” de María Paula Blois, para una reposición de la historia de Carrasco:

https://www.redalyc.org/journal/1809/180948645007/html/).

[5] (https://agenciatierraviva.com.ar/andres-carrasco-todo-conocimiento-es-ideologico-y-remite-siempre-a-un-acto-politico/

[6] Varsavsky, Oscar. Ciencia, política y cientificismo (2018), Buenos Aires, Utopía Pirata, 1969, pp. 23-24.

 

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