Por Macarena Marey
Ante el atentado contra la vicepresidenta de la Argentina y la principal dirigente política del campo nacional y popular, Cristina Fernández de Kirchner, que ha puesto en vilo la democracia, la filósofa Macarena Marey se pregunta por la cuestión de la responsabilidad. “Hay una pregunta previa -dice Marey-, a la pregunta práctica, ética y política más famosa y repetida, “¿qué hacer?”. Antes de preguntarnos qué (tenemos que) hacer, nos hacemos, lo sepamos o no, otra pregunta: ¿de qué somos responsables?”
En la filosofía política los conceptos funcionan muchas veces como prismas: obtendremos un diagnóstico diferente de los problemas del presente dependiendo de qué concepto organice nuestra percepción teórica de la realidad. Un concepto filosófico político puede constituir por sí mismo un acercamiento a los problemas del presente, el límite, la complejidad y la profundidad del diagnóstico y, con ello, la pertinencia de las soluciones que se propongan.
Hoy, a horas del intento de magnicidio contra Cristina Fernández, un concepto humilde y a la mano, pero con un enorme poder de ampliar la percepción y de ayudarnos a practicar las acciones correctas, es el de responsabilidad política. Esta cuestión puede ayudarnos a iluminar las constelaciones conceptuales que están en juego, desde los discursos de odio hasta la manipulación de las instituciones republicanas para fines antipopulares, pasando por cómo tenemos que conducirnos en estas horas en el foro público.
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Hay una pregunta previa a la pregunta práctica, ética y política más famosa y repetida, “¿qué hacer?”. Antes de preguntarnos qué (tenemos que) hacer, nos hacemos, lo sepamos o no, otra pregunta: ¿de qué somos responsables? Antes de la incertidumbre por el qué hacer está la certeza de que nos toca hacer algo. “¿Qué hacer?” es una conclusión, es más una continuación que un comienzo, es una respuesta al mundo y a quienes lo habitan. Pero ¿cómo sabemos eso?, ¿cómo sabemos que nos toca hacer algo, aunque no sepamos todavía qué? Esta pregunta encierra tantas otras preguntas vitales (¿quién/qué soy? ¿quiénes/qué somos? ¿qué podemos esperar? ¿cuál y cuánta es mi/nuestra potencia? ¿cuánto se negará el mundo a aceptar nuestra acción?) que bien podría ser la pregunta metafísica, ontológica y política (las tres cosas a la vez) más importante de todas.
La pregunta por la responsabilidad rebasa la subjetividad, rebasa las relaciones sociales, es suprauniversal, incluye los intermundia, se cuela en ellos como el agua en las grietas de una roca. No se le escapa nada, todo lo baña y es por lo tanto también la pregunta por aquello que necesariamente se nos va de control. La pregunta por la responsabilidad es la pregunta por la conjugación de nosotrs con el mundo y del mundo con nosotrs. Es una pregunta que nos hacemos porque nos la hacen el mundo y las otras vidas. Es la cuestión de la relación entre lo que se nos escapa y nosotrs, el lazo ético, no eudaimónico, con los avatares de la fortuna, aquello que hace que tenga sentido preguntarnos por el curso del mundo sin referir siempre la pregunta a la felicidad propia, la conveniencia, la comodidad, la adaptación y la supervivencia. El aguijón de la responsabilidad hace que el conocimiento nos importe por razones éticas y políticas. Queremos saber sobre el mundo y sobre quiénes somos no sola ni primariamente por curiosidad y asombro sino porque es en el mundo donde actuamos y por lo tanto donde las cosas mismas nos pueden hacer demandas éticas.
La pregunta por la responsabilidad propia es diferente cada vez que se formula. La pregunta por la responsabilidad y la culpa de un burócrata por un genocidio difiere claramente de la pregunta por la responsabilidad frente a (no por) una opresión que puedan tener quienes la sufren. Así, el tratamiento de la responsabilidad y la culpa en una corte penal internacional no coincide con el acercamiento a la responsabilidad de quienes se organizan para luchar políticamente contra un orden normativo injusto desde los márgenes de ese orden. La pregunta por la responsabilidad de quienes tienen la voz amplificada en los medios y por sus cargos políticos difiere de la pregunta por la responsabilidad de quienes hoy marchan a las plazas de sus ciudades en la Argentina y a las puertas de las embajadas argentinas en otros países porque sienten nuestra responsabilidad de defender la democracia. La responsabilidad de quienes instrumentalizan las instituciones con fines antipopulares difiere de la responsabilidad de quienes antagonizan contra esos fines. Esto no implica, sin embargo, que la responsabilidad no sea colectiva. Aún quienes hoy no podemos poner el cuerpo en las plazas -aunque lo deseamos- porque tenemos que ponerlo en otro lado, no podemos eludir la responsabilidad -y la tarea- de defender la democracia.
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La acción humana, cualquier acción humana, por más liviana que se la piense y aunque no se lo piense, siempre agrega responsabilidad objetiva en el mundo. Hay algo en la acción humana, en su carácter mismo de acción humana en el mundo (¿dónde más sería? pero lo que importa es la definición de “mundo”) que puede orientarnos para una respuesta mínima a la pregunta por la responsabilidad. Es esto: la acción humana es teratogénica, es decir que nos es incontrolable.
No me refiero a los monstruos que produce la razón durmiente que no vigila lo que hace la fantasía. Monstruoso es lo que hacemos en la vigilia. Tampoco me refiero a que la dimensión monstruosa de nuestras acciones genere necesariamente el mal, el desastre y la catástrofe. “Monstruo” no es aquí una entidad / personalidad a la que debamos nuestro temor y terror, de la que debamos huir tan rápido como podamos correr, aunque sí le debemos respeto y reverencia, una reverencia que no es más que la conciencia de la responsabilidad. La monstruosidad de la acción es inescapable, es un dato de nuestra condición de agentes, de nuestro modo de actuar en el mundo. El punto, sin embargo, es que quien no sabe que su acción es teratogénica es más propenso a contribuir con la destrucción. Desentenderse de la responsabilidad es el déficit epistémico y moral que genera la violencia destructiva. Por el contrario, saber (aunque siempre de manera incierta) de las combinaciones de contingencia y necesidad en la acción nos permite actuar de manera creativa ante cada intento de aniquilación.
Todo lo que hacemos nos supera ontológicamente, como el Leviatán a la multitud que lo conforma, como el golem que se sale de control. Nuestra manera de actuar y de crear instaura un deísmo de lo humano: creamos con un barro que no creamos del todo y no gobernamos lo que creamos. Sin embargo, el desprendimiento de la acción del que hablo no es alienación ni desencantamiento. No pone un velo entre el sujeto y el mundo. Es por el contrario el recordatorio de que estamos en el mundo incontrolable, actuando aquí. No podemos evitarlo. No se puede bailar en ningún otro lugar más que aquí.
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En una obra profunda e interpelante, La responsabilidad por la justicia, Iris Marion Young ahondó en la diferencia que trazó Hannah Arendt entre la culpabilidad y la responsabilidad y llevó la cuestión, siguiendo a Judith Shklar, al terreno de nuestras acciones cotidianas y de nuestras injusticias pasivas. En este bello libro, Young dice por ejemplo: “Porque habitamos el escenario de la historia y no simplemente en nuestras casas, no podemos eludir el imperativo de tener una relación con acciones y eventos llevados a cabo por instituciones de nuestra sociedad, a menudo en nuestro nombre, y con nuestro apoyo pasivo o activo”. Un tweet de C. Thi Nguyen del 18 de agosto de este año ilustra bien una de las tesis centrales de Young. Se trata de la fotografía de una frase que le había tocado en una galleta de la fortuna: “Ningún copo de nieve se siente jamás responsable en una avalancha”. Acompañaba la foto este texto: “Recién me tocó la mejor galleta de la fortuna. Estoy pensando ahora en empezar mi clase de introducción a la ética proyectando esto y pidiéndoles a ls estudiantes que lo discutan y apliquen a sus vidas”.
La responsabilidad por la justicia no se reduce a la culpa, que es individualizable y orientada al pasado. La responsabilidad es siempre colectiva y orientada al futuro de manera transformadora. La orientación responsable hacia el futuro no desecha, sin embargo, el pasado, no es un llamado negacionista a obliterar nuestra historia. Se trata, por el contrario, de asumir responsablemente el pasado y el presente como fuentes de normatividad que nos interpelan a todas las personas, aunque sea de manera diferente, a actuar de ciertas maneras, sin determinarnos inexorablemente, pero sí dándonos tareas. Prestar atención a nuestros deberes de responsabilidad y percibir aquello de lo que nos cabe hacernos cargo es la precondición de la acción. Esto no quiere decir que debamos quedarnos en la parálisis de la contemplación. Quiere decir que no hay acción ni individual ni colectiva cuyo carácter o bien transformador o bien reforzador de las condiciones injustas y violentas del presente no se dirima en la asunción de la responsabilidad.
Hoy todas las personas que vivimos en el territorio argentino y más allá también tenemos una gran responsabilidad política. Estemos a la altura de las condiciones del presente para que nuestra praxis sea democrática, popular y transformadora, creativa en lugar de destructiva. La culpa la tienen algunas personas que serán (esperamos) juzgadas por este atentado; la responsabilidad por la tarea de defender la democracia popular la tenemos todas las personas y no se pueden establecer esas culpas sin una toma de conciencia previa de qué es lo que está en juego. De esto, nada menos, somos responsables, de actuar a la altura de la demanda ética y política de la praxis en este presente. Lo demás es banalidad: la violencia nunca es individual y nunca es espontánea.