Por Emiliano Gambarotta
Lo falso ha adquirido un nuevo protagonismo en la discusión pública acerca de lo político, pero no estamos siempre ante una misma configuración de la falsedad, no se trata de un fenómeno unívoco. Problematizar algunos de los modos de comunicación de lo falso, hoy preponderantes, así como sus consecuencias en el modo de percibir lo político, es lo que aquí se propone Emiliano Gambarotta. Para ello, problematiza la lógica de las “fake news” pero, sobre todo, la de las teorías conspirativas, interrogando su pretensión “teórica”, junto con el carácter conspirativo de su explicación. La mirada conspirativa se encuentra, a su vez, más extendida en el espacio público, pues forma parte de un modo de darle sentido a la política que propicia en los ciudadanos un juicio despolitizado sobre lo político.
Nos hemos habituado a la idea de que parte de lo que circula en el espacio público es falso, que son “fake news”. Sin embargo, ellas no son el único modo de comunicación, presente en dicho espacio, que transmite falsedades. Y, si bien han adquirido un innegable protagonismo en la actualidad, quizás tampoco sean el el modo de comunicación más interesante para la reflexión sobre la cultura política. Antes bien, como estas líneas van a intentar apuntar, son las “teorías conspirativas” las que entrañan un desafío mayor, pues ellas contienen, acentuada, una problemática más amplia acerca de cómo se discute públicamente lo político.
Fake news y teorías conspirativas tienen en común su falsedad, al menos para aquellos que no la sostienen, pero no menos relevantes son sus diferencias. En efecto, las primeras mantienen la lógica propia de esa forma de comunicación que es la información, según Walter Benjamin la entendía. Es decir, se caracterizan por su brevedad y su renovación constante, son pequeñas piezas, que no están hechas para durar en el tiempo, sino para producir un shock sensacionalista en el momento, mientras son una novedad. En definitiva, su temporalidad es la de la cultura del consumo, cuya máxima expresión es la moda. Su brevedad y constante renovación imponen, además, la necesidad de que sean comprensibles de suyo, que para entenderlas no se requiera apelar a nada más. En tanto no hay tiempo para elaborar, ni profundizar, en el breve instante antes de que sea hora de una “nueva novedad”. Por eso, en general, las noticas falsas no resisten el chequeo que las refuta. Por supuesto, no todes les que escucharon esa noticia, escuchan también su refutación, permitiendo ello que la falsedad perdure en el espacio público. También tiende a perdurar cuando una voz autorizada (une politique de renombre, une comunicador reconocide) insiste en ella, aunque no cuente con elementos nuevos en los que apoyarla. Sin embargo, aquí empiezan ya a ser otra cosa, pues es difícil sostener la misma fake news haciendo oídos sordos a su refutación, antes bien, como Donald Trump y Jair Bolsonaro hacen una y otra vez, se acusa a la refutación de ser falsa, más aún, se acusa de falsedad a quien publica la refutación, de esconder la verdad por intereses propios. Emerge la sombra de la conspiración.
Lo anterior ya nos dice algo acerca de las teorías conspirativas: su completa invulnerabilidad, para quien las sostienes, frente a todo intento de refutación. Esta suerte de pesadilla popperiana, entraña una elaboración capaz no sólo de dar cuenta de su propia verdad, sino sobre todo de cómo y por qué la mayoría de la población está sumida en el engaño. Es tan importante demostrar que la Tierra es plana, como develar los motivos detrás de que la mayoría asuma falsamente que es esférica. En esto se ve la dimensión “teórica” de las teorías conspirativas, pues mantienen la pretensión de explicar y, al hacerlo, dan sentido al sinsentido o, más específicamente, a lo que desde el punto de vista del sentido común parece un sinsentido, algo que simplemente no puede ser, en tanto contrario a lo perceptible inmediatamente. En efecto, por lo que veo desde mi ventana, la Tierra parece más bien plana, sólo contra esa percepción inmediata se puede captar su verdadera forma.
Las teorías conspirativas no son, entonces, comprensibles de suyo, pero sí se construyen en base a elementos comprensibles de suyo, inmediatamente evidentes, que, por lo tanto, no requieren mayor elaboración, ni profundización. Es aquí que cobra protagonismo su otra dimensión, la conspirativa. En tanto la conspiración es siempre la reunión de un conjunto de individuos, que persiguen una meta clara a través de sus acciones, todo lo cual es mantenido fuera del ojo público, al menos mientras la conspiración está en funcionamiento. Por eso, el sentido que dan estas “teorías”, a través de sus explicaciones, se construye apelando únicamente a individuos, sus acciones y, sobre todo, sus intereses, siempre oscuros, al situarse lejos de la luz pública. Es esa oscuridad la que, como toda buena teoría, las conspirativas buscan iluminar, y lo hacen, entonces, apelando a motivos individuales, cuyo reverso es diluir el papel de las configuraciones de relaciones sociales en el fenómeno que se intenta explicar. Se puede elaborar una enrevesada trama de motivos e intereses detrás del engaño en el que la mayoría está sumida, pero por más compleja que sea esa trama mantiene su referencia a algo inmediatamente comprensible: individuos que conscientemente urden ese engaño, pues se ven directamente beneficiados del mismo, aun cuando no sea en términos estrictamente económicos, pues hay una ambición más fundamental, la de poder.
Es en este último rasgo que las teorías conspirativas acentúan una problemática más general de la cultura política, acerca de cómo se discute públicamente lo público, a través de una personalización de los procesos sociopolíticos. Este modo de ver es común a ficciones televisivas o cinematográficas como, por ejemplo, House of cards. Serie en la cual se hace de la política una complicada trama de intrigas, motivadas por la ambición de poder de los distintos individuos que participan en ella. Por lo que las políticas que se llevan adelante, las leyes que el Congreso aprueba, no son juzgadas por sus consecuencias sociales, sino que representan otras tantas piezas de ese juego, cuyo único objetivo es la acumulación de más y más poder personal. En la misma línea, no hay problemas “sistémicos” que requieran reformas estructurales, el peso del lobby, por caso, no es más que otro paso en la danza de ambiciones individuales.
Por supuesto, no tiene por qué esperarse que una ficción televisiva elabore una representación fidedigna de la compleja configuración de la política, o de la vida social en su conjunto. Sin embargo, eso es lo que se suele esperar de los noticieros televisivos, en los que este modo de ver y dar sentido a la política también predomina –sin por eso ser el único–. De esta manera, se pone en escena una percepción que personaliza, individualizándonos, procesos colectivos y hasta anónimos. Desde este punto de vista, todo se entiende cómo brotando de fuentes individuales, los proyectos de leyes (la reforma judicial, por caso) o los funcionarios, designados en distintos cargos, “son” de tal individuo o de tal otro, nunca del espacio político común que ambes integran. No hay configuraciones de relaciones sociales, sólo individuos, como si un tejido estuviese compuesto simplemente por una acumulación de hilos y no por su particular entrelazamiento. Detrás de toda medida de gobierno se esconde un nombre propio, cuyo beneficio o perjuicio es el único objetivo que persigue, sin confesarlo, esa medida. Se comienza a palpar el carácter conspirativo de esta lectura, que deja fuera de la vista a los procesos sociales complejos, de carácter impersonal y anónimo.
Esto no quiere decir que no haya políticas específicas orientadas a beneficiar o perjudicar a un individuo o un número acotado de ellos. Pero aun en estos casos se encuentra presente, haciendo sentir su peso, un proceso de más larga data, por el cual ese individuo ha llegado, por ejemplo, a ocupar una posición tan central en un mercado, que no puede (des)regularse, a este último, sin que esa medida parezca un traje cortado especialmente para ese nombre propio. Es la configuración de relaciones, que lo posiciona en dicha centralidad, la que genera el carácter (aparentemente) “personalizado” de la medida. Y ello es justamente lo que se disuelve en una lectura individualista de los procesos sociales y políticos.
Problema particularmente grave si se considera que tanto la sociedad capitalista –según es caracterizada en la larga tradición del marxismo–, como la organización burocrática del gobierno –según la entendía Max Weber–, tienen uno de sus rasgos distintivos en el carácter impersonal de sus relaciones sociales. Sin embargo, en la discusión pública predomina la concepción de Margaret Thatcher, según la cual “la sociedad no existe, sólo existen los individuos y sus familias”.
La falsedad ocupa –aunque quizás sea más preciso decir “mantiene”– hoy un lugar protagónico en la discusión pública, pero no es un fenómenos unívoco, no estamos siempre ante la misma falsedad. Las fake news apuestan al shock inmediato, constantemente renovado, propio de aquello que se produce para su consumo cultural. Las teorías conspirativas, en su explicar los planes urdidos con el fin de dejar a la masas en la ignorancia, buscan develar lo allí oculto, en pos de iluminar a dichas masas, de liberarlas de la falsa conciencia, para la cual la Tierra es redonda. Tarea en la cual apelan a elementos inmediatamente comprensibles, a individuos que actúan guiados por sus más personales ambiciones. La explicación conspirativa se encuentra aquí acentuada, magnificada hasta el extremo, pero no es exclusiva de estas teorías, ya que también permea a la discusión pública de lo político, formateándola como una sumatoria de disputas entre individuos, cada uno de los cuales no procura más que satisfacer su propio anhelo de poder.
Semejante modo de ver sólo es posible sobre la base de una relación inmediata con lo visto, en la cual se diluye la mediación de lo social, es decir, el peso de una sociedad que atraviesa al proceso en cuestión, impactando en su configuración. Introducir esa mediación, evitar la tentación conspirativa, implica situarse en un punto desde el cual ver a los individuos, con sus ambiciones en conflicto, dentro de un conjunto de condiciones particulares que, como tales, condicionan a dichos individuos. Es en el reducir lo político al sólo choque de voluntades individuales donde reside la falsedad de la mirada conspirativa, buena para una serie de televisión y tan ficticia como ésta.
La claridad de su narración, ligada a su carácter inmediato, permite contar ordenada y limpiamente los acontecimientos políticos, dándole un sentido –siempre personal– a procesos confusos que, como los laberintos, por momentos nos pierden en un sinsentido, el cual parece no tener salida. Sin embargo, como Borges bien lo sabía, el laberinto es una construcción humana, que posee un sentido propio, del cual incluso se puede intentar trazar un mapa, que no es otra cosa más que construir su imagen de conjunto. El reverso de la claridad conspirativa es, entonces, no dar lugar más que a una discusión sobre individuos, sus ambiciones y su (buena o mala) voluntad. El juicio sobre lo político se vuelve un juicio (moral) sobre los comportamientos personales. Dejar atrás esta visión conspirativa es, entonces, indisociable de introducir en la discusión las mediaciones sociales, condición de posibilidad para un juicio político sobre lo político.
Emiliano Gambarotta trabaja como Investigador del CONICET, en el IDAES-UNSAM, y como docente en la UNLP. Doctor en Ciencias Sociales (UBA) y Magíster en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural (IDAES-UNSAM), estudió sociología en la FaHCE-UNLP porque sabía cómo llegar a esa facultad y en el camino encontró una vocación. Sus investigaciones proponen una sociología crítica de la cultura, que apuesta por la democratización de lo político.