Pensar la pandemia
Los monstruos de la razón

Por Silvana Vignale 
(Doctora en Filosofía / Investigadora de CONICET)

Hay algo de precipitado y riesgoso cuando se intenta pensar en movimiento sobre algo que está sucediendo. En ese sentido, es necesario siempre hacerlo desde los hechos y las prácticas, y no desde conceptos que se cristalizan y comienzan en algún momento a funcionar como universales para todo nuevo acontecimiento. Eese ejercicio crítico del pensamiento es relevante, más que dar respuestas a partir de lo conocidobuscar delimitar los nuevos problemas, dar con la singularidad de lo que sucedePor eso, salir del único registro de la excepcionalidad como paradigma de la gubernamentalidad biopolítica, así como del de la defensa de las libertades formales que reaviva la fobia al Estado, puede ser útil. Están cambiando las condiciones de posibilidad de nuestra experiencia histórica, aún no sabemos cuál se esa deriva; la coincidencia temporal con los acontecimientos nos obscurece en qué direcciones se va transformando. Sin embargo, eso no quiere decir que tengamos que quedarnos impávidosni mudos. 

Quizás al comienzo de la pandemia asistimos, en primer término y con sorpresa, a la resurrección de las viejas preguntas respecto del rol del Estado en un contexto marcadamente neoliberal, escuchando discursos y observando medidas de tinte keynesiano por parte de gobiernos de centro-derecha, al tiempo que nos encontramos ante una situación en la que se reaviva de un modo peculiar el ejercicio de la fuerza pública del poder soberano, de una manera desfasada respecto del devenir de las democracias liberales.  

Lo cierto es que nos encontramos ante un estado de situación mundial inédito, imaginado apenas por relatos distópicos de un futuro que imaginábamos cercano, pero que parece haber llegado. Las ciudadanas y ciudadanos del mundo confinados a una reclusión domiciliaria, donde las fuerzas policiales tienen el control de las calles vacías, testigos de cómo una arquitectura es la que sustenta nuestros modos de habitar el mundo, en el que ordinariamente circulan nuestros cuerpos y nuestros afectos.  Donde el Estado busca controlar el contagio y evitar el colapso de los sistemas de salud, mientras se pone en suspenso la cotidianidad del mundo, algo del orden de su temporalidad. Pero una situación que pese a las medidas neokeynesianas de emergencia, está comenzando a ser favorable a la flexibilización laboral, que promueve el teletrabajo y la educación virtual, y en la que proliferan discursos lights y humanistas sobre el “distanciamiento social” como forma de “cuidado de los otros”, romantizando la obediencia civil como si fuera un lazo de solidaridad.  

No busco refutar los enunciados espectaculares y mediáticos sobre si el virus acabaría o no con el capitalismo, ni tampoco cargar las tintas sin más contra las medidas gubernamentales de la cuarentena obligatoria. Y menos aún contribuir a argumentos de derecha, respecto de por qué no hay que frenar las economías, lo que les haría el juego a los intereses económicos. Sino intentar desenfocar la mirada respecto de lo que sucede, captar lo insólito y anómalo de la situación.  

No sólo hay un confinamiento de los ciudadanos y ciudadanas, y el Estado ejerciendo control con las fuerzas policiales. También hay una innumerable serie de efectos en relación a ese confinamiento y a ese ejercicio de las fuerzas en las calles, abusos perpetrados por distintas formas del poder: mujeres, niñas y niños que conviven con sus abusadores, la precariedad de ciertas formas de vida –expuestas a condiciones de enfermedad, de hambre y de muerte-, la salud mental y emocional de quienes viven solos o solas, la policía actuando siempre en un gris entre la violencia y el derechotodo ello mediante cierta naturalización de la desmovilización colectiva y del acatamiento y obediencia de orden epidemiológicos. 

Si logramos descentrar la mirada y desnaturalizar incluso aquello que nos produce adhesión o tranquilidad -como contar en nuestro país con un gobierno que ha tomado medidas con anticipación respecto de países donde la situación parece estar fuera de control-, podemos asistir a lo extraordinario del acontecimiento. Mediante una visión sagital respecto de nuestra experiencia histórica, podemos colocarnos frente a lo inédito de lo que a todas luces es un experimento. Un experimento no porque haya una mentalidad o voluntad que lo estuviera ejecutando, sino por las características de lo desconocido en cuanto experiencia política e histórica, en cuyo caso no habría que quedarse con un análisis local, que no se encuentre inserto en un panorama global de las medidas y decisiones políticas. No me refiero con ello a la generalización del paradigma de la excepción, mediante los nuevos dispositivos tecnológicos por los que los gobiernos orientales, por ejemplo, ya controlan biométricamente a sus ciudadanos en razón de lo epidemiológico, y con ello al atentado al modelo jurídico de nuestras libertades individuales, a partir del avance, en términos de gubernamentalidad, de la recopilación de datos sobre nuestros cuerpos que se puede hacer con la big data. De alguna manera, esta captura del cuerpo ya nos era conocida. 

Mi pregunta es ¿tenemos dimensión del monstruo que, otra vez como humanidad, podemos estar creando? En otras palabras, controlando la crisis sanitariaes decir, el contagio del virus y la capacidad de nuestros sistemas de salud, ¿dimensionamos los innumerables efectos y consecuencias de la suspensión de las economías nacionales y la posibilidad de un default global de deudas soberanas, la implosión de las economías familiares -algo que puede ser mucho peor a la Gran Depresión de la década de 1930-? ¿Imaginamos acaso los efectos de mantener de modo inédito en la historia a más de la mitad de la población del mundo en un encierro generalizado -un dispositivo que, por otra parte, se había utilizado hasta ahora regularmente sólo para el confinamiento de todo lo que la sociedad había considerado como una “amenaza”, lo que en sus orígenes se nombraba como el “enemigo social”: el crimen, la locura? ¿Es verosímil preguntarse por la constitución de un monstruo más grande que el colapso de los sistemas de salud y las tasas de mortalidad epidemiológicas por el covid-19, que acentúe dramáticamente la brecha entre pobres y ricos, que provoque la caída del mundo de miles de vidas que ya en sí mismas se encontraban en situación de precariedad por el colapso del sistema financiero global, con el aumento del desempleo en proporciones y velocidades que hasta ahora no conocemos 

Me pregunto también entonces si no se trata de una equivocación considerar sólo el eje epidemiológico, afín a los discursos y prácticas de la biopolítica, donde se busca gestionar y potenciar la vida de las poblaciones como un asunto gubernamental. Si no se trata de un error pensar como alternativa excluyente el privilegio de la economía o el de la vida, en un versus entre el Estado y el Mercado, depositando el sentido común en la rivalidad entre liberalismo y Estado de Bienestar -todo aquello que hasta ahora nos era conocido-. Y también si no es ligero, en los enunciados en los que hay que optar por “la economía o por la vida”, la reducción de la “vida” a una categoría estrictamente biológica, donde se privilegia el análisis de las tasas de mortalidad por el contagio del virus, junto con el dilema ético de a quiénes se busca hacer vivir y a quiénes se está dejando morir, en un contexto que cada vez nos muestra más que lo que mata no es el virus en sí mismo, sino el estrago del neoliberalismo sobre los sistemas de salud públicos. Quiero decir: lo que está en juego respecto de la vida no es, en general y en este contexto en particular, solamente un asunto biológico, también es la forma de vida de quienes, desde siempre, ya están expuestos no sólo al contagio, al virus, a la enfermedad, sino a todos los males y estragos que no se llaman covid-19, y que son producto de las inequidades sociales y de la distribución de la riqueza en el mundo, sobre todo en nuestros contextos latinoamericanos, muy distintos a los europeos. Lo que está en juego respecto de la vida es, por otro lado, lo relativo a qué nueva fábrica de cuerpos surja en un contexto de colapso global, qué nuevos modos de supervivencia sobre los que podemos quedar confinados en una nueva configuración de nuestra experiencia histórica. Por eso, insisto con la pregunta, sincera: ¿tenemos dimensión del monstruo que tal vez estemos creando? 

En lo referido al cuidado de sí y de los otros, todo está por responderse, en cuanto no hemos logrado construir una forma de vida en la que realmente esos “otros”, a los que supuestamente se refiere esa ética del cuidado del aislamiento, entren en nuestra economía afectiva. No nos hace más humanos el aislamiento, o en todo caso, si nos hace más humanos, es en el peor de los sentidos de todo humanismo: humanos por decreto, humanos obedeciendo por miedo, humanos cuidando sólo de lo propio, cuando lo propio es todo lo relativo a aquello que creemos poseer.  

 

 

Imagen de portada: sobre aguafuerte de Francisco de Goya y Lucientes “El sueño de la razón produce monstruos”. 

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