Por Silvana Vignale (CONICET)
Hace un tiempo que venía rumiando algunas ideas sobre la expresión “comer” o “tragar sapos”, expresión que he escuchado de amigxs e incluso de colegas, personas con quienes comparto el trabajo de investigar en el área de humanidades y ciencias sociales, donde el poder, los sujetos y la política son nuestros objetos de estudio. El anuncio de la fórmula electoral “Fernández-Fernández” vuelve a poner en escena los usos de esa expresión. Lejos de pensar que Alberto Fernández es el “sapo” (me parece que nos hemos reservado para otrxs ese calificativo), sí se ha tomado la noticia como una bomba política, con mucha sorpresa en su gran mayoría y con diversas reacciones. Y sin embargo, esto no es una mera estrategia electoral.
Vamos por parte. Siempre me hizo ruido la expresión “comer sapos”, incluso cuando yo misma la pronuncié –o lo sentí en el cuerpo, votando a alguien que no era de mi simpatía personal–. Creo que he podido llegar a entender a qué se debía esa interferencia y ese malestar: no sólo se trata de un profundo gesto de obediencia, sino de una deslegitimación expresa a la estrategia política y a la naturaleza de la política –perdóneseme la expresión, es a fines de entendernos–, como algo espurio o siempre fraudulento, en favor de lo que se consideran nuestras –siempre profundas– convicciones, como si la grieta se encontrara justo ahí, entre las palabras y las cosas, entre las ideas y los actos, entre los ideales y la efectiva materialidad de los hechos.
Justo hacía un par de días escribía sobre esa impostura intelectual, pseudo-crítica, de denuncia al poder, cuando en las prácticas cotidianas hay quienes son absolutamente sumisxs y obedientes a lo que se considera –en el ámbito académico– la “autoridad” (aunque es algo que se reproduce en distintos ámbitos). Michel Foucault lxs nombra como lxs burócratas de la revolución y lxs funcionarios de la verdad, rol del que debiéramos cuidarnos mucho, si tenemos algo de responsabilidad política y voluntad de construcción colectiva, además de esas profundísimas convicciones, como todxs parece que tenemos.
En esa idea de “tragar sapos” hay por un lado, una cierta aceptación, pero al mismo tiempo, una cierta ingenuidad respecto del funcionamiento del poder. En eso radica el gesto de obediencia: una aceptación de algo en lo que definitivamente no se coincide, un “tendrá que ser así”, y por algo que no es, propiamente, lo que “yo quisiera”. Hay entonces una conformidad con la estrategia, pero que no va acompañada con toda la fuerza de la voluntad, una adhesión obediente a decisiones y voluntades que parecen no ser las propias.
Por un lado entonces, y como decía, el gesto de obediencia, pero además (y creo que lo que sigue lo explica), un desconocimiento del funcionamiento del poder, en cuanto a la materialidad de su ejercicio estratégico, de la política como permanente reconfiguración de las fuerzas. Que no haya un acompañamiento de la propia voluntad, sino una pura obediencia, no solamente da cuenta de cierto idealismo y/o ingenuidad respecto de la política, sino de su principal peligro: la pérdida de la potencia, la disociación de las fuerzas, la separación de las fuerzas de sus móviles. Dicho más llanamente, no se trata sólo de una cuestión teórica o intelectual respecto de cómo funciona el poder (y de lo que considero un peligroso idealismo como reafirmación terca, caprichosa e individual de las propias convicciones, que se traduce en cierto “purismo”), sino de la despotenciación de las fuerzas para una efectiva transformación política, y la asunción de que no existe protagonismo sino “el de lxs dirigentes”.
La cuestión no pasa, claro está, por las convicciones –que no se malinterprete, yo las tengo, y las considero profundas–. Sino por desconocer –y esto es lo que llamo “idealismo”– la configuración histórica de las fuerzas políticas en una coyuntura, que siempre se da situada y contextualizada. Dicho en una pregunta: ¿no nos estará haciendo una trampa anteponer siempre y sobre todo nuestra individualidad, nuestro recurso idealista, el ámbito ideal e ilusorio de un “deber ser” divorciado de la materialidad de un diagrama que siempre es singular, particular? En tal caso, “comer sapos” no sólo acentúa el personalismo en relación al divorcio con el que se acompaña o asiente determinada representatividad político-electoral, sino también en relación a la relevancia que se le da a quien encarna esa representatividad. ¿No se trata de cambiar la perspectiva, de un individualismo o personalismo idealista a un materialismo colectivo o político, en el más próximo significado de “político”?
Tal vez convenga explicitar que ese cambio de perspectiva supone comprender la política “más allá del bien y del mal”, desmoralizarla no en el sentido de abandonar las pretensiones de máxima de una ética pública (en relación a la regulación de la función pública y patrimonial de lxs funcionarixs, por ejemplo), sino en cuanto es necesario atender por fin a aquello que intentó enseñar Nietzsche con su genealogía de los valores morales: que no existe lo bueno y lo malo en sí mismos, ni “los buenos” y “los malos”, como lo pretende el idealismo, sino que siempre se trata de determinar –en una circunstancia particular– la configuración de las fuerzas en cuestión. Poder preguntarnos, sin caer en el recurso idealista de anticipar un “deber ser”, qué es lo bueno y lo malo en este momento, en estas circunstancias, en nuestras geografías. Actualizar permanentemente la pregunta ¿contra qué luchamos?, ¿qué es lo que hoy, ahora, no aceptamos?, ¿cuál es nuestra urgencia?, ¿a qué llamamos coherencia, dónde debiéramos buscarla? Que no nos distraiga la “campaña”: el enemigo hoy es el neoliberalismo.
En estos días hemos visto desplegar un conjunto de reacciones de sorpresa, reticencia, incomprensión o extrañamiento por la flamante fórmula Fernández-Fernández. Sin embargo, no se trata, como hemos dicho, de nuestras simpatías personales, del idealismo que interponemos entre nuestras convicciones y nuestra efectiva participación e intervención política, o de lo que consideramos que “debiera ser” –a título personal–. El momento en el que nos encontramos es un momento singular: Cambiemos va a dejar el país con la deuda más grande de la historia de la Argentina, y con un inminente y no poco probable default, a título de nombrar rápidamente y no siendo justa con la complejidad del diagnóstico, el estado de cosas. Y a la vez que conocemos y hemos seguido la caída en picada de Macri y el ascenso de Cristina en los sondeos, sabemos lo que significa la figura controversial de CFK –incluso dentro del peronismo y, si me preguntan, considero que en gran medida eso tiene que ver con ser mujer–. Hago un paréntesis respecto de esto: las resistencias a CFK han vuelto una y otra vez a jugarse, no en términos de lo que lxs adversarixs llamaron “la pesada herencia”, como ya todxs pueden imaginar, pero tampoco de sus errores, sus decisiones políticas y su “estilo”. Lo que vuelve una y otra vez tiene que ver con una posible genealogía, inédita para la historia argentina, que vincula lo político, lo femenino, y algo que no cuaja con los discursos sobre el poder, pero que también circula: el amor y el afecto; y lo que esa genealogía amenaza.
León Rozitchner lo había dicho de esta manera, en referencia a la inauguración de un nuevo tiempo político por parte del gobierno de Néstor Kirchner –que, a no olvidar, tenía como principal interlocutor a Alberto Fernández–: que no hizo la revolución económica que la izquierda anhelaba, pero que sí dijo que somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. “Cristina es un animal político femenino en pie de igualdad con el animal político masculino de su marido Néstor, cosa que no pasaba con Perón y Evita (…). ¿No ven todos ellos en el nuevo modelo de mujer que Cristina Fernández les ofrece, un desafío, un estado de insubordinación y hasta de guerrillerismo cuando de la liberación de las mujeres y la amenaza del orden amoroso materno alcanza la política?”. Se reactualiza aquello que decía en 2010: “quizá la política necesite ahora el apoyo de todos nosotros desde más adentro y desde más abajo”.[1]
La decisión de construir una fórmula en la que Alberto Fernández es candidato a presidente y CFK a vicepresidenta no puede ser reducida a una estrategia electoral, sino que es una jugada política inédita, que nos pone en presencia de un liderazgo político que logra anteponer los intereses urgentes y la gobernabilidad a cualquier protagonismo en los cargos, y rearma el mapa electoral. Sabíamos las altas posibilidades de que CFK pudiera ganar las elecciones en el ballotage, y en algunos casos en primera vuelta. Si se quiere ser testigo de una de las más grandes estrategias e inteligencia políticas que hayamos visto, nos encontramos ante una. En una sola movida, despersonaliza el debate político y obliga a sus adversarixs a discutir un modelo de país, proyectos, programas y acuerdos. Y preserva el kirchnerismo para el futuro, como un legado.
Por un lado, el eventual triunfo de la fórmula Alberto-Cristina evita una estrategia judicial, no a título personal de la persecución política y la búsqueda de encarcelarla, sino de la posibilidad efectiva de riesgo institucional para el país, lo cual no resulta infundado si se ha estado atentx a la escalada en distintos episodios de avasallamiento por parte del gobierno al Estado de Derecho, y no sólo en materia de judicialización de la política. Por otro lado, el problema no está tanto en ganar las elecciones, sino en garantizar la gobernabilidad, en un momento de alta fragilidad institucional, y en un contexto internacional que no debe desestimarse en el análisis político. Alberto Fernández garantiza la amplitud necesaria en la convocatoria de lo que CFK llamó en la reciente presentación de su libro “un nuevo contrato social”: es quien puede ser interlocutor con distintos sectores, y quien suture los extremos que la figura de CFK genera.
La movida sobrepasa aquello que Alberto dijo cuando comenzó a recomponer su relación personal con ella: “Con Cristina no alcanza, y sin ella no se puede”. Resultó que el correr del tiempo fue reagrupando las fuerzas, y camino a la unidad del peronismo, finalmente coaguló en torno a su figura. Sin embargo, no sólo logró que “alcanzara”, sino que además ha sabido entender el momento político, deponer todo lo que puede haber de ego en torno a ello, y concretar lo que tanto se le ha pedido: “gestos de humildad”, para quienes buscaban domarla, descentrarse sin perder sus votos, pero fundamentalmente comprender que se trata de garantizar la gobernabilidad para la difícil tarea que le toca a un nuevo gobierno. No sé si puede tener más concreción la frase “estar a la altura de las circunstancias”. ¿No se le pedía a Cristina que, además de gestos de “humildad”, realizara una autocrítica, ampliara sus acuerdos, convocando los más amplios sectores sociales y económicos?
Por lo demás, correrán todas las difamaciones y falacias que puedan pensarse: que ella es en realidad quien tomará las decisiones, que es para salvarse de “ir en cana”, que Alberto Fernández fue uno de sus grandes opositores en su segundo gobierno, que tiene cercanía con Massa (hasta ahora está por verse qué pasa con su voluntad de diálogo), que es quien dialoga con el establishment y los monopolios mediáticos. En este punto me pregunto: más allá de que quienes tenemos conciencia de clase sabemos que allí es donde se encuentra nuestro principal enemigo, ¿alguien certeramente piensa que es posible gobernar impugnándolos sin más? Esto también es idealismo y no querer ni siquiera saber sobre el funcionamiento de los poderes fácticos.
Lo cierto es que Alberto fue una suerte de alter-ego de Néstor Kirchner, intermediario para que llegara a candidato a Presidente, y partícipe en las decisiones que tomaba. La noticia que nos despertó el sábado 18 de mayo por la mañana, no puede leerse simplemente a la luz de las críticas de Alberto Fernández a CFK en los últimos años, pero no debiera tampoco descuidarse el hecho de que Cristina le solicite a él, con sus diferencias sobre la mesa, integrar una fórmula donde ella sea candidata a vicepresidenta (detalle, no menor: ¿se imaginan el tamaño de responsabilidad que asume en el ámbito legislativo, sus objetivos de máxima?)
Frente a aquello que “personal” e “individualmente” no es lo que nos gusta o lo que hubiéramos querido, no se trata de una aceptación obediente, sino de encarnar las desobediencias necesarias para resaltar la importancia de un proyecto colectivo, por un lado, pero fundamentalmente, de acompañar estratégicamente determinadas fuerzas en la contienda, en la inserción colectiva y material de aquello que defendemos. Transformar las obediencias en desobediencias devuelve a nuestras estrategias la potencia para la transformación política. En este sentido, quizás la primera desobediencia sea a nuestro destino personal e individual, al peligro de ese idealismo al que siempre nos encontramos expuestxs en el afán de sostener lo que pensamos que son nuestras más altas convicciones. Otra vez, no se trata de que no las tengamos, sino de reactualizar las preguntas ¿contra qué luchamos? ¿quiénes son nuestros enemigos, quiénes nuestros aliados? Deponer el ego por lo colectivo también es situarse en el momento histórico al que se asiste. Y en ese caso, la única grieta a sortear es entonces aquella que separa lo que pensamos de nuestras acciones, nuestros ideales políticos y la concreción de objetivos bien puntuales y materiales, que nos permitan avanzar sobre paso firme a la conquista de derechos y condiciones dignas de vida.
No es dejar de lado nuestra convicciones e ideales: es no caer en la trampa que nos dice que tenemos que elegir entre ellos y nuestras acciones –las que se encuentran a nuestro alcance–, transitar un “entre”, de unas a otras, establecer los puentes que nos permitan entrever el enorme peso y responsabilidad de nuestras acciones, y también de nuestras obediencias y desobediencias. Poner el cuerpo: es hacerse cargo.
[1] Rozitchner, L. (10/11/2010). “Un nuevo modelo de pareja política”. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/156626-50240-2010-11-10.html