Por Bárbara I. Ohanian
En este relato sobre la experiencia de las asambleas populares luego del 2001, Bárbara I. Ohanian, editora en revista Bordes y miembro de la recordada Asamblea de Ángel Gallardo y Corrientes, recorre la vida cotidiana en los años de asambleas que siguieron a aquel diciembre: “De a poco algo se fue volviendo más claro, el compromiso que se tomaba en la asamblea para hacer algo, había que sostenerlo con el cuerpo. La palabra que se daba a los compañeros no se dejaba en banda. Sobre todo porque es casi indescriptible la sensación que se tiene cuando de tanto tejer esa trama, uno sabe que puede descansar en el compañero”.
Un miércoles de mayo de 2002 bajé del tercer piso en el que, con unos veinte años, vivía junto a mis padres en la esquina de Corrientes y Estado de Israel para cruzar esa avenida que tanto como cambiaba de nombre, cambiaría mi vida. La esquina de Corrientes y Ángel Gallardo tendría a partir de entonces otro significado para mí.
Ya desde diciembre de 2001 unos cientos de personas ensayaban asambleas multitudinarias. Para mayo del siguiente año el número estable que se reunía los miércoles a las 20hs no llegaba a la centena pero demostraba haber ganado en firmeza y tesón para sostener un funcionamiento estable y la interrupción del tránsito en Aníbal Troilo, cortadita simpática del barrio de Almagro, que por ese entonces estaba decorada por las recurrentes chapas que cubrían las paredes y puertas de los bancos, en este caso del banco francés.
No era la primera vez que acercaba mis narices por ahí, había pispeado de qué se trataba todo eso en los cálidos días de diciembre, cuando parecía imposible quedarse adentro. Sin embargo, no terminaba de encontrar de qué manera quedarme en eso, que tampoco entendía bien qué era… Cuando fue el implacable “¡Qué se vayan todos, qué no quede ni uno solo!” mi pregunta era ¿y después qué? Había terminado mi primer año de la carrera de Sociología y había estado leyendo unos fascículos de la biblioteca marxista-leninista que había comprado en promoción de tres por ya no recuerdo cuántos pocos pesos durante mis exploraciones por las librerías de la calle Corrientes.
Cuando en la comisión de Metodología de la Investigación I nos mandaron a hacer entrevistas a las Asambleas que habían surgido en el 2001, tuve esa sensación ambivalente de querer acercarme pero a la vez tener el temor que se siente cuando se presienten los grandes cambios. Lo pospuse hasta que no tuve más excusas y me acerqué. Elegí a los más jóvenes para hacer mis preguntas y me recibieron muy cálidamente. Ya estaban acostumbrados a ser bicho de investigación para ese entonces, y buscaban también que los que íbamos detrás de la lupa nos animáramos un poco más y nos contagiáramos de esas inquietudes que seguían inundando las calles de los barrios.
Volví al miércoles siguiente. Estaban organizando una olla popular. Habían decidido que no podían seguir debatiendo sin más, cuando bien cerquita y en la misma vereda no paraban de pasar familias enteras empujando carros y juntando cartones. Cada uno se anotaba con un ingrediente que iba a garantizar y los compañeros que ya tenían más práctica y vínculos con otras asambleas u organizaciones se habían encargado de la “infraestructura” para la actividad: unos tablones con caballetes que prestaban los compañeros del Partido Obrero, una olla enorme del Partido Comunista, y un brasero que no era, pero perfectamente podría haber sido de la biblioteca Anarquista del barrio.
También estaban organizando una compra comunitaria. Una vez por semana se recibía verdura en el galpón de Franklin 26 y rotativamente se colaboraba para separarla y armar paquetes para quienes habían encargado. Cuando ese miércoles en que decidí volver Pablo, el marido de Amalia, me preguntó si quería y que eran diez pesos el bolsón, se ve que puse alguna cara cuando andaba dudando si darle esta plata a un extraño porque me miró a los ojos y con calidez me dijo: “Y… vas a tener que confiar en mí”. Creo que en ese instante, confiando en él, confié en todos. Y claro, no por la plata, sino por lo que me ofrecía esa mirada y esa invitación a apostar en algo nuevo. Eso que después aprendía a decir y nombrar como “construcción colectiva”.
A esa construcción colectiva fui sumando de a poco… todavía un poco temerosa, porque había voces fuertes y experimentadas. Debates calientes entre posiciones que yo apenas empezaba a distinguir. Pero también seguían las miradas abiertas y las charlas con los más jóvenes en edad y en experiencia en esto de militar. Había comisiones a las que sumarse, pegatinas con la opinión de la asamblea, cacerolazos o marchas que acompañar. Para junio de ese año, yo andaba enganchada con la asamblea pero todavía no era mi prioridad y el 26 cuando llegué de una reunión familiar, sin haber visto ni el noticiero, encontré un mensaje en el contestador en el que Lucas me decía que era importante ir a la movilización de ese día y que la asamblea se reunía para ir todos juntos. Lucas era un flaco pelilargo con el que había pegado onda. Guitarrista y docente de música en una escuela de la provincia de Buenos Aires, decidió que tenía que hacer algo cuando el gobierno le bajó los sueldos a los docentes -y en algunos casos ni siquiera los depositó- y vio a sus compañeras sin recursos para sostener a sus familias. Él no paraba la olla de un hogar pero entendió en seguida que algo estaba muy mal y que no se podía quedar en el molde.
Con las semanas me empezaba a dar cuenta de que siempre demostraba interés por que siguiera participando y me invitaba a tomar las cervezas que se armaban después de las actividades. No pasó mucho hasta que, entre idas y vueltas, largas charlas nocturnas, marchas y escraches a milicos, nos pusiéramos a salir. Para ese entonces, las actividades de la asamblea habían crecido en mística y proyectos. La olla se había establecido cada quince días y las reflexiones sobre la práctica nos iban haciendo replantear cosas tales como quién cocinaba, para quién, de qué manera no caer en una práctica meramente asistencialista. Así fue que decidimos que cocinábamos todos juntos en la calle, que se sumaba el que quería, que la idea era compartir una comida y que el cucharón estaba ahí para que cada uno se sirviera su plato. Teníamos unos platos rojos de plástico hermosos que nos había donado el padre ferretero de un amigo de Lucas. Llámenme fetichista pero hasta hoy tengo uno que guardo de recuerdo. Eran épocas de grandes pequeñas donaciones, contribuciones que nadie tenía miedo de hacer. Una botella de aceite, un poco de pan, unas facturas del día para el postre… y además quienes pasaban por tan concurrida esquina dejaban algún billete o moneda en la alcancía que zarandeaba alguno de la asamblea. Es que habíamos decidido que de pequeñas contribuciones se hacía la olla. Habíamos elaborado un volante que repartíamos y pegábamos como gigantografía artesanal (impresa en hojas canson de colores del estudio jurídico en el que yo trabajaba) en el cual se leía grande “¿Quiénes y por qué hacemos la olla?” Ahí explicábamos que éramos autónomos, que no queríamos tener nada que ver con el Estado, ni la Iglesia ni los partidos. Había compañeros que militaban en partidos de izquierda y otros que llamábamos subrepticiamente cegepistas o cegepianos (por los CGP, Centros de Gestión y Participación, la presencia más local del gobierno de la ciudad en los barrios), pero cuando se iba a algún lado a participar en nombre de la asamblea, había que sostener el mandato que se había discutido y votado en la asamblea. Me costó entender la diferencia entre votación y consenso. Pero me parecía bastante bien la dinámica de funcionamiento que se había logrado ya desde los comienzos –en los que yo no estaba- para frenar los “aparateos” de los partidos y poder construir una organización propia. Primero se pasaban los anuncios, después los informes de comisión, luego se proponían los temas y se votaban para ver por cuáles empezábamos. La coordinación de las reuniones era rotativa y con el tiempo se fue incorporando la función de alguien que tomaba nota y hacía un informe. El coordinador tomaba la lista de oradores e iba controlando el tiempo para que pudiéramos hablar todos. Con todos estos cuidados y esta lógica de funcionamiento, me fui animando a participar, dar mis opiniones y claro, cuanto más me comprometía con el espacio y con el colectivo, más segura me sentía para participar. De a poco algo se fue volviendo más claro, el compromiso que se tomaba en la asamblea para hacer algo, había que sostenerlo con el cuerpo. La palabra que se daba a los compañeros no se dejaba en banda. Sobre todo porque es casi indescriptible la sensación que se tiene cuando de tanto tejer esa trama, uno sabe que puede descansar en el compañero, que esa confianza que tuve en Pablo aquella vez ahora colmaba con creces esa apuesta.
Para febrero de 2003 organizamos un tremendo carnaval en la calle. Cortamos todo Corrientes, sin permisos ni nada, como siempre; y festejamos el espacio público. Habíamos convocado como a cinco o seis murgas y nos habíamos disfrazado. Los vecinos se prendieron con todo, hicimos choripanes y tortas que por supuesto se acabaron temprano. Allí me enamoré de Cachengue y Sudor, murga de arpillera, de la triple frontera de Caballito, Villa Crespo y Paternal que saltando el ¡Qué se vayan todos! con todos los que andábamos en la calle me atraparon por unos cuantos años en los que además de asambleísta, fui murguera: “Mas nosotros, somos los guardianes de la esperanza, que crece y avanza, del sueño libertario, del amor, la utopía, que no han podido asesinar en más de 500 años de historia genocida” Así decía el final de la glosa de los 500 años. Cómo no sumarme a esta banda de energía revolucionaria y festiva que me hacía llorar de la emoción y completaba mi identidad militante. Por los barrios del siguiente carnaval me calcé mi traje de arpillera y dejé mi garganta cada vez que sumé mi voz a otras voces para repetir esos versos. No éramos murga oficial, Cachengue no compite con otras murgas ni cree en reglamentos para vivir el carnaval.
La asamblea con la murga era otro de los hilos que se iba tejiendo por el barrio y por espacios con los que se compartían ideas, modos de construcción, actividades y proyectos. Al principio era la interbarrial de Parque Centenario, después había reuniones con otras asambleas más cercanas como la de Scalabrini Ortiz y Corrientes, la de Medrano, Castro Barro y Rivadavia, Parque Rivadavia, Juan B. Justo y Corrientes, la Gastón Riva que estaba en el Centro Cultural La Sala… pero también otras organizaciones como la radio La Tribu, la biblioteca José Ingenieros, donde realizamos varias actividades, el MTD Aníbal Verón que luego fue Frente Popular Darío Santillán y junto con quienes estuvimos en el Campamento de Jóvenes en Mendoza así como muchas vigilias en el Puente Pueyrredón entre otro puñado de actividades que compartimos.
Claro que mientras el tiempo pasaba, nos iban atravesando muchas discusiones. Algunas de orden más interno, como si tomar un espacio o seguir en la calle o cuál era nuestra definición o identidad… Luego de tantear el panorama y hacer algunas averiguaciones, decidimos que era mejor colaborar a sostener las tomas que ya estaban en marcha y que a veces se hacían cuesta arriba, y reafirmar que no íbamos a dejar la calle. Durante siete años la asamblea se reunió todos los miércoles en la calle (después no nos dio el número y pasamos a la vereda), salvo cuando llovía y alguna noche que la temperatura se acercaba a los cero. Ahí nos íbamos a la librería de Juan a una cuadra de la esquina, que era nuestro reducto, para mí soñado. Una librería de barrio, con mucho material de izquierda y libertario a la que teníamos libre acceso. Grandes charlas hemos tenido en el entrepiso de la librería… Fue ahí y no en las aulas de Marcelo T, donde aprendí y me formé en discusiones sobre cuál era el Sujeto de cambio, si era posible pensar un sujeto colectivo, si estábamos por la revolución o por el cambio social. Ahí también buscábamos la yerba Titraijú y los productos de Burbuja Latina, que fueron el devenir de la compra colectiva inicial –porque nunca perdimos el espíritu de la asamblea (si nos habremos reído de esa frase después de horas de intentar elucubrar qué éramos) de intentar resolver colectivamente la mayor cantidad posible de espacios de nuestra vida. Tanto fue así que nos decidimos a hacer un proyecto productivo. Hicimos unas pruebas piloto entre todos, cocinando conservas de tomate (hay que reconocer que más de una vez sufrimos altos desviacionismos durante las asambleas debatiendo sobre el precio del tomate) y luego un grupo de cinco compañeros lo tomamos a cargo y empezamos a hacer Dulces y Conservas De la Esquina. Cocinábamos en el Centro Cultural La Sala y estuvimos unos cuantos meses produciendo. Meses en los que la auto-explotación era bastante pero que intentábamos comprobar si era posible sostener la vida por ese medio y sin ayuda del Estado. Finalmente y luego de unos cuantos debates, decidimos aceptar un subsidio que era una plata como para una compra inicial e infraestructura, pero decidimos no anotarnos en el plan que daba un “sueldo” por mes. Un tiempo después, vimos que no era posible sostener la vida sólo con eso y tuvimos que ir buscando otros trabajos. Dos compañeras continuaron el proyecto un tiempo más.
En la asamblea éramos muy serios en lo que hacía al compromiso y a los debates. Se respetaba la palabra del compañero y cumplía con las citas y actividades acordadas. Pero también teníamos un agite tremendo en las marchas. Edu, médico cardiólogo que había sabido militar en algún partido de izquierda, hacía unos dibujos espectaculares a lo Carpani y había armado una bandera y dos estandartes con los que íbamos a las marchas. Es que entre tantos debates que nos dimos, una de las conclusiones a las que llegamos fue que uno de nuestros objetivos o para-qué era dar difusión y apoyo a todas las luchas que apoyábamos, porque estábamos en una esquina con mucho tránsito de gente y porque queríamos estar, poner el cuerpo donde nos pareciera que hiciera falta. Brukman, la mutual Sentimiento, el Bauen, la Legislatura, los 24 de marzo, los 26 de junio, los 20 de diciembre, los escraches: armábamos cantitos, saltábamos, contagiábamos… También nos comimos unos cuantos gases y los más nuevos aprendimos medidas de seguridad básicas para las marchas. Teníamos un teléfono de base y si había bardo había que confirmar que estábamos bien ahí. Además de punto de encuentro, llevar ropa oscura, calzado cómodo y limón si ya se sabía que se podía pudrir. En esos debates también definimos que la asamblea era autoportante, que nos llamábamos como funcionábamos y que sostener un método asambleario era parte de prefigurar el modo de vida y las relaciones que queríamos para el futuro.
La asamblea como tal, dejó de existir en el año 2007. Pero no sin antes autotransformarse. Tanto como la asamblea, la olla popular era la actividad más continua que hacíamos y nos parecía que dejar ese espacio ganado con tantos años de presencia en la calle no era la forma en que queríamos terminar esta experiencia, aun cuando sabíamos que así como estábamos no podíamos seguir.
En 18 de septiembre de 2006 secuestraron y desaparecieron a Jorge Julio López por segunda vez. López era un testigo clave en el juicio contra Etchecolatz en La Plata en una causa que además sería la primera en tener la caracterización de los crímenes de la dictadura como sucedidos en el marco de un genocidio. El golpe a todos los movimientos de resistencia fue inmenso. Una sensación de impotencia y desazón nos atravesaba. Por supuesto hicimos lo que sabíamos hacer. Nos juntamos en la esquina y empezamos a pensar. De esa desesperación surgió la necesidad de juntarnos con más organizaciones compañeras y no dejar que se invisibilizara con el paso del tiempo la impunidad de este nuevo crimen.
A partir de allí comenzamos a juntarnos con grupos afines tales como organizaciones de educación popular, colectivos universitarios, casas culturales cercanas, grupos de acción artística, colectivos de agitación y pensamiento autónomo, etc. Organizamos encuentros en el espacio de radio La Tribu, siempre con sus puertas más que abiertas, y de allí surgieron intervenciones callejeras para ponernos en acción sobre todo por el tema de López pero luego continuamos fortaleciendo ese espacio de coordinación para otras temáticas. Fue entonces hacia este colectivo de colectivos que decidimos trasladar nuestra inquietud como asamblea. Nuestro planteo era que lo que nos sucedía era semejante a lo que sucedía en los espacios tomados que ya no podían sostener los locales. No nos daban las fuerzas o la motivación para continuar con aquella experiencia, pero tampoco queríamos dejar que se esfumara lo acumulado. Fue así que surgió la idea de transformar la asamblea en una actividad mensual que tendría la estructura de la olla popular y se potenciarían las actividades lúdicas y artísticas para enmarcar una temática elegida mes a mes, la cual irían organizando esas instancias de encuentro en el espacio público. De este modo, surgió un nuevo colectivo en el que permanecieron algunos de los miembros de la asamblea y se sumaron otros de este entramado más amplio que devenía ahora en una nueva forma de presencia en la esquina. Desde entonces la Olla Popular de Ángel Gallardo y Corrientes se conformó como una deriva de las asambleas de 2001 y continuó con la experiencia en el barrio por muchos años más… Pero esa ya es otra historia para contar.
Bárbara I. Ohanian es socióloga y doctora en Ciencias Sociales (UBA). Actualmente coordina el Programa de Estudios sobre Control Social (IIGG/FSOC/UBA). Se desempeña como docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Avellaneda y en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Belgrano. Es editora de la Revista Bordes (UNPAZ). Su campo de investigación se orienta hacia temas vinculados con el Estado, los derechos humanos, la memoria, el genocidio y el control social.