Por Carolina Ramallo
¿De qué modo la narrativa argentina pensó la crisis de 2001 y 2002 de la hegemonía neoliberal? ¿De qué forma la literatura urdió tramas que buscaron explicar eso que nos había pasado? Este ensayo de Carolina Ramallo, doctora en letras y docente de la UBA y la UNAHUR, bucea en la experiencia literaria de ese tiempo que se convirtió en modo de repensarnos y reinventarnos desde aquel umbral de inaceptabilidad: “El discurso literario sustrayéndose de las exigencias metodológicas de la construcción de la verdad en las ciencias sociales y humanas hace posible ensayar otras respuestas que, sin dudas, ofrecen verdades, pero unas que se ligan a la incertidumbre, a la complejidad de la subjetividad, a la experiencia de repensarlo todo en el momento mismo de la crisis y justo después, en su salida hacia un otro orden social, una otra forma de vida más digna, más justa para todos y todas.”
Walter Benjamin dice que en la narración el justo podía encontrarse consigo mismo, yo creo que en la narración las y los que deseamos y perseguimos la justicia buscamos los modos de narrarnos. ¿Cómo narrar la crisis-de-2001? ¿de qué modo fue y es posible dar palabra a esos acontecimientos que sucedieron en ¿dos días? ¿cinco semanas? ¿un par de meses, un par de años? ¿una década? ¿toda nuestra vida?
La literatura, la narración, el discurso literario buscaron formas de dar palabra a esos acontecimientos, pero, fundamentalmente a lo que significaron como trauma social, como crisis colectiva, como umbral de la experiencia y como la apertura que nos permitió vivir otra vida, más cercana a la que deseamos y merecemos. Si entendemos la crisis como un umbral de inaceptabilidad, es decir, como un momento en el cual algo deja de ser aceptable o tolerable, y, entonces, a partir de allí, el mundo, necesariamente, se transforma, la llamada “crisis de 2001” fue una transformación de aquello que colectivamente estábamos dispuestas y dispuestos a tolerar y fue la apertura y el acceso a nuevas formas de justicia.
Los cruces de umbrales, las crisis, las puestas en crisis de aquello que aceptábamos, tolerábamos y con lo que convivíamos son experiencias traumáticas y liberadoras, son saltos de dolor y crecimiento que se pegan porque nos pegan, y que después hay que elaborar. Para eso, la palabra literaria, en su complejidad, nos ayuda a explorar desde la creatividad nuestra capacidad humana y colectiva de repensarlo todo, nuestra capacidad de reinvención, de experimentación de los modos -verbales, también- posibles de estar en el mundo y de hacer el mundo que deseamos habitar. La narración, por medio de la palabra literaria nos permite explorar las posibilidades humanas desde la verdad de la opacidad, desde la formulación de preguntas y el ensayo de respuestas.
Nos preguntamos ¿de qué modo la narrativa argentina pensó la crisis de 2001 y 2002 de la hegemonía neoliberal? ¿De qué forma la literatura urdió tramas que buscaron explicar eso que nos había pasado? Nos preguntamos por lo que nos había pasado, pero también nos permitió ver, pensar y repensar qué habíamos hecho con lo que nos había pasado. El discurso literario sustrayéndose de las exigencias metodológicas de la construcción de la verdad en las ciencias sociales y humanas hace posible ensayar otras respuestas que, sin dudas, ofrecen verdades, pero unas que se ligan a la incertidumbre, a la complejidad de la subjetividad, a la experiencia de repensarlo todo en el momento mismo de la crisis y justo después, en su salida hacia un otro orden social, una otra forma de vida más digna, más justa para todos y todas.
En algún momento, hace unos años, en la vida anterior a la pandemia (tendremos que escribir también, dentro de 20 años sobre esta crisis pandémica, ¿verdad?) hice una investigación y escribí una tesis sobre las formas de autorrepresentación de escritores y escritoras de narrativa en relación con la crisis de 2001 de la hegemonía neoliberal. Pensé estas autorrepresentaciones como formas en que la subjetividad se escribe de modo autorreflexivo y autocrítico, sin solidificarse, como configuraciones históricas de la identidad en tensión, contradicción o paradoja y de forma colectiva, concreta e histórica, porque así es del único modo en que puedo y quiero pensar las identidades: como un nosotres caminando juntes.
Podemos explicar, como nos ha enseñado nuestra maestra Silvia Delfino, la crisis de la hegemonía neoliberal como un colapso económico y una crisis de legitimidad en la relación entre el Estado y la sociedad civil que puso en evidencia una multiplicidad de formas de desigualdad social que se enunciaron como intolerables para el sentido común, pero simultáneamente formularon expectativas de recomposición de la autoridad por parte del Estado. Y, en este sentido, la literatura participó en las luchas por la formación de una nueva hegemonía, una más justa, una que hiciera justicia a un futuro donde todas y todos pudiéramos vivir. La producción de hegemonía desde el punto de vista del canon literario es legible en la institucionalización de prácticas teóricas y críticas en las crisis de la democracia como formación de cultura y como crítica de esa cultura de la que forma parte. Este ha sido un papel jugado históricamente por la literatura y que no fue menor en el contexto de la crisis de 2001 cuando la literatura intenta entender de todos los modos posibles -y allí su riqueza, en su complejidad- la crisis histórica.
Los acontecimientos de 2001 y 2002 produjeron en quienes escriben una crisis de la subjetividad, entendida como un conjunto de relaciones entre grupos y sectores y sus condiciones materiales de existencia. La identidad, entonces, fue una de las arenas en que se disputaron los sentidos puestos en crisis ¿cómo ser escritor/a en la crisis de 2001? ¿cómo serlo inmediatamente después? ¿qué puede hacer un/a escritor/a en la crisis de 2001? ¿qué puede la literatura? ¿qué pudo hacer la literatura con lo que se volvió inaceptable? ¿cuánto de ese mundo nuevo que empezamos a construir en la crisis se ensayó en la literatura? Leí muchos libros, y revistas, y cuentos, y novelas, y blogs, y también leí a los críticos y críticas, los escuché atentamente, y volví a leer literatura, me hice todas esas preguntas y me dispuse a escuchar el susurro de la palabra literaria respondiéndome: así no, así ya no queremos ni podemos seguir viviendo y así, así, así sí podemos construir un futuro más digno, para todas y todos.
Para leer en el discurso literario el modo en que la crisis ingresa, pero también qué hace la literatura con eso, cómo responde, cómo interviene desde su especificidad, cómo construye el mundo de la vida, vuelvo a un concepto del pensador ruso Mijail Bajtin (una siempre vuelve a los primeros amores, a esos de Boquitas Pintadas, a los libros recomendados por los compañeros admirados en el bar de Pedro Goyena, a los subrayados que siguen funcionando para pensar como una buena transferencia en análisis). El cronotopo es, como el aura benjaminiana, (espero me disculpen la recurrencia a los citarios, a las colecciones de citas que me ayudan a pensar), una trama muy particular de tiempo y espacio, un modo de decir y leer el tiempo en el espacio. El cronotopo es el modo en que el mundo y la historia (en tanto unidades espaciotemporales) se formulan en la obra literaria por medio de la construcción de tramas y personajes, pero también es el modo en que la literatura y la cultura dialogan con el mundo, ya que se relacionan con éste en sus condiciones de producción, circulación y consumo. Es poder leer el tiempo y sus marcas (que no son solo de pasado, de paso del tiempo, sino también de promesa de futuro, de vivencia de presente -siempre en fuga, siempre yéndose-, de revisitación de lo pretérito) en el espacio: en la ciudad, en los cuerpos, en el lenguaje.
Leí y releí muchas representaciones de la crisis en sus tiempos y sus espacios, muchas autorrepresentaciones de escritores y escritoras preguntándose cómo serlo en relación con la crisis de 2001. Pensé que para la representación de la crisis de 2001 como trauma social la narrativa argentina ensayó un específico cronotopo, un modo de representar la experiencia de estar cruzando el umbral de la inaceptabilidad, la experiencia de la ruptura y la búsqueda de un nuevo mundo, más precisamente, la puesta en marcha de las condiciones de posibilidad de ese futuro deseado.
Este cronotopo de la crisis tiene algunas características comunes en los distintos textos leídos: su definición temporal es la de ser un momento fuera del tiempo, en el sentido de estado de excepción y ruptura temporal, pero también en el sentido de corte radical histórico. Una ruptura, un quiebre desde la quiebra, un límite más fuerte que el paso del ’99 al 2000, el fin del siglo XX argentino. Un ya no más. Un tiempo (¿ese verano? ¿también el otoño y el comienzo del invierno siguiente? ¿junio de 2002 fue también nuestro junio de 1848?) fuera del tiempo en que nada era posible, un tiempo en que todo podía pasar, donde pasaron cosas inéditas. Time off. Un tiempo acelerado, como el de cualquier revolución moderna, pero detenido, como el de cualquier duelo (y sí que hubo que duelar en ese tiempo).
La definición espacial de la crisis de 2001 en la literatura es la del mismo lugar de la vida anterior, es decir, los acontecimientos suceden en el mismo espacio de la vida cotidiana establecida con anterioridad a esos sucesos nuevos. Las casas, las calles, los bares, la universidad y los trabajos, los locales de las agrupaciones y de los movimientos sociales, el escritorio de los escritores y las editoriales y las redacciones. La escenografía de nuestra vida de siempre, la misma plaza a donde marchamos siempre, el Chino a donde vamos a comprar alguna cosita a la vuelta del trabajo, el banco donde nos depositan el sueldo y el living de casa desde donde vimos todo. Hasta que salimos a la calle. Y volvimos a entrar a casa.
Este cronotopo de la crisis como trauma social tiene funciones compositivas como el caos y la oportunidad (¡lugar común de la definición de crisis!), la apertura a todo lo posible (promesa y agorafobia, entusiasmo y pánico, excitación y vitalidad y dudas), la violencia (mucha violencia), la irresistibilidad (en el sentido de la imposibilidad de sustraerse al movimiento, no hay afuera de la crisis), el advenimiento de lo nuevo, es decir, la ruptura y la inauguración: lo anterior haciéndose viejo e inaceptable y allí mismo lo nuevo haciéndose futuro posible. Es el cronotopo de la representación de la crisis del pasado y del presente y del movimiento al futuro, porque las contradicciones sociales empujan al tiempo hacia el porvenir, desde lo inaceptable hacia la vida en que todas y todos podamos vivir.
En el umbral de la crisis de 2001 al menos dos cosas se volvieron intolerables: la naturalización de la exclusión y la impunidad de los crímenes de lesa humanidad de la última dictadura cívico militar. En la literatura argentina hacia el final de la primera década del siglo XXI aparecieron en un breve lapso de tiempo alrededor de diez libros escritos por hijos e hijas de militantes políticos de la década de 1970. La mayoría de ellos perseguidos, asesinados o detenidos desaparecidos. Leímos escritores que dialogan con sus padres sobrevivientes, escritoras que construyen su identidad a través de la asunción y luego superación de la posición de víctima y textos que muestran cómo y cuánto el discurso de la literatura puede funcionar como una interpelación a la acción. Fueron y son una tracción a la reparación, la construcción de un futuro de memoria, verdad y justicia.
Leímos años sin amor y mendigos amorosos, cosas de negros, curanderos y vírgenes villeras organizándose y vimos con asombro y entusiasmo cómo se producía una denuncia crítica del vínculo entre prejuicio, discriminación, represión y violación de derechos humanos focalizando en la desigualdad de clase y las diferencias por edad, etnia, identidad de género y orientación sexual. Se gestaban las condiciones allí para la Ley de matrimonio igualitario y la Ley de género autopercibido; se dejaban atrás formas de representación de la otredad que siguieran el doble juego de visibilización de los sujetos e invisibilización de sus condiciones de existencias, que producían y reproducían la naturalización estetizante de las jerarquías y desigualdades sociales.
Leímos autorrepresentaciones de escritores y escritoras no solo en novelas o cuentos, sino también en múltiples experiencias de escritura (¡los géneros sí que son una ficción académica!) con muy distintos tratamientos de la otredad en relación con la pertenencia de clase de quien escribe y la profesionalización. Recorrimos el interior del país para terminar diciendo que solo queremos que nos quieran como transas que tocan cumbia o como artesanos de las palabras y los objetos maravillosos. Dejamos atrás las etiquetas de los estantes de las librerías o los casilleros de los formularios, para ver cómo la escritura literaria o la crónica narrativa permite una exploración de la otredad compleja, donde el itinerario es de ida hacia lo otro, pero con una estadía detenida y autorreflexiva que produce profundas transformaciones en la subjetividad de quien se sienta a escribir la crisis.
En la literatura se reelaboró, tensionó y discutió la representación de lo nacional ya que tras la crisis de la hegemonía neoliberal, con su posterior rearticulación del orden social, la definición de qué es el país, la nación o la patria fue central para la cultura argentina. Lo hemos visto en las representaciones de migrantes latinoamericanos que visibilizan no solo marcas de diferencias sino también las condiciones materiales de existencia de quien escribe entre Quilmes y República Dominicana; hemos visto autorrepresentaciones “antinacionales” como modo de representación de la demolición de toda identidad colectiva conciliatoria o explicativa de la crisis en escritores que preferían irse al interior o a Pinamar pero, también, cuando el gaucho se nos apareció como un guacho que ranchea y canta cumbia recorrimos el modo en que la literatura desde el más específico uso literario del lenguaje y de los movimientos hacia el interior del medio (hacia el canon, pero también en diálogo con la crítica, los editores, los circuitos de circulación) ensaya su respuesta a la pregunta por qué o quién define “lo nacional”.
Allí radica la potencia ética de la literatura: la escritura es una acto responsable y participativo, colectivo, histórico, político y el lenguaje no sólo es un modo de describir el mundo, sino fundamentalmente un modo de actuar en él, por eso la producción literaria trabaja con la realidad del lenguaje como acción desde la pluralidad de lenguajes sociales y de discursos ideológicos donde cada voz tiene su cronotopía (tiempo-lugar) y su ideología disputando las formas de hacer de este el mundo que deseamos habitar.
Las nuevas formas de la literatura en el umbral del siglo XXI fueron el medio, el lugar y el modo en que el discurso literario rediscutió sus posibilidades de acción ante ese mundo de la vida que simultáneamente se deshacía y reconfiguraba, en ese momento en que todo fue puesto en cuestión y nuevas cuestiones pudieron ser pensadas y realizadas. La edición artesanal y la publicación digital fueron respuestas a la pregunta sobre cómo era posible escribir en el contexto post crisis, pero las experiencias autogestivas emergentes tras la crisis oscilaron entre un polo emprendedorista más típicamente neoliberal (del orden de ser “empresario de uno mismo”) y un polo cooperativo donde fueron posibles proyectos grupales de solidaridad y socialización. La diferencia la marcó, como siempre, la organización colectiva que puso en acto nuevas formas de relación entre los sujetos y los objetos y entre los sujetos. Las y los escritora/es que propusieron una nueva sociabilización literaria en relación con sus condiciones materiales de existencia –sea la edición y publicación mediante proyectos colectivos de intervención cultural, sea el activismo en los juicios por memoria, verdad y justicia u otras formas de acción política- pudieron hacer algo distinto de la descolectivización propia de la hegemonía neoliberal inmediatamente anterior –pero también resistente y persistente- a la crisis de 2001.
Si algo hemos aprendido en este recorrido es que la literatura, en su más íntima especificidad, por su potencia semántica produce una complejización de la representación e interpela a explorar, siempre, otras formas de dar cuenta, hacer inteligible y, por lo tanto, construir y transformar, el mundo de la vida y, por eso, ofrece renovadamente la posibilidad de que las palabras sean más que eso, de que vuelvan a tener sentido cuando lo perdieron, de que se hagan cuerpo, de que se hagan acción. La palabra hecha activismo del pensamiento crítico ofrece una posibilidad de transformación muy potente, la de la epifanía del cambio colectivo. La palabra literaria y crítica es eso que puede empujar al sentido común hasta desarmarlo, hasta hacer ver inaceptable lo que ya no puede seguir siendo, hasta dejarnos pensar y hacernos decir lo otro, lo nuevo, para hacerle justicia a lo que está por venir y seguir construyendo un país donde vale la pena vivir, aunque todavía falte tanto.
Carolina Ramallo es Profesora y Licenciada en Letras (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires), Doctora de la Universidad de Buenos Aires, Área de Literatura. Docente de Teoría Literaria, Literatura del siglo XIX y escritura en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Hurlingham. Facebook @Caro Ramallo. IG @carolina_ramallo. Twitter @CaroRamallo2.