Por Cecilia Abdo Ferez
En estos días se me vienen imágenes. Todo el tiempo. No iba a escribir sobre vos, Horacio, pero finalmente no paro de pensarte. Y la tristeza es tan honda, que necesito sacarme el polvo. Bailar. Necesito ponerte en texto, a ver si el peso es menor. Vienen imágenes. Hilvanan espacios, tiempos ya muy largos. La mitad de mi vida. Un montón de gente que es amiga por tu amistad y que anda penando por ahí, solos encima.
Es 19 de diciembre de 2001, 19 horas. Llego un poco tarde a la librería Gandhi, avenida Corrientes. La persiana negra está baja, pero se puede pasar agachada por la puertita abierta, si se dice el santo y seña: “vengo a la presentación de Carri”. La presentación de Carri es el libro Isidro Velázquez, editado en la colección Puñaladas, de la editorial Colihue. Se presenta ese día. Hay una foto de Evita joven atrás de la barra de esa librería, siempre me quedo prendida en ella. Hay que subir por la escalera del costado para llegar a la sala. Poca gente, todos amigos. Salimos después de la presentación, sigilosos, apurados. Horacio comenta enojado que no puede ser que la Gandhi esté medio cerrada por miedo a los saqueos. “Enojado” es un resumen, una traducción rápida: más bien hay un comentario largo sobre cómo cuidar la vida popular en medio de los rumores de que vendrían algo así como malones a invadir la ciudad, de un momento a otro. Eso esparcía la radio: radio 10, Mitre, todo eso que supimos conseguir. Vamos a Güerrín a comer pizza. Cuando salimos, medianoche, con Ezequiel, Mariana, Martín, Gisela (¿quién más estaría?), damos vueltas por el centro y empezamos a ver fogatas en las esquinas. Recuerdo perfecto a un hombre en camiseta blanca cerca de Congreso, con el fuego atrás, que (nos) grita: “al estado de sitio, que se lo metan en el culo”. Saluda un taxi a los bocinazos. Reencontramos a Pia y Guille en el edificio del Congreso, ya hay gente agolpada. Pia duda de quién organizó esto, de si es espontáneo o no. No entendemos nada. Luego me encuentro compañeros de El mate, que venían de una reunión en la CTA. Vamos hacia la Plaza de mayo. Alguien se sube al mástil, se va a caer el idiota, por suerte baja con aplausos y cierto regocijo colectivo de que al final hay racionalidad entre las multitudes. Corridas, la policía, tiros, saltar las vallas. Todo empezó con Carri.
Otra imagen. También una presentación de libro, también de Colihue. La feria del libro. Tantas veces fui a la feria del libro porque vos insistías de ir ahí, Horacio. Tener que andar esquivando stands, bailes típicos y perderse en ese mapa imposible de salas con nombres de la literatura argentina consagrada. Imprimir la entrada que manda Aurelio por mail. Creo que era Besar a la muerta. Está Pia presentando, con una luz azul incandescente en medio de una oscuridad religiosa. Estoy atrás de todo. Vamos a acompañarte a firmar ejemplares al stand. Ese camino es el tiempo de la conversación con los muchos que te seguimos y que nos reencontramos en esos rituales. Charlar del gobierno. De la coyuntura, siempre esquiva. De tus intervenciones, en general desencuadradas. Vamos a comer pizza enfrente de Plaza Italia. Somos muchos, una mesa larga. Hace frío. En eso, alguien saca fotos desde la otra mesa. Dicen que las publican como escrache en alguna red: “Carta abierta come pizza”. O algo así. Obvio que te enfocan a vos, que quizá ni te diste cuenta.
Otra imagen. Estoy sentada enfrente de MT, todavía estudiante, todavía fumante. Hacíamos una revista entonces, Ainda se llamaba. Fotocopia y ganchitos. Nosotros, el grupo de militancia de Ciencia Política, que un poco de envidia a Socio le teníamos, por los profesores. La vendíamos sin precio, con el lema: “20 varas de lienzo=una levita”, impreso en la tapa. Soberbia estudiantil, códigos de recién entrenados en el marxismo de universidad. Vero me dice que tengo que escuchar la charla de Horacio sobre Cooke, que me perdí. Aula 100 llena. O la 300 de la sede Ramos, no recuerdo. Que es imperdible. Está grabada en cassette. Se desgraba y sale la próxima. A partir de ahí leo la correspondencia Cooke-Perón, en unos libritos con tapa negra, calculo que del Centro editor. Fascino con Cooke, a quien siempre definís subrayando que “viene de familia radical”. Nadie es puro en tu mundo y eso es exactamente lo que enriquece.
Otra imagen. Vamos en taxi, creo que después de una clase tuya en la maestría. Que estés dando una materia allí me reconcilia con la facultad. Hay gente que no tuvo el lujo que yo tuve, de cursar mientras estabas dando clases los martes y los miércoles de mañana. Te pregunto qué podemos hacer para rememorar el centenario de la Revolución rusa. Que no quiero hacer algo típico. Me hablás de una poesía, “Los doce”, de Aleksandr Blok.2 No la conozco. Como no conozco la mitad de lo que me has mandado a leer. No “mandado”, pero yo lo tomé a sí. Todo el viaje es un hablar de las vanguardias rusas y la estética del concretismo. Hablás vos, obvio, yo tomo notas mentales. El taxista me agradece cuando finalmente me bajo, después de haberte dejado en Boedo.
Viene otra. Estamos en Córdoba, luego de un encuentro sobre Spinoza. No es un coloquio, es antes de esa saga. Hay un sol precioso y están haciendo un asado, que va a durar horas, en el patio inmenso de una casa. ¿Sería la de Diego, a quién nos presentaste en el hall del tercer piso de MT? Alguien comenta ponencias, quiere seguir el diálogo que tuvimos los días anteriores. Para mí, innecesario. Vos nos decís en un momento algo así como que reivindicas seguir hablando en la lengua en la que nos hemos entendido hasta acá. Sé que es una crítica, pero hay que leerla entrelíneas. Entiendo que estás diciendo que estábamos cambiando de jerga y, sobre todo, hablando en jerga. En jerga que abandonaba palabras como “espíritu” y su movimiento, que a vos te poblaban. No sé si los demás leyeron ese llamado al orden. Que no era un orden, en el sentido estricto: era un llamado a mantener la conversación, una conversación que dura lo que dura la historia de este país y sus ramificaciones, y en donde Spinoza debía tener un lugar, entre tantos otros. Tu delta, ese que abrías al hablar y cerrabas, nadie entiende cómo, luego de derivarte infinitamente. Otra escena en ese asado (o uno similar), lo refuerza: alguien se queja de un sonido de una sierra de madera que se escucha atrás, mientras charlamos holgados en el verde. Horacio cuela su desacuerdo con ese tipo de comentarios, en una frase demasiado extensa como para reponerla. Se trata de hablar de filosofía, dónde y cómo sea, con ruidos atrás, con deseo de conversación, en medio de los ruidos y ajetreos que haya. No nos aislamos, no se debiera (si pudieras poner algo en un tono normativo). Es de noche, en algún bar de Córdoba, en la previa de un recital de Liliana, en el que toca Juan Falú. Están en la punta de la mesa y comentan la diferencia de tragicidades en la música brasilera y en la argentina. Juan Falú hace una defensa vital de nuestra tristeza y su productividad estética. Algo así se repite, en un bar cercano al teatro IFT, en el Once, en esos encuentros de guitarras que él organiza cada año. Brasil está, pero trágico, querido y lejano.
Boedo, hace un par de años. Es un día de lluvia y frío. Yo ya no puedo andar tan suelta por la ciudad. Tengo que agenciar quién cuide a mi hijo. Ese que vos llamabas “infante” en la primera dedicatoria de libro que recibió. Decías ahí que el mundo del infante es y ya no es el nuestro. Pero sí lo va a ser también, Horacio, porque donde esté mi casa van a estar tus libros. Un estudiante de la maestría, Pedro, me dice que quieren hacerte un homenaje, que si te puedo invitar a charlar con su agrupación, que se llama “Envido”, en un local cerca de la autopista. Vos te perdiste y con Pedro salimos a rastrearte con el auto. Estás lejos, a unas 10 cuadras, en otra esquina de la acordada. La esquina del local es ínfima y hay gente que no creo que sea de la universidad. Son militantes, gente en su mayoría grande, hay niños que se abalanzan sobre unas empanadas que nos regalan. Yo leo comentando algo y te damos paso para hablar. Te quieren dar una placa, escucharte. Vos hablás sin ninguna concesión: no hay que alivianar ninguna lengua, porque todo interlocutor es un igual. No estás apurado, nos podemos quedar horas. Hablan de la historia del peronismo y la practican. Ese peronismo tuyo, el que no puede asumirse nunca funcionariado, el que no acepta encuadres, el que tiene el preciosismo en la lengua y la voracidad lectora, el que habla de la conducción disolviéndola en indefinidos puntos de juicios singulares e irreductibles, que recogen a la vez la biografía de cada quién y su enlace con la vida pública de este país. Ese peronismo medio anarco y libertario, que hizo que a nosotros, que no habíamos sido alumnos del Colegio Nacional célebre, sino de los muchos y escuálidos que tienen el mismo nombre en el resto del país, nos pareciera que era posible y necesario hablar desde nuestras tradiciones plebeyísimas. La charla tiene que terminar y sigue lloviendo. Salgo corriendo a buscar a mi hijo por avenida La Plata, es de noche, nos mandan las fotos por Whatsapp.
Tenerte cerca fue un modo de habitar la ciudad. De vivir su espacio, de encontrarle sentido y hasta familiaridad, cuando la ciudad no fue nunca del todo mía. Con vos cerca, la ciudad brillaba y siempre había rituales y asambleas y lo público a mano, en las pizzerías, en las librerías, en los teatros, en las plazas, en los locales, en las aulas. En las aulas que iban con vos a las esquinas, como esa vez, de la clase pública en YPF.
Dice Pia que Horacio era un organizador cultural. Lo era, si no de la cultura general, sí al menos de la mía. Por él leí la mitad de lo que leí, incluso frenéticamente. Recuerdo cuándo llegaba a la epifanía con alguno de los párrafos de sus libros: recuerdo dónde estaba y cómo era el subrayado de la hoja en ese texto en movimiento que es Perón, que Eduardo me insistió tanto en leer, en La crisálida, en Traducciones malditas. Recuerdo una nota al pie leída en La giralda, de Restos Pampeanos. Las estoy viendo: esa letra redondeada de Colihue, ese vaivén del fraseo. Horacio enhebraba tiempos y gente y era la confianza en su ojo el que llevaba a tratar de ponerse al día con aquello que él nombraba. Que si Martínez Estrada, que si Hegel, que si Cooke, que si Lezama Lima, que si Marechal, que si Borges, que si Kierkegaard, que si Sartre, que si Lefebvre y la Comuna. Sólo creo que le recomendé un libro en mi vida (la madurez, ¿será?): este año, encargué por Mercado libre dos libros de Camila Sosa Villada y se los envié en moto a la casa. Él se divirtió con el diálogo con el muchacho de la moto, que era un rocker o vaya a saber qué. Después le envié por Whatsapp un videíto de la experiencia de mi hijo, de 4 años, frente a sus clases por zoom de la Comuna, organizadas por la librería Caburé, en marzo. Milton corre sin parar alrededor de la computadora mientras Horacio habla. En un momento mira a cámara y dice: “¿están todos locos?”. A Horacio le pareció el vivo ejemplo de la comuna, de su imposibilidad, de su existencia imposible y precaria y a la vez, de su lazo fundante y transterritorial.
Le agradezco a la vida tu cruce. Algo vamos a hacer con el retazo de echarpe que nos dejaste.3
1 “Para nosotros, Horacio González”: 1 Este título alude al prólogo de Horacio González a la edición de El príncipe moderno, de Antonio Gramsci, de la editorial Puente Alsina, en 1971, titulado: “Para nosotros, Antonio Gramsci”. Disponible acá en fotos, gracias a Fabio Wasserman: https://photos.google.com/share/AF1QipNRb7SXTv3QJtn7JAZJlyYqNG3ktK05frIym8fiLu7Cct2vaC6BhUX0yNCDXYZMwQ?pli=1&key=S1hvS2lhbWdVOThjc2IzVW1mVnFRemNydEVFbF9n
2 Hicimos un video sobre la poesía, con el talentoso Federico Lombardía. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=cWpRSYOGvX8
3 El texto de Horacio González al que se alude, llamado “La mitad de un echarpe o canto inconcluso”, fue publicado en la revista Fin de siglo, en 1973. Disponible en: https://ahira.com.ar/ejemplares/fin-de-siglo-no-3/