Día de la independencia
¿Para qué sirve la historia?

Pigna, Cormik, Laino, Klachko, Casola, Molocznik, Schiavi, Palti, Lorenz

El pasado 1 de julio -a propósito del Día del Historiador-, el historiador, docente y escritor Federico Lorenz compartió en las redes sociales el célebre comienzo de Apología para la historia o el oficio del historiador de March Bloch, en el que el fundador, junto a Luciene Lebvre, de la Escuela de los Annales, recuerda una anécdota de unos años atrás en la que un niño le pregunta a su padre: “Papá, explícame para qué sirve la historia.”

En el mundo de las fake news y de la inteligencia artificial y en medio de los fuertes ataques del gobierno a las universidades, al periodismo y a las instituciones de ciencia y tecnología, quisimos recuperar esta vieja pregunta y formulársela a algunos historiadores. Y entonces: ¿Para qué sirve la historia?

 

La historia nunca se repite

Felipe Pigna

Vivimos tiempos de profundos cuestionamientos a valores que creíamos instalados definitivamente en el haber de la sociedad argentina. El pronunciamiento de la sentencia del Juicio a las tres primeras juntas de la última dictadura en diciembre de 1985, calificándola como perpetradora de “un plan criminal perpetrado por de Estado” ratificado por sucesivos juicios y condenas los represores; los derechos soberanos nacionales sobre las Islas Malvinas; la defensa del ecosistema; las cuestiones de género y la historicidad de nuestros pueblos originarios, parecían formar parte del patrimonio de una sociedad adulta que había aprendido de las lecciones de la historia. Pero, desde el regreso del neoliberalismo al poder en 2015 se puso en marcha una campaña mediática que se sostuvo en el tiempo y recibió, últimamente, el “invalorable” aporte de los neofascistas autodenominados “libertarios”.

La idea no tiene nada de novedosa y se inscribe en la corriente negacionista europea de los años 80 del siglo XX, encabezada por el “historiador” inglés David Irving que insistía en negar el Holocausto hasta que fue condenado por los tribunales. Esta vertiente reapareció con fuerza alentada con la llegada al poder de personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro, que se presentaron orgullosamente en sociedad como racistas, misóginos, fascistoides, enemigos declarados de los defensores del medio ambiente y necios negadores del evidente y dramático cambio climático.

Es en este clima es que debemos, quizás más que nunca, enseñar historia dentro de un modelo escolar añejo y en crisis. La crisis del modelo escolar es de vieja data, pero hoy en día presenta signos inequívocos. La segmentación social dentro del sistema educativo, particularmente en las grandes áreas urbanas es impresionante. La escuela pública, hoy alberga fundamentalmente a los estratos sociales más bajos de los sectores populares, a un porcentaje de la clase media empobrecida. Por lo tanto, los diagnósticos sobre el sistema educativo deben hacerse teniendo en cuenta esa fragmentación que determina la calidad del sistema educativo según el estrato social al que se pertenece. No hay “una” educación y no hay “una” escuela sobre la cual teorizar. Pero si podemos decir que el modelo educativo vigente con su modelo expositivo, que brinda un exclusivo protagonismo al docente, como portador del conocimiento y al alumno como receptor pasivo, atrasa décadas. La escuela hace décadas que ha dejado de ser la fuente única del conocimiento para el alumno que tiene a su alcance diversas fuentes de información sobre cada una de las materias dictadas en el sistema formal, particularmente las del área de ciencias sociales. Programas de TV, productos especiales de YouTube y podcasts y últimamente videos de tik tok, compiten “deslealmente” con la exposición docente.

Lo primero que deberíamos tener en cuenta es que el acto educativo es dialéctico y que, sin el ida y vuelta necesario, la elaboración de conceptos propios por parte del alumno, que es nuestro principal objetivo, se hace imposible, más allá de las evaluaciones, expresiones efímeras que no reflejan un real conocimiento del tema. Recordemos nuestra época de estudiantes lo que nos ocurría, en la mayoría de los casos, cuando terminábamos de dar un examen con el contenido estudiado para el mismo.

Creo que debemos incorporar a nuestra clase todos esos elementos de los que el alumno dispone y sobre todo escuchar sus inquietudes sobre los temas a desarrollar. Ante todo, en nuestra disciplina, cuando hablamos de historia argentina, dejar en claro que aquellos hechos y procesos que a nuestros alumnos le parecerán lejanos y ajenos, ocurrieron en este espacio y no en una galaxia muy, muy lejana. Eso ayudaría a entender la continuidad, que somos producto de lo que fuimos, que nuestro pasado se hace presente condicionando y en algunos casos determinando nuestra cotidianeidad. Y también permitiría discutir ese concepto expresado tan frecuentemente por los medios: “la historia se repite”. Si bien las similitudes entre procesos pasados y presente resultan tentadoras para expresar esa frase, por ejemplo, la crisis de 1890 con la de 1989 o la del 2001, es importante argumentar que la historia nunca se repite, sino que en realidad continúa y que la persistencia de ciertas causas estructurales determina efectos similares en distintos momentos. Pero no es una repetición, es una continuidad que hace necesaria su detección lo que permitirá hablar de los problemas estructurales de la Argentina.

 

La historia como intervención crítica frente a un presente hostil

Federico Cormick

No parece un hecho fortuito que la pregunta por el sentido de la historia de uno de los más destacados historiadores del siglo XX, el medievalista Marc Bloch, fuera lanzada en las excepcionales condiciones de su detención por el nazismo como miembro de la resistencia. Quien junto a Lucien Febvre, abriera paso en Francia a esa revolución historiográfica antipositivista que fueron los Anales, sostenía entonces que la ciencia de los hombres en el tiempo, necesitaba unir el estudio de los muertos con el de los vivos. Al caracterizar El oficio del historiador, Bloch apostaba a la convergencia entre una comprensión del presente desde el cual se hacía historia y una rigurosidad profesional que se emancipaba del imaginario de leyes regulares de la humanidad. En esta senda, la pregunta Historia para qué orientó una influyente compilación mexicana de los años ’80 que ponderaba la complementariedad entre una función teórico-explicativa de la historia y una función social que estaba atravesada por las disputas presentes de proyectos sociales, y alentó también un ciclo de debates argentinos que 30 años después retomaron aquellas aspiraciones, destacando la influencia de la enseñanza, la investigación, el estudio y la divulgación de la historia para la formación de un pensamiento crítico.

Si en cada uno de estos momentos, las y los historiadores buscaron clarificar las respuestas que la historia podía dar a las crisis disciplinares (y humanitarias), el escenario contemporáneo parece profundizar aquella demanda. En un mundo atravesado por fake news y discursos ultra-breves para redes sociales, el uso público de la historia parece alejarse aún más de las dinámicas de la academia. Sin embargo, son esas mismas condiciones las que ponen de relieve la potencialidad de una intervención crítica desde la historia frente a una realidad hostil. En un sentido primario, la historia da herramientas para el conocimiento de experiencias reales en un campo minado, no sólo por interpretaciones en disputa, sino por mentiras abiertas que se despliegan a fuerza de repetición hipermediatizada. Evidentemente la historia tiene herramientas para reconocer la irrealidad de aspectos del pasado que hoy son desplegados como justificaciones del presente y de proyectos futuros (ya que conoce, por ejemplo, que Argentina no fue primera potencia mundial, ni Hitler dirigió un proyecto socialista). Pero además, aunque no puede anticipar el futuro, la historia aporta pistas de lo que somos como comunidad, de las prácticas que podemos desplegar, desde intensas solidaridades hasta políticas genocidas, que permiten someter a crítica el presente de nuestras definiciones y proyectos, y evaluar perspectivas futuras de sociedad. Si ambas dimensiones implican un trabajo comprometido de las y los historiadores, a ello se suma en la hora actual la responsabilidad ética de defender aquellos ámbitos de producción y difusión histórica y científica (CONICET, Universidades, Centros de memoria, Museos históricos) que están siendo desguazados, poniendo un dique de contención a la desmemoria y al culto ideológico de la ignorancia, aportando con ello a un perspectiva social crítica y solidaria para nuestro país.

 

La pasión por narrar y contar historias

Fabricio Laino

Más que cuestionarnos para qué sirve la Historia, quizás la pregunta sea por qué nos gusta tanto: por qué la necesitamos casi como una pulsión vital. En todas las sociedades de las que tengamos registro ha existido una evidente pasión por escuchar y narrar historias, y entre ellas estuvieron siempre, en un lugar destacado, aquellas que rememoran acciones, grupos y personas notables del pasado.

Este impulso nace en principio, creo yo, de la simple curiosidad. La voluntad de saber nos ha llevado durante siglos (y aún hoy) a intentar desentrañar los misterios de pueblos y civilizaciones cuya historia se difumina en los pliegues del tiempo. En una época dominada por la lógica utilitarista, es indispensable reivindicar el mero deseo de conocer, de formular preguntas y buscar respuestas, como una de las mayores virtudes humanas, motor del desarrollo intelectual y científico y de los progresos sociales y políticos.

Es evidente, con todo, que el impulso por registrar, narrar y rememorar el pasado se vincula también con factores sociales más profundos. “El pasado nunca muere. Ni siquiera ha pasado”, escribió alguna vez William Faulkner. Lo que somos aquí y ahora es la consecuencia de las muchas cosas que hicimos y fuimos en el pasado; de lo que nos enseñaron, lo que aprendimos, lo que elegimos, lo que rechazamos. Nuestro pasado nos habita como una fuerza espectral que nos rodea y se hace presente en sus múltiples efectos, incluso cuando no seamos plenamente conscientes de ello. Así también el pasado de las sociedades se manifiesta en su presente: procesos, ideas y figuras históricas continúan moldeando la realidad social, económica, política y cultural.

Volver la mirada hacia ese pasado, de manera atenta y crítica, nos puede ayudar entonces a comprender mejor nuestro presente. Pero todavía hay más: si el pasado ha forjado lo que somos, recordarlo de cierto modo será indudablemente parte constitutiva de nuestra identidad. Esa trama de recuerdos compartidos constituye la memoria colectiva que da sentido de pertenencia a un grupo. Por supuesto, como las sociedades son heterogéneas y están marcadas por múltiples fracturas y conflictos, no hay una sino múltiples memorias, en ocasiones antagonistas, encarnadas por distintos grupos sociales.

Es en esa incesante y disputada elaboración del pasado, impregnada de la voluntad de saber y la expectativa de comprender(nos), que se inserta la Historia como disciplina. Mediante un método crítico y sistemático de análisis y contraste de fuentes, las y los historiadores profesionales buscamos contribuir al conocimiento colectivo. La disciplina histórica va más allá de las anécdotas y las fechas, para reconstruir procesos, explicar causas y comprender a los actores sociales.

Conocer el pasado nos permite decidir qué preservar, qué transformar y qué dejar atrás. Nos muestra que lo que hoy consideramos natural —la democracia, los derechos, las libertades— no cayó del cielo, sino que es fruto de batallas libradas antes que nosotros. Y es precisamente esa capacidad de interpelar críticamente el presente y abrir caminos para imaginar el futuro lo que convierte a la Historia en un saber fundamental en los tiempos que corren.

 

El conocimiento histórico como herramienta de transformación social y popular

Paula Klachko

La historia es la política del pasado. La política es la continuidad de la guerra y de la economía por otros medios. La historia es la arcilla con la que se ha construido el presente, que es parte y resultado del flujo histórico. A la historia la revisamos e interpretamos desde los desafíos y alineamientos del presente.

Conocer la historia es desandar las raíces profundas que nos trajeron hasta aquí desde la dialéctica de la lucha de clases. En todo tiempo y lugar somos las personas las que forjamos la historia, pero no lo hacemos a nuestro libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por nosotrxs mismxs, sino bajo aquellas que existen y nos han sido legadas por el pasado,[1] especialmente las condiciones económicas.

La historia puede ser entendida como una multiplicidad de “innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de las que surge una resultante: el acontecimiento histórico”.[2] Y a pesar de que algunas corrientes historiográficas ponen el énfasis en las trayectorias individuales de grandes personalidades, éstas no son más que personificaciones de los intereses en disputa y de las relaciones fuerzas de cada momento histórico en el que los sujetos protagonistas son colectivos humanos. La lucha de clases se manifiesta así mediante enfrentamientos sociales librados entre fuerzas social-políticas (alianzas de diversas fracciones sociales de distintas clases sociales) cuyo carácter de clase está dado por la fracción que conduce la alianza.

No hay ciencia social que pueda desarrollarse sin el conocimiento histórico como base, al tiempo que la historia no puede entenderse sin las dimensiones económicas, políticas, culturales, sociológicas y otras que configuran cada situación, hecho o proceso histórico.

Desde su nacimiento oficial, las ciencias sociales y humanas, ligadas a la preocupación de las nuevas clases dominantes burguesas por la generación y consolidación de un nuevo orden social, fueron artificialmente fragmentadas y formateadas por el positivismo. Luego del auge en el siglo XX de importantes corrientes teóricas que abordaron desde distintos paradigmas la comprensión y explicación de las totalidades sociales, con la unipolaridad emergente del triunfo del capitalismo en la guerra fría, a partir de 1990, se retoma y se refuerza esta operación fragmentadora. El giro posmoderno nos llevó a un relativismo y subjetivismo a ultranza, banalizando la explicación sociohistórica a través de la moda de la microhistoria, la microsociología, etc. Los hechos abordados aisladamente resultaban totalmente irrelevantes, como pequeñas parcelas sin conexión entre sí. La ciencia social hegemónica anestesiada y superficial dejó de ser una herramienta útil frente a las catástrofes sociales de miseria humana que traía el capitalismo imperialista recargado y salvaje en su fase neoliberal. Pero hubo resistencias y nuestras disciplinas en América Latina renacieron con vigor de la mano del revisionismo histórico del ciclo progresista del siglo XXI.

La historia es campo de disputa y como toda actividad humana se realiza (seamos conscientes o no) a favor y desde una concepción del mundo: marcos teórico políticos, que, en tanto conocimiento acumulado de la humanidad, siempre están en construcción. Es por eso que no existe neutralidad, pero sí objetividad científica. Cada historiadorx, como intelectual orgánicx, deberá “decidir a qué intereses, y por lo tanto a que fracciones o clase social, a qué campo, a qué bando, tendrá como referente de su actividad como intelectual; y, por lo tanto, cuáles serán los problemas fundamentales que deberá abordar y con qué instrumentos”.[3] Se van alcanzando grados de aproximación a la verdad sobre los hechos de la realidad histórica que nos explican el entramado del presente, nos muestran los mecanismos de dominación del pasado y las experiencias de resistencias y luchas populares acumuladas. No empezamos de cero: aprendamos de la historia.

 

La historia como principio de ilusión

Natalia Casola

La historia como principio de ilusión: lo que hoy es, dejará de ser inexorablemente. En tiempos como el que nos toca vivir, plenos de incertidumbre y con la sensación de habitar la precuela de una distopía, aferrarnos a este principio de mutación es una invitación a la acción transformadora, a pensar las crisis como momentos para reinventar el deseo, para la creación. La historia hace su aporte al presente mostrando que el pasado (los pasados) dejó una huella, un movimiento de continuidad en el constante cambio. El registro narrativo de ese hilo rojo que une la trama humana no es otra cosa que la experiencia, el pensamiento y la capacidad de creación de quienes estuvieron antes. Marc Bloch decía que allí donde huele la carne humana el historiador sabe que está su presa. Pienso que en esa oración la palabra clave es “huele”. El olfato como un sentido absolutamente necesario para calibrar qué clase de química humana estaba presente en un momento, lugar y situación determinada. Qué ideas, miedos, odios, imperativos y sueños se adueñaban de una situación. Para entender por qué lo que en un momento resulta inenarrable, en otro, se vuelve parte del paisaje naturalizado. En un sentido opuesto, también, por qué lo que parece imposible se transforma en una necesidad impostergable. Lo primero pasa con las tragedias y lo segundo con las revoluciones. Por eso, nunca dejan de convocar preguntas, porque en su propia excepcionalidad anida la certeza de que siempre es posible otro escenario. Pero, la historia también sirve para combatir el narcisismo con que muchas veces transitamos el presente. Hay un chiste de historiadores que remata con: “es más complejo”. Y sí, siempre es más complejo. No somos ni los que menos, ni los que más sufrimos. La historia oral, las canciones, la literatura y el arte están ahí para recordarnos que cada generación vivió su tiempo con ciertas dosis de pesadumbre y de temor al futuro, pero también con esperanza de dignidad. De que la vida valiera de algo, que fuera digna de acciones nobles y útiles para las generaciones siguientes. Quizás por eso la historia y la memoria, que no son lo mismo, caminan siempre de la mano. Entonces, ¿para qué sirve la historia? Para entender que siempre, pero siempre, podemos construir otra posibilidad.

 

Toda historia es política

Maximiliano Molocznik

La utilidad de la Historia está dada por ser esta disciplina una de las herramientas indispensables para comprender la Política. La Historia es, en realidad, la política del pasado y la política es la Historia del presente. Es innegable la continuidad entre Historia y Política porque si desconocemos de dónde venimos y quienes fuimos como país no podremos comprender nunca donde estamos y, mucho menos, hacia dónde vamos.

Entiendo también a la Historia como a una militancia, por ende, no suscribo la idea de que la escritura de la Historia quede exclusivamente en manos de sectas académicas encapsuladas en pequeñas capillas alejadas de la vida y del sentir de nuestro pueblo. Estas sectas son las que producen esos papers insulsos y anodinos que habitualmente leemos, socializados en cenáculos cerrados y en “discusiones de entendidos”. Creo que la escritura de la Historia debería ser una suerte de un campo de batalla en el cual deberían poder confrontarse (si tuviéramos una democracia sana, madura y pluralista) distintas hermenéuticas sobre el pasado, respetando, naturalmente, el rigor metodológico, la rigurosidad heurística y la ortodoxia del método.

No creo tampoco en la objetividad del historiador, creo en su honestidad intelectual, por eso, no suscribo que existan pequeñas “vanguardias iluminadas” que, sintiéndose portadoras de la supuesta antorcha olímpica del saber científico, utilicen los recursos del estado para “cobrar peajes historiográficos” que no son otra cosa que la fachada que usan para defender celosamente el monopolio sobre las becas, los cargos y los recursos del Estado con la excusa de “proteger” al campo intelectual del “virus” de la subjetividad ideológica y política.

No creo tampoco ni en falsas “neutralidades valorativas” ni en la Historia creada por esas “manos expertas” de los burócratas de las Academias, casi siempre dedicados también a validar producciones historiográficas socialmente irrelevantes o a pontificar desde sus púlpitos estableciendo el canon y los sellos de cientificidad de las producciones haciendo alarde de un poder casi inquisitorial.

En suma, como estoy persuadido de que en el estudio de la Historia está contenida la disputa por el presente creo que no es posible practicar ni la “asepsia hospitalaria” ni “la ciencia libre de valores”, por ende, sostengo (y así lo he hecho toda mi vida) que hay que escribir la Historia desde los márgenes de la cultura oficial. El historiador, en mi concepción, debe ser un libre pensador, un francotirador agazapado en los techos, dedicado a producir pensamiento crítico que aporte a la tarea intelectual y política de construir los caminos para lograr la liberación nacional y social de nuestra querida Patria Chica argentina y de nuestra Patria Grande latinoamericana.

 

Presente, pasado, porvenir

Marcos Schiavi

Primero, citamos a Benjamin, a Cooke y a Eliot según Emilio Renzi: “El cronista que hace la relación de los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños responde con ello a la verdad de que nada de lo que tuvo lugar alguna vez debe darse por perdido para la historia”. “Es decir que el pasado está presente. Pero el pasado es raíz y no programa; el pasado es el reconocimiento de los pueblos consigo mismo que se hace muy agudo en las épocas revolucionarias, pero no es la vuelta al pasado, es la proyección del pasado hacia el porvenir, porque el presente envuelve el pasado y encierra también el porvenir”. “Articular historicamente el pasado no significa conocerlo tal como verdaderamente fue. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro”. “We had the experience but missed the meaning. And approach to the meaning restores the experience”. “La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío sino el que está lleno de “tiempo del ahora”. Así, para Robespierre la antigua Roma era un pasado cargado de “tiempo del ahora” que él hacía saltar del continuum de la historia”.

La historia sirve para muchas cosas, está claro. En este caso elijo centrarme en que la historia nos obliga a pensar en el tiempo. Es de lo que está hecha. Nos lleva a pensar en el ovillo que une el pasado, el presente y lo que está por venir. Frente a la ansiedad de una época que pide todo el tiempo una alquimia ahistórica que construya felicidad sin mayores luchas ni antagonismos, la historia es genealogía, fricción y experiencia. Es tiempo. Uno no homogéneo, no lineal, uno donde podemos vivir todos los días como si fueran el mismo interminable día, pero que ante momentos bisagra, la cadencia cambia y se acelera radicalmente. Corre para adelante pero también (sobre todo) para atrás: una época en búsqueda de sus pasados. El 17 de octubre fue un típico día bisagra, también el 29 de mayo. La historia nos enseña sobre la paciencia, sobre lo inevitable de atravesar experiencias para poder tomar conciencia, mientras a su vez nos refuerza la necesidad de la interpretación teórica de esa misma experiencia.

La historia sirve para proyectar. Cualquier programa político que mire hacia el futuro necesita una raíz, pues, recordemos, la política se reproduce por gajos, no por semillas. Ese programa debe incluir lo perdido, ya que los proyectos derrotados son parte necesaria de cualquier victoria, les dan forma. ¿Acaso la Constitución mexicana de 1917 no es también resultado de los ejércitos vencidos de Villa y Zapata? Ese programa modela a su vez su pasado, le marca fronteras, se apodera de una parte, sacrifica el todo. Elige su génesis. En síntesis, la historia sirve para definir a que fragmentos de nuestras experiencias queremos volver cuando lleguemos al porvenir.

Tiempo y programa; paciencia, experiencia y teoría. Cómo citamos antes, el pasado es el reconocimiento de los pueblos consigo mismo: para pensar las derrotas, para soñar sus revoluciones, la historia es felizmente indispensable.

 

La historia como forma de resistencia

Elías Palti

¿Para qué sirve la historia? Una pregunta difícil. Viene ya cargada, además, con un supuesto implícito. Lo que se lee por detrás de ella es ¿para qué el estudio del pasado nos sirve al presente? Dicho de otra forma, ¿la práctica historiográfica tiene realmente alguna utilidad o se trata de una mera vocación de anticuario? Apelar al lugar común de que el conocimiento del pasado resulta necesario para evitar cometer los mismos errores, etc., sería la opción más sencilla, pero también la menos productiva. Ayuda poco o nada a reflexionar acerca de las complejas relaciones entre pasado y presente.

Sería también la opción menos convincente para los historiadores profesionales recelosos de aquellas perspectivas que tienden a proyectar sin más sobre el pasado nuestras propias preocupaciones presentes, tratando de encontrar en él respuestas que nos resulten aún válidas.  Esto, se piensa, supondría el borramiento mismo de la historia. La práctica histórica podría definirse, precisamente, como el arte de establecer distinciones. No sería un buen historiador quien no pudiese discernir, por ejemplo, el siglo XVII del siglo XXI, o pensase que las soluciones practicadas entonces podrían replicarse en un contexto ya muy distinto como el actual; en fin, como si el tiempo transcurrido desde entonces fuera algo indiferente, algo que pudiese llanamente desdeñarse.

Lo que cabría plantearse aquí es ¿por qué, por ejemplo, la expresión de “el arte por el arte” pudo legitimarse socialmente pero no la del “conocimiento histórico por el conocimiento histórico”?, ¿por qué el simple afán de saber está tan desacreditado en este campo? Sabemos, por otro lado, de la imposibilidad de trasladarnos al pasado, que nuestras visiones del mismo se encuentran siempre condicionadas por el lugar desde donde lo miramos. Aun así, me resisto a aceptar que la escritura histórica sea un mero reflejo narcisista de nosotros mismos. Más precisamente en mi rol de historiador intelectual, el interrogante que nos atormenta a quienes trabajamos en este campo de estudios es: ¿hasta qué punto podemos realmente acceder a las ideas de quienes nos precedieron sin confundirlas con las nuestras? Una pregunta opuesta a la anterior pero no menos difícil de responder.

Debo confesar, sin embargo, que tampoco pude resistir a la tentación (o quizás al chantaje) de tratar de justificar mi labor como historiador intelectual en función de sus posibles repercusiones presentes. Mi respuesta ante tamaño desafío pasa por el intento de unir ambos interrogantes: es precisamente la capacidad de acceder a ideas y universos conceptuales muy distintos a los nuestros, evitando confundirlos, lo que nos permitiría cobrar conciencia respecto de la relatividad de nuestros propios valores, formas de vida y de pensamiento presentes, esto es, desnudar la radical contingencia de sus fundamentos, desnaturalizarlos. Esto sería, pues, para lo que la historia serviría.

Sé también que es esto lo que despertaba el resquemor de Nietzsche, lo que percibía como el mayor peligro del historicismo. Como decía en Uso y abuso de la historia, todo organismo solo puede aceptar la dosis de historia que pueda resultar asimilable a su metabolismo, más allá de lo cual se vuelve mórbido. Y quizás tenga razón. Hay algo morboso en esta impenitente vocación por minar nuestras certezas más arraigadas, aquellas sobre las cuales descansa nuestra existencia colectiva. O quizás no. Quizás lo morboso radique, por el contrario, en aferrarse sin reflexión alguna a aquellos supuestos vitales que hacen a nuestra condición actual. No tengo una respuesta que se encuentre libre de objeciones. Solo una inclinación natural a resistir esta última opción es lo que mueve mi interés por la historia, solo a ella obedezco. Sé, en fin, que no es una respuesta al interrogante que nos convoca, solo una forma posible de pararse frente a ella.

 

La historia es un arma cargada de futuro

Federico Lorenz

“El desconcierto del hombre ante el presente es resultado de su ignorancia del pasado.” Con esta frase, el historiador francés Marc Bloch, fusilado por los nazis en 1944 y autor del clásico Apología para la historia o el oficio del historiador, sintetizó la utilidad de su disciplina. La historia no es un mero registro de fechas y héroes, sino una herramienta para comprender las raíces de nuestros problemas, los mecanismos del poder y las luchas que han dado forma al mundo en que vivimos. En un mundo acelerado, donde lo urgente desplaza a lo importante, pensar históricamente nos obliga a detenernos y preguntarnos: “¿Cómo llegamos hasta aquí?” Marc Bloch, pionero de la Escuela de los Annales, insistía en que el pasado no debía estudiarse como algo muerto, sino como un proceso vivo que dialoga con el presente. Una crisis política, las desigualdades sociales o incluso las discusiones sobre la identidad no se explican solo desde la inmediatez: son el resultado de largas trayectorias.

En su Apología…, Bloch escribió durante la Segunda Guerra Mundial, mientras Europa caía bajo la bota nazi. En lugar de refugiarse en el academicismo, defendió la idea de que el historiador debía ser un ciudadano comprometido: su trabajo ayudaba a desentrañar las mentiras de la propaganda y a encontrar salidas en momentos oscuros.  No disoció el oficio del compromiso social, sino que ejercerlo era la forma de comprometerse, hasta dar la vida en su caso.

Hoy, frente a pandemias, conflictos bélicos o crisis ambientales, la historia ofrece ejemplos de cómo las sociedades enfrentaron adversidades en el pasado: es decir, es posible pensar que, si en el pasado los seres humanos superamos circunstancias extremas y muy difíciles, hoy también. El pasado no se repite, pero “rima” con el presente, late: las estructuras de poder, los miedos colectivos y las resistencias tienen ecos históricos.

La utilidad de la historia, entonces, no está en alimentar nostalgia, sino en dotarnos de herramientas para actuar. Bloch murió por defender sus ideas en un mundo en guerra; su legado nos recuerda que el conocimiento histórico es un acto de resistencia. La memoria es un campo de batalla, y la historia, cuando se ejerce con honestidad, es una trinchera contra el olvido y la manipulación. Pero, además, una herramienta para saber que si quienes nos precedieron imaginaron futuros mejores, nosotros podemos hacerlo también.

La historia sirve para el encuentro entre las generaciones, para reconocerse en una genealogía política, para imaginar futuros posibles. Pero para eso requiere esfuerzo y atención constantes, honestidad intelectual y, sobre todo, poner el cuerpo, evitar el encierro en un mundo erudito paralelo y sin vasos comunicantes con la sociedad viva, con ese olor a sangre humana que tanto estimuló la curiosidad de Bloch. Para eso, los historiadores deben asumirse parte de las sociedades que estudian, ya que como escribió en las primeras líneas de su Apología: “no imagino mejor elogio para un escritor que saber hablar con el mismo tono a los doctos y a los alumnos”.

 

 


Felipe Pigna es historiador, escritor, divulgador histórico y profesor, especializado en la historia de su país. Realiza trabajos en diversos formatos, y es considerado por el programa Ver para leer como el divulgador con más difusión popular en la Argentina de la actualidad. Es director del Centro de Difusión de la Historia Argentina de la Universidad Nacional de General San Martín, columnista de la radio Vorterix, director de la revista Caras y Caretas y consultor para América Latina del canal de televisión History.

Federico Cormick es Doctor en historia (UBA), becario posdoctoral (CONICET), y docente en las universidades nacionales de Moreno (UNM) y José C. Paz (UNPAZ). Investiga sobre democracia, peronismo y radicalización política en la historia argentina reciente.

Redes: Ig: cormickfederico – Fb: Federico Cormick – X: @CormickFede

Fabricio Laino es historiador. Se desempeña en EIDAES-UNSAM/CONICET, la UNPAZ y la UBA. Investiga sobre activismo por los derechos humanos en la historia reciente argentina y latinoamericana. Escribió su tesis doctoral sobre la conformación histórica de Abuelas de Plaza de Mayo y su lucha en tiempos de impunidad (1977-2003).

Paula Klachko, Socióloga (UBA) y Dra. en Historia (UNLP). Prof. en UNPAZ y UNDAV. Autora de numerosos artículos y libros sobre los procesos históricos y dinámicas sociopolíticas en América Latina. Es la coordinadora de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad – REDH, capítulo Argentina.

Natalia Casola es Dra. y Prof. de Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora de Conicet y docente en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Es especialista en el campo de la historia reciente destacándose por sus trabajos sobre militancias, izquierdas y movimiento de mujeres.

Maximiliano Molocznik es historiador, escritor e investigador independiente. Docente en la Universidad Nacional del Oeste (Merlo). Es autor, entre otros títulos, de los siguientes libros: Los Herederos del Naufragio. Imprex Ediciones,2025.
La Victoria del Taciturno. Un ensayo crítico sobre la naturaleza histórica del Roquismo (1879-1886). Imprex Ediciones, 2023. Estampas de la Patria Chica argentina y de la Patria Grande latinoamericana. Imprex Ediciones, 2021. Herminia Brumana, pasiones libertarias y sueños emancipatorios. Imprex Ediciones, 2021. Alberdi, ese desconocido. Imprex Ediciones,2019.

Marcos Schiavi. Licenciado y Doctor en Historia (UBA – PARIS 8). Ha sido docente en UBA, UNLP, UNTREF, UNDAV Y UNAJ. Ex-Director del Archivo General de la Nación y ex-Director Nacional Electoral. Miembro Comité Editorial de Revista Porvenir

Elías Palti es doctor en historia de la Universidad de California en Berkeley. Realizó estudios postdoctorales en El Colegio de México y la Universidad de Harvard. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad de Quilmes y en la Universidad Nacional de Buenos Aires y como investigador del CONICET, Argentina. Artículos suyos han aparecido en revistas especializadas y libros de Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Chile, China, Colombia, Costa Rica, Ecuador, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Guatemala, Inglaterra, Israel, México, Perú, Suecia y Turquía, en seis distintos idiomas (chino, español, francés, inglés, portugués y turco). Es además autor, entre otros libros, de Giro lingüístico e historia intelectual (1998), Aporías. Tiempo, Modernidad, Historia, Sujeto, Nación, Ley (2001), La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional” (2003), Verdades y saberes del marxismo. Reacciones de una tradición política ante su “crisis” (2005), La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano del siglo XIX (Un estudio sobre las formas del discurso político) (2005). El tiempo de la  política. El siglo XIX revisitado (2007), El momento romántico. Historia, nación y lenguajes políticos en la Argentina del siglo XIX (2009), ¿Las ideas fuera de lugar? Estudios y debates acerca de la historia político-intelectual latinoamericana (2015) y An Archaeology of the Political Regimes of Power from the Seventeenth Century to the Present (2017). Ha editado los siguientes libros: Mito y realidad de la “cultura política latinoamericana” (2011) y En el nudo del Imperio. Independencia y democracia en el Perú (co-editado con Carmen McEvoy y Mauricio Novoa) (2012). Es miembro del comité editorial de Prismas. Revista de Historia Intelectual y el Journal of the History of Ideas. En 2009 recibió la Guggenheim Fellowship. Desde 2016 se desempeña como director del Centro de Historia Intelectual, de la Universidad Nacional de Quilmes.

Federico Lorenz: Historiador y novelista. Es Jefe del Departamento de Historia del Colegio Nacional de Buenos Aires e investigador independiente del CONICET. Es uno de los mayores especialistas sobre la historia de las Islas Malvinas, y también sobre la dictadura militar, el sindicalismo combativo y la violencia política. Entre sus obras se destacan ¿De quién es el 24 de marzo? Historia, memoria y política (2023), Malvinas. Historia, Conflictos, perspectivas (2022), Los zapatos de Carlito. Una historia de los trabajadores navales de Tigre en la década del 70 (2020), Uno de los peores sacrificios. Vidas y muertes de Ana María González, la montonera que mató al jefe de la Policía Federal (2024) y La llamada. Historia de un rumor de la posguerra de Malvinas (2017) Publicó cinco novelas, entre ellas: Montoneros o la ballena blanca (2025) Los muertos de nuestras guerras (2013), Para un soldado desconocido (2022) y La balada de Jimmy Cross (2023).

 

 


[1] Marx, K. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, cap. 1, ediciones varias.

 

[2] Engels, F. (septiembre de 1890) Carta a José Bloch. Königsberg, Londres

[3] Iñigo Carrera, N. (octubre de 2000) ¿Qué Historia? ¿Qué militancia? En Jornadas Historia y militancia, Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

 

 


Imagen de portada: Representación de un quipucamayoc, según Felipe Guamán Poma de Ayala (aprox. 1535–1616) en su obra Primer nueva corónica y buen gobierno. El dibujo muestra a un contador inca con un quipu entre sus manos. El quipu fue una escritura numérica en el antiguo imperio incaico. La yupana, o ábaco incaico, aparece a la izquierda.

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