Por Gonzalo Manzullo
¿Qué hacemos con nuestras democracias? ¿en qué momento perdimos el tren? Con estas dos preguntas Gonzalo Manzullo comienza su reflexión sobre un libro extensamente leído y discutido en varios países del mundo desde su publicación en inglés en 2014 y retomado en Argentina desde su aparición en castellano el año pasado: La rebelión del público, de Martin Gurri, publicado por Interferencias (Adriana Hidalgo editora). El libro describe la desconexión que existe hoy entre los élites de todo el mundo y los ciudadanos digitalizados, y da a ver las consecuencias peligrosas de ese desencuentro. Tomando las hipótesis del texto como punto de partida, Manzullo retoma algunas de las mejores observaciones de Gurri para presentar ideas frescas desde nuestro contexto, para señalar algunas omisiones del libro y para reflexionar sobre aquello de nuestras convulsionadas democracias que todavía nos queda por comprender.
Sobre La rebelión del público. La crisis de la autoridad en el nuevo milenio, colección Interferencias (Adriana Hidalgo Editora) [1]
¿Qué hacemos con nuestras democracias? ¿en qué momento perdimos el tren? Esas podrían ser las preguntas esenciales que atraviesan este libro de Martin Gurri, cuyo subtítulo resulta aún más convocante que su título. A lo largo de casi 500 páginas, el escritor e investigador cubano, ex analista de medios de comunicación de la CIA, intenta narrar un desfasaje fundamental de la época contemporánea: la brutal desconexión entre elites pertenecientes a la grandes instituciones tradicionales de la ciencia, el gobierno, la academia y los medios de comunicación, por una parte, y una ciudadanía digitalizada que, gracias a los medios informáticos disponibles, puede dar rienda suelta a sus reproches, expresar su malestar y cuestionar profundamente la autoridad aspirando a modificar su realidad en clave on demand.
Ceguera, de parte de las elites expertas de todos los rubros, ante un cambio de paradigma, producto del avance tecnológico, que abandonó el verticalismo en la transmisión de la información como también el monopolio de su circulación, propios de la era industrial del siglo XX, donde una masa desinformada absorbía aquello que previamente se encuadraba para ser transmitido en unas pocas fuentes del diario y la televisión. Frustración de parte de la ciudadanía aficionada, del otro lado del mostrador, ante las grandilocuentes promesas incumplidas de bienestar y felicidad de parte de las instituciones tradicionales, fundamentalmente los gobiernos, que redunda en una alienación e ira respecto de ellos en la vida cotidiana.
El libro colecciona, como si se tratara de un álbum, una serie de episodios reveladores en los que, aproximadamente desde 2011 (como desembocadura de la proliferación global de internet en 1990 y de las redes sociales a comienzos de los 2000), florece el contrapoder de un público que en la era posfordista tiene los medios a disposición para expresar y difundir de manera coordinada sus preferencias, pero principalmente sus enojos, construyendo comunidades vitales alrededor de intereses puntuales. Ese cuadro de situación, según el autor, da cuenta del enorme potencial contestatario del público para hacer tambalear las autoridades e instituciones que rechazan en su mundo circundante, al tiempo que muestra sus escasas capacidades para cristalizar sus deseos por la positiva en programas políticos consecuentes.
Estos dos humores descriptos por Gurri comparten algo del espíritu con que Maquiavelo[2] describía la desunión siempre presente en toda ciudad: mientras las elites no quieren resignar poder y autoridad, el pueblo no aspira a detentar nada de ello. Simplemente adquiere los medios accesibles para expresar abiertamente su malestar ante la magra performance de las autoridades e instituciones tradicionales. Así, la academia, los medios de comunicación, científicos y gobiernos se ven asaltados por voces que, inesperadamente (consideran estupefactos), cuestionan su autoridad y jerarquía, sus competencias para establecer la verdad, producir certeza y borrar la incertidumbre. La obediencia y la legitimidad, mediaciones necesarias para el funcionamiento de toda sociedad compleja, quedan en el epicentro de este terremoto que hace crujir, principalmente, la posibilidad y eficacia del orden político; y el autor lo reconoce claramente.
Su propuesta es comprender esta etapa a partir de los medios a disposición. En ese sentido, la verdadera transformación epocal es la revolución que las nuevas tecnologías, principalmente a través del surgimiento y masificación del uso de las redes sociales, impusieron a la relación entre autoridades y ‘públicos’, como denomina el autor a la ciudadanía de a pie. Precisamente gracias a la horizontalidad y acceso sencillo que la red habilita, esas plataformas resultan disolventes en la medida en que se contraponen a la organización jerárquica necesaria para el ejercicio de toda autoridad. Sin embargo, por la reactividad casi pasiva de las elites a reconocer sus fracasos y el carácter eminentemente negativo en que opera la rebelión del público, el autor no avizora un horizonte donde se rompa el empate catastrófico resultante. En el horizonte, amanece el riesgo de disgregación de las instituciones y de lo común, particularmente de los Estados-nación. La gran pregunta, para el autor, es si las tremendas energías políticas liberadas por el público son compatibles con el propósito y la permanencia de las instituciones. En otras palabras, si esta época centrífuga es compatible con el ímpetu centralizador propio de toda autoridad.
Es que la rebelión, como un globo, puede pincharse tan rápidamente como se infla, perdiendo el aire y disipándose antes de alcanzar a ser revolución, o incluso menos, clamor en las urnas que cristalice efectivamente el estado de rechazo y protesta en una elección o alternativa política positiva. Aquel agudo señalamiento, como varios de los que Gurri describe a lo largo de su análisis, no resulta objeto de una mayor reflexión, sino que persiste como una constatación empírica. El autor pasa revista por diversos acontecimientos donde la retroalimentación entre elites y público (inexistente en la época de masas[3] y habilitada gracias a los nuevos medios técnicos), socavó la autoridad de gobiernos, corporaciones económicas y establishment científico, drenando de vitalidad la jerarquía y alimentando grupos espontáneos e informales que toman por asalto la autoridad en la cúspide de la pirámide.
Si la escritura, el abededario, la imprenta y los medios masivos de comunicación significaron cuatro grandes transformaciones históricas universales, estamos, según el autor, ante la Quinta ola, donde nace el homo informaticus: aquel sujeto que, incapaz de absorber el flujo total de información, debe escoger y seleccionar una porción, imponiendo sus mediaciones, agrupándose en comunidades vitales alrededor de ciertos intereses y quebrando, simultáneamente, el poder de las clases mediadoras tradicionales en materia científica, económica, política y climática, por citar solo algunos ejemplos. De manera tal que la mera existencia del homo informaticus sería por sí misma un desafío existencial para la legitimidad de toda autoridad.
El libro tiene la fortaleza de recorrer, con su fluida prosa, muchas de las preguntas que nos persiguen en este tiempo revulsivo, y por eso interpela: qué hacemos cuando la mayor circulación de información ya no se equipara con un mayor conocimiento o saber y las fuentes dejan de ser legítimas o autoritativas. Cuando, ante un tsunami de información, cualquier recorte nos deja en una posición de incertidumbre que corroe la confianza. ¿Es dable pensar, como intuía Walter Lippman[4] y recoge precautoriamente Gurri, que el gobierno de la mayoría en democracia no tenga ninguna virtud moral intrínseca? ¿Qué potencia tienen las ideas de posverdad y la aparición de las fake news para explicar nuestra realidad actual?
A medida que avanzamos en la exposición propuesta por Gurri, podemos observar cómo se repite un patrón: blogueros amateurs, aficionados y personas comunes escasamente vinculadas con la política, e incluso económicamente lejos de la figura del desposeído, resultan en figuras modélicas que, gracias a las nuevas posibilidades abiertas por las tecnologías de la información y la comunicación, toman parte y se lanzan a una lucha contra la autoridad y las jerarquías. Así, acontecimientos políticos “duros” resultaron moldeados por información “blanda”: las plataformas permitieron coordinar virtualmente acciones y manifestaciones en las calles unidas por un sentimiento de rechazo.
Aunque coquetea con ello, el autor no adolece de una romantización plena de las posibilidades técnicas de la red en su acción horizontalista, cual ciberoptimismo. Sostiene más bien que, en la actual etapa de esfera de la información global, aquella puede irrumpir en casi cualquier conflicto político y modificar su resultado. Pero en su recuperación de algunos eventos, como la Primavera Árabe, Occupy Wall Street y el Movimiento 15-M, conocido como los indignados, tampoco descubre algo muy distinto a la articulación y unificación populista de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial,[5] ahora interactuando desde el terreno de la esfera pública digital con la acción política presentificada corporalmente. En ese sentido vale la pena preguntarse si su interés atañe a algo más que a la dinámica (pos)moderna de lo político. De hecho, la figura del público no coincide nunca totalmente con el pueblo, pero le gusta pretender que lo es, tal como la plebs populista no es el único populus legítimo, según Laclau.
El autor intenta mostrar que, finalmente, la información puede interactuar con el poder de modo abierto e imprevisible, hasta cierto punto casi misterioso. Como grandes y pueblo, público y autoridad tienen ideas mutuamente hostiles sobre la conducta apropiada y el agente perturbador entre ambos es la información. La cuestión es que ahora los aficionados despreciados por las autoridades establecidas y acreditadas están conectados entre sí por la red, mientras las elites pueden hacer poco para contenerlos. Si la grieta entre autoridades tradicionales y público se llena con desconfianza, ahora esa desconfianza se puede traducir, más fácilmente que antes, en acciones concretas. Aún así, el autor relega la pregunta respecto de la posibilidad de que las redes, con su esfera más amplia de discusión pública, repliquen esa misma lógica autoritativa y jerárquica que rechazan fuera. Tampoco parece detenerse demasiado en los fines económicos que las plataformas de interacción social persiguen y el impacto que aquella orientación mercantil significa para el rol político particular que ejercen.
Sin lugar a dudas Gurri detecta un nuevo tipo de acción colectiva habilitada por la tecnificación actual que socava las instituciones establecidas o tradicionales, emergidas con la era industrial durante el siglo XX. En un tiempo en que la revolución ya no está en el horizonte, el desafío más importante para las democracias actuales, antes que cualquier modelo alternativo (e incluso toda amenaza de giro hacia el autoritarismo o el fascismo, más propios de la era de masas según la esquemática distinción del autor), sería más bien el nihilismo latente y la violencia potencial que nuestra época despierta en el público: la democracia liberal y el capitalismo que esos públicos tanto rechazan con sus rebeliones son los que les dieron sus condiciones de posibilidad y expresión, de manera tal que ir a fondo con su rechazo implicaría cancelarse también ellos mismos, explica Gurri. Aún así, muestran una indiferencia frívola por las consecuencias de sus negaciones. De modo que los diversos manifestantes descriptos reconocen bien los efectos, pero identifican mal las causas de su malestar. Más allá de eso, el público que se rebela no tiene capacidad ni interés en reemplazar las instituciones y autoridades vigentes.
Si la jerarquía queda del lado del orden, las redes aparecen como un trampolín hacia el nihilismo. Los ejemplos de los que echa mano el autor demuestran un panorama de parálisis ante la desconfianza que las elites tradicionales inspiran en el público, y las pocas herramientas de las cuales aquellas disponen para revertir la crisis de autoridad: sin monopolio de la información, pues las cantidades de datos ya no son fácilmente manipulables, cada fracaso de la autoridad puede reproducirse a mayor escala en la actual esfera de la información global. La democracia representativa ha resultado insuficientemente democrática, pero ello resulta realmente incómodo solamente cuando el público adquiere los medios para alzar su voz y usufructúa ese potencial.
La principal acusación que, a modo de autocrítica, señala Gurri, tanto al público como a las elites, consiste en el gigantismo político: haber depositado una excesiva dosis de expectativas y confianza en las capacidades de la autoridad para moldear positivamente la realidad, generando una brecha que estalla en la Quinta ola. Pues el público, en tanto tenga interés en hacerlo, puede con acciones y gestos puntuales, desatar un caos contra la autoridad. Asimismo, cuando la autoridad no pudo ofrecer suficiente certidumbre, dejó de concitar obediencia. Ante la ira del público, y superado el pánico y la indignación moral, todo intento de las elites por retomar la palanca de la clausura epistémica resultó infructuoso.
Mientras tanto, en las redes proliferan las interacciones sociales marcadas por la disputa y la irritación ante cuestiones de interés, donde la emocionalidad dramática, principalmente la rabia y el repudio, toma un papel protagónico como vehículo de la expresión. La rebelión, al ser digital, tiene las formas de la red: hereda su estilo propio de manera tal que toda disputa política termina en obscenidades y amenazas de muerte. La vida digital se rige por las diatribas, y la vida es cada vez más digital.
Nuevamente, una destacada descripción del panorama no avanza hasta su indagación: ¿qué es exactamente lo que explica que el ágora virtual nos tribalice en guerras identitarias antes que habilitar una ilustrada discusión racional en clave habermasiana?[6] ¿qué sucede cuando la red promueve el agrupamiento de personas en comunidades vitales cuyos intereses son antidemocráticos? ¿por qué la Quinta ola coincide con el florecimiento de una tiránica y moralizante voluntad de transparencia, trato personalizado y olvido del interés general en el público? ¿qué ocurre cuando el problema no es tanto la incapacidad de arribar a la verdad sino el hecho de que toda verdad se torna relativa y deja, ella misma, de ser un factor ordenador de la realidad?
Aquellos ámbitos donde la necesidad de mediación y distancia entre un cierto experto y un lego es más fuerte (noticias, ciencia, economía, cambio climático y política) son los que estallan. Gurri comprende con naturalidad que en un tiempo volátil e incierto proliferen las recetas rápidas para el amor, el dinero, la felicidad o el gobierno. Pero desecha la interpretación según la cual las fake news y la posverdad modelan de manera relevante la realidad. Antes, sostiene una concepción ilustrada de la verdad: retoma ejemplos donde los expertos y elites fracasaron a la hora de brindar certidumbre e incluso no tuvieron incentivos para hacerlo ante la falta de penalidades relevantes, pero está lejos de asumir la fragilidad o la imposibilidad de que el dispositivo mismo de verdad y saber funcione sin fisuras.
El autor deja asentada una legítima preocupación: que la política democrática dispute sobre cuestiones que los propios gobiernos democráticos no sean capaces de resolver. Recuperando a Pierre Rosanvallon,[7] el autor señala que la inclusión electoral y la consagración de derechos avanzó a la par de la alienación, de manera tal que el votante quedó abandonado a su suerte y enredado en el procedimiento poco estimulante del gobierno representativo. Entonces, el principio democrático de acceso al poder choca con el ideal de un gobierno a cargo de expertos remotos y desinteresados. Pero ante ello, su receta es algo más que insípida: bajar las pretensiones y expectativas, tanto del público como de las elites y promover una idea de gobierno abierto que dialogue con el público alienado.
Por una parte, Gurri rastrea un derrotero a partir del cual la idea de servicio personalizado se impone desde lo individual hacia lo político-colectivo: la gente común quiere que sus intereses y gustos más personales se impongan al nivel más amplio del sistema. Entonces, habría que promover un despliegue en el sentido inverso, desde lo político hacia lo personal, a partir del cual cada persona se haga cargo de aquellas demandas de satisfacción de necesidades que se exigen actualmente a los gobiernos. Una especie de responsabilización absoluta, que no ofrece necesariamente garantías contra un repliegue hacia el egoísmo, de la misma manera en que no se ve cómo podría promover una solidaridad comunitaria. Producto de este gesto, antes que involucrar a todo el sistema, los éxitos y errores serían responsabilidades personales. De la misma manera, implicaría reducir nuestras expectativas frente a las autoridades, asumiendo la complejidad de los asuntos con los que lidian.
Los expertos, por su parte, deberían dar cuenta de esa complejidad despojándose de sus grandes promesas de reformas y promover un gobierno abierto, que deje de hablar consigo mismo en una dinámica endogámica propia de las elites y reduzca la distancia con el público, achatando la pirámide. ¿Cómo? a partir de un esfuerzo por facilitar el diálogo online con el público, poniendo a disposición de manera concisa, sencilla y directa la información sobre aquello que atañe al interés común (ofreciendo un lenguaje accesible, legislación más breve, etc.). Esto ajustaría la relación asimétrica entre información y poder, empujaría el trabajo de las elites hacia la esfera personal y permitiría que el público, por esencia fragmentario y diferente del pueblo, participe del debate común a partir de intereses en asuntos particulares.
Tomando con nuestra mejor buena voluntad estas propuestas (que entrañan una revolución moral y cultural más significativa, y no necesariamente tan universalmente anhelada por todos de lo que el propio autor está dispuesto a asumir) no podemos dejar de marcar un problemático elogio de la transparencia en la propuesta de gobierno abierto: poniendo la información a disposición de todos, confía en reducir el conflicto sin reconocer que, en última instancia, es ineludible en cierta medida para todo orden político y la pirámide de la jerarquía no puede achatarse hasta el infinito. Por otro lado, Gurri parece olvidar (como en cambio recuerda Hannah Arendt)[8] que el misterio, el secreto y los arcana imperii son parte y no elementos ajenos al universo del gobierno desde el comienzo de la historia conocida (por solo citar un ejemplo, desde Platón)[9] como medios legítimos para obtener fines políticos antes que como hechos moralmente condenables.
Del mismo modo, vale reconocer que no toda complejidad y distancia que separa expertos de legos es un capricho egoísta pasible de ser simplificado y reducido. De hecho, habría que reconocer que ese necesario y válido esfuerzo por zurcir la brecha entre público y elites, de la misma manera que el noble proyecto, de espíritu hegeliano, de reconectar éticamente la esfera personal-individual con el interés general y vicerversa, requerirían, más allá de todo voluntarismo, de mayores antes que de menores mediaciones (humanas, institucionales, de saberes y hasta temporales producto del ensayo y error, como también de la complejidad de la meta).
Una sociedad compleja no admite democracia directa y, de hecho, el pueblo no tiene interés en gobernar: elije sus dirigentes para que dirijan y no para involucrarse continuamente en todas las dificultades y asuntos. Por eso tampoco puede prescindir, para su funcionamiento, de la mediación vertical de las elites (de ningún modo una reliquia del pasado, como propone el autor), de niveles de mando, control y jerarquías que construyan la autoridad legítima necesaria para un orden político funcional y duradero.
Si todo experto hoy está rodeado por una horda de aficionados deseosos de abalanzarse sobre cada error y burlarse de cada predicción o política fallida, no hay tibia moderación propositiva posible que sacie la sed de revancha del público contra las jerarquías, y tal vez tampoco lugar para las promesas grandilocuentes. Además, ¿quién podría, seriamente, gobernar con prosperidad en cualquier lugar del mundo actual bajo la retórica de la humildad de propósitos, la incertidumbre en las metas, el ensayo y error, la honestidad y la modestia? No se podría soslayar el loable esfuerzo del autor por delinear alternativas, menos aún su buen ojo para pintar atinadamente el cuadro de situación. Pero Gurri alcanza a leer y reseñar la época mejor de lo que se detiene a pensarla. Tal vez por eso sea un gran puntapié para emprender nuestra tarea.
Gonzalo Manzullo es licenciado en Ciencia Política. Está cursando el Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires con una beca del CONICET en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Da clases en la Universidad Nacional de José C. Paz. Sus líneas de investigación abordan la relación entre técnica y política en las democracias contemporáneas.
[1] Gurri, M. (2023). Sobre La rebelión del público. La crisis de la autoridad en el nuevo milenio. Publicado por Interferencias (Adriana Hidalgo editora).
[2] Maquiavelo, N. (2003). El Príncipe. Buenos Aires: Losada.
[3] Queda para otro lugar problematizar la esquemática descripción del autor sobre las masas del siglo XX como estructuras reactivas sin acción espontánea y manipulables mecánicamente por un control taylorista de parte de instituciones jerárquicas que daban forma al orden.
[4] Lippmann, W. (1993). Public Opinion. Nueva Jersey: Transaction Publishers.
[5] Laclau, E. (2015). La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
[6] Habermas, J. (1999). Teoría de la acción comunicativa I. Bogotá: Taurus.
[7] Rosanvallon, P. (2007). La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Buenos Aires: Manantial.
[8] Arendt, H. (2015). Crisis de la república. Buenos Aires: El cuenco de plata.
[9] Platón (1969). República. Buenos Aires: Eudeba.