Pandemia y Estado
¿Por qué pensar el Estado es clave para el feminismo y el ecologismo?

Por Jacinta Gorriti y Roque Farrán 

La pandemia abre un camino de reflexión sobre una experiencia colectiva que nos atraviesa, pero a la vez requiere una indagación sobre la singularidad presente en los diversos modos en que este fenómeno global afecta nuestras vidas. En esta nota, Jacinta Gorriti y Roque Farrán recuperan ese nudo problemático desde la figura del Estado, su importancia en esta coyuntura y los efectos que conllevan las formas en que se lo piensa en las prácticas del feminismo y el ecologismo en pos de habitar un Estado más justo e igualitario. 

Estamos en pandemia. Esa constatación vuelve como un eco en cada pensamiento, se cuela en cada idea, atraviesa cada actividad, aunque nunca de la misma manera. ¿Qué significa estar en pandemia? No son solo números, la huella de cada muerte en una cifra, la inminencia del colapso del sistema de salud y las estadísticas sobre los efectos de las políticas de cuidado: es siempre una experiencia singular que nos afecta de múltiples maneras. La pandemia no es solo la pandemia, es todo eso que la rodea, el pensamiento que intenta asir sus bordes y asomarse al abismo en el que se despliega. Experiencias absolutamente singulares, entonces, lo que no quiere decir que sean individuales; se trata de poner en uso el intelecto material. Lo sabemos: la pandemia es una realidad global, comunitaria, colectiva que, si bien vivimos en común, tiene efectos desiguales o, más bien, agudiza aquellas condiciones radicalmente desiguales en que existimos socialmente. Sin embargo, hacer lugar a lo singular de cada vida en pandemia supone preguntarse por la propia implicación en sus efectos, por los modos en que habitamos el mundo y cómo se enlazan en nuestras vidas las condiciones precarias que hacen posibles o imposibles nuestras existencias. 

A la pregunta por esas condiciones se la suele responder apuntando al Estado, especialmente ahora, cuando los Estados son los que centralizan y coordinan las medidas ante la pandemia, aunque no necesariamente todos lo hacen desde una política de cuidados. Ahora bien, para situar en su justa medida la importancia del Estado en la coyuntura actual es necesario entender de qué manera se lo está pensando y qué efectos tienen esos modos de conocimiento en las maneras de vivir nuestra relación con el Estado. Desde una perspectiva materialista, se pueden identificar tres formas de pensar el Estado, que corresponden a tres géneros de conocimiento diferentes (en un sentido spinoziano). 1) La primera es la que circula mayormente en redes sociales y medios de comunicación, la que nutre las opiniones corrientes, inventa y refuerza ciertas imágenes e ideas inadecuadas y confusas sobre el Estado. Solo dos ejemplos: la identificación del Estado con el gobierno actual y las grandes consignas como “necesitamos más Estado” o “el Estado es responsable”, que abonan valoraciones masivas y abstractas del Estado que lo imaginan como un ente monolítico. 2) La segunda, en cambio, implica pensar el Estado como un conjunto de aparatos, desde una lógica de la composición compleja, es decir, en tanto conjunto de conjuntos o condensación de relaciones materiales. Si en el primer género de conocimiento el Estado aparece como un bloque homogéneo o como una especie de sujeto con una voluntad y una racionalidad propias, en el segundo género, se lo concibe a la manera de un campo estratégico históricamente sobredeterminado en el que se disputan fuerzas sociales. Pero aun reconociendo el carácter estrictamente relacional y sobredeterminado del Estado, no se llega a comprender cómo es posible alterar la trama que lo compone. 3) Por eso, el tercer género de conocimiento supone atender a la singularidad de cada Estado y, al mismo tiempo, al modo en que cada unx a través de sus prácticas concretas está implicado en el anudamiento que lo define. 

No hay que ser un “teórico especialista del Estado” para pensarlo en toda su complejidad y materialidad específica, simplemente es necesario un cambio radical de perspectiva. Asumir que el Estado en tanto generalidad vacua no existe, sino que hay formaciones estatales concretas que tienen una historia, una temporalidad, una materialidad y una autonomía específicas ligadas a entrecruzamientos singulares de instancias y fuerzas que no son meramente tipificables; que responden de distintas maneras ante cada coyuntura y que están atravesadas por diversas orientaciones, muchas veces en tensión entre sí. Sin embargo, comprender la relacionalidad intrínseca a un Estado no significa necesariamente pensarlo en interioridad. Es preciso todavía un paso más: situar el propio lugar en ese entramado. En otras palabras, sentirse implicadx en el nudo que sostiene el Estado, es decir, cuál es el punto de interpelación o de toma por parte de un aparato de Estado en particular (porque, de nuevo, no hay Estado en general sino a través de sobredeterminaciones y sobreinterpelaciones específicas que afectan las prácticas). 

Ante la pregunta de qué sostiene el Estado o qué hace que una formación estatal concreta se sostenga en el tiempo, es posible responder desde una estructura nodal que enlaza al menos tres elementos: una estructura institucional, un entramado complejo de prácticas de todo tipo y un conjunto de regímenes afectivos. Cada Estado cuenta con una arquitectura institucional específica: con aparatos, ministerios, secretarías, parlamentos, fuerzas de seguridad y un largo etcétera. Pero su materialidad no se agota en su forma organizativa, en los diferentes niveles de su estratificación interna, porque cada Estado está compuesto, asimismo, por una serie de prácticas sociales (políticas, económicas, ideológicas, éticas, teóricas, etc.) que coexisten y se imbrican entre sí. El Estado es un terreno en movimiento donde se disputan estas prácticas, donde se enfrentan, coordinan, visibilizan e invisibilizan conjuntos de conjuntos de prácticas. Su organización no se define simplemente por la verticalidad: esta se encuentra ya atravesada por otras formas de organización que exceden incluso el propio terreno del Estado, pero que no por eso se encuentran fuera de su campo estratégico. La materialidad del Estado se explica igualmente por los regímenes afectivos en los que se apoya y que favorece en el tejido social.  

En un sentido netamente spinoziano, es necesario interrogarse por los afectos que promueve una formación estatal: ¿son afectos alegres, que aumentan la potencia de obrar y existir, o se trata sobre todo de afectos tristes, que la disminuyen? Recordemos que los afectos, tal como los entendía Spinoza, no son emociones o sentimientos, sino grados de la potencia (es decir, de la capacidad para perseverar en la existencia). De manera que no se trata de una cuestión “subjetiva” ni individual, sino que atañe a las condiciones materiales de existencia o a la propia constitución ontológica. En efecto, hay formaciones estatales que ofrecen condiciones más vivibles que otras, que mejoran la calidad de vida y crean entramados de cuidado y protección social que generan afectos alegres, mientras que otras se apoyan en pasiones tristes, como el odio, el temor y el rencor. El neoliberalismo como modo de gobierno dominante a escala global introdujo formas de Estado en las que el sacrificio y la austeridad se volvieron la base de los modos de vida de las mayorías. El regreso de distintas formas de regímenes autoritarios y de discursos del odio impulsados en algunos casos desde la propia conducción estatal, no se explican sin esta consideración afectiva.  

Desde los feminismos, a veces se reproducen acríticamente discursos que tienden a ubicar al Estado en una posición de exterioridad respecto de nuestras luchas: como un Otro al que le demandamos “respuestas” y “soluciones” y que nos devuelve en espejo la imagen de víctimas a ser reparadas. El Estado como un Padre que, incluso cuando pretende mediar y reparar, no hace más que seguir reproduciendo las violencias que pesan sobre nuestros cuerpos o, en el peor de los casos, agudizarlas para justificar así una política de “mano dura”. A la imagen del Estado como Padre, tampoco cabe oponerle la imagen de una Madre, como si los cuidados solo pudieran pensarse en términos de cuidados maternales (identificando a las mujeres con la figura de la Madre y apelando a una noción esencialista de Mujer). En todo caso, de lo que se trata es de preguntarse de qué maneras podemos transformar las formaciones estatales en las que habitamos y en las que nos constituimos como sujetos. Cómo es posible “feminizar” las instituciones, las prácticas y los afectos que definen a los Estados en función de tendencias y operaciones que supongan modos de solidaridad, de transversalidad y de cuidado de sí y de lxs otrxs que abracen las diferencias y la diversidad, que aumenten la potencia de obrar y no la mera competencia. La pregunta por el Estado no se hace en abstracto ni tampoco para defender las formaciones estatales existentes, sino siempre desde la pregunta por cómo transformarlo en función de las luchas que nos implican. 

Al igual que la tecnología, el Estado no es ni bueno, ni malo, ni neutral, sino que está definido y limitado por relaciones sociales. Rechazar masivamente el Estado, sostener una “fobia del Estado” (en los términos de Foucault), no contribuye a la constitución de otras formaciones estatales y de otros modos de vida, así como el rechazo radical de las tecnologías y el llamado a la “desconexión” no resulta eficaz para cuestionar las formas tecnológicas dominantes y su imperativo de acumulación por desposesión en el capitalismo actual. A la inversa, no se trata tampoco de romantizar ni sobrevalorar el papel del Estado, sino de entender su lugar en los largos y arduos procesos de transformación social. Por ejemplo, hay discursos feministas que tienden a identificar Estado y Patriarcado, como si existiera una sola forma de patriarcado y el Estado fuera exclusivamente una organización patriarcal. Lo que proponemos, en cambio, es atender a la singularidad de cada Estado, al modo concreto en que se inscriben diferentes estructuras patriarcales en los Estados y que se ponen en juego mecanismos de selectividad de género. Un enfoque feminista y materialista del Estado apuntaría, entonces, a señalar las instituciones específicas, los espacios, las orientaciones y los nudos concretos de poder donde se traman aquellas selectividades como resultado de un conjunto complejo y contingente de prácticas de clase, de género, culturales, étnicas, económicas, políticas, etc. No hay un poder patriarcal en el Estado: en todo caso, es un espacio donde se ejercen poderes patriarcales, de clase, de raza, etc. Hay que apuntar a reorganizar el Estado en su articulación interna, en sus modos de intervención en el entramado social, en sus bases sociales, en sus capacidades y en sus mecanismos de filtrado de demandas y decisiones, para inscribir procesos de selectividad feministas. Una transformación que necesita y a la vez excede la elaboración de leyes, puesto que el Estado es más que una estructura jurídico-política. En Argentina, leyes como la Ley Micaela, la de Identidad de Género, la de Paridad de Género, la de Matrimonio Igualitario y la de Educación Sexual Integral, así como las luchas por las leyes de Interrupción Voluntaria del Embarazo y de Cupo Laboral Trans, por nombrar solamente dos, han sido indispensables para correr los límites de lo imposible y empezar a habitar un Estado más justo e igualitario.  

No obstante, como estas propias leyes han demostrado, la desmesura de las luchas, eso que constantemente desborda las instituciones y los mecanismos del Estado al inscribirse en ellas, es el deseo. Luchar por una transformación de nuestras condiciones de vida es ya habitarlas, es ya ejercer ese mundo que se desea. Por eso, las luchas no deberían orientarse solamente a conquistar lo que falta (que es infinito porque nunca podría darse por acabado el proceso de transformación, si se pretende igualitario), sino también a celebrar y defender lo conquistado. Para que no se desmantelen tan rápidamente los avances logrados por las luchas feministas y populares, es preciso reinventar los modos de interpelación política desde una orientación afectiva que potencie el conjunto social y reformule las prácticas. Hay que evitar entrar en el espejo macabro de formas de vida tristes, que alimentan el odio y el resentimiento y que reproducen algunas violencias que acompañan a los proyectos políticos que queremos desplazar. La desdemocratización de la vida social en los últimos años ha ido acompañada de una trollificación de la escena pública en la que priman las lógicas dominantes en las redes sociales donde, a la replicación ilimitada e inmediata de discursos, imágenes y figuras, le sigue una irresponsabilidad absoluta respecto de lo que se dice o cómo se dice. La agresión anónima, la descalificación sin argumentos ni conocimiento de causa, no son solamente características de las intervenciones en las redes de bots y trolls pagos; es una forma de subjetividad que atraviesa incluso los registros de progresistas, feministas y militantes de izquierda. Ahora que, en esta situación de aislamiento fruto de la pandemia, las interacciones cotidianas pasan cada vez más por las redes, es fundamental poder hacer otro uso de ellas. Porque en cada uno de nuestros gestos, en cada práctica y en cada actividad que llevamos adelante está en juego el mundo que deseamos habitar. Transformar el Estado no es posible si no nos transformamos también a nosotrxs mismxs en ese proceso. 

Las desinteligencias políticas muchas veces están vinculadas con estos tres problemas: con el modo en que se piensa al Estado, con el desconocimiento de nuestra implicación material en el Estado y con las orientaciones afectivas que guían nuestras críticas. Desde los feminismos sabemos que la práctica política se sostiene en un campo constituido por diferencias, donde no existen la pureza y la homogeneidad y donde es necesario dialogar, coordinar intereses y recodificar las demandas para avanzar en nuestra lucha. Lo mismo sucede en el Estado que, no hay que olvidar, no solo condensa conflictos, luchas y poderes específicamente nacionales y locales, sino también internacionales. A veces se pasa rápidamente por alto que el Estado no es una mónada, sino que en el anudamiento que lo define están implicados otros Estados, también entendidos en un sentido nodal. Que los problemas no le vienen como “desde afuera”, desde una exterioridad radical, sino que aparecen porque hay fuerzas sociales, políticas, económicas e ideológicas que sostienen intereses que, inscritos en el campo nacional, lo exceden. No hay solo Estados en el mundo: de hecho, el capitalismo global funciona igualmente gracias a otras arquitecturas institucionales y organizativas, como los organismos multilaterales, las firmas y compañías transnacionales, las guaridas fiscales y los sistemas de extraterritorialidad. Pensar el Estado en toda su complejidad supone también situar a cada Estado en su justa medida en este ordenamiento global: no ser ilusos respecto a lo que implica hoy la soberanía. Porque de esta manera es posible entender los límites estructurales en los que operan los Estados, el campo más amplio donde se ponen en juego los poderes y las luchas que condensan y las tendencias que un proyecto de Estado determinado sostiene. 

Hay posiciones de izquierda que olvidan una de las enseñanzas fundamentales del marxismo: que lo simple supone una complejidad sobredeterminada de procesos anudados y que el análisis concreto de la situación concreta no se puede hacer si no atendiendo a las fuerzas efectivamente en juego. Para que la crítica sea un ejercicio político y no meramente especulativo, es clave comprender las mediaciones de la política y el campo de determinaciones en el que se despliega la trama de medidas, decisiones y no decisiones de cada gobierno. Como señalan los aceleracionistas, parece que la izquierda ya no puede soñar, pero el capitalismo sí, y que es más difícil construir un modelo alternativo que declarar muerto al zombi del neoliberalismo. Porque desmantelar las formas estatales existentes requiere, ante todo, construir un modelo de deseo alternativo. Y desde la melancolía, la tristeza y el resentimiento de pulsiones autodestructivas no parece factible interpelar a las grandes mayorías para apoyar otro proyecto político.  

Por otra parte, esta es una de las dificultades que enfrenta también la agenda ecologista en la actualidad. El monte se incendia en todo nuestro país y a lo largo y ancho de la región y del mundo y se consumen en el fuego nuestras condiciones más elementales de existencia. Un estilo de postal que circulaba mucho al comienzo de la cuarentena era el de ciudades con un cielo más nítido, desde las que se veían con más claridad montañas antes tapadas por la contaminación. Pero los desmontes no frenaron durante la cuarentena, como denunciaron incesantemente grupos ambientalistas. Tampoco, la quema de pastizales y los incendios para expandir la frontera del agronegocio y del “desarrollismo” urbano en Argentina. Y ahora, que los medios y las redes sociales comienzan a hacerse eco de los incendios, la postal se troca por una consigna siempre presta a su uso en diferentes situaciones: “el Estado es responsable”. Sin embargo, detrás de esta valoración masiva del Estado se pierde de vista el bosque de responsabilidades materiales concretas, el entramado real que hace posible que se siga destruyendo nuestro entorno vital. No deja de ser llamativo que al mismo tiempo que se le exige responsabilidad al Estado, se suele apuntar su “impotencia” o su falta de poder ante los grandes intereses económicos que, o bien parecen haberlo cooptado, o bien gobernar por sobre y por fuera de toda disposición estatal. 

Quizás el problema no sea otro que la idealización del Estado ya sea en la inflación o en la deflación de sus capacidades, que no pasa de una comprensión masiva y abstracta de sus formas y funcionamiento y que no logra capturar la trama compleja, desigual e históricamente sobredeterminada en la que se ejercen sus poderes (en plural, pues en verdad el Estado no tiene un poder propio, sino que es un campo donde múltiples fuerzas sociales se disputan). Pasar de las grandes consignas en torno al Estado a una comprensión singular de cada Estado que habitamos es clave para alentar su transformación: solo que esta transformación requiere, a la vez, una transformación de nosotrxs mismxs, comenzando por nuestra perspectiva –ya lo decía Spinoza, nuestros modos de conocer son también modos de vivir–. 

Así, a la hora de atender a las responsabilidades por la devastación ambiental en ciernes una comprensión del campo relacional en el que se inserta la agenda ecológica es indispensable. En la escena política argentina, por ejemplo, las demandas de sostenibilidad ambiental han ocupado tradicionalmente un lugar marginal y accesorio. No han logrado constituirse en un eje transversal ni han podido aún consolidar un piso de representatividad parlamentaria y un acuerdo entre diferentes fuerzas sociales. La ecología parece ser una demanda netamente de izquierda, con dificultades para enlazar otras problemáticas sociales amplias y para apoyar un movimiento de articulación política que contemple las necesidades, limitaciones y desafíos socioeconómicos del país. No es sorprendente en un país que ha constituido históricamente su matriz económica en torno a la explotación de materias primas, igual que otros países de la región, y donde los grandes grupos económicos (nacionales y transnacionales) relacionados con el sector agrícola y minero, especialmente, han obstaculizado los intentos de regulación estatal de sus actividades en alianza con sectores de la dirigencia política. Los dilemas que la agenda ecológica enfrenta en Argentina, aunque en cierta medida se pueden trasladar a otros países latinoamericanos, no son menores puesto que no se puede transformar de un día para el otro la matriz productiva de una nación, menos todavía en un contexto en el que se deben afrontar emergencias sociales tan severas como las heredadas de la devastación financiera de los últimos cuatro años. Si impulsar aquella agenda supone avanzar hacia un “decrecimiento” en el que se desaliente la producción a gran escala y la explotación de recursos naturales, ¿de qué manera es posible garantizar una política redistributiva y de justicia social? ¿Cómo mover el amperímetro de las fuerzas políticas y económicas con propuestas que van a contramano de los modos de vida consolidados, incluso si entendemos su insostenibilidad?  

El diagnóstico del ecologismo no solamente es acertado, también es impostergable. Aunque en este apocalipsis dilatado en que estamos inmersxs vemos que la temporalidad del “fin del mundo” no es tan espectacular e inmediata como nos había mostrado el cine hollywoodense. Antes bien, vamos en una suerte de progresión no lineal hacia colapsos silenciosos, anónimos y paulatinos, a los que respondemos oscilando entre la indignación y la indiferencia. Sin embargo, este carácter imperioso del diagnóstico muchas veces se traduce en una fobia al Estado o en una estrategia autonomista que reclama una salida por fuera del Estado, desde la economía social o desde la reivindicación de antiguos modelos sociales (sean las comunidades amazónicas, de la Cordillera o de cualquier otro territorio ancestral que se imagina libre de la contaminación del capital). La agenda ecologista no puede pensarse a sí misma como incontaminada, como si no estuviese ya atravesada por otras demandas, prácticas y discursos que exceden la lucha por una sostenibilidad ambiental, aunque se vinculen con ella. Para que el ecologismo no sea simplemente un modo de denuncia (de las causas que producen la quema intencional de los bosques nativos, por ejemplo) de los regímenes socioeconómicos, políticos y culturales que se condensan en el Estado, sino el horizonte de todo proyecto de Estado de aquí en adelante es preciso poder captar los modos siempre singulares en que se movilizan las fuerzas sociales en el Estado. Para comprender por donde pasa la eficacia de cada Estado o, más aún, de cada nivel o aparato del Estado: qué intereses se ponen en juego, qué marcos delimitan la acción política de aquellas fuerzas sociales, qué condicionantes económicos balizan el terreno de las decisiones que se toman en el campo del Estado, bajo qué modalidades se inscribe el balance de poder global en la configuración histórico-estructural de la sociedad, cómo se articula el sistema de producción económica y reproducción social, qué formas de distribución de la renta existen y qué orientaciones ético-políticas tensionan los intentos de cambio social o de conservación del orden existente. 

Es urgente situar al Estado en el campo relacional y en el balance de fuerzas y afectos que lo definen, justamente porque no podemos esperar a un colapso total ni a la realización de una utopía, mucho menos a una reversión histórica, para sostener nuestra existencia en el mundo. Sin duda, los Estados no son suficientes para afrontar la magnitud de la crisis actual, pero no porque sean masivamente impotentes (en todo caso, hay que evaluar qué capacidades reales y concretas tiene cada Estado para llevar adelante políticas ecológicamente sustentables), sino porque se trata de un problema de escala global que requiere una cooperación internacional y un tipo de coordinación y de puja económico-política que excede el terreno en el que opera cada Estado particular. Pero son evidentemente necesarios porque condensan y materializan las tradiciones de conquistas y las luchas que han moldeado nuestros modos de vida y, por ende, son el espacio más elemental con que contamos para enfrentar en una escala realmente social las urgencias del presente. 

 

 


Jacinta Gorriti es licenciada en Filosofía (FFyH-UNC), becaria doctoral de CONICET (CIECS), y doctoranda en Estudios Sociales de América Latina (CEA-UNC). Publicó Nicos Poulantzas: Una teoría materialista del Estado (Doble Ciencia Editorial, 2020). Su línea de investigación actual abarca el capitalismo tecnoinformacional, la teoría social latinoamericana y la teoría del estado. 

Roque Farrán nació en Córdoba en 1977. Es Investigador Adjunto del CONICET, doctor en filosofía y licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Córdoba, y miembro de los Comités Editoriales de las revistas Nombres, Diferencias y Litura.  Publicó los libros  Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo, 2014), Nodal. Método, estado, sujeto  (La cebra/Palinodia, 2016), Nodaléctica. Un ejercicio de pensamiento materialista  (La cebra, 2018), El uso de los saberes. Filosofía, psicoanálisis, política  (Borde perdido, 2018) y Leer, meditar, escribir. La práctica de la filosofía en pandemia (La cebra, 2020). 

 

 

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