40 años de democracia
Postales inciertas: cuarenta años de democracia

Por Guillermo Ricca

¿Cuánta democracia? ¿Cuánta democratización y de qué tipo hemos logrado en la Argentina? ¿Qué queda de la dictadura? ¿Se puede medir qué de dictadura y qué de democracia hay en nosotros? El filósofo Guillermo Ricca, coordinador del Centro Latinoamericano de Estudios Spinozistas (CLES),  aborda estas preguntas a través de una serie de postales entre ensayísticas y literarias de nuestros años más recientes.

 

Dado que los hombres se guían, como hemos dicho, más por la pasión que por la razón, la multitud tiende naturalmente a asociarse, no porque la guie la razón sino algún sentimiento común y quiere ser conducida como por una sola mente, es decir, por una esperanza o un miedo común o por un anhelo de vengar un mismo daño.

Baruch Spinoza, Tratado político

 

Uno. En 1988 llegaron la adolescencia y la democracia: La adolescencia era verdadera, la democracia no, dice Alejandro Zambra en “Instituto Nacional”, uno de los relatos de Mis documentos. Es tentador cambiar de año: 1983, clinamen que produce otra sustitución, la de Chile por Argentina. No sería justo; no del todo. Si bien nuestra democracia no estuvo bajo la “tutela” de las fuerzas armadas, como en Chile, hemos tenido tutelajes iguales de siniestros y, aún los seguimos teniendo: el poder del dinero, las finanzas, el orden neoliberal, la deuda, el FMI, la razón colonial que ya invocaba Lenin para referirse a nuestra economía en los albores de la década del veinte. Las fuerzas armadas fueron acá un poder vicario de la fuerza instituyente de la guita. Por eso pudo terminar la dictadura sin que necesariamente haya terminado el proceso que se inició con ella, como sostienen Rodolfo Fogwill y Silvia Schzwarböck. Se podría objetar que acá, después del horror sí hubo primavera, como auguraba el discurso de Salvador Allende; fue una primavera de libertades no menores, pero con gusto a poco: rock para bailar en la calle, destape, revistas de todo tipo libres de censura, elecciones para todo y para todes. No es poco; pero ante el terror económico impune que sigue su curso, es poco. Es verdadero que la restitución democrática destituye un Estado genocida que fue condición del neoliberalismo económico en estas pampas; lo que no es del todo claro es qué se instituye con el llamado Estado de derecho; el derecho ¿de quienes? ¿derecho a qué? También se puede demostrar no sólo que en la primavera siguieron desapareciendo compatriotas, sino que entre su desaparición y el endeudamiento hay una relación estructural: a medida que crece la deuda engorda también el aparato represivo, como bien muestran las investigaciones de Bruno Nápoli. Una sombra, un eco del horror se alza por detrás de las garantías del Estado de derecho. A veces adquiere nombre propio, de fusilado, de supuesto ahogado, de toma de rehenes, de incendio de archivos en el que mueren bomberos. De presa política en las cárceles de Jujuy o de Neuquén. A veces toma la forma de un atentado magnicida que acontece ante las cámaras, bajo la impronta de la sociedad del espectáculo; es decir: se consume lo que se ve y en ese mismo acto se destruye lo que se ve. La fusilada que vive dice que antes usaban los tanques y ahora usan los aparatos del poder judicial que no es, como bien supo Derrida, lo mismo que La Justicia. El problema de la filosofía política es siempre el mismo: Lo justo.

 

Dos. Democracia o posdictadura. El muy agudo ensayo de Silvia Schzwarböck, Los espantos, estética y posdictadura, no sólo reposiciona el abordaje de los espantos de la política por la estética, en la huella olvidada de Theodor Adorno; también trae al debate la tesis de Fogwill, en Los libros de la guerra: la dictadura terminó, pero aquello que se inició con ella no tiene fecha de vencimiento porque es una guerra contra el pueblo. Nadie devolvió las picanas. Una guerra contra el pueblo irrepresentable: el pueblo de la política, al que sólo se accede por lo sublime. Es el pueblo al que se desaparece con un genocidio. Es el pueblo que retorna espectral, otra vez y otra vez. Por lo tanto, se puede ensayar el pensamiento que dice que esa guerra persiste, pero no por la política, al modo Carl von Clausewitz, sino por su neutralización. La guerra que libran contra el pueblo las potencias instituyentes del dinero apunta toda su artillería a la neutralización de la política. Posdictadura no es sólo la vida de derecha como única vida posible; es la neutralización de la política en tanto instancia de la guerra contra el pueblo, como ruptura de los vínculos entre el pueblo y sus intelectuales, sus dirigentes, sus formas de organización. Todo eso que el pueblo no tiene ni puede agenciarse porque siempre le es arrebatado o capturado en la guerra que lo neutraliza, es decir: que lo deja sin alternativas verdaderas. Recordemos a Barthes: “Lo Neutro sufre el peso (la sombra) de la gramática: = lo que no es ni masculino ni femenino, o (verbos) lo que no es ni activo ni pasivo (= deponentes) […], infamia indeleble. → No tenemos que tomar partido contra esta imagen (o entonces, el curso completo es esta oposición, no se protesta contra una imagen, no sirve para nada)”.[1] Lo neutro depotencia: es un padecer que resiente. Aquello que es capturado en lo neutro es la potencia para ser transformada en deposición, en defección, en cobardía. La dictadura tampoco es tan sólo un régimen o, en todo caso, como bien sabe Baruch Spinoza, un régimen político jamás desaparece del todo, jamás se disuelve del todo: cambia de forma, pero jamás es abolido por completo. La ilusión de que el 10 de diciembre de 1983 se produce una palingenesia que borra lo acontecido en los años de dictadura no es más que una ilusión. Ilusión necesaria, saludable, para dejar atrás el horror, pero insuficiente y destinada, a largo plazo, a la frustración. La no disolución del horror es también aquello que sedimenta en la literatura y que parece otorgar un carácter profético a ciertas ficciones. En realidad, la ficción literaria tiene una potencia heurística que le permite recordar por nosotros, al modo de los monumentos. Claro que, a diferencia de los monumentos, los libros pueden dormir un largo sueño de olvido y permanecer en silencio durante décadas o siglos hasta que una repetición impensada los saca de su letargo.

Esa guerra (la gramática de la neutralización) acontece en infinitos frentes: aparatos de producción de ideología que habitan no sólo el Estado (sus cúpulas y sus sótanos) sino también muchas –casi todas– las casamatas intermedias: los mal llamados medios que responden a la táctica y estrategia troll y, por sobre todo, a la lógica de los fines; los algoritmos en red, los cuerpos, pasiones, afectos, etc., reclutados por esas maquinarias; los grupos y las grupas empujados en esos dispositivos, sin descanso. Los partidos políticos con sus mecanismos de antiparticipación o de amputación de estómago, los infatuados inmaculados, los aparatos policiales de todo tipo y escala. Los aparatos policiales no han dejado de multiplicarse y de crecer en intensidad. También dentro de los partidos políticos.

 

Tres. Hay una obra maldita, escrita por un suicida que formó parte de una familia de suicidas. Es una novela escrita por un cordobés nómade. Es autobiográfica, como toda gran novela. Pero el espanto que se narra en El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza desborda la terrible saga de su familia; bien puede ser una alegoría del eterno empate en la guerra contra el pueblo –el pueblo resiste, aun a quienes le invitan todo el tiempo, amablemente, a que se suicide–. Puede ser una alegoría de la necrosis de aquello que Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola llaman, en el año 1983, Nuevo pacto democrático: un contrato deliberativo y participativo, no corporativo. Adjetivos que mueven hoy una sonrisa melancólica. El pacto democrático no sólo ha envejecido, sino que, como sucede a Eligia en la novela de Barón Biza –Eligia es Clotilde Sabattini, su madre, la esposa de Raúl Barón Biza– ha recibido no uno sino varios vasos de ácido en la cara: desde la profundización del saqueo neoliberal en la década del noventa, previa crisis hiperinflacionaria en 1989, la crisis de 2001, el endeudamiento de pesadilla en el que nos sumió el macrismo hasta el atentado a la vice presidenta que, para el viejo pacto necrosado, no pasa de ser un hecho moral menor protagonizado por sociópatas o, en el peor de los casos, un simulacro más de la demagogia populista.

Eligia bien puede ser también una alegoría de las ilusiones de la autoproclamada clase media, que imagina un destino de clase alta, pero no parasitado, sino logrado por sus propios méritos, por su esfuerzo, al modo del alma bella hegeliana. Imagina un destino que no es el de un cadáver embalsamado y secuestrado, desaparecido, como el cadáver de Eva Perón. Eligia no es Eva: ella es hija de Amadeo Sabattini. Eva es una arribista, una chirusa provinciana. Eligia es blanca y culta; pertenece a la oligarquía cordobesa que no es diferente, ni por apellido ni por ideología fisiócrata, a la oligarquía porteña. El destino de la chusma populista estaba ya inscripto en las vejaciones al cadáver de Eva: en su secuestro, en su apropiación y temporaria desaparición. Pero, los pueblos siempre vuelven (esos retornos pueden ser reales o espectrales y tanto lo real como los espectros guardan parentescos no representables con los espantos). Sin embargo, el destino del alma bella clasemediera no es menos espantoso: como a Eligia, se la convierte también en un cadáver, sólo que viviente, parasitado por un porvenir sin ilusión: gozar de los privilegios conseguidos por mérito. Los privilegios nunca son merecidos, por eso son privilegios. Y por eso el goce de la clase media es imaginario, ilusorio y frustrante; su destino es perecer incautamente en las fauces de un orden que ella misma abraza. Contra una tradición que ve en la ficción zombi una alegoría de las masas, habría que ver, quizás, una alegoría de las clases medias que imaginan un destino desprendido, escindido, cortado de las luchas populares y así se inoculan el virus de su propia zombificación. Como se lee en El desierto y su semilla: “Cuando Eligia se movía, en la mínima medida que se lo permitiesen las ataduras, sus rasgos carcomidos hasta lo inverosímil indicaban claramente que le había ocurrido algo imposible: por demasía de sufrimiento, su realidad ya no era convincente”.[2]

Dos mujeres. Dos trayectorias. El mismo desenlace: cuerpos vejados, destrozados, torturados por la tanatopolítica. El femicidio como alegoría: proscripción, crimen y vejación que se repiten en la diferencia imperceptible que los hilvana en la serie femicida como una manera de silenciarlas, de amenazarlas. Historia y política son nombres no neutros. La guerra contra el pueblo es también la guerra contra las mujeres: contra las mujeres de la política, contra la politización de la condición mujer. Es el propio Barón Biza quien eslabona su relato autobiográfico con la historia del país, en una saga en la que no está solo y que va de Sarmiento a Victoria Ocampo. Más allá de la inserción en una genealogía de las ideas revolucionarias que su padre militó con cierto dandismo, el paralelismo entre Eligia y “la mujer del General” (la innombrable), es planteado allí en ese marco narrativo que opone la fogosidad de Eva con el estilo ilustrado, delicado y distante de la hija del caudillo radical cordobés. ¿La pasión de la indignación frente al ascetismo pequeño burgués?

 

 

Cuatro. Ensayemos otra periodización. Del estallido del 2001 a La hora del lobo. La primera década neoliberal de la democracia terminó con treinta y nueve muertos asesinados por el Estado; la ciudadanía sitiada, una desocupación del veinte por ciento y la mitad de la población sumida en la miseria. Ahorros incautados por los bancos y un único grito: que se vayan todos. No podían irse todos. Era necesario reconstruir la confianza en el sistema político porque no se puede vivir en el caos ni yendo todas las semanas a saquear un supermercado para poder comer. El ciclo de insurgencia popular se encauzó hacia la construcción de una opción política popular transversal, nacional y progresista. El proyecto de reconstruir el sistema político en esa clave fue efímero: los movimientos sociales abandonaron más temprano que tarde la transversalidad. Sin embargo, lo que logró la crisis del 2001 fue imprimirle a nuestra democracia una impronta que antes no tenía: los ciudadanos no son sólo votantes, sino sujetos políticos, sujetos con derecho a tener derechos. Si algo caracterizó al post 2001 fue la agencia de un Estado que se ocupó de inscribir derechos para muchxs sujetxs; muchxs colectivos segregados incluso por años en el mismo régimen de posdictadura: entre ellos las disidencias sexuales o de género; pero también ese Estado agenció la re inscripción de derechos universales como el derecho a los convenios colectivos de trabajo, suspendidos desde 1990, por ejemplo; o el derecho universal a las jubilaciones, a la educación, a la universidad. Ahora bien, de una manera que no logra modificar los modos de revolución pasiva que arrastramos, según Oscar Terán, desde los años de las reformas borbónicas en el virreinato del Río de la Plata.

En 2014 la policía de Córdoba se acuarteló. Si el 2001 estuvo atravesado por el grito ¡que se vayan todos!, el de 2014 lo estuvo por otro, inverso: que vuelvan todos, especialmente que vuelvan quienes tienen los fierros en la mano: que vuelva la policía. Desde el 2014 se escucha por doquier la demanda de más policía. Esa demanda funge de receptor de los discursos de la vigilancia disciplinaria de la que habla Michel Foucault en muchos pasajes de su obra: el proyecto de Jeremy Bentham no se realizó, pero una sociedad de vigilantes vino a ocupar su lugar: Bentham fue el Fourier de una sociedad policial capaz de formular la abstracción de una tecnología muy real: la de los individuos. Pero la modernidad que allí apenas se esboza como diseño es posible verla realizada en las calles o en las instituciones de cualquier ciudad. También en las calles e instituciones de nuestra modernidad anómala. La subjetividad policial invierte el lema de Bartleby, el escribiente. Es lo que muestra la novela de Martín Kohan, Ciencias Morales: en la venerable institución educativa de la Nación se forjan los espíritus de los botones del futuro. El murmullo que recorre la narración es el murmullo de la delación. La genealogía de una cultura de la delación.

La hora del lobo es un documental dirigido por Natalia Ferreyra que muestra a los jóvenes vecinos de nueva Córdoba linchando pibes y no tan pibes que pasaban en moto o huyendo de la paranoia de los buenos ciudadanos, durante el acuartelamiento de la policía. Hay una escena en la que unos estudiantes universitarios le pegan a un tipo que está en el piso, indefenso. En el filme, un joven cuenta asombrado que bajó de su departamento a defender a alguien que estaba a punto de ser linchado y que se salvaron ambos de milagro. En la literatura argentina esa escena, también estaba ya contada, en una novela de Antonio Dal Masetto de mediados de los años ochenta: Siempre es difícil volver a casa. Una banda de ladrones decide robar un banco en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Todo termina mal. En el literal desbande, de pronto descubren dónde han caído: el pueblo no es ningún lugar apacible, de buenos vecinos que toman mate en la vereda. Son secuestrados, torturados y asesinados por los parroquianos. La única diferencia, que nada justifica, es que en la novela de Dal Masetto se trata de chorros de verdad, profesionales. En La hora del lobo, la hora del homo homini lupus, se trata del imaginario que ve en un morocho a un chorro, en un pibe en moto a un chorro, que ve en una capucha o una gorra, a un chorro. Con lo cual se consuma una forma de racismo y de punitivismo muy de clases medias que dice que el único delito real es el delito contra la propiedad y que los únicos criminales son los morochos de la clase trabajadora. Podría decirse también que, en el post 2001, la sociedad argentina exhuma su fascismo sepultado por la corrección política, incorporando falsos discursos que goteaban sobre ella: el discurso persistente que hace consistir a un otro. El problema de la Argentina, según estos discursos, es que siempre hay un otro que amenaza la seguridad y la integridad de los buenos ciudadanos blancos, laboriosos y estudiosos; en definitiva, siempre hay un otro, un gran Otro que pudre el goce de los buenos: zurdos, negros, planeros, pibes chorros, populistas, gays, feministas, etc. Todas figuras que convocan pasiones y afectos de venganza; son los y las que consisten no con la suya, sino con la nuestra.  Hay un deseo de castigo y de punición muy oscuro allí que, sin embargo, tiene una potencia instituyente para la neutralización de la política y que, a su vez, se inviste con un manto de ideología liberal en variadas expresiones de noble procedencia: las instituciones, la república, la división de poderes, la transparencia, el honestismo.

 

Cinco. Deseo de venganza o melancolía. Pasiones, afectos y política. En una memorable conferencia pronunciada en Córdoba, Chantal Jacquet exhuma del olvido una tesis poco atendida de Spinoza: la venganza en tanto pasión política puede ser la potencia instituyente misma que permita a la multitud dar forma a un Estado y a su duración. A diferencia del miedo o de la esperanza, pasiones políticas largamente comentadas en la filosofía política, la venganza en tanto fundamento del Estado y más aún del Estado justo, implica un escándalo que va de la mano con otro sí largamente comentado en la filosofía política spinozista, aquél que funda su realismo político radical y que ya se lee en las primeras páginas del Tratado Político: “[…] quienes imaginan que se puede inducir a la multitud o a aquellos que están absortos por los asuntos públicos, a que vivan por el exclusivo mandato de la razón, sueñan con el siglo dorado de los poetas o con una fábula”.[3] Cómo bien advierte Jacquet, no se trata de la pasión de la venganza en sí que siempre es mala, por ser un derivado del odio que para Spinoza siempre es malo, sino del deseo (desiderium) de venganza que, en tanto diferente del apetito (cupiditas), implica un aplazamiento o cierta frustración en su cumplimiento. Si la venganza, como Spinoza la define implica “un deseo que nos incita, por odio recíproco, a hacer el mal a quien, movido por un afecto igual, nos ha hecho daño”,[4] el desiderium introduce una tramitación mediada simbólicamente que se pone a sí como fundamento común de lo que no tiene fundamento: la comunidad política pero, más aún, puede ser puesto al servicio de la justicia: “Si Spinoza considera a la venganza como contraria a la razón y a la justicia, en cambio el desiderium de venganza puede ser compatible con ellas y constituir un poderoso ayudante a su servicio en tanto que permanece en el plano de deseo frustrado sin que se consume al acto. Desde ese punto de vista, el deseo frustrado de vengar una ofensa sufrida en común puede ser la variante pasional del deseo de justicia y constituye la imitación de una conducta conforme a la razón”.[5]  Diferencia de la ira que no conoce dilaciones, el deseo de venganza combina dos pasiones tristes que pueden ser conducidas políticamente hacia algo distinto de ellas.

Ahora bien, como bien nota Jacquet, Spinoza desacraliza una vez más el origen y fundamentos de la comunidad política o del Estado. Pero hay algo más y es lo que enfatiza la lectura de Cecilia Abdo Ferez en uno de los mejores libros de filosofía política de la última década en Argentina: Crimen y sí mismo, más precisamente en el muy claro y, a la vez complejo estudio titulado “Parte, violencia y lo justo en Spinoza”.[6] Allí es posible acceder a una clarificación desde la teoría política de un preciso funcionamiento de las pasiones en la producción de lo justo que, escándalo mediante, muestra una vigencia intempestiva y anacrónica de la filosofía política de Spinoza. Cecilia desmenuza allí conceptualmente, filosóficamente, mucho de lo que aquí es apenas la pintura ensayística de una escena o de varias escenas que se repiten a lo largo de las décadas de recuperación democrática. Lo hace leyendo a Spinoza en su modernidad anómala y, en algún sentido, indigerible para buena parte del liberalismo y, a la vez, debatiendo con otras lecturas de Spinoza, por caso Chantal Jacquet o Alexandré Matheron.

Aquello que Cecilia destaca en el debate con Jacquet no es sólo la desacralización del Estado o del vínculo social instituido políticamente sino, más radicalmente aun, que el mismo concepto de Justicia no es trascendente a las pasiones humanas, no sólo es inmanente a ese deseo común de una parte, sino que, para escándalo de cultores del positivismo jurídico, lo justo es lo justo para una parte que asume la venganza como causa justa; dicho de otro modo, lo justo también responde a una lógica política inmanente. Si la sociabilidad humana se establece políticamente, su justicia no llueve del cielo ni de ninguna perorata racional o idealista, sino que surge de las relaciones de dominación inmanentes a la política y a la sociabilidad misma. No hay nada más político que una ley; o mejor: tal vez haya algo más político que la ley y sea su interpretación y aplicación. Como expone Abdo Ferez: “Spinoza convierte a la justicia en una producción de lo justo y de lo injusto, al interior a un régimen político dado, o lo que es igual, la transforma en la expresión jurídica de un consenso producido por la existencia de una parte imperante, que es a su vez un compuesto de partes imperantes y partes dominadas, cuyo imperio sobre las otras partes (entre ellas, sobre las partes “internas”) se juega en la duración. Qué tipo de lo justo y de lo injusto se produzca, entonces, es una pregunta por cuánta y qué tipo de democratización conlleva ese régimen del que se habla”.[7]

A su vez, Diego Tatián lee el libro de Cecilia desde la clave de la recuperación democrática argentina. En ese sentido, el vindicta desiderium puede ser una clave teórica para la comprensión de nuestra propia apertura democrática: “La restitución democrática argentina, si quisiéramos pensarla a partir de lo anterior, fue y continúa siendo un proceso de transformación del deseo de venganza generado a partir de un daño sufrido en común –que a lo largo de cuarenta años no ha tenido manifestaciones privadas–, en un anhelo de justicia que las instituciones públicas pudieron en gran medida realizar y evitar así la venganza efectiva– o la melancholía social, la tristeza absoluta que arrastra consigo la impunidad–”.[8] Ahora bien, toda vez que asumimos esta necesidad con la que se siguen las cosas en la naturaleza común de la que formamos parte, no hay lugar aquí para ningún imperium in imperio: el deseo de venganza puede cambiar de signo y de sujeto, al ser una pasión combinada, también puede ser más vindicta que desiderium. Pero incluso las derechas, siempre atentas a preservar aun en tiempos que no le son favorables las fuerzas reactivas –como pudo verse en los episodios del acuartelamiento policial en Córdoba, en 2014, pero también en el clamor de linchamiento en casos penales de gran repercusión mediática en la actualidad o, en la celebración punitiva de la denominada “Ley Blumberg” que transforma la cadena perpetua en una pena de muerte en vida–, el deseo de venganza puede tensionar hasta romper la dialéctica entre potencia y potestas si, como señala agudamente Cecilia Abdo Ferez, se forcluye la pregunta por cuánta y qué tipo de democratización conlleva el régimen que permite diferir, no consumar, el deseo de venganza de una parte que, como vimos, asume una performatividad normativa desde la propia potencia política. La neutralización de la política que llevan adelante las fuerzas instituyentes del dinero y del poder que, desde una perspectiva sistémica son medios sin lenguaje, debería hablar por sí sola acerca del tipo de fragilidad de nuestra democracia. “Siempre estamos en Weimar”, suele decir un amigo en conversaciones sobre estos temas.

 

 


Guillermo Ricca es Profesor y licenciado en filosofía, Dr. en estudios sociales de América Latina, profesor de Filosofía politica y de Filosofía Argentina y latinoamericana en la UNRC y de Teoría del arte en el IFDC de Villa Mercedes (San Luis). Coordinador del Centro Latinoamericano de Estudios Spinozistas-CLES, (Facultad de Ciencias Humanas, UNRC).

 


[1] Barthes, R. (2004). Lo neutro. Curso en el College de France, 1978.  Buenos Aires: Siglo XXI, p.123.

[2] Barzón Biza, J. (2013). El desierto y su semilla, Buenos Aires: Eterna cadencia, p 36.

[3] Spinoza, B. (1988). Tratado político. Madrid: Alianza, p 87.

[4] Spinoza, B. (2022). Ética demostrada según el orden geométrico. Buenos Aires: Colihue, p 219.

[5] Jacquet, Ch. (2011). El deseo (desiderium) de Justicia como fundamento del cuerpo político. En D. Tatián (comp), Spinoza, Séptimo coloquio, Córdoba: Editorial Brujas, p. 293.

[6] Abdo Ferez, C. (2013). Crimen y sí mismo. La conformación del individuo en la temprana modernidad occidental. Buenos Aires: Gorla.

[7] Abdo Ferez, C. (2013). Crimen y sí mismo. La conformación del individuo en la temprana modernidad occidental. Buenos Aires: Gorla, p 185.

[8] Tatián, D. (2019). Spinoza disidente. Buenos Aires: Tinta & Limón, p 118-119.

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