Día Internacional por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres
¿Qué hacer con la violencia?

Por Mirna Lucaccini

Desde 1981, cada 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Una fecha que convoca a la reflexión y la acción sobre esta urgente problemática. En esta nota, Mirna Lucaccini, de la Universidad de Buenos Aires, vuelve sobre la figura de violencia de género e indaga sobre su genealogía, su persistencia y los posibles imaginarios emancipatorios frente a ella.

 

¿Será posible que algún día dejemos de levantar la bandera por el cese de la violencia?, ¿llegará el día en que podamos, finalmente, dejar de pelear por esto? ¿Será siquiera imaginable la eliminación de la violencia contra las mujeres? Difícilmente podamos contestar afirmativamente a esta pregunta en este presente donde distintos sectores de la sociedad y fuerzas políticas arremeten con fuerza contra los feminismos y sus consignas, que parecen haberse erigido como chivo expiatorio de fuerzas tan reaccionarias como conservadoras. La lucha continúa porque siguen cometiéndose crímenes brutales sobre las mujeres.

Cada 25 de noviembre nos recuerda esto: la marca de la violencia como una herida siempre abierta. Una cicatriz que nos despierta y arroja a la memoria. La persistencia de una lucha que parece avanzar al mismo tiempo que convive con numerosas e inagotables manifestaciones de violencia. Repone la latencia de un conflicto que se reabre. Un espectáculo de la crueldad al que parecemos habernos acostumbrado, hasta que irrumpe, una y otra vez, insistente. Una marca que pone de manifiesto nuestra común vulnerabilidad, la imposibilidad de extirpar el dolor, lo que nos obliga irremediablemente a reconocer, tematizar, nombrar, para actuar sobre ella. Es que algo cabe hacer, algo debe hacerse.

Desde 1981, el 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Esta fecha recuerda el femicidio de las hermanas Mirabal en el año 1960 que se manifestaron en contra de la dictadura de Leónidas Trujillo. El escenario que hizo posible esta conmemoración, es decir, que cada 25 de noviembre recordemos sus nombres y con ellas a todas las víctimas de violencia de género, fue el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe realizado en Bogotá. Este encuentro fundacional ocurre en un contexto en el que, para la mayor parte de América Latina, se inicia el proceso de apertura democrática que permite nuevos y fructíferos diálogos entre los distintos países de la región. Ahí mismo, y en adelante, se empiezan a cocinar una serie de discusiones, consignas y conceptos que persisten en los feminismos al día de hoy.

Uno de los significantes más potentes que se consolida como el modo de nombrar los sufrimientos, sobre todo, de las mujeres cis es el de violencia. En la “Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer”, aprobada unos años más tarde, se define como violencia hacia la mujer a “todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas amenazas, la coerción o la prohibición arbitraria de la libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la vida privada”.[1] De esta manera, se redefinió el modo que existía para tematizar el dolor, por un lado; y, por otro, se conjugaron formas de responder y tramitar esta violencia.

En nuestro país en particular, en el marco de la transición democrática en la década del 80 y el fracaso de los proyectos revolucionarios, los derechos humanos se configuran como el lenguaje predilecto para canalizar demandas y, como apunta Catalina Trebisacce,[2] los feminismos se apropian del término violencia para convertirlo en el significante amo para nombrar padecimientos. Esto es lo que Tamar Pitch,[3] entre otras, han denominado paradigma de la violencia de género, el cual representa un cambio significativo en el modo de dar nombre al sufrimiento en los feminismos y se cristaliza en el desplazamiento del término opresión –que enfatizaría condiciones estructurales– al de violencia –que remite a una situación protagonizada por un sujeto aparentemente autónomo y responsable de sus actos–. Esta dislocación vendría acompañada por el uso privilegiado de la categoría víctima como modo de reconocimiento que, muchas veces, deriva en la búsqueda de resarcimiento individual, así como favorece la codificación de problemas sociales en términos penales. Este parece haber sido, entre otras cuestiones, el caldo de cultivo que hizo posible algunas derivas punitivas en los feminismos contemporáneos. De este modo, la lengua del derecho, amparada por la utilización del término violencia, encierra bajo categorías normativas distintos hechos sociales que serían imputables a un victimario y realizados a una víctima, el primero omnipotente, la segunda pasiva e impotente.

Entonces, el término violencia ha aparecido como la posibilidad de canalizar demandas a través del derecho liberal y como el redireccionamiento de esa demanda y una interpelación al Estado. El derecho se erige no solo como el horizonte emancipatorio posible, sino el único imaginable. Este desplazamiento es situado por Trebisacce en las transformaciones de sentido que se suceden entre los feminismos de los años 70 y 80. Sin embargo, los años 80 se erigen también como un momento en el que los feminismos en Argentina, aunque en Buenos Aires en particular, entablan vínculos con otras organizaciones como las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo –vínculo permitido por aquel lenguaje de los derechos humanos– y también con otros sectores, como sindicatos. Paradójicamente, el mismo contexto en que el término violencia hegemoniza el modo de nombrar el sufrimiento es aquel que ve nacer alianzas de los feminismos con distintos sectores de la sociedad sin precedentes.

Pero lo cierto es que el término violencia en los feminismos vernáculos de la década del 80 en adelante no conjugaron un decir necesariamente individual y en soledad. Si bien por momentos la posibilidad de inscribir en una trama más amplia y estructural no fue obvia, tampoco es que entre violencia y lenguaje jurídico se entabla una relación necesaria. Este parecería ser el caso de la figura de femicidio que circunscribe a una respuesta penal al mismo tiempo que hace posible una lectura del crimen reconociendo el odio estructural hacia las mujeres y su inscripción en una estructura social. Por otra parte, la Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Ley 26.485) sancionada en el año 2009 tampoco ofrece una codificación en términos penales, sino que ofrece una tipificación de las violencias, promueve la recolección de datos sobre las mismas y sirve como telón de fondo para la visibilización y análisis de un sinfín de situaciones de violencia.

Por otra parte, el feminismo lésbico, colectivos gays, y la comunidad LGBTIQ+ en general ha desplegado estrategias significativas para conmover una agenda limitada o hegemonizada por el problema de la violencia. Luego de 2015, el feminismo en nuestro país ha configurado estrategias y consignas que dotan de nuevos sentidos y horizontes que superan no solo la agenda de las violencias, sino también el lugar central del sujeto mujer cis. Así pues, vimos cómo se modificaron las consignas desde “Ni una menos” a “Vivas nos queremos” o “Nos mueve el deseo” o “Desendeudadxs nos queremos”. De cualquier manera, el término violencia sigue siendo la marca de nuestro tiempo para hablar de género, ocupando un lugar, muchas veces, omniabarcador. De hecho, es este mismo término el que permite entablar un puente entre ese feminismo de los años ochenta y el que nos toca construir hoy. Ese término es la huella que nos permite rastrear cierta genealogía.

En todo caso, buscar otros horizontes emancipatorios posibles que no se limiten a pedir por la eliminación de la violencia o señalar las limitaciones que ha tenido y tiene la utilización de este término, no debería velar el potenciar político que todavía comporta. Aquí cabe preguntarnos ¿esa violencia destruye nuestra capacidad de actuar o más bien nos impulsa a formar y pensar sentidos de comunidad? Para Cecilia Abdo Ferez,[4] las denuncias públicas y relatos de violencia han puesto de relieve el modo en que un padecimiento singular se inscribe en una trama colectiva de opresión. Le otorga un lugar doble a la violencia: el de marca corporal, por un lado; y el de una potencial resistencia al permitir la identificación común, por el otro. Esto es, la violencia aparece como marca del orden social en el cuerpo y, de esta manera, posibilita cierta identificación común. Hizo posible que mujeres se vieran en los relatos de violencia vividos por otras. La colectivización de ese referente mujeres puso bajo la lupa el carácter general y hasta masivo de este fenómeno. Esa identificación colectiva, esa huella en el cuerpo, tiene un potencial de resistencia indiscutible. La inserción dentro de un entramado colectivo de violencias anteriormente vividas como individuales, esto es, lo que Mario Pecheny[5] denomina como politización, no es algo que suceda ni automática ni necesariamente, sino que requiere de un trabajo y de militancia. Y es desde los feminismos que debemos seguir insistiendo en este movimiento de politización para comprender, al mismo tiempo, la multiplicidad de violencias que marcan los cuerpos, que no se limitan a discriminaciones de género, sino que se articulan de modos específicos con la raza, la clase, la etnia, la orientación sexual o la identidad de género.

Esta es una crueldad indisociable de las condiciones que hacen una vida vivible. Inseparable de la situación de intemperie de la vida, como dice Rita Segato.[6] O, podríamos pensar, sobre los modos en que las normativas que le dan resguardo a las poblaciones se suspenden con razón de género, pero también de clase y de raza. Poblaciones desprotegidas sobre las que se ejerce la crueldad en sentido amplio, protagonistas de un drama tan compartido como singular que no pierden su capacidad de organizarse y actuar colectivamente, resistiendo. Con todo, el cauce tiene que ser aquel en el que el movimiento de politización y colectivización no esté escindido de esas muchas poblaciones en las que la precariedad azota más fuerte, más cruelmente. Esto supone no sitiar al género de otros sistemas de opresión. Salir del adormecimiento de una violencia normalizada, desembarazarla de su misterio, iluminando los mecanismos que la producen.

A pesar de los intentos de algunos sectores del feminismo por ampliar y profundizar la discusión hacia el deseo, el goce, la redistribución, el significante violencia persiste, reaparece, se resiste a su desplazamiento. Es así que un día como el 25 de noviembre nos recuerda, una y otra vez, que las violencias continúan, que los femicidios no menguan y que algo debe hacerse. El sufrimiento, entonces, emerge como un rasgo fundamental del quehacer político que bien puede prevenirlo y mitigarlo, pero también causarlo y promoverlo. De alguna manera, al ser parte necesaria de la vida en común se torna relevante en términos políticos el quehacer sobre el sufrimiento.

La violencia pivotea entre lo evidente y lo velado, oscila entre lo repudiable y lo naturalizado. Aparece como enigma y misterio, al mismo tiempo que nos vemos obligadxs a tematizar y analizar los mecanismos que la producen, especialmente, sobre la que más cruelmente se arroja sobre determinados cuerpos. Y tematizarla también no como algo perpetuada por locos o por monstruos: no es algo que esté siempre afuera. Solo una porción deviene inteligible, pensable, visible y audible. Y cuando hemos logrado evidenciarla políticamente, denota urgencia: debe hacerse algo ahora. Esta es, por otra parte, la temporalidad del punitivismo, como ya dijimos, por momentos muy presente en las retóricas feministas de un tiempo a esta parte. Una forma de resolver el conflicto que exige inmediatez, eficacia, que se desentiende de los tiempos más largos que muchas veces llevan los cambios radicales y estructurales, al mismo tiempo que se posa sobre la fantasía de la posibilidad de eliminar el conflicto, la violencia, eliminando o excluyendo al agresor. Una respuesta que solo es posible si imaginamos que las responsabilidades son individuales y no históricas, que la inflación punitiva o el linchamiento público puede erradicar el mal de suyo.

De nuevo, Cecilia Abdo Ferez nos asiste. La autora identifica una tendencia contemporánea que le exige a la política suprimir o morigerar el dolor. Subraya la dificultar de imaginar un futuro desde este presente, permeado por la aceleración de los tiempos, que exige revisar nuestros léxicos políticos y los horizontes que imaginamos. El desafío sería, entonces, actuar sobre el dolor sin remitir a un tiempo sanador para robustecer qué entendemos como presente. Hago mías sus palabras “cómo puede la política intervenir sobre el sufrimiento de los muchos, sin reducirse a una técnica más a su servicio, como podría serlo la industria farmacéutica o la terapéutica de varios tipos, es un desafío de las formas políticas contemporáneas”.[7] Resta pensar formas de atravesar la violencia que no caigan en la fantasía de imaginar un mundo sin conflicto, sino que puedan reconocer la dificultad que existe para pensarla y procesarla colectivamente en un futuro que sea cada vez mejor para más sectores de la sociedad.

Las preguntas que persisten son: ¿cómo seguir peleando sin limitar a la denuncia contra la violencia? Es decir, sin exigir únicamente (como si fuera poco) poder vivir. ¿Cómo denunciar la violencia, cómo procesarla, sin reducir la ecuación a víctimas y victimarios?, ¿cómo transitar la violencia sin codificarla en términos penales? ¿Qué otros sentidos e imaginarios emancipatorios son posibles?

 

 


Mirna Lucaccini es politóloga por la Universidad de Buenos Aires, maestranda en teoría política y social en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y becaria doctoral del CONICET. Se desempeña como ayudante en la materia Fundamentos de Ciencia Política 1 en FSOC-UBA. Sus temas de interés giran en torno al problema de la crueldad y la política.

 

 


[1] Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, Naciones Unidas, 1993.

[2] Trebisacce, C. (2020). Un nacimiento situado para la violencia de género. Indagaciones sobre la militancia feminista porteña de los años 80. Anacronismo e Irrupción, 10(18), 118-138.

[3] Pitch, T. (2003). ¿Mejor los jinetes que los caballos? El uso del potencial simbólico de la justicia penal por parte de los actores en conflicto” en T. Pitch (Comp.), Responsabilidades limitadas (pp. 125-159). AdHoc.

[4] Abdo Ferez, C. (abril, 2018). ¿Cómo evidenciar políticamente la violencia? ¿En qué política? Para un spinocismo feminista. III Congreso Internacional Figuras del discurso: “Duelo, violencia y exclusión”. Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Cuernavaca, Estado de Morelos.

[5] Pecheny, M. (2017). Secas y mojadas: de por qué leyes y políticas nunca dejan a nadie satisfecho. En F. Viana Machado, F. Barnart, y R. de Mattos (Orgs.), A diversidade e a libre expressao sexual entre as Ruas as Redes e as Políticas Públicas (pp. 7793). Nuances.

[6] Segato, R (2021) Contra-pedagogías de la crueldad. Prometeo, Buenos Aires.

[7] Abdo Ferez, C. (2009). Ante la política como teología sustitutoria: un análisis de la relación entre dolor y poder en Richard Rorty y Judith Butler. Question, 1(22), 1-11, p. 4.

 

Imagen de portada: hermanas Mirabal

Comentarios: