Por Alan Iud
¿Cuáles son las coordenadas que permiten ordenar el proceso de memoria, verdad y justicia en estos 40 años de democracia? Alan Iud, que durante más de una década dirigió el equipo jurídico de Abuelas de Plaza de Mayo, identifica, por un lado, el protagonismo del movimiento de derechos humanos, con su capacidad de tensionar a las instituciones del Estado, y por otro lado, las respuestas ambivalentes de las instituciones del Estado democrático.
12 de diciembre de 1983. Lunes. Primer día hábil de la democracia recuperada. Las Abuelas de Plaza de Mayo presentan en el Juzgado Federal nro. 1 una denuncia por la apropiación de Paula Eva Logares, secuestrada junto con sus padres en Montevideo, Uruguay, en 1978. Las Abuelas habían recibido denuncias que indicaban que Paula y su madre y su padre, militantes Montoneros, habían sido trasladados a la Argentina, en el marco del Plan Cóndor, y que la niña había sido entregada a un Subcomisario de la Policía Bonaerense. La información estaba en poder de las Abuelas desde hacía algunos meses y la habían corroborado por los medios a su alcance. Para entonces, las Abuelas ya habían localizado a niñas y niños desaparecidos, pero se trataban de adopciones de buena fe o que habían quedado al cuidado de vecinos o una rama familiar al producirse el secuestro de sus padres, todas situaciones resueltas sin mayor intervención judicial.
El caso de Paula, en cambio, requería necesariamente una investigación penal y ponía a prueba hasta dónde el sistema judicial estaba dispuesto a indagar y reparar los crímenes más atroces de la dictadura, muchos de los cuales el propio sistema judicial había conocido y encubierto, o incluso cooperado para su comisión. Además, tensionaba con la decisión del gobierno de Alfonsín de mantener en sus cargos a muchos de los jueces de la dictadura, pues precisamente la denuncia recaería en un juzgado cuyo titular –Eduardo Marquardt– había transitado toda la dictadura en el mismo despacho[1].
Un día después, el Presidente Alfonsín dictaba los decretos 157 y 158. El primero disponía iniciar procesos penales, a través del Procurador General de la Nación, contra los líderes de las organizaciones revolucionarias. El segundo decreto resolvía iniciar un juicio sumario ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CONSUFA) a los integrantes de las primeras tres Juntas Militares. A la vez, en otro decreto, convocaba a sesiones extraordinarias del Congreso Nacional, para promover la anulación de la denominada “Ley de autoamnistía,” y la reforma del Código de Justicia Militar para incorporar la revisión por la justicia ordinaria de las sentencias de los tribunales militares. La primera semana de la democracia concluía, el 15 de diciembre, con la creación de la CONADEP.
Esa semana condensa características centrales del proceso de Memoria, Verdad y Justicia (MVJ) en Argentina, que persisten hasta nuestros días. En primer lugar, el protagonismo y la audacia del movimiento de derechos humanos, con su capacidad de interpelar y tensionar a las instituciones del Estado y capitalizar las oportunidades políticas en una estrategia de largo aliento. En segundo lugar, refleja también la respuesta ambivalente de las instituciones del Estado democrático, que llevaron –de manera más o menos planificada– a organizar las notas principales de la respuesta judicial que, aún después de las leyes de impunidad y la reapertura de los juicios en 2003, persisten delimitando el proceso de MVJ.
En un plano ya bien conocido, la decisión del gobierno de Alfonsín de recurrir al CONSUFA otorgaba la oportunidad a las Fuerzas Armadas de “autodepurarse”. A la vez, representaba un esfuerzo por respetar los derechos constitucionales de los militares acusados, pues se predicaba que este tribunal militar era el “juez natural” para juzgar estos hechos. Esta decisión, de por sí cuestionable –dado que se trataba de un órgano dependiente de las propias Fuerzas Armadas y por ende ajeno al Poder Judicial–, era limitada por el propio gobierno al otorgar la revisión de sus sentencias a la justicia federal.
A la vez, la decisión de impulsar el enjuiciamiento de las tres primeras Juntas Militares, si bien valiente y firme, se matizaba no solo con el enjuiciamiento de los militantes revolucionarios sino principalmente con la impunidad y continuidad en funciones de los miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad de jerarquía inferior que habían ejecutado los crímenes de propia mano. Esta política era conocida como la llamada “teoría de los niveles de responsabilidad”, que sostenía que debía exceptuarse de las investigaciones judiciales a los mandos medios e inferiores, excepto aquellos que se hubieran “excedido” en el cumplimiento de las órdenes y contrastaba con el reclamo de los organismos de derechos humanos de “juicio y castigo a todos los culpables”.
La creación de la CONADEP también reflejaba estas tensiones. Mientras el movimiento de derechos humanos demandaba que se tratase de una comisión parlamentaria, el gobierno decidió que funcionara en el ámbito del Poder Ejecutivo y que sea integrada por personalidad destacadas de la sociedad civil, designadas por el Presidente, junto a representantes del Congreso Nacional. Sin embargo, ello no impediría que luego las organizaciones de derechos humanos remitieran sus archivos e incluso formaran parte de los equipos de trabajo de la CONADEP e impulsaran su tarea.
El recorrido posterior del proceso de MVyJ es bien conocido. El Juicio a la Juntas, con las condenas a los máximos responsables del Ejército y la Marina, y las penas bajas y absoluciones para los miembros de la Fuerza Aérea Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que finalmente cristalizaban la “teoría de los niveles de responsabilidad”. Unos años después, los indultos. Todas estas decisiones fueron convalidadas, oportunamente, por el Poder Judicial.
La resistencia del movimiento de derechos humanos fue, nuevamente, audaz y dinámica tanto en la calle –con el surgimiento de los escraches y recitales masivos con las grandes estrellas del rock nacional- como en los tribunales nacionales e internacionales. Los organismos desplegaron acciones en la justicia local, en tribunales europeos y en el ámbito del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Para fines de la década del ’90 y los primeros años del nuevo siglo, estas acciones ya cosechaban resultados concretos en los juicios por la verdad, el inicio de la causa por el Plan Sistemático de Apropiación de Niños y los pedidos de extradición de los jueces europeos sobre decenas de represores.
Llegamos al 2003. 20 años de democracia y por primera vez un Presidente decide tomar íntegramente las banderas del movimiento de derechos humanos. En poco tiempo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial respaldarían esta decisión y empezaría un nuevo ciclo para el proceso de MVyJ.
La transformación de la resistencia y las consignas de lucha en políticas públicas representó un desafío para el movimiento de derechos humanos y para el propio Estado. Más de dos décadas de confrontación y tensión constante, para pasar a diseñar cooperativamente políticas públicas para la memoria. Y salió bien, muy bien. No solo se llevaron adelante cientos de juicios penales, sino que se recuperaron sitios de memoria, se abrieron archivos, se desplegaron programas educativos y culturales asociados al proceso de MVyJ.
En el terreno judicial, sin embargo, las cosas no fueron tan planificadas. La anulación de las leyes de Obediencia y Punto Final fue vista como un punto de llegada de una lucha de dos décadas y se perdió de vista que también era un punto de partida para una nueva etapa del proceso, que requería decisiones estratégicas para el que el juzgamiento fuera sostenido y eficaz.
Esta mirada, con sus diferencias, era heredera de aquella primera semana del gobierno de Alfonsín. Reflejaba la decisión política para avanzar, pero tal vez también un exceso de confianza en la capacidad del Poder Judicial para llevar adelante el proceso. Sin embargo, más allá de las dificultades propias de un proceso de juzgamiento de estas características, lo cierto es que se edificó una política de estado en torno a la Memoria, Verdad y Justicia.
La solidez de esta construcción fue puesta a prueba a fines de 2015, cuando la llegada de Mauricio Macri al poder fue bienvenida con editoriales de la prensa hegemónica que reclamaban poner fin, o cuanto menos, condicionar el proceso de juzgamiento[2]. Y llegó a su punto de máxima tensión cuando, en el medio de ese clima, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó el fallo “Muiña”, por el cual declaraba aplicable la llamada ley del “2×1” a la sanción de crímenes de lesa humanidad. La doctrina que fijaba el fallo, de extenderse, hubiera implicado una liberación progresiva y masiva de los principales represores.
Nuevamente, el movimiento de derechos humanos respondió en el palacio y la calle. Una semana después del fallo, el 10 de mayo de 2017, se producía la mayor movilización de la rica historia de las marchas reivindicativas del movimiento. El mismo día, con las Madres y Abuelas en los palcos, el Congreso Nacional dictaba por unanimidad[3] una ley interpretativa del “2×1” que, tecnicismos aparte, ofrecía a los tribunales inferiores la posibilidad de apartarse del criterio de la Corte y, en definitiva, a la propia Corte la posibilidad de corregir el alcance de su pronunciamiento. En solo siete días, el fallo del “2×1” estaba sepultado política y jurídicamente.
Pero si algo aprendimos en estas cuatro décadas de lucha contra la impunidad es que ni las victorias ni las derrotas son definitivas. Llegamos al 40 aniversario de la democracia con un espacio político abiertamente negacionista gozando de representación parlamentaria[4] y un resurgimiento de la derecha a nivel regional y global como no se veía en décadas.
A la vez, para el movimiento de derechos humanos también se presenta el desafío de lograr el trasvasamiento generacional, no solo al interior del movimiento, sino fundamentalmente en la sociedad. El último censo nacional refleja que ya más de la mitad de la población nació en democracia. Generaciones que no solo no vivieron en carne propia el horror de la dictadura, sino que tampoco se vieron interpeladas por la lucha contra la impunidad, que salieron a la vida social con el proceso de MVyJ como algo dado, pasan a constituir la mayoría y más temprano que tarde ocuparán lugares de responsabilidad institucional.
En el medio, los juicios siguen. Los últimos datos de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad del Ministerio Público Fiscal de la Nación reflejan que, en 2022, por primera vez desde la reapertura de los procesos penales, las causas que están en etapa de instrucción son menos que las que ya tienen sentencia o fueron elevadas a juicio. A la vez, la contracara de este progreso de las causas y el lógico paso del tiempo, es que también por primera vez la cantidad de personas juzgadas o investigadas por delitos de lesa humanidad que se encuentra libre duplica a la que se encuentra privada de la libertad[5].
Este complejo escenario formado por la intersección del resurgimiento del negacionismo, el recambio generacional en el movimiento de derechos humanos y en la sociedad, y la cantidad de juicios que quedan pendientes, se agrega un desafío central: consolidar una noción de derechos humanos amplia, que comprenda el hilo que une los crímenes de la dictadura con la violencia institucional, la sobrepoblación y la falta de acceso a derechos en la cárceles del país, y también con la necesidad de garantizar los derechos económicos, sociales y culturales. En definitiva, nuestra tarea colectiva debe ser comprender no solo las causas y consecuencias del terrorismo de Estado en su dimensión represiva, sino también en su plano social y económico, y a partir de esta militante comprensión exigir a las instituciones de la democracia responder con hechos, y no solo con retórica, la pregunta sobre para qué construimos memoria[6].
Alan Iud es abogado y especialista en Derecho Penal (UBA). Dirigió el Equipo Jurídico de Abuelas de Plaza de Mayo entre 2006 y 2019. Actualmente es Secretario Ejecutivo del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura y docente de la UNC y de la Escuela Judicial del Consejo de la Magistratura de la Nación en asignaturas vinculadas al proceso de Memoria, Verdad y Justicia.
[1] El gobierno democrático consideró que los jueces de la dictadura, por haber jurado por los Estatutos del Proceso de Reorganización Nacional habían perdido la estabilidad en el cargo y requerían acuerdo del Senado para que continuaran en funciones. Si bien el gobierno designó nuevos jueces en los tribunales de mayor jerarquía, como la Corte Suprema y las cámaras federales más relevantes, en los juzgados de inferiores primó la continuidad de los funcionarios que se habían desempeñado durante la dictadura.
[2] Por todos, Diario La Nación, “No más venganza”, 23 de noviembre de 2015. Recuperado de (disponible en https://www.lanacion.com.ar/opinion/no-mas-venganza-nid1847930/ ).
[3] En rigor, con la única excepción del ya olvidado diputado Alfredo Olmedo.
[4] Tordini, Ximena (2019). Victoria Villarruel, la otra hija. Revista Crisis, nº 49.
[5] De acuerdo al último informe de PROCULESA, hay 725 imputados o condenados por estos delitos privados de la libertad, mientras que 1514 están en libertad.
[6] Ver Jelin, E. (2017). La lucha por el pasado. Cómo construimos memoria social. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores. Ver especialmente capítulo 8: “Memoria, ¿para qué?”.