Por Sebastián Barros
Donde hay una necesidad: ¿hay un derecho? El investigador del Conicet y profesor de la Universidad Nacional de la Patagonia Sebastián Barros, vuelve aquí sobre la conferencia que diera en Chile a fines de mayo el Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Argentina Carlos Rosenkrantz, para pensar desde la teoría política, la relación entre liberalismo, populismo y democracia.
El Ministro de la Corte Suprema de Justicia Carlos Rosenkrantz impartió una conferencia inaugurando el año académico de la Escuela de Pregrado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. La misma se tituló “Justicia, derecho y populismo en América Latina” y fue dictada el 26 de mayo de 2022. La conferencia tuvo repercusión pública en nuestro país porque Rosenkrantz hizo referencia a la frase atribuida a Eva Perón “donde hay una necesidad nace un derecho”. Respecto de esta aseveración, “corriente en mi país”, el juez señaló dos problemas. Uno es que esa afirmación no reconoce la escasez de recursos para satisfacer todas las necesidades. El otro es que no puede entenderse que toda aspiración a cubrir una necesidad deba transformarse automáticamente en un derecho jurídicamente ejecutable porque detrás de cada derecho hay un costo que pagar.
Parte de la opinión pública trató despiadadamente el lugar de enunciación de Rosenkrantz y los dilemas morales que supondría hablar críticamente de la urgencia de las necesidades desde la comodidad de un cargo vitalicio que no tributa y en un contexto de escasez. Sin embargo, el juez fue claro sobre lugar desde el que hablaba: explícitamente mencionó que su exposición rondó la teoría política, dando a entender que habló como miembro de una comunidad académica y como un ciudadano preocupado por los efectos de la forma populista de hacer política para la democracia constitucional liberal. No solo eso, hacia el final de su exposición, y al señalar los riesgos populistas, explicó que “los jueces tenemos poco que hacer” al respecto, apostando a la labor política y a la participación ciudadana. Es decir, Rosenkrantz habló como un académico militante y eso, considero, es algo muy saludable. Asumir que la figura de un juez es neutral políticamente es tan ingenuo como pensar que el liberalismo es neutral respecto de las ideas de vida buena.
Rosenkrantz da en la tecla correcta cuando señala al tiempo como uno de los puntos más relevantes para analizar las formas políticas populistas. Esto no es nuevo en los estudios sobre el populismo, de hecho el tiempo ya fue apreciado en los años cincuenta como aspecto central de su emergencia bajo la idea de asincronía de Gino Germani, mirada clave sobre los estudios del peronismo. En la lectura de Rosenkrantz, el populismo pretendería un cambio instantáneo y radical de las circunstancias económicas, sociales y políticas de una sociedad. Apuntando al “maximalismo” populista, antigua forma de referencia conservadora hacia las posturas revolucionarias de izquierda, Rosenkrantz señala que la urgencia de las necesidades que enrostra el populismo se contraponen a las cadencias temporales de la democracia constitucional, para la que el progreso es concebido “como un objetivo incremental” antes que como una transformación repentina. Dado que el cambio constitucional liberal requiere de consensos sedimentados y extendidos en el tiempo, sus arreglos institucionales hacen difícil que una mayoría transitoria cambie la fisonomía de la sociedad.
Esto es efectivamente así. El tiempo del populismo está marcado por la urgencia de la necesidad y, de hecho, esa es la razón principal por la que los populismos latinoamericanos históricamente apuraron la necesidad de institucionalizar constitucionalmente las respuestas a la urgencia. Por ejemplo, la cantidad de reformas constitucionales en América del Sur en tiempos relativamente cortos dan cuenta de esos tiempos populistas del siglo XXI. La urgencia también puede ser institucionalizada. Porque el tiempo urgente no sólo es relevante para lo que Rosenkrantz llama populismo. Una necesidad imperiosa llevó a “proceder a la cobertura inmediata de las vacantes” en la Corte Suprema “a la mayor brevedad posible”, según consta en el decreto[2] que lo nombró en el cargo que ocupa. Y esto no intenta ser una chicana para recordar el origen de su designación, sino que muestra que el tiempo y la urgencia no son privativos de lo que él define como populismo. La necesidad que crea un derecho tampoco.
Una pregunta que podríamos hacer a Rosenkrantz es ¿qué crea un derecho? La respuesta liberal bien podría ser algo así como “la necesidad de proteger la preferencia individual para elegir una idea de vida y la libertad para llevarla adelante”. Pero, retrucaría la respuesta, el problema populista es que detrás de cada necesidad nace un derecho y eso es imposible de satisfacer. Con lo cual podría aceptarse que una necesidad crea un derecho pero que no toda necesidad lo hace. La pregunta entonces sería ¿cómo jerarquizamos las necesidades para sancionar un derecho? Con lo cual, el problema cambia. La disputa del populismo con el liberalismo ya no sería sobre la urgencia de la necesidad y la expansión de derechos, sino sobre la forma en que identificamos las necesidades más relevantes para la creación de derechos. Rosenkrantz, y el liberalismo, toman a algunos derechos como naturalmente más relevantes que otros antes que entender su relevancia como producto de la sedimentación de discursos políticamente productivos que la definen y sostienen. El populismo torsiona esa naturalidad en la asignación de derechos, la politiza y la cuestiona. Ahora bien, ¿es eso un riesgo para el estado democrático de derecho? Quizás sea un riesgo para el liberalismo, pero no es necesariamente peligroso para un estado de derecho o para los derechos individuales.
Rosenkrantz observa los efectos de la temporalidad urgente sobre las reformas que el populismo perseguiría. La idea de “cambiar ya” no tendría en cuenta las condiciones de perdurabilidad de esos cambios. Si todo cambia con cada mayoría circunstancial no habría sustentabilidad ni continuidad en el tiempo para las transformaciones y, sin ella, no hay progreso posible. Ahora bien, cuando se mencionan los efectos de la pretensión de satisfacer toda necesidad urgente, las descripciones de Rosenkrantz sobre el populismo ganan intensidad: el populismo “no ve” la dificultad para que los cambios perduren, es “insensible” acerca del costo de las reformas que propone, “no define” quién pagará esos costos, “olvida sistemáticamente” que detrás de todo derecho hay un costo, etc. Es decir, el registro de la exposición cambia y ya no es tanto dirigido al populismo sino que afecta a quienes lo enarbolan.
Si bien la actitud general de la conferencia mantiene una literalidad tolerante respecto de la forma populista y quienes participan de ella, su contracara son esos desplazamientos en la intensidad retórica que se ponen en juego cuando se trata a esa alteridad. ¿Cómo dialogar con alguien que “no ve” lo que debería ver para no incurrir en error?, ¿cómo negociar consensos con sujetos que no tienen la capacidad sensible necesaria para evaluar los costos y responsabilidades de su propia conducta y que “olvidan” las cargas en las que incurrirán las demás diferencias que comparten la vida comunitaria? El sujeto populista es descrito como quien no tiene la capacidad subjetiva para realizar esas evaluaciones y que, por lo tanto, “vocifera” y “grita” limando progresivamente la legitimidad de la democracia constitucional liberal y sus tiempos. Rosenkrantz acusa al populismo de denigrar e infantilizar al individuo al negar que cada quien se sienta responsable de su propia situación. Sin embargo, el carácter que él asocia a quienes describe como populistas repite la misma lógica que critica. Las personas a las que Rosenkrantz les adscribe populismo son sujetos morales que no tendrían la capacidad sensible imprescindible para ser parte de su mundo liberal.
Así se desprende de la idea expuesta en la conferencia sobre la democracia como “una conversación extendida que aspira a informar un sistema de conversión de ideas y preferencias individuales en decisiones colectivas”. Conversación que encuentra rápidamente un límite para quienes podrán ser invitadas a participar de ella de manera significativa. Para el liberalismo, especialmente en la versión rawlsiana que Rosenkrantz menciona en su exposición, una persona moral es quien posee dos poderes caracterizados como capacidades. Una es la capacidad de tener un sentido de su bien expresado en un plan racional de vida y, la otra, es la capacidad de adquirir y tener un sentido de la justicia y actuar según él. La personalidad moral hace de un individuo un sujeto de derecho, mientras que la ausencia de estas capacidades, por nacimiento o accidente, es considerada un defecto o una privación. Rosenkrantz niega ambas capacidades a las diferencias políticas que son definidas como populistas. Un sujeto que es considerado incapaz de evaluar racionalmente los costos de su acción y que no puede inferir que esa acción tendrá costos muchas veces considerados como una inequidad por otros sujetos obstaculiza, desde su mirada, el funcionamiento cooperativo de la vida en una sociedad liberal y sus conversaciones democráticas.
Rosenkrantz da cuenta de esa dificultad y destaca que la importancia de la conversación democrática reside en la inclusión de aquellas diferencias cuyos criterios no pueden convertirse en ley. Su participación en el diálogo democrático daría legitimidad a la democracia constitucional liberal en tanto las haría “sentirse partícipes activos de un destino colectivo”. A eso se suma, en la conferencia, el llamado liberal a discutir cuáles serían los sacrificios que una sociedad debería enfrentar y estaría dispuesta a realizar para lograr las reformas necesarias para “hacer verdad” la aspiración “de que nuestras sociedades sean emprendimientos comunes para beneficio de todos y, en especial, de quienes están peor”. La cuestión que no es mencionada en la conferencia es la coincidencia en América Latina entre quienes él describe como populistas y quienes se sienten o son representadas como quienes “están peor”. Y que nunca es más certera la afirmación de que son los populismos latinoamericanos, y no los discursos liberales, quienes más han hecho para que quienes “están peor” se sientan partícipes activos de un destino colectivo y legitimar así nuestras sociedades como emprendimientos comunes que prestan especial atención a las diferencias más desaventajadas. Es más, la forma populista de la política se caracteriza precisamente por esas idas y vueltas, muchas veces paradójicas y contradictorias, entre la idea de una comunidad cooperativa plena que incluye a todas las diferencias y una comunidad que se autodefine exclusivamente como la comunidad de la parte desheredada. Rosenkrantz no demuestra conocer la manera en que los discursos populistas tratan a la idea de pueblo. La idea de pueblo populista es muy distante de la idea de masa indiferenciada en la que el individuo posterga su “agencia individual”, a la que fue propensa la sociología y la psicología de fines de siglo XIX. El pueblo del populismo trae a un primer plano de la discusión política la ambivalencia del concepto de pueblo que caracteriza a la mirada de la teoría política occidental moderna: el pueblo es el sujeto universal de la soberanía y, a la vez, es la parte popular de quienes “están peor”. Este señalamiento enfatizado por las formas populistas de la política nos puede parecer bueno o malo, pero eso no quita que pretendamos entenderlo con mayor precisión para no desvirtuarlo de antemano.
En este sentido, Rosenkrantz deja ver claramente el gran problema liberal, que ya señalaron las lecturas comunitaristas, con otras formas de entender y pensar la política. El liberalismo de Rosenkrantz no se ve a sí mismo como un credo político más al interior de un espacio político de disputas, sino que se auto-postula como el espacio de representación en cuyo interior todas las formas son llamadas a disputar. Sus principios son postulados, sin justificación, como cuasi naturales, universales y apolíticos. Rosenkrantz deja ver esto de forma muy transparente cuando explica que si los límites constitucionales funcionan en una sociedad y quienes los portan tienen una robusta actitud política para defenderlos, el populismo quedará reducido a una expresión más entre otras que, si quiere convertir sus preferencias en juridicidad, deberá competir en el demos y “acomodarse a las exigencias democráticas y constitucionales”. Esto es precisamente lo que ha hecho la gran mayoría de los gobiernos latinoamericanos contemporáneos descriptos como populistas, aunque la conferencia no lo menciona y descarta dicha posibilidad sin considerarla. Porque esas exigencias democráticas y constitucionales que Rosenkrantz defiende, no son democráticas y constitucionales a secas, son democráticas y constitucionales liberales. Su defensa entonces no debería pasar por postularlas como los principios esenciales y universales de la práctica política democrática, sino como una de las formas posibles de definirla.
Habría muchas maneras de llevar adelante esa defensa de ciertas proposiciones liberales sin caer en el desprecio lógico de quienes imprecan, sin desmerecer la necesidad urgente o sin temer a las mayorías circunstanciales. Por ejemplo, así como se menciona que los arreglos constitucionales liberales hacen difícil que una “mayoría coyuntural” cambie la fisonomía de la sociedad, con la misma línea argumental Rosenkrantz podría haber mencionado que ese tiempo incremental puede facilitar que una “minoría estable” perpetúe esa fisonomía. Porque el tiempo, lógicamente, no solo es nocivamente relevante cuando es percibido como urgente sino también cuando se lo describe como un aplazamiento perverso de ciertas condiciones de vida. El liberalismo ha creado derechos enfrentando ese tipo de aplazamientos y ha sido históricamente crítico de los tiempos del conservadurismo elitista. Otra forma de defender el principio liberal que privilegia el ejercicio de un derecho por sobre cualquier bien que su daño pueda conseguir, sería revisar mejor la problematización de los costos de los derechos en los discursos y las formas de hacer política de los populismos. El discurso populista no ignora los costos de los derechos sino que asume que los costos no los tienen que pagar quienes son representadas como víctima del daño: exactamente lo mismo que hace Rosenkrantz en su conferencia.
Sebastián Barros es docente de la Universidad Nacional de la Patagonia e investigador de CONICET. Dr en Gobierno por la University of Essex, investiga sobre teorías del populismo y procesos de identificación política.
[1] Este breve texto fue escrito luego de escuchar la conferencia de Carlos Rosenkrantz del día 26 de mayo de 2022 en la Universidad de Chile. Al no disponer del texto escrito pude incurrir en errores al citar. El entrecomillado hace referencia a ese tipo de señalamientos “casi textuales”. La conferencia puede accederse en https://www.youtube.com/watch?v=RWPv-O4pKa0.
[2] Decreto 83/2015, accesible en http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/255000-259999/256848/norma.htm.