Elecciones en Brasil e Israel
Salvar la democracia, salvar la patria

Por Monise Valente da Silva e Ignacio Rullansky

El regreso de Lula y de Netanyahu

Brasil e Israel tuvieron elecciones en los últimos días y en ambos casos dos ex mandatarios resultaron ganadores: Luiz Inácio Lula da Silva y Benjamín Netanyahu. Lula y Bibi son actores que representan imaginarios y proyectos de lo más distantes. El primero, ex dirigente sindical y ex presidente de Brasil en una era de apogeo económico y de movilidad social ascendente, es el máximo exponente de una propuesta progresista y antifascista para su país. El segundo fue el primer ministro de más longevo ejercicio en su país: doce años en los que el pragmatismo de la derecha laica y liberal de Likud terminó inclinándose por opciones cada vez más conservadoras como aliadas. Uno parece ser el candidato que viene a salvar la democracia del autoritarismo. El otro, el que recurre a la democracia como dispositivo para salvar a la nación.

La parábola del poder como un espacio vacío, del filósofo Claude Lefort, es una referencia para pensar la democracia moderna. Mientras en la Edad Media las esferas del poder se hallaban enredadas en la figura del rey ungido por dios, la Modernidad supone una mutación: el poder está desincorporado. Es decir, no le pertenece a nadie.

Como no hay poder absoluto, el trono sólo puede ser ocupado breve y temporalmente conforme a la voluntad popular. ¿Qué caracteriza, entonces, a la democracia moderna? Según Lefort, que el poder se manifiesta como “insustancial” y plural, pues nadie puede determinar de una vez y para siempre una identidad fija sobre qué es la nación.

Ahora bien, si el poder está vacío, ¿cómo se explica la reposición de candidatos que fueron desplazados a partir de escándalos judiciales y por crisis de representación motivadas por la erosión de sus propios liderazgos? Las elecciones en Brasil e Israel permiten advertir un fenómeno: no es posible dejar ir a figuras tales como Luis Inácio “Lula” da Silva y Benjamin “Bibi” Netanyahu pero, ¿por qué? Si en la democracia el poder está des-incorporado, ¿requiere de personajes imprescindibles?

Lula y Bibi son actores que representan imaginarios y proyectos de lo más distantes. El primero, ex dirigente sindical y ex presidente de Brasil en una era de apogeo económico y de movilidad social ascendente, es el máximo exponente de una propuesta progresista y antifascista para su país. El segundo fue el primer ministro de más longevo ejercicio en su país: doce años en los que el pragmatismo de la derecha laica y liberal de Likud terminó inclinándose por opciones cada vez más conservadoras como aliadas.

Uno parece ser el candidato que viene a salvar la democracia del autoritarismo. El otro, el que recurre a la democracia como dispositivo para salvar a la nación. El primer gesto representa, tal vez, la apelación a la participación de un individuo, Lula, como responsable heroico de corporizar un reclamo colectivo. El segundo, la invocación a Netanyahu, no lo postula tanto como conductor sino como conducto, es decir, como válvula para acceder al poder político. ¿Para quiénes? Para una población que exhibe sus tendencias más reaccionarias y para una fuerza que antes ni siquiera participaba de la democracia por haber sido proscripta, precisamente, por tratarse de fuerzas antidemocráticas.

Las elecciones de Brasil no sugieren que el poder pase a encarnarse en Lula. En cambio, para buena parte de sus votantes, su candidatura representa una esperanza democrática: el presagio de que una nueva estadía suya en el Planalto aseguraría condiciones futuras para evitar atrincheramientos, como la silente reclusión de Jair Bolsonaro, que solo a regañadientes y tardíamente reconoció los resultados.

En Israel, Netanyahu cuenta con los escaños necesarios para formar una coalición, aunque el proceso suele llevar semanas y todo puede cambiar. Sin embargo, incluso si fuese reinstituido, sería un error interpretar su centralidad en esta nueva contienda como reflejo del magnetismo de un líder indispensable. Examinemos cada escenario.

¿Por qué Lula y no alguien más?

Los resultados de las elecciones de 2018 han demostrado que los votos por Lula no equivalen a votos por el Partido de los Trabajadores (PT). Cuando se impidió que Lula estuviera en las boletas electorales, el otro candidato, Haddad no pudo obtener el apoyo popular necesario para vencer al candidato conservador titular Jair Bolsonaro, cuyo alcance aumentó tremendamente en los dos años posteriores a la destitución de Dilma Rousseff. A pesar del golpe político disfrazado de escándalo de corrupción que acabó con las esperanzas de Lula de un tercer mandato en 2018, parecía que todavía tenía una parte significativa del 83% de aprobación popular con el que dejó su gobierno en 2010.

Mientras Bolsonaro se alzaba como “el Trump brasileño”, con un fuerte apoyo de las fuerzas conservadoras y una serie de ataques a las minorías, recortes astronómicos en el gasto público en salud, educación y cultura, el desmantelamiento de las leyes ambientales, el desprecio por los foros globales y un ejército de medios de noticias falsas, se hizo más claro que solo una figura fuerte como Lula ejercería el poder político para articular una fuerte campaña en su contra.

Lula no sólo logró una alianza necesaria para que la centroderecha entrara en su campaña —como lo demuestra la decisión de nominar como vicepresidente a Geraldo Alckmin, del PSB—, sino que también reunió los votos de quienes, a pesar de no ser votantes regulares del PT, lo consideraron una figura lo suficientemente fuerte, tal vez la única, para vencer a Bolsonaro.

La pregunta no es, entonces, a quién sino qué representa Lula. Ciertamente, el líder es consciente de su propia fortaleza. En 2016, tras haber sido obligado a declarar por la Operación Lava Jato, estableció: “a partir de ahora, si me arrestan, soy un héroe. Si me asesinan, soy un mártir. Y si me liberan, volveré a ser presidente”. Así y todo, confiar en su figura carismática y en el éxito anterior ya no alcanzaba para ser electo.

Los escándalos de corrupción y la culpa recurrente de la izquierda por la crisis económica que afectó a Brasil una vez que se eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, lo habían marcado tanto a su partido como a él mismo. Es un enigma si Lula habría ganado las elecciones en 2018, pero en 2022, su desempeño en la primera vuelta y el estrecho margen que condujo a la victoria muestran que la elección probablemente no fue decidida por sus partidarios, sino por aquellos que no vieron ni a Lula ni a Bolsonaro como candidatos ideales.

El apoyo de otras figuras presidenciables como Simone Tebet, Marina Silva, el Partido Democrático Laborista que lidera Ciro Gomes —y del expresidente Fernando Henrique Cardoso— resultó fundamental para asegurar los escasos dos millones de votos que separaban a Lula de Bolsonaro. Una señal potencial de esto fue cómo los 28 días que separaron a la primera de la segunda vuelta estuvieron plagados de discusiones sobre una batalla electoral no entre dos líderes, sino entre dos cosmovisiones opuestas.

Frente a un ejército de fanáticos de las noticias falsas que compararon la elección de Lula sobre Bolsonaro con la de Barrabás sobre Jesucristo, la discusión de los simpatizantes de Lula se centró más en lo que representaba cada candidato. Para ellos, Lula representó la resistencia contra un aspirante a gobierno autoritario dispuesto a manipular las instituciones públicas a su favor, negligente ante la creciente violencia de sus seguidores contra aquellos con cosmovisiones diferentes, e inclinado a eludir las instituciones democráticas empleando reclamos sin fundamento para denunciar fraude electoral. Dicho esto, ¿cómo se configura el escenario en Israel?

Netanyahu al gobierno, ¿Ben-Gvir al poder?

Años atrás, Netanyahu se presentaba como el garante de la integridad nacional. Protector de la soberanía sobre Jerusalén y patrocinador de la expansión de los asentamientos, Bibi apoyó la sanción de la ley con jerarquía constitucional de 2018 que consagró a Israel como Estado-Nación del pueblo judío.

El progresismo no supo responder y quedó al margen, perdiendo elecciones y escaños. Incapaz de armar frentes comunes y de incluir a los árabes en sus plataformas por miedo a perder votos, se encogieron ante la derechización de la política israelí. Pese a su potencial, los partidos árabes propendieron a fragmentarse y su magra capacidad de mejorar las vidas de su electorado atenta contra su crecimiento. La oposición surgió en figuras como Benny Gantz y Yair Lapid: una centro derecha y un centro conciliadores.

Cual director de una orquesta ecléctica, Netanyahu condujo coaliciones aunando a la derecha laica y la religiosa. Solo en sus últimos años, acorralado por escándalos de corrupción y asediado por la ambición de rivales a ocupar el trono vacío, recurrió a los proscriptos kahanistas para reforzar su base electoral. Y así, abrió la caja de Pandora.

Su regreso no se explica por un crecimiento en su caudal electoral, que permanece estancado desde hace cuatro años. Quienes más que duplicaron su caudal fueron Sionismo Religioso: los racistas y homofóbicos kahanistas, hoy la tercera fuerza de Israel. Itamar Ben-Gvir, su líder, es el candidato verdaderamente ovacionado: representa la doctrina del rabino Meir Kahane y su partido, Kach, proscripto y declarado como una organización ilegal y terrorista en los 90s. ¿Su aspiración? Volver a Israel un Estado teocrático en el que los árabes y los no-judíos no deberían ser ciudadanos.

Quien ejerce un lugar parecido al de Lula en Israel es Lapid, actual primer ministro interino, que ya aseguró una transición ordenada y solo recientemente se convirtió en un político profesional. Lapid lideró un exitoso operativo que desmanteló el liderazgo de Jihad Islámica sin escalar enfrentamientos con Gaza. Además, expandió la iniciativa de Netanyahu de oficializar la relación con países árabes e incluso consolidó un inédito acuerdo marítimo con Líbano.

Como eje de una coalición alternativa a la de Netanyahu, Lapid carece del prestigioso apoyo de un Fernando Henrique Cardoso que dé señales de unidad nacional en la tarea de preservar la democracia. En cambio, el crecimiento de su partido, Yesh Atid (Hay Futuro), se dio en desmedro del laborismo y la izquierda, sus probables aliados para formar coalición. Meretz no pasó el umbral y la desunión entre partidos árabes se traduce en resultados tan magros que aún con un incremento de un 11% respecto a las elecciones de 2021, uno de ellos, Balad, tampoco lo superó.

Los votantes de Sionismo Religioso, proscriptos y desencantados con las opciones disponibles, no sufragaban hasta que Netanyahu los invitó a asociarse con socios ideológicos semejantes. Hoy, como confiesan sus canciones y declaraciones públicas, los partidarios y portavoces de Sionismo Religioso se atreven a aventurar que su supervivencia en la vida política israelí trascenderá a Netanyahu: un aliado útil que asegura no la continuidad de lo existente, sino la posibilidad de forjar un régimen teocrático que propugna eliminar la Autoridad Nacional Palestina.

Preso de su propio dispositivo de construcción hegemónica, Netanyahu legitimaría el uso de mecanismos democráticos para la institución de un proyecto ajeno al propio. Uno que rehúye de la pluralidad constituyente de la nación israelí y que sí determina contenidos fijos para definirla. En otras palabras, en estas elecciones, la democracia sería empleada en contra de la democracia.

Dos paladines para dos verdades diferentes

Las candidaturas de 2022 de Lula y de Bibi respondieron a inquietudes e intereses de simpatizantes propios y ajenos. Pero que los votos “no le pertenezcan” a los candidatos, ¿es una estela de la desincorporación del poder? En un caso, los votantes comparten con el líder que eligieron la vocación de construcción de un cierto horizonte democrático. En el otro, cabe preguntarse cuánto comparten entre sí los votantes tradicionales de Likud con los advenedizos de Sionismo Religioso, cuya alianza se encamina a un horizonte diferente.

Frente a los saludos nazis que alzan los simpatizantes de Bolsonaro, clamando por un golpe que afirme la continuidad del saliente presidente, la comunidad internacional reconoce la victoria de Lula. Lapid, por su parte, ya felicitó a Bibi y aseguró una transición ordenada. Mientras las fuerzas de la oposición intercambian culpas, los medios internacionales destacan, apresuradamente, a Netanyahu por su presunta fortaleza tomando como dato la participación de Ben-Gvir. El tiempo dirá cuál de los dos fue más hábil en usar al otro y si el viejo político pretende subordinar al discípulo de Kahane y si acaso logra gobernar con independencia de esta controvertida alianza.

Los resultados son elocuentes. La mínima diferencia entre Lula y Bolsonaro es una ineluctable señal de la extrema polarización política en Brasil. En Israel no hay polarización: se encoge el progresismo, se ensancha el centro y Likud sigue sin aunar una coalición sin compromisos forzosos. Lula ha sido abanderado pero a Netanyahu la victoria no le pertenece. Un caso exhibe fuerzas democráticas comprometidas en su defensa y el otro, desazón y división en sus filas, si acaso se perciben como tales.

 

 


Monise Valente da Silva es doctoranda en Políticas Públicas y Urbanas en la New School for Public Engagement y magister en Relaciones Internacionales por la Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro. Además, es profesora adjunta en John Jay College, City University of New York.

Ignacio Rullansky es becario postdoctoral del CONICET en EIDAES, UNSAM. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y MA en Asuntos Internacionales por la New School. Además, es magíster en Ciencia Política por la UNSAM y profesor en la misma Universidad y en la Universidad Torcuato Di Tella. Twitter: @NRullansky

 

 

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