Por Camila Arbuet Osuna
El libro La llamada –best seller de la reconocida escritora argentina Leila Guerriero en la que retrata la vida de la exmilitante montonera Silvia Labayru, secuestrada y torturada en la ESMA, mientras estaba embarazada-, ha despertado tanto elogios como críticas. Camila Arbuet Osuna recupera y examina aquí las discusiones que se han dado en torno al libro como “puntos de fuga del debate político nacional actual entre el progresismo, la izquierda y los feminismos” y para “pensar qué nos hacen, qué nos han provocado, en tanto posibilidad de imaginación y de indignación, esas intervenciones.”
Umbrales políticos al fragor de La llamada[1]
El año pasado, en Argentina, se publicaron dos libros y se montó una obra de teatro que hicieron de la traición –en el marco de la última dictadura cívico militar– su centro. Me refiero, por supuesto, al best seller La llamada de Leila Guerriero, a la reedición aumentada y corregida de Traiciones de Ana Longoni y a la obra Mi vida anterior de Teresa Donato –dirigida y actuada por Dennis Smith–, que se basa en la novela en prensa Desaparecida dos veces de dicha autora. A su vez, también el año pasado, se publicó El Petrus y nosotras de Pilar Calveiro y sus hijas, María y Mercedes Campiglia, –una remembranza donde la escritora vuelve colateralmente a su marcación como traidora y/o sospechosa por ser sobreviviente del horror– y Desertemos de Bifo Berardi, donde el filósofo italiano analiza el acto político de desertar de la guerra como un gesto emancipatorio[2]. Muchas distancias y diferencias, algunas de ellas muy explícitas, separan estos textos, pero creo no equivocarme al afirmar que hay un problema político en el aire, que ronda con intensa insistencia.
Sería muy difícil, quizás imposible, sintetizar en estas pocas páginas los hilos rojos que atraviesan los debates que resuenan en estos textos que comparten un impulso feminista[3] por contrariar abordajes clásicos, literarios y teóricos, sobre un tema tan espinoso como la traición política. También sería muy extenso resumir la crítica que, de manera muy distinta entre sí, los libros antes mencionados hacen sobre la figura de la traidora, en tanto colaboracionista, desertora, posible arrepentida o quebrada. Lo que sí creo poder hacer es aventurar hipótesis sobre el porqué esto ahora y, principalmente, identificar las molestias –en algunos casos feroces– que estas tentativas han abierto, que pienso dicen mucho sobre los puntos de fuga del debate político nacional actual entre el progresismo, la izquierda y los feminismos. En resumidas cuentas, más que una defensa crítica de las obras en cuestión me interesa pensar qué nos hacen, qué nos han provocado, en tanto posibilidad de imaginación y de indignación, esas intervenciones.
Como por algún lado tengo que empezar, iniciaré por los fuertes cruces suscitados por La llamada y haré de éstos el eje de esta reflexión. En primer lugar, porque creo que la intensidad de los mismos contradice la premisa actual que reza que ya no se discute nada. En segundo lugar, porque el particular abordaje de los tópicos que allí se visitan como problemáticos nos dan pistas sobre el descalce generacional y político de un siempre farragoso “nosotrxs”.
La novela de Guerriero se basa en la vida Silvia Labayru, exmilitante montonera, secuestrada embarazada a los 19 años en la ESMA, donde es torturada, obligada a parir en cautiverio y violada –por Alberto González y su mujer–. El caso Labayru es particularmente controversial porque durante su secuestro fue utilizada como “tapadera” por el represor Alfredo Astiz que, diciendo que era su hermana, se infiltró en las reuniones de Madres de Plaza de Mayo. Tras un breve operativo Astiz logró capturar y poner a disposición del dispositivo genocida a tres Madres de la organización de derechos humanos –una de ellas era la fundadora, Azucena Villaflor–, a las dos monjas francesas, Alice Domon y Léonie Duquet, y a un conjunto de militantes. Por este motivo y por haber sobrevivido, Labayru fue acusada de traidora, su exilio en España fue el de una paria y su retorno intermitente a la Argentina una incomodidad para los organismos de derechos humanos[4]. La novela nos acerca a la vida de Labayru, antes, durante y después de su captura. A través de entrevistas a sus amores, hijxs, amigxs y excompañerxs –o de militancia o de cautiverio– el texto ofrece un retrato impiadoso de todxs, que expone contradicciones y fallos en la memoria, subterfugios, silencios y omisiones. Guerriero se propone no asumir un rol inquisitorial con la protagonista y no pone nunca en duda su carácter de víctima del terrorismo de Estado, en su lugar produce un proceso de identificación con su entrevistada que le ha valido un conjunto de reproches sobre su falta de distancia crítica. Uno de los centros neurálgicos del texto es la politización de los crímenes sexuales cometidos en situación de secuestro, tanto adentro como afuera de la ESMA, incluso en otros países, y las percepciones sobre los mismos que tuvieron sus amigxs, excompañerxs y parejas cuando supieron de esa faceta del horror. Labayru, acusada de ser “la amante” de Astiz y el Gato González[5], fue una de las principales testigos en 2014 en los juicios por crímenes sexuales contra los dictadores y aparece comprometida con discutir qué sería el consentimiento en los campos de concentración: un borde absoluto dentro de los acalorados debates que esta temática ha traído en los feminismos nacionales e internacionales[6]. En La llamada afirma temeraria, ante quienes ponen en duda sus violaciones en el campo de concentración, “mira, aunque hayas tenido placer, aunque hayas tenido cuarenta y ocho orgasmos, fue una violación igual”[7]. La novela nos deja en claro que Labayru no es sólo una víctima es, como diría el feminismo antipunitivista, una mala víctima a la que “no se le cae la lagrimita” –como ella misma repite varias veces a lo largo de las entrevistas–, que tiene duras opiniones sobre la cúpula de Montoneros y esa política revolucionaria[8], pero que no es cínica sobre el entusiasmo que sintió en su juventud y que la llevó a convertirse en un cuadro de la organización.
El tema de la acusación de traidoras y putas a las sobrevivientes de la dictadura ya había sido abordado en Ese infierno (2001) de Actis, Aldini, Gardella, Lewin y Tokar en 2001, en Putas y Guerrilleras (2014) de Wornat y Lewin y, excepcionalmente, en Traiciones de Ana Longoni que ya en 2007 analizaba críticamente ficciones de los ochenta y noventa[9] que no escatimaban en acusaciones de traición política y sexual al retratar la vida de esas mujeres que se sospechaban presas de síndromes de Estocolmo o viles manipuladoras, mujeres que no habían tomado la salida noble del suicidio ante el exterminio. Longoni expuso los enormes daños que produjo y sigue produciendo ese binomio de héroes/víctimas y traidores/victimarios, y al hacerlo, reparó sobre la diferencia de género en la acusación: “En estos textos la condición de putas es atribuida únicamente a las mujeres, nunca a los hombres cuya ‘traición’ tiene siempre un signo de conversión ideológica o moral, pero no de entrega o sometimiento sexual”[10]. La teórica del activismo artístico decidió reimprimir su libro en 2022, los tiempos editoriales hicieron que fuera publicado en 2024, luego del éxito de La llamada y la salida de un artículo incendiario de Mario Santucho en la revista Crisis –titulado “Quién entregó a mi viejo”[11]– que pone en tándem los libros de ambas autoras como parte de un “humanismo piadoso”, o, como dirá en otro artículo de este año[12], como una salida políticamente correcta a tono con las actuales políticas neoliberales de victimización e impotencia.
Longoni decide reimprimir ese libro que ha sido capital para la revisión crítica de la historia reciente argentina porque cree necesario abrir o recoger un debate… y eso efectivamente ocurre. En su nueva introducción, primero, puntea dos discrepancias con los planteos de Santucho: señala cómo la obsesión por encontrar un culpable individual dificulta un balance colectivo de la derrota; y apunta cómo esta obsesión por saber quién entregó a su padre olvida que en esa asonada cayó también su madre, que era militante y sigue desaparecida, marcando una jerarquía militar y patriarcal en la insistencia y en el modo de encarar esa búsqueda. En segundo lugar, Longoni enumera cuatro motivos por los cuales la novela de Guerriero presenta problemas éticos. Los primeros dos se vinculan con el poco cuidado de la escritora tiene con el trabajo con los testimonios, ya sea cuando pacta con Labayru sobre no mostrarle el texto, ya sea con la identificación excesiva de Guerriero con la entrevistada que lleva a cruzar los límites de lo decible a otras personas sobre lo que se le estaba confiando –coincido con esta última crítica que a su vez queda señalada como metarrelato de una suerte de asombro y ¿vergüenza? de la propia autora[13]–. Los otros dos motivos tienen como eje la insistencia en que, en parte, la supervivencia de Labayru se debe a su excepcionalidad física, cultural y de clase: que era de una belleza hegemónica, culta, de familia militar y acomodada. Longoni cierra esa crítica diciendo “La llamada se alimenta de un derrotero individual y socaba la posibilidad de situar una historia singular (…) en una trama colectiva en tanto víctima del plan sistemático del terrorismo de Estado que afectó a decenas de miles”[14].
Estas dos últimas críticas también van a aparecer en las más recientes lecturas de Emilio Crenzel y María Pía López. La ensayista hizo un posteo en Facebook, a principios de mayo de 2025 –al calor de la premiación de la novela en la feria del libro[15]–, en el que comparaba La llamada con la película de Mitre 1985, allí decía que la novela presentaba melodramáticamente la historia y producía un fuera de campo donde estaría la política de los setenta, a esto agregaba “La llamada se materializa en la sustitución de la conversación sobre los motivos políticos de la insurgencia por la constatación fascinada de la belleza”[16]. Las críticas de Crenzel, por su parte, que vuelven sobre el asunto de la belleza –al que enmarca en “el fulgor de conversaciones frívolas” – son bastante más lapidarias e insisten en el desconocimiento de Guerriero de la historia de la dictadura y en el problema ético que supone que ella no le repregunte a Labayru sobre los secuestros de las monjas y las Madres. Crenzel escribe:
El testimonio de Labayru en La llamada reproduce ciertos trazos del discurso canónico de los sobrevivientes [como el] “no sé porque sobreviví”. Sin embargo, se distingue de ese corpus. Trasciende esa afirmación e intenta responderse esa pregunta proponiendo como causas su belleza física o razones contingentes (…) De este modo, las razones de su sobrevivencia nunca se deben a su propia agencia. “Yo no entregué a nadie”, afirma. (…) Guerriero no indaga sobre esta cuestión. No pregunta sobre el momento en que Labayru comienza a colaborar bajo presión con los marinos, su integración al “mini staff” (…) “¿Culpa? ¿Pero por qué culpa, coño?” Responde taxativa Labayru. De este modo, no emerge en su testimonio ese sentimiento, ni el de la responsabilidad. Tampoco manifiesta dilema moral alguno a diferencia de otros sobrevivientes. [17]
Hasta aquí la escueta reposición de la situación de un debate que sigue creciendo y que cuenta ya con muchas más aristas y varias notas en Crisis[18]. Voy a detenerme en tres críticas que en estas intervenciones aparecen entrelazadas y que identifico como umbrales de época. Es decir, como puntos en los que se cargan las tintas justamente por ser hiatos generacionales y políticos, que nos indican corrimientos sensibles respecto al abordaje del pasado y del presente. Considero, en este punto, que hay cierta familiaridad entre los argumentos de Santucho y de Crenzel, por un lado, y los de Longoni y López, por el otro; y que estas familiaridades refieren a modos distintos de aproximarse a ese hiato o descalce.
Uno. La primera de las críticas que aparece de manera insistente es la que discute el vínculo y el tipo de relato que se arma entre las historias de vida y la historia política colectiva, discutiendo cuáles serían los modos en los que se preservaría la politicidad de ese encastre. Se han ensayado formas muy distintas de relatar políticamente las experiencias de vidas atravesadas por la dictadura en el largo desarrollo de la literatura y la ficción nacional, desde las novelas que analiza Longoni en Traiciones hasta libros consagrados como La casa de los conejos de Laura Alcoba[19]. En todos los casos los bordes porosos entre la veracidad, la verdad y la ficción han dado para debates acalorados; no hay motivos para que La llamada sea una excepción al respecto. A su vez, ninguna de las críticas dice exactamente que lo allí relatado no se ajuste a la verdad, sino que el problema está en sus sesgos, omisiones, insistencias y seducciones. En lo que la novela hace mientras nos cuenta la historia de Labayru. Para entender esto que hace, primero hay que entender que evidentemente a todxs no nos hace lo mismo, que el proceso de apropiación y lectura involucra el deseo, las inquietudes y el bagaje cultural de lxs lectorxs y no sólo la voluntad de la autora. Si prestamos atención a estas apropiaciones diferenciales debemos además considerar que una novela como La llamada es hija de la masividad reciente del movimiento feminista argentino que creció al calor de tres lemas que no conviven pacíficamente –sino que tienden a colisionar–: el setentista y reactualizado “lo personal es político”, el pos metoo “yo sí te creo hermana” y la reivindicación antipunitivista del derecho de las malas víctimas. Partiendo de esa base, me parece que el modo de narrar la historia personal y política de Labayru no pretende ser un retrato de la resistencia de los setenta –cosa que la novela explicita en reiteradas oportunidades–, sino de las huellas íntimas en una vida particular de distintos procesos violentos y traumáticos que inician antes del secuestro y se extienden hasta hoy. Se trata de un relato que presupone, como recurso político al que exprime, la escucha feminista.
Es cierto que la novela pivotea en torno a lo que sucedió en la ESMA, pero también lo es que construye sentidos mucho más allá de ese parteaguas: en las formas de control de los militares de esas vidas sondeadas fuera del país, en la maneras dilemáticas en la que se ensamblan sus amistades con el relato fragmentado de su pasado, en sus dificultades para conectar con la maternidad y, a mi entender de manera completamente central, en la manía que la protagonista tiene para enamorarse de varones espantosos –que no son cualquier tipo de varones, sino el biotipo de varón progresista[20]–. Por ende, considero que el ruido provocado en ese vínculo espurio entre lo íntimo y lo político que nos propone la novela no es por el melodrama[21], también existente en tantas otras historias de vida de los setenta, sino justamente por un tipo de relato intimista que no encaja ni con la épica, ni con la nostalgia, ni con el habitual análisis político sobre la memoria.
Dos. La segunda de las críticas, que aparece más sutilmente desarrollada en Longoni y López, es la que coloca a las referencias a la belleza y la clase enfrentadas a la capacidad de agencia y/o a las reflexiones sobre la situación sistémica de sometimiento en un centro clandestino de detención. Una observación que tiene tras de sí la producción feminista de décadas denunciando los usos patriarcales de la belleza y la feminidad como dispositivos de control y dominación[22]. Sin embargo, es un hecho que Labayru es de una clase media alta, que fue al Nacional Buenos Aires, que su padre era piloto de familia militar y que es descripta por todos sus antiguos amigos como una rubia de ojos celestes despampanante. Ella, Guerriero y un conjunto de amigxs, contactos y enemigos íntimos creen que eso contribuyó a su supervivencia ¿alguien podría decir que la clase social, el capital cultural y la apariencia no son capitales materiales y simbólicos en este mundo sexista, clasista, racista y patriarcal? ¿por qué nos causa tanta reticencia ese reparo que, literariamente, Guerriero convierte además en un recurso narrativo que muchas veces se le vuelve en contra a la propia protagonista –que parece una cheta, banal y olvidadiza–? ¿por qué estos elementos socavarían la importancia de su agencia? ¿por qué estos elementos sacarían de foco la arbitrariedad con la cual los represores llevaban a cabo un plan sistemático de tortura y exterminio? Pienso, a contrapelo de esas lecturas, que la insistencia en la belleza –cuya veracidad es tan improcedente como en Helena de Troya– es importante justamente porque es parte de la autopercepción de la agencia, de las tretas del débil, y porque subraya el carácter sexista del plan de exterminio que también tenía una siniestra vocación de “conversión” de aquellas mujeres que excepcionalmente ellos creían que podían “recuperar”, “corregir”, “normalizar”. La belleza es una respuesta desviada que hace una sobreviviente a una pregunta suspicaz que está mal y que lamentablemente sigue asomando la cabeza: ¿por qué se salvó?
Belleza y frivolidad parecen terminar de delinear el personaje de la mala víctima, que no sólo dice no sentir culpa y sólo se arrepiente de haberle hecho caso a su compañero y no haberse ido del país un mes antes, sino que además tiene una vida vertiginosa entre vuelos, ropa cara y happenings. Hablamos, por ende, de una belleza muy específica que está imbricada con esa clase alta porteña, sus formatos despojados y sus tipos de consumos[23] ¿Esa inasistencia narrativa hace que los destrozos sobre esa vida en manos del terrorismo de Estado sean menos políticos? Es curioso que reiteradamente se marque esa fascinación que propone la autora como un gesto de seducción a lxs lectores siendo un elemento de tan fuerte rechazo –incluso para quienes empatizaron con la historia–: o el dispositivo de insistir en esa belleza no funciona, o el dispositivo no está para eso.
Tres. Finalmente, se encuentra la crítica respecto a la supuesta puesta en suspenso de juicios morales y el presunto revival de discursos victimistas como parte de la descomposición política contemporánea, que es el centro de las lecturas de Santucho y Crenzel. Estas lecturas que diagnostican este tiempo como el del retorno renovado de lxs traidorxs como víctimas, parecen plantear una comunión catastrófica entre el brutalismo de la extrema derecha que se fortalece pisando cabezas y la impotencia progresista que está embarrada en sus loas a la resiliencia –en el medio, las nociones de responsabilidad y compromiso estarían demodé–. Por un lado, no creo que La llamada hable de la resiliencia, ni que la empatía que la novela despierta con la protagonista tenga por fin el reconocimiento estatal o su encumbramiento como heroína rota. Pienso, en su lugar, que la incomodidad que en ella anida –y que interrumpe la identificación– es justamente porque se hace cargo del problema de lo que Tamar Pitch ha analizado como paradigma victimista[24]. Por otra parte, lo que estos diagnósticos arrojan es la urgencia de retomar el debate sobre los significados de las derrotas ¿Admitir una derrota es abandonarse a la clausura de una experiencia o puede ser un punto de partida para la recomposición política? La distancia enorme sobre qué se nos figura cuando imaginamos una derrota, si una lápida o una bisagra, es de vital importancia en nuestra percepción sobre el para qué de la crítica. En último lugar, si bien coincido con los visos despotenciadores del progresismo argentino, estos no se contrarrestan dando lugar a imperativos morales respecto a lo que debe poder un cuerpo en situación de tortura, ni a la reivindicación del martirio y el sacrificio –o en su defecto la culpa y el arrepentimiento– como únicas respuestas éticas posibles al horror. Ambos elementos han sido analizados hasta el hartazgo por el pensamiento de izquierda, que ha encontrado una y otra vez en esos productores de subjetividad revolucionaria partes fundamentales de las derrotas políticas[25] del siglo pasado. Es muy difícil en ese tipo de ejercicio de la crítica no dividir el mundo entre héroes y heroínas –muertxs–, traidorxs –sobrevivientes– y ejércitos de tibixs. Al respecto, tanto Longoni como Calveiro –que son extremadamente cuidadosas de no hacer juicios de valor sobre lo que sucede bajo tortura– analizan sí lo que supuso subjetiva y políticamente que las cúpulas de las organizaciones militantes de los setenta, en pleno repliegue ante la masacre, distribuyan entre sus filas pastillas de cianuro por si eran capturados, para evitar la posible delación. Escribe Calveiro en su último libro: “Hay una enorme distancia entre, por un lado, estar dispuesto a morir si es preciso, en el intento de un cambio revolucionario, y por el otro, emprender un camino cuyas opciones más probables son la muerte heroica o el suicidio. Una política que se ve orillada a estas opciones es, desde el vamos, una política derrotada”[26]. Esto no quiere decir que no haya ética en los campos de concentración, Labayrú de hecho siente la necesidad de aclarar que ella no delató a nadie; quiere decir que quizás aún haya en nuestra intelectualidad una obscena admisión a sostener juicios morales externos sobre los márgenes de agencia y los pactos de vida y de muerte en situaciones subhumanas.
Considero que estas tres críticas son sintomáticas del momento en el que estamos, de los chirridos producidos entre el lenguaje clásico de la política militante y los abordajes incómodos de literatura feminista, que suenan amplificados en un contexto de feroz negacionismo estatal y de discursos oficiales reivindicatorios del golpe. Pero quizás justamente por eso sea necesario emprender esta discusión no sólo sobre los silencios y las omisiones dentro de las necesarias políticas de los derechos humanos –como lo han hecho los colectivos de disidencia sexual y las mujeres violadas por los represores–, sino también sobre las formas de narrar las heridas de una derrota política, en términos íntimos, personales y políticos. Sin las claves reconfortantes de los relatos edificantes pero también sin cinismo, porque quizás haya en ese “humanismo piadoso” que espanta a Santucho algo parecido al intento de componer vidas con otrxs en el derrumbe. Por otra parte, una novela política de más de 400 páginas que vende más de 30 mil ejemplares tal vez debiera despertarnos algo más que aversión, quizás algunas preguntas sobre eso que está encontrando allí toda esa gente. Más aún si pensamos, como creo que muchxs lo hacemos, que hemos fallado en la transmisión a una parte de las nuevas generaciones de la conmoción por todos esos mundos que la dictadura cívico militar aniquiló y por las injusticias que sigue perpetrando –como deja inteligentemente planteado en su artículo “El dedo en la llaga” Verónica Torras–. Ese es un pendiente apremiante que encuentra en este debate y en ese éxito editorial algunas puntas para mirarnos de cerca.
Como deslicé al inicio de este escrito, el año pasado también salió Desertemos de Bifo, un libro polémico sobre el que no me voy a extender aquí, pero en cuyo marco el filósofo da una entrevista y publica un artículo sobre una novela italiana de la escritora feminista Elsa Morante, que fue otro best seller pero en 1974 –en el primer año vendió 800 mil ejemplares–. Él dice que en su momento no la leyó porque todo el progresismo, sus maestros y sus amigos, la criticaron por derrotista, desencantada, reaccionaria, acrítica, individualizante y banal… una novela en la que la política pasa como de fondo en un cuadro de personajes manieristas, dijo Pasolini –hasta esa reseña amigo de la escritora–. La novela –que fue llevada a la pantalla en una serie también el año pasado– cuenta la historia mínima de una maestra romana pobre, viuda, de madre judía, que sobrevive al ascenso del fascismo y ve, sin poder hacer casi nada, cómo su hijo mayor pasa de militar en las filas de las camisas negras, a ser un ferviente partisano para finalmente morir trabajando para la camorra. Bifo dice, en la entrevista, “he sido un estúpido, el shock que me ha producido este libro es el de la vergüenza de mi estupidez”[27], y escribe a principios de este año con ironía y rabia:
Quizá ahí radique precisamente el [supuesto] fallo de Morante, si no he entendido mal: le falta aplomo, distancia, ironía, la frialdad de razonamiento brechtiano. Le faltan todos los atributos masculinos necesarios para estar a la altura de la historia. Incluso Ítalo Calvino, que tenía en gran estima a Elsa y a quien “le disgusta la novela de principio a fin”, lo dice claramente: un narrador contemporáneo puede hacer reír o provocar el miedo en el lector, pero “no hacerle llorar”. ¿Por qué? Le pregunto a Calvino: ¿por qué la literatura no tendría que hacernos llorar, pues el llanto es la reacción irreprimible ante la tristeza y el horror con que nos abruma el siglo? [28]
No creo que La llamada y La historia sean novelas analogables, pero sí creo que reciben críticas analogables y que dichas críticas –incluso las positivas, de las que no me he ocupado aquí– dicen a su vez mucho sobre el estado de los bordes morales, políticos y sensibles de nuestro pensamiento crítico.
Cuando empiezo a escribir estas páginas termina abril del 2025, nuestro presidente –que no deja de tratar de traidor a cuanto borrego bala sin su aprobación– acaba de cerrar un nuevo acuerdo de endeudamiento con el FMI para financiar las elecciones de medio tiempo, en su cuenta de X saca a relucir su taza con el lema “Lágrimas de zurdos”, la misma que posteó hace un año tras la marcha universitaria. Scrolleo y veo a Sugus Leunda, streamer morenista, decir “en nuestra forma de hacer política hoy está muy incorporado eso de llorar ¿de dónde viene eso? de la izquierda, el peronismo no llora, el peronismo tiene otros métodos”. Pienso primero que es una tarada que no conoce la historia sentimental del peronismo y luego pienso que lo que sí sabe muy bien, lo que sí comprende con instrumental claridad, es el tono de un latiguillo autoritario que ha hecho de llorar un acto ridículo de humanidad. Cuando voy a las Jornadas donde llevé estos apuntes para discutir, Adorni gana en las legislativas de Capital Federal, en la campaña Milei llama llorón a Macri, “tiene la piel finita, es de cristal”, dice, y el dirigente del PRO contesta: “yo dejaré de llorar por sus perversiones cuando él deje de llorar por lo que dicen los periodistas”. Veo el búmeran de la década de memes que trata a lxs jóvenes como una generación de cristal, los escucho decir en las famélicas asambleas universitarias “nosotros vamos mucho al psicólogo porque ustedes no fueron nunca”, todxs estamos día tras día un poco más rotxs pero el que llora primero pierde o queda sepultadx por pila de carpetas de licencia por ansiedad y depresión. Vuelvo sobre esta sensibilidad de piel dura que sí ya vimos en momentos siniestros de la historia y me urge estimar nuestra parte en este colapso de lo sensible. Creo que los afectos encontrados que nos despierta La llamada son una buena puerta para ese tanteo perturbador sobre nuestras presuntas certezas, las críticas pendientes y las marcaciones actuales de traición. Me inclino a pensar que aún quedan muchos prejuicios por destruir mientras reconstruimos desde escenas mínimas, como esta, perspectivas políticas con espacio para la vulnerabilidad, los huecos argumentales y el estremecimiento, incluso con las historias de sufrimiento de quienes en principio no se nos parecen.
Camila Arbuet Osuna es Doctora en Ciencias Sociales y Humanas (UNQ), Licenciada en Ciencia Política (UNER). Profesora Titular de Teoría Política I (FTS-UNER) y de Teoría Política (FCedu-UNER). Investiga, dicta seminarios y publica sobre Teoría Política Feminista. Es parte del Comité Académico de la Maestría en Género (UADER-UNGS), de la que también es docente, y de Anacronismo e Irrupción. Revista de Teoría y Filosofía Política Clásica y Moderna (UBA). Participa en el grupo de estudios del Seminario sobre Géneros, Afectos y Política (SEGAP-UBA).
[1] Una versión de este texto fue presentada en las II Jornadas de Política, Ética y Sociedad, que tuvieron lugar en la UNC los días 21, 22 y 23 de mayo de 2025.
[2] Podría parecer que este texto queda fuera del arco nacional, sin embargo, no sólo ha sido traducido y comentado en Argentina, sino que ha dado argumentos a un conjunto de producciones locales interesadas en pensar la derrota, el supuesto quietismo social y la conmoción.
[3] Incluso el de Bifo, que de modo tardío y polémico ha intentado incorporar críticas feministas –como veremos al final de este texto– a las lecturas clásicas del progresismo sobre la historia política y los modos de resistir.
[4] Esto último es una escena reiterada en las historias de muchxs sobrevivientes sospechadxs por haber salido con vida del campo.
[5] Una acusación habitual: “Cuando Mirtha Legrand, la diva de los almuerzos de la televisión, me preguntó, en su programa especial por el aniversario del golpe de Estado, si era verdad que yo salía con el jefe del centro clandestino de detención de la Escuela de Mecánica de la Armada, el Tigre Acosta, me embargaron el disgusto y la indignación. Indagó entonces en si ‘salíamos a cenar, porque es eso lo que dice la gente’. Le contesté: ‘Nos sacaban a cenar, sí. No salíamos por nuestros propios medios. No teníamos derecho a negarnos. No sabíamos si nuestro destino iba a ser un restaurant o el fusilamiento. Éramos prisioneras. Era una forma refinada de tortura, porque a algunas les habían asesinado a su marido hacía días’. Sin embargo, la interpelación de la entonces octogenaria actriz y conductora, replicaba la presunción de que las mujeres secuestradas nos habíamos salvado por haber tenido sexo con los represores.” Miriam Lewin y Olga Wornat (2020). Putas y guerrilleras. Crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención. Planeta: Buenos Aires.
[6] Para una revisión de algunos de los puntos nodales de dichos debates se puede consultar el artículo que escribimos con Laura Gutiérrez (2024) “¿A qué nos obliga el consentimiento? Deseo, seguridad y violencia en las políticas sexuales feministas”. Runa, vol. 45 no. 2, 19- 35 pp.
[7] Leila Guerriero (2024). La llamada. Anagrama: Buenos Aires. p. 165.
[8] Además de las críticas respecto a las misiones suicidas, avanzado el proceso, y al abandono de los militantes por parte de la dirigencia, encontramos también el relato del juicio político que le hacen a los 18 años cuando ella decide abortar –motivo por el que degradan su puesto en la organización–.
[9] Particularmente Recuerdo de la muerte (1984) de Miguel Bonasso y El fin de la historia (1996) de Liliana Heker. Esta última novela narra la relación que se arma entre una militante secuestrada y un represor en un campo de concentración. Heker conoce de primera mano la terrible historia porque se la confió su amiga tras lograr salir del cautiverio, esto no le impide a la autora decir con maledicencia “Para ella lo que vivió es una maravillosa historia de amor donde ella se arrepentía de la militancia y él de las torturas”.
[10] Ana Longoni (2024). Traiciones. La figura del traidor (y la traidora) en los relatos acerca de sobrevivientes de la represión. Ediciones Documenta: Buenos Aires. p. 178
[11] La nota salió sólo en la versión en papel de la revista, en su número 62, de junio del 2024.
[12] Mario Santucho. “Tema del revolucionario y la víctima”, Crisis, marzo 2025. Disponible en: https://revistacrisis.com.ar/notas/tema-del-revolucionario-y-la-victima
[13] A su vez, este “asombro” de su accionar no le impide dejar registradas ambas escenas, sumándole capas a la novela y también, de cierto modo, exponiendo el carácter vampírico de ese proceso de investigación.
[14] Ana Longoni, Op. Cit., p. 49-50
[15] Además de este premio, Guerriero acaba de recibir la Pluma de Honor 2024 de la Academia Nacional de Periodismo en mayo de este año.
[16] Tras este posteo sostuvimos un intercambio de correos, en el que en la disidencia sobre nuestras lecturas de La llamada intentábamos pensar qué era eso que raspaba de la novela. Remarco esto porque creo que ese intercambio tuvo las condiciones de un pensar litigioso e implicado, que el feminismo nos ha ensañado, que se sostiene en la capacidad y en la generosidad de una escucha atenta, respetuosa, y, por eso mismo, sin falsas concesiones. En esa misma sintonía este texto ha sido leído y amablemente comentado por Ana Longoni, que, disintiendo con varios puntos de lo aquí dicho, tuvo el hermoso gesto de leer, completar y corregir.
[17] Emilio Crenzel (dic 2024). Revista Guay. Universidad Nacional de La Plata. Disponible en: https://revistaguay.fahce.unlp.edu.ar/index.php/2024/12/03/la-llamada-un-retrato-2024-guerriero-2/
[18] Como la de Diego Sztulwark “La sonrisa de Marx” sobre la primera publicación citada de Santucho; la de Ximena Tordini o la más reciente “El dedo en la llaga” de Verónica Torras.
[19] Una increíble novela que también está signada por la utilidad política de belleza, pero esta vez de la militante asesinada Diana Teruggi, y por la traición: el relato cierra con la pregunta por quién los delató y el delator es el personaje siniestramente macerado a lo largo de la historia.
[20] Se pueden recordar muchas escenas, la del novio que pone en duda que ella haya estado secuestrada, la del marido que le dice en México –después que ella le cuenta que fue violada por el represor– que él también le ha sido infiel –como si fuesen situaciones análogas–, la del psicólogo actual que todo el tiempo explica sus desbordes temperamentales y sexuales.
[21] Hay mucho escrito sobre el vínculo entre melodrama y discursos nacionales, baste decir respecto a la analogía con 1985: que mientras la película de Mitre disputa un lugar en los relatos nacionales sobre el proceso de “transición democrática” y, por ende, la puesta en último plano de los organismos de DDHH (en pos de la heroicidad de los protagonistas) es cuanto menos señalable. Este no es el plano de disputa de la novela de Guerriero.
[22] Hay que señalar que desde esos tempranos sesenta hubo textos, incluso de la propia Simone De Beauvoir, que reivindicaron los usos desviados del exceso femme como instrumento de resistencia. Esta perspectiva se vio fortalecida, por supuesto, con los estudios queer.
[23] Una amiga se preguntaba, pensando en su propio rechazo a esa caracterización, ¿habría sido lo mismo si Labayru fuera hermosa pero pobre?
[24] Desde los noventa la teórica italiana viene abordando las implicancias políticas de dicho paradigma, a modo de introducción y resumen se puede consultar Tamar Pitch (2024). El malentendido de la víctima. Una lectura feminista de la cultura punitiva. Tinta Limón: Buenos Aires.
[25] Pienso en el amplio abanico que va desde los textos tempranos de Raymond Williams y León Rozitchner hasta el pensamiento de Mark Fisher.
[26] Pilar Calveiro, María Campiglia y Mercedes Campiglia (2024). El Petrus y nosotras. Buenos Aires: Siglo XXI. p. 54.
[27] Programa Punto de Emancipación, entrevista entre Bifo Berardi y Jorge Aleman, 20/02/2025.
[28] “La historia de narrada por Useppe”, Contexto y Acción, N° 318, marzo 2025. Disponible en https://ctxt.es/es/20250301/Firmas/48757/franco-berardi-bifo-la-storia-elsa-morante-useppe.htm