Dossier especial "La democracia argentina"
Transición eterna a quien lea estas páginas

Por Gabriela Rodríguez Rial (CONICET/UBA)

A la memoria de mi madre que era tan valiente que miró al miedo de frente

 

Cada diez de diciembre, aunque no sea una fecha celebrada en el calendario oficial de las efemérides, es imposible evitar la evocación. Pero ¿qué evocamos? ¿El retorno a la democracia de 1983?; ¿El nacimiento de un régimen político radicalmente nuevo?; o ¿El fin de la dictadura y del miedo visceral que esa experiencia produjo en tres generaciones de argentines? Más allá de los recuerdos y traumas que todavía atraviesan la historia de la Argentina reciente, hay una memoria político- institucional del proceso político que empezó hace treinta y seis años en diciembre. Por ello, desde 1983, según el gobierno y el momento democrático en que nos encontrábamos, el diez de diciembre se evocó, festejó y olvidó.

Durante la primavera alfonsinista cada diez de diciembre era una fiesta cívica, la fiesta de la democracia. Sin embargo, mi memoria personal se choca con esta representación oficial. Mis padres, peronistas renovadores, una más setentista que el otro, nos llevaban a mi hermana y a mí, niñas de primaria y jardín, a festejar la democracia el diez de diciembre a la plaza de los Dos Congresos y una vez, creo que fuimos a Plaza de Mayo. En el año 1986, no puedo recordarlo absoluta certeza, me atreví a preguntar: “¿por qué si es la fiesta de la democracia, no hay nada del peronismo?” Mi mamá, la más sabia de todos nosotros, me miró y se rio mientras de fondo se escuchaba “somos la vida, somos la paz”. Ese y otros cánticos remitían a la juventud radical como las banderas moradas predominaban por doquier. Y casi todos los presentes llevaban boinas blancas en su cabeza. Mi padre, que es muy institucionalista, quizás porque fue un joven comunista, respondió con severidad: “porque ellos ganaron las elecciones, pero la democracia es de todos y nosotros tenemos que estar aquí porque somos parte de lo mismo”. Hoy podría decir que lo que entendí en ese entonces era que la evocación del diez de diciembre como un momento fundacional de la democracia argentina que (re)nacía en 1983, era a la vez una fiesta cívica y un acto político partidario. En ese momento, lo entendí parecido pero lo dije diferente. Cuando al día siguiente vi al único compañero peronista (militante y con conciencia) de la escuela nro. 8 Distrito escolar primero de la CABA, mi amigo Guillermo, le conté lo qué pasó y le comenté: “aunque era un acto radical, los peronistas también estábamos invitados a festejar la democracia”. Cabe aclarar que entre 1987 y 1989  la antinomia escolar que competía a la par de River-Boca era radicales vs peronistas, alfonsinistas vs cafieristas. Con la llegada del menemismo y la adolescencia nuestras fidelidades cambiaron para volverse a enamorar del peronismo después del 2003. Pero, esa es otra historia. En todo caso, la semana santa de 1987 nos encontró a todos unidos en la plaza defendiendo a la democracia contra un, por suerte, fallido, golpe militar. Entonces, comprendí, y lo digo con pesar porque no me gusta admitirlo, que mi padre tenía razón.

Durante el menemismo el diez de diciembre fue una fecha olvidada. Quizás porque la transmisión del mando se había adelantado seis meses en 1989 y porque un mismo presidente se sucedió a sí mismo en 1995. Ya no se evocaba oficialmente el diez de diciembre de 1983 como un momento fundacional de la nueva argentina. Este silencio continúo en los años de la Alianza, aunque Fernando de la Rúa haya asumido el gobierno un diez de diciembre de 1999, hace ya veinte años. Pero llegó otro diciembre que se impuso con sonido y furia, uno en el que los jóvenes de entonces vivimos en peligro. En  diciembre 2001, aunque el  día diez había pasado prácticamente desapercibido, se produjo un hecho que la Ciencia Política tuvo que explicar con el arsenal conceptual que hasta entonces tenía: un gobierno se derrumbó, con consecuencias sociales e institucionales gravísimas, pero el régimen democrático no se quebró. Lo que en otra coyuntura histórica hubiera producido lo que Juan Linz llamó –aunque pensándolo mejor seguramente lo tradujeron mal-la “quiebra de las democracias” no sucedió. El régimen sobrevivió a múltiples cambios de elencos gubernamentales hasta que la ley de acefalía consagró presidente a un ex gobernador bonaerense, Eduardo Duhalde. Duhalde fue el único caso de un ex gobernador de la provincia de Buenos Aires que llegó a la presidencia de la Nación desde 1868. Pero como su consagración presidencial fue sin elecciones mediante puede decirse que la maldición: “quien gobierna la provincia de Buenos Aires no llega a la presidencia” sigue vigente. Poco menos de un año y medio después del 20 de diciembre de 2001 se convocó a elecciones, y llegó al poder ejecutivo, un presidente esperable, un gobernador de una provincia periférica y peronista- pero, inesperado: Néstor Carlos Kirchner.

En los primeros años del kichnerismo, cuando estaba construyendo épica, el diez de diciembre no significó mucho. Néstor Kichner fue electo un 27 de abril y asumió un 25 de mayo como Héctor Cámpora en 1973. Con Cristina Fernández de Kirchner el diez de diciembre recobró cierta centralidad como el día en que un gobierno terminaba y empezaba otro, primero del mismo signo político (2007), luego en manos de la misma persona (2011). Se trataba de una fecha más bien burocrática, aunque la asunción de 2007 tuvo cierta pompa similar a los discursos de apertura de sesiones del primero de marzo ante la asamblea legislativa y también fue un momento de felicidad familiar que sería recordado una y otra vez tras la muerte de Néstor Kirchner, el 27 de Octubre de 2010. En 2015 hubo un conflicto -más propio de un vaudeville que de una tragedia- el presidente electo y la presidenta saliente no se pusieron de acuerdo en cómo y en dónde debía producirse el traspaso del mando y- por ese motivo, hubo un presidente interino- el presidente provisional del Senado-que se hizo cargo de ungir al nuevo mandatario. Este hecho, que algunos politólogos, sin razón, siguen juzgando como un severo atentado a la institucionalidad más riesgoso para el Estado de Derecho que la persecución judicial de los opositores, se transformó en una anécdota en 2019. Tampoco mañana el presidente saliente pondrá la banda presidencial al electo, sino que lo hará la vicepresidenta que lo acompañó en la fórmula ganadora el 27 de octubre.

En los años de la alianza Cambiemos el diez de diciembre no fue parte de la efemérides oficialistas. Esta situación no deja de extrañar, si se piensa que el partido radical es un miembro importante de esta coalición político electoral y que su presencia no fue desdeñada a la hora de calificar, tanto en el campo político como en el académico, como derecha democrática al gobierno de Mauricio Macri y sus socios. Algunos analistas dicen que Propuesta Republicana mira al futuro y no al pasado, como una especie de rechazo o espejo invertido del historicismo kirchnerista, o más bien cristinista. Pero, el anti-historicismo macrista no es del todo cierto. El macrismo tiene otros fanatismos históricos: los emprendedores alberdianos y “la revolución libertadora” reemplazan a los héroes de mayo de 1810 que tanto fascinan a Cristina Fernández de Kirchner. Tampoco Macri se olvidó del todo de 1983 cuando, tras el triunfo en las elecciones de medio término de 2017, se propuso construir el nuevo relato para seguir “cambiando la Argentina” y habló de Alfonsín:

El destino elegía al doctor Alfonsín para comenzar lo que hoy viene siendo el período más extenso de nuestra democracia, pero estamos aquí por todas las deudas que todavía tenemos a pesar de todas estas décadas (…). Confirmamos que empezamos un nuevo tiempo, que ya no aceptamos más ‘el no se puede’ que tanto daño nos hizo durante décadas, confirmamos que queremos desafiar el dogma melancólico y desesperanzado que cree que lo mejor sucedió en el pasado.

Así comenzaba el discurso que Macri dio en el Centro Cultural Kirchner para sus aliados el 30 de Octubre de 2017. Inmediatamente después de la reivindicación de la historia reciente, el entonces presidente invitaba a los presentes y a quienes veían en el discurso a través de los medios masivos de comunicación a abandonar el culto tan argentino por el pasado y sustituirlo por la idolatría de un futuro que rompía con todo lo anterior. Así pues, esta evocación de la democracia de 1983, sin dejar de ser relevante, fue más puntual que habitual en los años Cambiemos en el poder

Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de transición? El periodismo en los últimos días ponderó lo pacífico que terminó resultando- a pesar de alguna pirotecnia verbal- el cambio de gobierno. Sin embargo, para la Ciencia Política resulta erróneo calificar el pasaje de un gobierno de un signo político a otro como una transición. No disiento en lo absoluto con esta corrección que varios/as/colegas han hecho a los periodistas. Pero, sigo creyendo que la democracia argentina que supimos conseguir está en transición. Nos guste o no.

Primero, el régimen, inaugurado el diez de diciembre de 1983, que fue mucho más estable de lo esperado, es, sin lugar a dudas, democrático pero no es, como aspiraban los politólogos y sociólogos políticos -mayormente hombres- al final de la última dictadura, una democracia sin adjetivos. Es una democrática pletórica de adjetivaciones en conflicto y, por qué no decirlo, en contradicción consigo mismas. Nuestra democracia es claramente electoral y no es, ni lo fue hace cinco años, un autoritarismo competitivo. Es una democracia capitalista, atravesada y en anclada en las lógicas y las rapiñas propias de un capitalismo periférico, que también, y como casi siempre, está en transición hacia no sé sabe dónde y, por eso, quizás, tenga un aspecto tan monstruoso. La democracia argentina es y ha sido, más en otros momentos que en los últimos cuatro años, liberal. Y gracias a ese liberalismo pudieron ampliarse derechos a quienes no tenían casi ninguno y hacer más diversos y menos formales nuestros modos de ejercer ciudadanía. Y, aunque suele calificársela así, si la democracia argentina es populista, lo es más en las palabras que en las cosas. Aunque en varios momentos re-fundacionales apeló al civismo-humanista, liberal o popular, el carácter republicano de nuestra democracia todavía es indecidible.

Segundo, en trigésimo sexto aniversario y en la coyuntura de la llegada del Frente de Todos al ejecutivo nacional, la democracia argentina está frente a una transición necesaria y, por lo menos para quien escribe estas líneas, deseable. La democracia argentina debe reconciliarse con el Estado de Derecho, tras los duros embates que este sufrió en los últimos años. Pero, para que el Estado de Derecho deje ser, al menos para algunos, porque para quienes son objeto de arbitrarias violencias cotidianas nunca lo ha sido, una cáscara vacía es necesario que se alíe con la Justicia Social. Estado de Derecho, Democracia y Justicia Social son parte de un mismo paradigma político que tiene como máxima: mejores y más derechos para un mayor número. Si entre los tres se crea una vínculo perdurable será mucho más difícil que en el futuro las alternancias de gobiernos tengan consecuencias sociales e institucionales tan desbastadoras como el paso de Cambiemos por el ejecutivo nacional.

Y finalmente, vivir en transición no es malo, aunque produzca miedo. La transición es un camino que sabemos dónde empieza pero no dónde termina, como la vida misma. Por eso, parafraseando el título de una novela que Manuel Puig publicó en 1982, mi deseo del 2020 para nuestres lectores es que vivan en una transición eterna y los más feliz posible.

 

Imagen de portada: León Frerrari

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