Democracia y régimen político
Una serie de golpes “blandos”

Por Alejandro Campos (UBA-FSOC)

2009. Honduras. 2012. Paraguay. 2016. Brasil. Y, entre tanto, otras intentonas de desestabilización, frustradas, tanto en Ecuador (2010), como en Bolivia (2008). Durante algunos años, el continente se encontró, como en ese juego de niños, “jugando en el bosque, mientras el lobo no está”. Durante ese intervalo, estrechamos lazos entre los países latinoamericanos. Fue posible la común estrategia en Mar del Plata para rechazar el ALCA. Algunos países confluyeron en el ALBA. Entre muchos, crearon la UNASUR, y se logró la ampliación del MERCOSUR. Todo esto sucedía mientras creíamos que “el lobo no está”. Sólo que en este caso el lobo es un águila. Y, verdaderamente, aunque la creyésemos distraída en aventuras geopolíticas lejanas, nunca dejó de estar.

El poder tiene la cualidad de la opacidad. Se manifiesta disperso, huidizo. Para encontrar su lógica se hace preciso rastrear sus estrategias. Era difícil, allá por 2009, suponer que el golpe de Estado al entonces presidente hondureño Manuel Zelaya implicaba el comienzo de toda una serie de estrategias del Imperio para volver a hacer del continente su “patio trasero”. Era difícil augurar, en pleno siglo XXI, la vigencia trasnochada de la Doctrina Monroe: “América para los americanos”. Sobre todo era complejo porque ese primer golpe de estado se encontró con la condena de la OEA (siempre hegemonizada por Estados Unidos), con las sanciones económicas del Banco Mundial y del BID, y hasta con el rechazo unánime del bloque de la Unión Europea, que quitó a sus embajadores del país centroamericano. Zelaya fue depuesto, exiliado en Costa Rica, y tan sólo unos meses después se celebraron elecciones. La airada respuesta de todos esos organismos duró tan solo algunos meses. Bastó la elección de un presidente amigable (Porfirio Lobo) para que todas esas instituciones cedieran su posición inicial.

La complicidad de los mayores medios de comunicación del continente, de líderes políticos opositores (muchos veces financiados por “Fundaciones” u “ONG´s), de jueces y también de sectores de los servicios de inteligencia da cuenta de la complejidad de la trama estratégica que viene diseñando y desplegando el Imperio en el continente, sin dejar de tener en cuenta la particularidad local de cada uno de los países. Todo ello evidencia una sutileza mucho mayor que durante los años setenta en su política de intervencionismo en la región. Ya algunos de esos elementos estaban prefigurados en el golpe a Manuel Zelaya, quien fue destituido por una alianza del poder judicial, legislativo y las fuerzas armadas, congregadas para impedir el referéndum convocado por el entonces presidente con el objeto de reformar la constitución.

In crescendo

Al turno de Honduras, le siguió Paraguay. Ya habían fracasado los intentos desestabilizadores al gobierno de Ecuador, en 2010 (a través del amotinamiento de policías) y al gobierno de Evo Morales, en 2008 (a través de tomas de aeropuertos y bloqueos de carreteras realizadas en las zonas más pudientes del país andino). Paraguay se presentaba como una presa fácil: Fernando Lugo, su presidente, contaba con casi nulo apoyo en el congreso, y había designado a un “aliado” del Partido Liberal como vice-presidente. Bastaba un pequeño empujón para que el poder quedara a manos de Federico Franco, cuyo distanciamiento respecto a Fernando Lugo ya era notorio. En un juicio político express, producido apenas un mes después de la masacre de Curuguayti (que, en el momento de la destitución, aún no se encontraba esclarecida) y en la que se le brindó al presidente sólo dos horas para preparar su defensa, Lugo acabó siendo destituido, recayendo el poder en el vice-presidente liberal Federico Franco. Aunque inicialmente algunos países sostuvieron que en Paraguay se había interrumpido el orden democrático (entre otras sanciones, fue provisoriamente expulsado del MERCOSUR), tal como sucediera en el caso de Honduras, el rechazo fue breve. Ya en 2013,  elecciones convocadas por el nuevo régimen devolvieron el poder al Partido Colorado, cuya sexagenaria hegemonía solamente fue interrumpida por el intervalo de gobierno de Fernando Lugo.

El siguiente episodio de la serie golpista supuso la consolidación del giro pro-norteamericano en Latinoamérica. ¿El escenario? Brasil. La protagonista-víctima, Dilma Rousseff. En septiembre de 2016, a poco menos de dos años de asumir su segundo mandato, la presidenta es destituida tras un largo proceso de impeachment, que sacó a la luz la podredumbre de gran parte de la dirigencia brasilera, y que prefigurará de algún modo el presente aciago que vive el país vecino. Otra vez, tal como sucediera en Paraguay, la presidencia queda a cargo de un vice-presidente devenido opositor: Michel Temer. Quien, a la fecha de la destitución de Dilma, contaba con numerosas causas judiciales abiertas, tanto más comprometedoras que la acusación hecha a la mandataria. La naturaleza política del proceso contra Rousseff acabó siendo obscena. Los cargos de los que se la acusó fueron sumamente débiles (la utilización de fondos de un banco público para paliar el déficit gubernamental), tal como serán, dos años después, las acusaciones que desembocarán en la prisión de Lula Da Silva.

Tanto la estocada final a los gobiernos del PT, la asunción de Mauricio Macri en Argentina a fines de 2015, como la traición del ecuatoriano Lenin Moreno a su padrino político (Rafael Correa), acabaron por configurar, en poco más de tres años, un giro radical en la política del continente. Detrás de este giro, operando con estrategias diferenciales y variables según las características y circunstancias de cada país, se encuentra la política exterior de los Estados Unidos.

De las botas, a las togas

Si la estrategia de Estados Unidos durante los años setenta supuso la ejecución de golpes de estado militares, la imposibilidad de aplicar la misma estrategia obligó al Imperio a buscar otros factores de poder para su injerencia en el continente. Es en esta oportunidad a través de los tribunales, ya no de los cuarteles, que Estados Unidos encuentra la complicidad para operar en los asuntos internos de nuestros países latinoamericanos. No únicamente a través de la participación de éstos en los golpes “blandos”, sino también en la persecución a políticos opositores (considerados “populistas”) en otros países como Argentina y Ecuador. Quizás haya sido Cristina Fernández de Kirchner quien más insistió con la difusión del término law fare para caracterizar las operaciones judiciales que tanto ella como Lula Da Silva vienen sufriendo desde hace ya algunos años, y que, en el caso del brasilero, desembocaron en su condena. El término hace referencia a la utilización de la justicia con fines de persecución política. No es casual que la última batalla librada por la ex mandataria argentina, durante su gobierno, haya sido la denominada “democratización de la justicia”. Lo cierto es que, junto con el poder militar, la justicia constituye otra de las esferas igualmente corporativas de la estructura estatal, siendo un poder de árbol genealógico escasamente ramificado.

No obstante, para ubicar la singularidad del presente que estamos atravesando, deben marcarse las diferencias con esas estrategias imperiales de los años 60 y 70. En primer lugar, el enemigo. Para Estados Unidos, ya no se trata de evitar la propagación del comunismo auspiciado por Rusia, sino sobre todo la expansión de los intereses económicos y comerciales de China, que ha volcado inversiones millonarias en el continente en este comienzo de milenio, en alianza con muchos de los gobiernos progresistas de la región. Es esa coyuntura geopolítica de guerra comercial entre China y Estados Unidos lo que enmarca este intento desesperado del país del norte (y sus corporaciones) por recuperar sus posiciones en el continente.

En segundo lugar, se hace preciso ubicar la dimensión temporal de esta nueva modalidad de golpe. Quizás la imposibilidad de advertir la densidad de esta dimensión es la que ha sumido a la mayoría de las izquierdas y progresismos en una estupefacción que redundó, al menos en un primer momento, en una enorme desorientación que provocó, o bien una parálisis política o bien una hiperactividad más bien caótica, como respuesta ineficaz a la avanzada neoconservadora/neoliberal. En Argentina, la afección predominante ante la asunción de Mauricio Macri (tanto de aquéllos que celebraron su triunfo, como de aquéllos que lo padecimos y padecemos) fue la sorpresa. La re-emergencia de expresiones fascistas, de impúdicas manifestaciones conservadoras, que creíamos enterradas, a muchísimos –si bien había habido elementos para advertirlas- nos tomó de sorpresa. Como si hubiésemos sido incapaces de relevar toda una serie de efectos micro-políticos que atravesaban transversalmente las distintas capas sociales y que la derecha conservadora logró sin lugar a dudas captar con mayor eficacia. Esta miopía del progresismo constituye sin dudas uno de los puntos más fecundos para realizar una revisión de su propia percepción de la realidad.

Sucedió de un modo similar en Brasil. A partir de 2013, las protestas contra los gobiernos petistas comenzaron a tomar un vértigo que desembocaría, tres años después, en la destitución de Dilma. Fueron protestas que se agudizaron en el contexto del Mundial de 2014, y que continuaron durante los años siguientes. Ya para ese entonces, el relato de la serie había alcanzado una férrea cristalización: corrupción era sinónimo de PT. El vértigo de esta cristalización, sin embargo, podría ocultarnos la extensa dimensión temporal que demandó el proceso: la primera operación mediático – judicial contra el gobierno petista de Lula Da Silva se remonta al año 2004, en el que la cadena O Globo divulga la supuesta trama de corrupción que se conoció como “Mensalao”, y que implicaba a numerosos diputados y funcionarios del gobierno en el cobro de coimas. Esta operación continúa durante los siguientes años, con la conformación, en el ámbito del poder legislativo, de una Comisión Parlamentaria Mixta de Investigación, que luego eleva las acusaciones de 38 funcionarios al STF (Superior Tribunal Federal). Ya en esta coyuntura estaba prefigurada la articulación entre distintos factores de poder, que luego irán puliendo cada vez más su accionar. Una particularidad del proceso brasilero consiste en que, por primera vez desde su creación a fines del siglo XIX, el SFT dictará condenas contra funcionarios políticos. La operación en torno al “Mensalao” será precursora de esa alianza entre poder mediático – legislativo y judicial, que, en el momento propicio, copará la agenda pública del país atrapando la atención de las audiencias y concentrándolas en el interés por el desarrollo de mega causas judiciales de corrupción vinculadas, generalmente, a la obra pública. Las recientes filtraciones de escuchas entre distintos fiscales de la causa Lava Jato y el juez Moro (devenido Ministro de Justicia del gobierno de Bolsonaro) confirman las sospechas respecto a la parcialidad en la actuación de éstos, así como su manifiesta intencionalidad de lograr la prisión de Lula da Silva en el marco de las causas abiertas por el “Lava Jato”.

¿No es acaso similar lo ocurrido en Argentina? Acá, la estrategia encontró un cauce electoral y, debido a ello, el proceso no implicó un trauma político tan obsceno como en Brasil (la constitución argentina, además, no contempla un proceso de destitución como el impeachment). Sin embargo, también aquí, una alianza mediática y judicial (que involucró, también, a numerosos legisladores de estrechos lazos con la embajada norteamericana) fue elaborando lentamente la cristalización de un sentido común asociativo que atribuyó eficazmente la letra “k” a la palabra corrupción, que logró, durante los últimos años de la presidencia de Cristina Kirchner, la movilización de un caudal cada vez más grande de manifestantes en contra de la ex presidenta. Las similitudes del proceso brasilero y argentino saltan a la vista, expresándose incluso estéticamente. Tanto la “Causa de los cuadernos”, como la “Ruta del dinero K” tuvieron –y aún tienen, sobre todo la primera- la pretensión de construirse como mega-causas judiciales de corrupción, tal como ocurrió con el “Lava Jato” en Brasil. Ambas se construyen como causas de enorme impacto mediático, llevadas adelante por jueces y fiscales de alto perfil, con estética de serie yankee, incorporando denominaciones y elementos “populares” que permiten, como lo haría una serie[i], atrapar a un público que es invitado a espectar los acontecimientos e, incluso, a participar en ellos, como si fuera un detective más (por ejemplo, la difusión de los cuadernos “Gloria” o la propia denominación de “Lava Jato” –lavadero de autos-)

Este elemento temporal mencionado anteriormente debe ser necesariamente tenido en cuenta. El carácter abrupto e intempestivo de los acontecimientos puede obstruirnos la captación de esta dimensión de largo plazo: los factores de poder estuvieron durante largo tiempo macerando la nueva modalidad de golpes en el continente. El vértigo con el que se precipitaron en los últimos años puede hacer pensar en operaciones políticas súbitas e intempestivas, pero no es más que la aceleración y abrupta consolidación de una larga y compleja preparación que ha estado funcionando no sólo macro sino también micro-políticamente. Aquello que comienza a tornarse visible en los últimos años es la estrategia global de toda una serie de tácticas que han venido desplegándose hace tiempo, la narrativa subyacente que implica una temporalidad prolongada y que, al no haberla visto a tiempo, se nos presenta, repentinamente, en sus efectos consumados, produciendo una sorpresa que, las más de las veces, deriva en una desorientación política.

Las democracias precarizadas

El panorama que emerge con estos nuevos gobiernos de derecha en la región muestra un progresivo oscurecimiento de las garantías constitucionales. Aún cuando, a diferencia de los procesos dictatoriales del siglo XX, no asistimos a cierres de parlamentos o decretos que instauren estados de sitio y suspensión de las garantías constitucionales, sin embargo asistimos a la precarización de todo el andamiaje institucional y constitucional de nuestros países. En el caso de Brasil, el debilitamiento del Estado de Derecho es evidente. No solamente por la irregularidad de la destitución de Dilma Rousseff y el posterior encarcelamiento a Lula Da Silvia. También la militarización de Río de Janeiro, decretada en 2018 por Michel Temer, aviva los fantasmas de la dictadura. Y, por supuesto, la asunción de un ex militar racista, homofóbico, misógino y reivindicador de la dictadura como Jair Bolsonaro, que ha poblado su gabinete de viejos amigos militares, y que ha utilizado la imagen de armas como una simbología central de su campaña electoral. En Argentina, esta precarización se ha expresado mayormente en la burda utilización política de la justicia (que se ha vuelto un arma de persecución contra políticos opositores, abusando de la vaga herramienta jurídica de la “prisión preventiva”), tanto como en los decretos que dan rienda suelta al accionar arbitrario de las fuerzas policiales o que permiten la utilización de pistolas teaser, medidas que constituyen una legitimación y legalización de las prácticas del gatillo fácil.

¿Cómo ha sido posible este brutal retroceso? Pareciera que recién, pasada la perplejidad inicial, estamos comenzando a ser capaces de caracterizar con mayor precisión este triste giro en el continente. Hubo incluso reconocidos analistas políticos que caracterizaron al gobierno macrista como una “derecha democrática”. Circunscribir la caracterización de un régimen a su legítimo origen electoral supone una operación de análisis reduccionista. Estamos asistiendo, en todos los países de la región que participan de este giro conservador, al desmonte del imaginario de un Estado capaz de garantizar derechos básicos. Vivimos una época marcada por el más feroz intento de poner a nuestras sociedades al servicio del capitalismo financierizado. Las huellas del imaginario democratizante que han dejado los gobiernos progresistas de la región suponen uno de los principales obstáculos a este proyecto. Y sus líderes, por ende, se transforman en el blanco principal de las estrategias de la derecha. Éstas logran, por el momento, canalizar y administrar el pánico que ellas mismas han inoculado en la sociedad. Las consignas fanáticas de la derecha funcionan como un antídoto en tiempos de desesperación[2]. “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”, escribió Gramsci en plena época de entreguerras. Quizás pocos períodos logren arrojar alguna luz sobre la situación actual como aquél tiempo histórico.

Y sin embargo… aún quedan importantes reservas democráticas. Ni la intensa memoria de las luchas sociales, ni las huellas del imaginario de un Estado democratizante pueden ser erosionadas con facilidad. Prueba de ello es, en Argentina, la dificultad que el gobierno macrista encuentra para aplicar a fondo su programa de reformas. El proceso electoral de este año marcará un momento crucial para impedir la consolidación del plan del capitalismo financierizado en nuestro país, y para comenzar a revertir los efectos que ese plan ya ha dejado en nuestra economía e instituciones. La dimensión regional que adopta el proceso electoral en Argentina ha quedado expuesta por la intromisión de Bolsonaro, que se ha pronunciado a favor de Mauricio Macri. Resulta difícil de pensar que la ex presidenta no haya tenido muy en cuenta el proceso brasilero a la hora de tomar su decisión de desplazar su candidatura, optando por la vicepresidencia. “Alberto Fernández será un presidente blindado” sugirió Graciana Peñafort luego de conocer la noticia de su postulación. En efecto, de resultar ganador, puede esperarse que incluso los más acérrimos adversarios de la ex presidenta procurarán que ese presidente no renuncie. Tanto Dilma Rousseff como Fernando Lugo vieron sus proyectos políticos desbandarse al ser destituidos y asistir a las traiciones de quienes los secundaban. La propia Cristina Fernández algo sabe de vice-presidentes “no positivos”. De resultar ganadora la fórmula que compuso, será ella quien se encuentre presidiendo el Senado, esta vez escoltando el proceso político que quizás pueda comenzar a restituir derechos que la derecha, como siempre, ha lesionado.

 

[1]  La sugerencia de adjudicar el formato de “serie” a las nuevas modalidades de golpe es trabajada por Suely Rolnik en su libro “Esferas de la insurrección – Apuntes para descolonizar el inconciente”.

[2] La adhesión reactiva a consignas fanáticas de índole conservador no debiera extrañarnos. La precariedad que instaura el capitalismo financiero deja subjetividades a la intemperie, terreno fértil para ser capturadas por aparatos como pueden ser las Iglesias Evangelistas, que prometen pertenencia a los desamparados. Así, acaban cumpliendo una función indispensable en la economía actual, re-territorializando todo aquello que el capitalismo desterritorializa. Son éstas subjetividades “capturadas” las que sirven de sustento –se ve con nitidez en el caso brasilero- a proyectos políticos reaccionarios.

 

 

Imágenes: Pixabay

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