Por Rocco Carbone
“2001: año del vaffanculo” dice en este texto el pensador ítalo-argentino Rocco Carbone. Año de revueltas populares entre Italia y Argentina que se levantaron contra las bondades del neoliberalismo: desigualdad, naufragios, violencia, crueldad
2001: año del vaffanculo. Vaffanculo nacido en el corazón de las revueltas populares italianas y argentinas que expresaron con crudeza, cada una a su manera, las contradicciones del neoliberalismo, con sus paisajes de desigualdad, naufragios y violencia estructural de la mayor crueldad.
Desde el 19 hasta el 22 de julio el movimentismo “no global” (así fue llamado), diversos movimientos sociales europeos, partidos, organizaciones de izquierda, católicas, ambientalistas, centros sociales y culturales, sindicatos nos juntamos en Genova para cultivar el terreno de la imaginación de otro mundo necesario (inevitable) y de una situación popular abigarrada. Confluimos para experimentar modos alternativos de la vida colectiva. La palabra balbuceada permanentemente era “altermundista”. En ella pulsaban los debates sobre energía, agricultura, agua, ambiente, clima, tierra, armas, medicamentos, bienes comunes, migraciones contra el racismo, diversidades, creencias y religiosidades, finanzas y economía, trabajo, derecho a la vivienda. Esa gran movilización popular pretendía discutir los principios sobre los cuales se fundaba la convivencia humana, las jerarquías de poder, la pirámide social. En la protesta y en la conversación pulsaba el corazón del instituir: “Hasta que lo imposible sea inevitable” era acaso la consigna principal de impugnación a la reunión del G8, el encuentro de los ocho países dizque industrializados. Ahí estaban los representantes de las dizque grandes naciones, esas que bajan línea a los centros de poder que determinan reglas globales cuya traducción para los pueblos se verifica en situaciones de crueldad bajo el manto de todo tipo de desigualdades. El imperialismo de pocos es el colonialismo de muchos. Los gobiernos de Berlusconi Silvio habían hecho costumbre de la represión. Era su manera de interlocución con las resistencias populares en una Italia arrojada a un clima cultural y político del odio y de la intolerancia hacia quienes practicábamos la impugnación, fuéramos militantes, estudiantes, feministas, migrantes (“clandestinxs”) o trabajadores precarizadxs. Pero en Genova la escena tomó el tinte del naufragio y mostró la cara oscura del universo a raíz protestas más o menos encendidas, el saqueo de algunos supermercados.
La fuerza represiva mató a Carlo Giuliani. Un coracero lo asesinó: Mario Placanica. Carlo descendió de una barricada comunera y estaba tratando de golpear un jeep en el que se encontraban tres carabinieri. Empuñaba un arma para infundir terror: el matafuego. Placanica le disparó y el jeep lo pisoteó dos veces. Carlo aún respiraba. Tenía 23 años, había tenido vínculos con Amnesty International, era padre adoptivo de un nene en situación de calle, militaba en Rifondazione Comunista y era voluntario en una asociación nacional de lucha contra el HIV. Los medios de comunicación hegemónicos -todos: pues Berlusconi era dueño de Fininvest, que entonces tenía tres canales de telebasura, y era, al mismo tiempo, primer ministro, como tal, manejaba las políticas comunicacionales de la RAI también- volvieron a matar a Carlo luego del asesinato. Represión en la calle y represión en los medios sin nada de medio y todo de parte. Poco después se activaría la represión judicial. Un militante popular se transformó entonces en drogadicto, violento, punk, hijo de padres disfuncionales. Nada que no se sepa de la reacción y los instrumentos que pone en movimiento. Berlusconi, además de ministros mafiosos, contaba con el sostén del “fascismo democrático” (Gianfranco Fini, entonces vicepresidente del Consejo de Ministros) y, se sabe, el fascismo, que no reclama aditivos, es un sistema de reacción integral. La imagen de Carlo, un cuerpo flaco -como esos que conservamos en la retina y que en diciembre de 2001 estaban en Plaza de Mayo-, captado por la cámara inquieta de Eligio Paoni, se convirtió en el símbolo de una generación de jóvenes altermundistas (uno de los tantos modos de decir revolucionarixs). Cámara destruida y una mano fracturada, ésa fue la respuesta de la represión para con el fotorreportero. Un cura -debe haber integrado alguna forma de la teología de la liberación- que trató de bendecir el cadáver de Carlo, también recibió un par de patadas. Ahí también estaban sintetizadas las formas de la vida neoliberal.
En una gran dramática de la literatura argentina -el Dorrego de Viñas, en la que dos payadores, uno unitario y otro federal, enumeran una larga serie de fusilados, todas víctimas de la historia política nacional, desde Vicente Peñaloza, montonero riojano, 1863, hasta Felipe Vallese, metalúrgico porteño, 1963- se hubiera podido incluir a Carlo. Payada.
-Rolón: Carlo Giuliani, comunista, Genova, 2001.
-Correa: ¡Presente!
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Hay destinos que se cruzan en los ríos profundos de la historia. La historia popular de Italia es un quiasmo de la Argentina. No sé cómo decirlo bien, pero hay una Italia en la Argentina y una Argentina en el corazón de Italia. En la bella y un poco escondida Piazza Argentina de Roma, entre el Coliseo y el Vaticano, uno spiazzo de color arenoso, que en el centro tiene un antiguo pozo con vestigios del imperio, se pueden encontrar los mejores libros sobre las mafias italianas. A Carlo lo asesinaron en via Tolemaide, en el barrio Foce, muy cerca de una estación de tren, Brignole. Y en tren, en ese verano italiano afoso (que quiere decir tórrido, pero con otra vibración en la lengua que es en el clima), sentados en los pasillos de vagones de segunda clase, habíamos llegado cataratas de pibes desgreñadxs también desde los recovecos del profundo Sur. En las calles de Genova, un puñado de instantes anteriores a la represión se respiraban los signos de la fiesta popular, con sus carcajadas, la amistad política, sus lenguas confusas y pletóricas de energía. Manu Chao encabezaba una columna de artistas con unos instrumentos de viento estridentes y festivos y la multitud anudaba los hilos de su impugnación a un orden que demostró las declinaciones de su crueldad y la fuerza de la catástrofe que conmueve a la humanidad con la pandemia en curso. Estuvieron Pablo Iglesias aún sin Podemos y también Syriza ante litteram. Quiero decir: en la impugnación y en el debate xeneixe estaban prefiguradas experiencias posteriores y, si me apuran, el presentimiento de la catástrofe pandémica. Se entrecruzaban los idiomas de la rebeldía juvenil, se escuchaban lenguas incomprensibles y otras más familiares, como el castellano -en lo popular siempre pulsa el internacionalismo-, lengua que habíamos aprendido en los pasillos de facultades en las que teníamos de profesores a “exilados” -así decía esta palabra Horacio González, supongo que porque el exilo es una experiencia vital que concentra una dosis grande de incomodidades y por eso hay que pronunciarla así- de la última dictadura argentina. Esxs profesores, queridxs, sin que nuestra relación con ellxs estuviera exenta de crispaciones, habían estado en Pasado y Presente y Montoneros. Para el viaje nos habían prestado una copia desvencijada del diario del Che Guevara en Bolivia, un folleto anillado de Marighella, un escrito de Marx sobre Bolívar y un libro de un anarquista cuyo apellido pronunciábamos con i latina, y del cual desconocíamos la cara. A éste especialmente lo leímos en el nocturno de Paola a Genova escuchando un cassette con canciones de protesta latinoamericanas. Nos había descubierto a Severino, otro italiano, otro masacrado, por la primera dictadura argentina, que en el Colón había arrojado volantes desde el gallinero al grito de “Viva Matteotti”, primera víctima del fascismo italiano. Después de la revuelta y la represión, la imagen de Carlo empezó a viajar menos como símbolo del ultraje que de la memoria y aterrizó en el fondo de pantalla de la computadora de Bruno, un joven anarco de Treviso que protestó contra otro G8, en Heiligendamm (Alemania). El viejo anarco que había escrito sobre Severino escribió en Página/12 sobre Bruno en 2008. Lo hizo de modo bello y descarnado, como sucede cuando el dolor se incrusta debajo la piel. “Lo vieron a Bruno, en el momento en que avanzaban más de 800 policías y soldados contra la protesta juvenil, él, Bruno, en ese momento les salió al encuentro y sin ninguna defensa les gritó a los uniformados -pleno de humor y desprecio- esa palabra italiana que lo dice todo: vaffanculo”. Bruno era nieto de Bayer.
Vaffanculo en Genova: al neoliberalismo, a la Organización Mundial del Comercio, al FMI que con sus planes de ajuste estructural condicionaba (el pasado es apenas una forma retórica) las políticas económicas de países soberanos y hachaba la salud pública, la escuela pública, el trabajo. Vaffanculo a los coraceros que irrumpieron en la escuela Diaz-Pertini -destinada por la municipalidad de Genova para dormitorio de militantes y periodistas extranjerxs- para un allanamiento y evacuaron el edificio a los golpes, de noche, mientras dormíamos y no oponíamos resistencia. A ningunx de los arrestadxs se nos comunicó ni el arresto ni el supuesto delito del que se nos acusaría, aunque luego, muchxs atendidxs en algún hospital, nos enteramos a través de los diarios que la acusación consistía en associazione a delinquere finalizzata alla devastazione e al saccheggio, resistenza aggravata e porto d’armi. El libro de Bayer sobre Severino quedó secuestrado: arma terrorista similar al matafuego de Carlo. La escuela Diaz-Pertini fue fotografiada por Gianfranco Botta y de su cámara salieron imágenes de pisos, paredes, objetos varios -ahí deben haber quedado Marighella, el Che Guevara y el cassette- manchados de sangre. Son imágenes del miedo. Vaffanculo resurgió en Bolzaneto, el cuartel emblema de violencias físicas y sicológicas. Prohibieron incluso las comunicaciones con el exterior para que no se pudiera informar el estado de las detenciones. Desaparecido no fue una palabra infrecuente en esos días. Esquirlas de recuerdos traducidos: “No bajes los brazos’” (van varias horas y calambres), “no te muevas, quédate de pie, bailá’”, “médico las pelotas, acá no hay baño”, “ladrá, perra”, “¿querés que te coja, puta comunista?”, “ya te arranqué el pircing de la nariz, ¿querés que te arranque también el que tenés en la concha?”, “acá somos todos fachos”, “¿vos viniste de África?”. Mucho tiempo después -¿dendeveras? Sí, en 2015- la Corte Europea de Derechos Humanos declaró que en 2001 fue violada en Italia la Convención de Naciones Unidas contra la tortura, en especial el artículo que refiere a la prohibición de torturar y aplicar tratamientos degradantes para el ser humano.
-Rolón: Che, acordate que ningún cana estuvo en cana, ni un día.
-Correa: (Carraspeo).
Tiempo después, lxs militantes fueros liberadxs por insussistenza delle accuse y entonces de nuevo los andenes, volvieron los trenes, la segunda clase hacia todas direcciones. La que nos tocó a nosotrxs iba hacia uno de los tantos recovecos del Sur. Nos esperaban el verano y el mar. Sería difícil decir que éramos lxs mismos. Ni las mochilas nos habían quedado y la lectura de Severino parecía haberse producido un siglo atrás. Del bullicio de la ida, nada o poco. Ni el cassette habíamos podido salvar. La violencia del capitalismo -y sus condimentos neoliberales, fascistas y mafiosos- es consabida.
-Hay una distancia leve (guiño del ojo) entre la lectura y el debate encendido en la Facultad y Bolzaneto (otra esquirla de recuerdo traducido).
Pasó el verano mediterráneo, las polémicas sobre Genova seguían en los medios según el binarismo de la culpa, de si la militancia, de si el gobierno, llegó el otoño y la paleta multicrómatica de las hojas camufló los árboles, la vuelta a la Facultad. Carlos nos había prestado el libro de Bayer. No se lo habíamos podido devolver. Él, tan celoso de su biblioteca argentina que había trasladado de Córdoba a Arcavàcata. ¿Cómo carajo habrá hecho el viejo? (pregunta frecuente de la estudiantina). Al libro de Bayer no se refirió nunca.
-Che, llamó Carlos. Nos invita a almorzar.
-¿De nuevo?
Elegía lugares bellos, con olores intensos que salían de la cocina, con mesas de cara al Tirreno, pedía vinos con precisión cirujana. De Genova no preguntó nada. El resultado estaba a la vista: nosotrxs. Contó algunas cosas argentinas antes de “exilarse”. Nos acompañó prudente, atento, presente, el viejo profesor. Y como aún quedaban algunas cosas del PCI en Italia, en RAI 3 -un canal del ex partido- empezaron a circular con vértigo las imágenes de la Plaza de Mayo.
-Che, Carlos, ¿nos explicás qué carajo está pasando en la Argentina?
Vaffanculo. Las imágenes de la Plaza de Mayo se adhirieron a la experiencia de via Tolemaide, del barrio Foce, de la escuela Diaz-Pertini y de Bolzaneto. Vaffanculo. El julio italiano había devenido en el diciembre argentino.
-Che, bloludo, son incluso los mismos días, viste.
Vaffanculo. Los nexos clásicos entre Italia y Argentina también volvieron a anudarse, trastocados sin embargo. La inmigración clásica cambió de signo. Ramos Mejía habría podido escribir Las multitudes italianas. La generación de lxs abuelxs se dio vuelta y tuvo una refracción en la generación de lxs nietxs. Las calles de los recovecos del Sur se llenaron de trabajadores precarizadxs tipo Rappi sin Rappi. Un castellano envidiable acompañado de un italiano precario y al revés. Ellxs en nosotrxs y vuelta carnero. La bronca, vaffanculo, sospecho suponiendo acertar, era compartida. Vaffanculo. Acaso, con matices. Vaffanculo.
Es un punto de inflexión. Hay una cosa sacrificial ahí, es la implosión de los 90, la impugnación de ese ciclo de lo inadmisible, prácticas colectivas que preparan la insurrección. Es el estallido. Ustedes en Genova están ahora en Buenos Aires. Y paradójicamente (entonación cavernosa) es la consolidación del neoliberalismo.
Vaffanculo.
Rocco Carbone es Doctor en Filosofía por la Univesität Zürich (Suiza). Profesor universitario e investigador del CONICET. Es autor de Mafia capital: Cambiemos, las lógicas ocultas del poder y de Mafia argentina: radiografía política del poder.
Foto de portada: Diego Conno