Por Gabriela Merlinsky (Grupo de Estudios Ambientales, CONICET/IIGG-UBA) y Virginia Toledo López (Grupo de Ecología Política, INDES-UNSE-CONICET)
El concepto de soberanía alimentaria ha sido introducido en el debate político internacional por movimientos campesinos, originarios y de la agricultura familiar de todo el mundo, en el marco de las discusiones globales sobre el problema del hambre. Es un debate de enorme performatividad política, pues implica un cuestionamiento a las formas hegemónicas de entender el acceso a la tierra, el trabajo, los bienes comunes, la producción y el derecho a la alimentación.
La definición actualmente difundida por la Vía Campesina proviene de la Declaración de Nyéléni, el documento final del Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria de 2007, en la que más de 500 representantes de 80 países acordaron que aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos deben estar en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, y muy por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. En esa oportunidad se estableció que la soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, lo que incluye el derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto implica dar prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, así como otorgar poder a los campesinos, la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional. La suma de estas acciones debe contribuir al objetivo de colocar la producción alimentaria, la distribución y el consumo en la base de la sostenibilidad ambiental, social y económica.
Este debate ha implicado abrir espacio en todo el mundo para un programa y una estrategia política de largo aliento que implica rediseñar, radical y democráticamente, los sistemas agroalimentarios y así generar alternativas al paradigma del agronegocio. Se plantea como una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar gestionados por los productores y productoras locales.
Se parte de la asunción de que no se puede garantizar el derecho al alimento desde una visión centrada únicamente en la accesibilidad y disponibilidad, y que es necesario poner en cuestión quién y cómo se produce el alimento.
Esta doble visión, como paradigma y como estrategia, nos da algunos elementos para reflexionar sobre la coyuntura abierta en Argentina a partir del anuncio del presidente Alberto Fernández de expropiar Vicentin, una empresa icónica del agronegocio en Argentina. ¿Es un paso hacia la soberanía alimentaria?
Erradicar el hambre en el mundo. No hay seguridad alimentaria sin soberanía alimentaria
El concepto de seguridad alimentaria ha sido utilizado por la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) desde el año 1974. En esa oportunidad, la Conferencia Mundial de la Alimentación reafirmó el derecho a la alimentación como uno de los derechos fundamentales del ser humano y definió que es una obligación jurídicamente vinculante para los Estados. Desde entonces ha sido parte de un enfoque dominante en la política alimentaria mundial. Esta propuesta surgió asociada al criterio de suficiencia y, poco a poco fue considerando la cuestión de la accesibilidad al alimento, en el marco de la economía de mercado. Sin embargo, también la FAO reconocerá que la capacidad de las personas de estar bien alimentadas constituye un derecho que depende a su vez de un contexto socio-político y económico determinado. Es así que el organismo instará a los Estados miembros a garantizar un marco socio-político que posibilite el acceso a un conjunto de bienes y servicios alternativos, a fin de asegurar la alimentación de toda la población.
En la Primer Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996, primó esta idea por la cual existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana (Plan de Acción de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, 1996). Actualmente, los cuatro pilares que definen el enfoque de la seguridad alimentaria son: la disponibilidad, el acceso, la utilización y la estabilidad de los alimentos. Un concepto que está asociado a las capacidades propias de las personas para procurar el alimento, de este modo, al poner énfasis en el individuo, deja de lado los aspectos políticos y conflictivos que estructuran el problema de la disponibilidad de los alimentos, como por ejemplo el acaparamiento de tierras. Progresivamente ello ha ido generando un enfoque acrítico que no pone en cuestión la promoción del agronegocio, algo que ha permitido la multiplicación y aceleración en el uso de las tecnologías que dan impulso a la denominada Revolución Verde.
La escasa efectividad política del enfoque de la seguridad alimentaria para lograr el objetivo de erradicar el hambre en el mundo fue especialmente evidente en la coyuntura de crisis alimentaria mundial iniciada a fines de 2007, cuando se superó el billón de personas que padecían subnutrición. Si, como ha dicho Raj Patel, vivimos en un mundo de “obesos y famélicos”, no es necesaria una mayor producción de alimentos sino la mejora de los sistemas de acceso y distribución a una dieta sana. Tengamos en cuenta que desde el año 1961 la producción mundial de cereales se ha triplicado (aunque las reservas están en el nivel más bajo de los últimos 30 años), mientras que la población se ha duplicado.
El recrudecimiento de la crisis de finales de 2007 se vinculó estrechamente con el súbito y reciente aumento de los precios de los principales productos alimentarios (cuyo precio se ha incrementado en los últimos 30 años). Es así que en la “Conferencia de Alto Nivel sobre la Seguridad Alimentaria Mundial: los desafíos del Cambio Climático y la Bioenergía” realizada en Roma en 2008 la FAO reconoció que el derecho humano a una alimentación y nutrición adecuadas está amenazado por un sistema agroalimentario orientado por los negocios, que genera el creciente destino de la producción agroalimentaria a otros usos más “rentables” que la producción de alimentos. En este documento se señala que la crisis alimentaria se debe al fortalecimiento de los vínculos entre mercados de productos alimenticios diversos, y entre estos y otros mercados, como los agrocombustibles y los financieros, algo que ha configurado un panorama de gran inestabilidad en el mundo.
En respuesta a la promoción de los denominados biocombustibles la consigna “tanques llenos a costa de estómagos vacíos” adquirió fuerza en algunos círculos humanistas y ambientalistas, al cuestionar el creciente destino de cereales y oleaginosas a la producción de agroenergía. Desde organizaciones agrupadas en torno a los movimientos que reclaman por soberanía alimentaria se denunció el “negocio de matar de hambre” de un sistema agroalimentario dominado por corporaciones transnacionales, altamente concentrado, petrodependiente y ecocida, en el que se produce una escisión entre el acto alimenticio-nutricional y la esfera de la producción. En ese sentido, se señala que el “hambre” es una característica estructural de las sociedades modernas, asociada a un tipo de sistema agroalimentario que requiere ser abordada con respuestas complejas y democráticas que permitan una transición hacia formas de producción, distribución y consumo de alimentos que sean sanas, seguras y soberanas.
Esta profundización de la crisis también obligó a que la alimentación y la agricultura renovaran su protagonismo en la agenda política internacional, introduciendo algunas transformaciones y debates en el seno de las Naciones Unidas. La FAO ha organizado una serie de reuniones regionales en la que se debatió la alimentación en clave integral, algo que permitió cierta ampliación de los enfoques dominantes.
En 2012, en la Conferencia Regional de la FAO para América Latina y el Caribe número 32, realizada en Buenos Aires, se acordó que “la FAO organice un debate amplio y dinámico que cuente con la participación de la sociedad civil y de la academia para analizar el concepto de soberanía alimentaria” (FAO: 2012). De este modo, bajo la presión de la crisis, se ha logrado abrir el debate sobre temáticas como la agroecología y la soberanía alimentaria, posicionadas en la agenda internacional y crecientemente adoptadas en espacios interestatales, en constituciones y marcos legales de diversos países en el mundo.
La situación en Argentina
En Argentina el panorama alimentario es muy preocupante: según un informe de UNICEF del año 2016, un tercio de los niños y las niñas en Argentina se encuentran por debajo de la línea de pobreza; entre estos, 1.300.000 son indigentes, por lo que apenas pueden alimentarse todos los días. Asimismo, Argentina tiene la segunda tasa más alta de sobrepeso en menores de 5 años de América Latina y el Caribe con un 9,9%.
Un punto de inflexión en la historia agroalimentaria argentina ha sido el momento de aprobación de la soja transgénica resistente al glifosato (RR) en 1996, que supuso una reestructuración de todo el sistema, en el contexto de la apertura de la economía al mercado global de capitales. Desde entonces la superficie sembrada con cultivos transgénicos ha crecido de forma ininterrumpida hasta alcanzar aproximadamente a la mitad de la superficie sembrada del país, unos 18 millones de hectáreas en 2018 con este monocultivo, siendo nuestro país uno de los principales productores de transgénicos del mundo.
Este proceso estuvo acompañado por una profunda transformación del modelo agrario a partir de la reestructuración de las políticas públicas, la emergencia de nuevos actores (rentistas, contratistas, organizaciones “del campo”), la reorganización del espacio a partir de nuevas interacciones entre renta agraria y especulación inmobiliaria. Esto implica la presencia dominante de actores muy concentrados en el rubro de provisión de insumos y en difusión del paquete tecnológico dependiente de las semillas transgénicas y los agrotóxicos, así como la descentralización de las tareas de labranza a través de “pools de siembra”.
Esto ha producido el desplazamiento de áreas cultivables destinadas al autoconsumo y otras producciones agropecuarias –como los tambos, la ganadería y la horticultura- y ha transformado los agroecosistemas, las relaciones sociales y la estructura social y, progresivamente ha mostrado tener altos impactos sociosanitarios. A más de veinte años del inicio de este proceso es posible constatar la desaparición de centenas de pueblos rurales y de establecimientos productivos pequeños y medianos, el éxodo rural, y una mayor concentración en la tenencia de la tierra, todas ellas secuelas de este modelo que ha sido definido como “de agricultura sin agricultores”.
A ello se agrega el alarmante avance de la frontera agropecuaria sobre ecosistemas frágiles como los bosques nativos y humedales, y sobre territorios campesinos, de comunidades indígenas y de la agricultura familiar que se ha expresado en la multiplicación de conflictos por la tierra y el territorio en todo el país, y especialmente en el NOA y el NEA. Es importante destacar que Argentina es uno de los países con mayor consumo de agrotóxicos por persona del mundo, con una suma total anual que supera los 500 millones de litro/kilos (Naturaleza de Derechos, 2019), en ese sentido, la creciente preocupación por los impactos ambientales y en la salud de las personas del uso de agroquímicos ha puesto la cuestión de la sanidad del sistema agroalimentario bajo la lupa. Han sido los autodenominados “pueblos fumigados” junto a diferentes organizaciones y movimientos del campo y la ciudad, quiénes han denunciado el experimento a cielo abierto que ha supuesto el avance del agronegocio en el país y han abrazado el paradigma de la soberanía alimentaria como forma de construir una transición hacia otras formas productivas y de organización social, agro-ecológicas.
En este contexto, resultaría preocupante que las soluciones planteadas a esta coyuntura de crisis se basen en una mayor concentración económica de los grupos dominantes del agronegocio, una intensificación de los sistemas de producción agroindustriales y la expansión de la frontera agrícola a expensas de la agricultura familiar y campesina.
Soberanía alimentaria como paradigma y como estrategia para la transición
La soberanía surge como propuesta desde los pueblos para dar respuesta a sus problemas, en este caso el hambre y la malnutrición en el contexto de la crisis alimentaria, ambiental y climática. La bandera de la soberanía alimentaria fue adoptada y promovida por miles de organizaciones sociales de todo el mundo, y por algunos gobiernos a través de textos constitucionales, en programas y políticas.
La discusión sobre el componente soberano profundiza una idea compleja que no solo implica la propiedad (estatal) de los medios para acceder al alimento. Es necesario tomar en cuenta la interrelación entre aspectos productivos, distributivos y de construcción política de derechos. En relación con el primero se sostiene la defensa de una producción agroecológica, sin agrotóxicos, biodiversa y saludable, respetuosa de los ritmos y procesos “naturales”, de base familiar, campesina e indígena, que recupera los saberes arraigados en las culturas del lugar. En relación con el aspecto distributivo se sustenta el abastecimiento de los mercados locales desde las inmediaciones del lugar, promoviendo sistemas de comercio justo que acercan el mundo de la producción a los y las consumidores/as, reduciendo los intermediarios/as. Finalmente, la concepción política implica que el alimento no es una mercancía sino un derecho humano, cuya disponibilidad, accesibilidad, inocuidad y sustentabilidad para las generaciones futuras debe ser garantizada por el Estado. Se trata de impulsar la capacidad de los estados nacionales en la decisión soberana sobre toda la cadena alimentaria, defendiendo el control del proceso productivo por parte de reales productores y productoras de alimento.
Es importante entonces, pensar la estatización de la empresa Vicentin desde un programa y una estrategia de transición hacia la soberanía alimentaria. Esta es una empresa pionera, emblema del modelo del agronegocio en Argentina y, desde el año 2007, un actor económico clave del mercado de la agro energía, al inaugurar en 2007 (en asociación con la trasnacional Glencore) una planta de gran tamaño dedicada a la exportación de biodiesel, mercado en el que rápidamente nuestro país se posicionó como el principal exportador a nivel mundial y entre los principales productores de agrocombustibles.
A través de empresas propias y en participación en diferentes paquetes se dedica a la molienda de soja para la elaboración de aceite (que principalmente es destinada a la elaboración de combustibles). También participa en otros negocios agroalimentarios como frigoríficos, lácteos, vinos, producción de algodón, y también posee empresas empaquetadoras, centros de logística y un puerto en San Lorenzo, provincia de Santa Fe, siendo así exponente de la ola de privatización de éstos durante los noventa. En 2015 ocupó el sexto puesto entre las empresas de mayor facturación en el país y exportó casi el 10% de los cereales, oleaginosas y subproductos de la agricultura industrial (sector que representa el 40% de todas las exportaciones nacionales).
Por lo tanto, esta empresa constituye no solo un eslabón sino una pieza clave en el sistema agroalimentario argentino. Involucra directamente a más de 4000 trabajadores/as y 70000 productores agropecuarios, y -como ha sido expuesto en los medios de comunicación- ha contraído una deuda de más de 18000 millones de pesos con el Banco de la Nación Argentina, con otros bancos, con productores/as y cooperativas de cereales y oleaginosas de todo el país.
En recientes declaraciones, el gobernador de la provincia de Santa Fe ha asegurado que la magnitud de la deuda es imposible de superar sin la participación del Estado. Su intervención en el debate abrió un nuevo escenario de discusión que implica una pulseada con el gobierno nacional en torno a la idea de un proyecto de intervención sin expropiación que permita la constitución de una empresa mixta. La palabra expropiación asusta a los sectores económicos más concentrados de la Argentina, sin embargo, prácticamente no hay un Estado en el mundo contemporáneo que no haya acudido a la expropiación, sea para crear los bienes públicos que la economía de mercado no genera de manera espontánea, sea para crear bienes en beneficio de determinados sectores sociales. En ese sentido, hay que recordar que es un instrumento de política económica y -como muestra la literatura, por ejemplo, los trabajos de Antonio Azuela en México- su éxito depende de la fortaleza de la regulación jurídica vigente y de la capacidad de la administración pública para utilizarlo de acuerdo con dicha regulación.
Resulta urgente replantear el modelo agroalimentario para devolverlo a su objetivo fundamental de garantizar la nutrición de las personas, con menos utilización de energía, con bajo impacto ambiental y sin afectar ecosistemas que son fundamentales para la mitigación del cambio climático. Si se piensa desde un enfoque de sustentabilidad fuerte, hay que considerar la valoración de los aspectos ecológicos, económicos y sociales. Dar pasos hacia una estructura agroalimentaria con estas características, con base en un enfoque de derechos humanos, es un prerrequisito imprescindible para alcanzar la soberanía alimentaria y, para ello, el control estatal de una empresa de tal magnitud constituye un avance en la soberanía estatal. Sin embargo, si hablamos de soberanía alimentaria, la nacionalización de una empresa agroexportadora tiene que formar parte de un programa más ambicioso de políticas públicas estratégicas para transformar el modelo de abastecimiento de alimentos.
Y esto solo se podrá sostener si participan actores clave como productores y productoras de la agricultura familiar, agroecológica y originaria, movimientos campesinos, uniones de trabajadores y trabajadoras de la tierra, redes de comercio justo, y de la economía social y popular, cooperativas y nodos de abastecimiento comunitario y local, guardianes de semillas y de los bienes comunes, apicultores/as, pescadores/as artesanales, etc., que son la pieza central en la construcción de esa estrategia. Tengamos en cuenta que estos grupos son precisamente quienes han sostenido la alimentación de las mayorías en todas las crisis económicas, no solo en Argentina sino en todo el mundo. El horizonte de transición debe incorporar la justicia social y ambiental, así como la defensa de los derechos de las poblaciones afectadas por el agronegocio.