Elecciones en Brasil
Coqueteando con el fascismo

Por Dolores Rocca Rivarola (UBA/CONICET)

Es un domingo cualquiera en abril de 2016, en casa. Sólo que no lo es. La Cámara de Diputados de Brasil está votando la apertura del proceso de impeachment a Dilma Rousseff. Miro la sesión en vivo a través de youtube y cada tanto le comento a mi pareja, que vivió una década en Brasil, lo que escucho, anonadada. Los discursos, si es que puede llamársele así a las alocuciones de quienes están a favor de enjuiciar a Rousseff, son una combinación de lo insólito, lo ridículo y lo patético. No usan su tiempo para justificar el voto y argumentar por qué consideran que debe ser juzgada, o en qué sentido se trata de un “crimen de responsabilidad”, como categorizaron a las pedaleadas fiscales, que otros gobiernos habían usado antes a nivel nacional y contemporáneamente a Dilma, a nivel estadual. El micrófono es usado, en cambio, para formular dedicatorias de su voto pro-impeachment. A Dios, a sus familias, a la población de su Estado de proveniencia, al pueblo evangélico, a determinados valores. Y si tienen que razonar, dicen “porque perdió la mayoría”, o “porque el pueblo lo pide”, sin hacer referencias a los fundamentos formales de la acusación que viene motorizando el proceso. Arengan al resto. Gritan “chau querida”. Se envuelven en banderas de sus Estados. Festejan cada voto. Después de todo, y lo explicitan, están echando a la petralhada[1] del gobierno y se sienten cruzados de la anticorrupción. El mecanismo legal es lo de menos. De hecho, varios tienen, ellos mismos, y ellas, causas abiertas por corrupción. Quien preside la sesión, Eduardo Cunha, uno de los impulsores del proceso de impeachment, es el caso más paradigmático, y en septiembre será expulsado de la Cámara por ello. Pero ese día domina los tiempos, otorga la palabra y disfruta cada momento de su chantaje y venganza personal.

Un diputado de San Pablo insta al recinto a cantar algo que entonaban los manifestantes en las calles días antes. Se arman tumultos. Algunos de quienes votan contra la apertura del impeachment gritan “no va a haber golpe” y logran subir una bandera a la mesa del presidente de la cámara que reza “Fuera Cunha”. Luego, Cunha anuncia que va a hablar el diputado Jair Bolsonaro, del PSC.[2] A los gritos, felicita a Cunha por la forma en que condujo el proceso. Y dice “perdieron en el ’64, perdieron ahora […] por la familia y por la inocencia de los niños en las aulas”. Mira un pequeño papel y sigue: “contra el comunismo, por nuestra libertad, contra el foro de San Pablo[3]”. Y remata con una dedicatoria definitoria: “por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff”. Luego menciona a las Fuerzas Armadas y a Dios. Pero lo que acaba de decir aturde cualquier palabra posterior. Ustra, que murió el año anterior al impeachment, había comandado el llamado DOI-CODI [Departamento de Operações de Informações – Centro de Operações de Defesa Interna], organismo del ejército que concentró una parte significativa de las torturas y asesinatos de presos políticos durante la dictadura militar brasileña.

El modo en que los gobiernos brasileros lidiaron, desde la recuperación democrática, con los crímenes de la dictadura militar (1964-1985) fue, por lo menos, polémico. Luego de décadas de un paradigma de pasividad del Estado brasilero en torno a la producción de la verdad sobre esas muertes y torturas, en 2011, el gobierno de Dilma Rousseff dispuso la creación de las denominadas “Comisiones de la verdad”, en las que, por primera vez, según Cristina Buarque de Hollanda[4], el Estado brasilero asumía la responsabilidad por investigar las circunstancias de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el régimen dictatorial. Pero las mismas, bajo una noción de verdad como pedagogía democrática, no implicaban ninguna instancia de justicia (prohibida, por otro lado, por la Ley de Amnistía de 1979), sino tan sólo sesiones en las que testigos y víctimas se cruzaban con torturadores que debían comparecer pero podían negarse a declarar o aportar dato alguno. En agosto de 2013, pude asistir a observar una de ellas, acompañando a la autora, en el recinto de la Asamblea Legislativa del Estado de Rio de Janeiro, y centrada en el caso del periodista Mario Alves. Con la presencia de familiares y organizaciones de la sociedad civil, sólo uno de los cuatro militares citados, Valter da Costa Jacaranda, asistió. Respondió preguntas del presidente de la comisión durante más de 45 minutos, pero negó cualquier conocimiento del caso en cuestión. La jornada implicó, entonces, catarsis, interpelación al victimario, insistencia y, finalmente, frustración por no poder conseguir más datos.

Ustra, reivindicado por Bolsonaro, también había comparecido en 2013 a una comisión de verdad, pero negando cualquier tipo de participación en crímenes y resaltando que él había “combatido al terrorismo” y eligiendo el silencio ante la pregunta sobre métodos específicos de tortura. Bolsonaro, así como su hijo Eduardo, también diputado, que dedicó su propio voto a “los militares del ‘64”, son inteligibles en ese contexto, en el que la justicia no ha sido aún posible y el reivindicar el golpe militar y la tortura no tienen un costo político significativo.

En la encuesta del Instituto Datafolha del 10 de septiembre de 2018, luego del ataque con cuchillo sufrido por Bolsonaro y con posterioridad también a la decisión del Tribunal Superior Electoral (TSE) que confirmaba que Lula, preso desde abril, no podría ser candidato a la presidencia, Bolsonaro está primero en intención de voto. Los/as siguientes cuatro aparecen más de diez puntos más abajo, en una suerte de empate técnico. De ellos/as, el más débil a nivel nacional sigue siendo Haddad, escogido por el PT como sustituto de Lula, en una fórmula compartida con Manuela D’Avila, del Partido Comunista do Brasil. No obstante, Haddad exhibe una tendencia de crecimiento desde agosto, cuando se anunció su candidatura como “plan B”[5], y con más fuerza en el nordeste, región en la que Lula y Dilma se fortalecieron especialmente en sus respectivas elecciones desde 2006. Aunque aún muchos/as desconocen que Haddad es el candidato que Lula apoya (51%), un porcentaje muy significativo (33%) afirma que votaría a quien Lula indicara. Finalmente, los votos blancos y nulos se perfilan con un 15% y un 7% sigue sin decidirse. Hay que decirlo, Bolsonaro también es –una vez eliminado Lula de la carrera– el candidato con mayor nivel de rechazo, con un 43%.

¿Cómo se compone el electorado potencial de Bolsonaro? Según esa misma encuesta, el candidato es más fuerte entre el electorado masculino (32%) que en el femenino (17%). Se mantiene en niveles similares entre los distintos grupos de edad (entre 23 y 27%), salvo entre mayores de 60 años, donde cae a 18%. Tiene un apoyo destacado, de 38%, en quienes tienen un ingreso entre cinco y diez salarios mínimos, que cae a 17% entre quienes ganan el equivalente a menos de dos. Y su intención de voto es el doble entre los sectores más escolarizados (30%) en comparación con quienes sólo alcanzaron educación primaria (15%). Estos números obligan a matizar aquellas lecturas que hoy se apresuran a atribuir especialmente al electorado pobre y poco educado el apoyo a un candidato que ha sido tildado de homofóbico, racista, misógino y defensor de la tortura y la dictadura militar. De todos modos, un rápido seguimiento (o stalkeada, hablando mal y pronto) a algunos/as de sus seguidores/as en Facebook, muestra que los y las mismas descreen de esas acusaciones (como un seguidor negro que comparte en la red la noticia de la decisión del Supremo Tribunal Federal de rechazar la denuncia contra Bolsonaro por racismo) y que destacan, en cambio, su religiosidad, su “patriotismo”, su posición “a favor de la familia”, contra el aborto, la corrupción y “el comunismo”.

En sus modos de autopresentarse, Bolsonaro se muestra crítico del referéndum de 2005 de “desarmamento”, la corrupción, la burocracia del estado, y de varias políticas sociales de los gobiernos petistas. También ha formulado declaraciones estigmatizantes de la población negra, LGBT+, india y de las mujeres. Pero, en el marco de una recesión ya pronunciada, también se refiere al desempleo, como lo hacía el nazismo en plena crisis de la República de Weimar por la depresión iniciada en la caída de Wall Street en 1929 y la hiperinflación posterior (con seis millones de parados en 1932). Aborda así la cuestión de un desempleo acuciante, que entre 2014 y 2016 casi se duplicó, y en abril de 2018 ya alcanzaba un 13,1%, según el Instituto Brasilero de Geografía y Estadística. También, nada nuevo en los últimos años en América Latina, reprende al periodismo, tildándolo de mentiroso o de querer perjudicarlo. Y critica a los marketeiros de las campañas electorales. Con ello, apunta a definirse como un candidato de la gente, desde abajo, desde la horizontalidad de las redes sociales (como en un video posteado en su perfil, en el que pide donaciones a sus votantes) y auténtico –lo cual no significa que en la práctica, su propia campaña carezca de profesionales publicitarios.

Pero, aunque es conocido por su origen como militar, Jair Messias Bolsonaro no es un outsider de la política. No es un uomo qualunque[6] con tics fascistas. Ni siquiera es un empresario a lo Trump, que se presentaba como la antítesis y superación de una clase política atrofiada. Bolsonaro es diputado desde 1991, con lo cual debe conocer bien las dinámicas, prácticas espurias, intercambios o barganhas que caracterizaron a la Cámara estos 27 años. Su propia familia está también inserta en la política institucional. Y él ha cambiado de partido en varias ocasiones, engrosando el fenómeno harto frecuente en Brasil de migraciones partidarias dentro del parlamento, con la desafiliación y afiliación a nuevos partidos por parte de la dirigencia política, así como cambios radicales y repentinos en las posiciones orgánicas de los partidos.

El ataque sufrido hace unos días en una caravana electoral en Juiz de Fora, Minas Gerais, no sólo colocó a Bolsonaro en el centro de la atención nacional e internacional, sino que le permitió eludir el problema inicial de no contar formalmente con muchos minutos en el denominado Horário Gratuito de Propaganda Eleitoral (HGPE).[7] Desde el episodio, el candidato y su familia contaron con un acceso renovado a la televisión de aire y la prensa gráfica. Y esta vez, no a partir de sus dichos revulsivos, sino como víctima de un contexto de violencia, como si su propia retórica, que días antes, en un acto en Rio Branco, Acre, llamaba a “fusilar” a los petistas, no lo hubiera alimentado.

Mientras tanto, la conducción del PT sigue repitiendo su táctica de alianzas amplísimas, como si el escenario político fuera, después del golpe contra Dilma, parecido al de elecciones como la de 2002 o 2006. Al igual que en los comicios municipales de 2016, cuando sólo meses después de la destitución de Rousseff, el partido negoció alianzas con el PMDB, partido de Temer, en por lo menos 200 ciudades, ahora en 2018, en 15 Estados se alió con partidos que apoyaron el impeachment. En seis de ellos, encabezando fórmula, con un candidato propio a la gobernación. En los otros nueve, directamente apoyando a candidatos de partidos que, durante el impeachment, había llamado de “golpistas” (MDB, PSD, PTB, etc.).[8] En relación con ello, Gleisi Hoffmann, presidenta del PT, decía en los medios “No hay contradicción porque estamos dejando claro que tienen que apoyar a Lula”, como si lo segundo implicara que el golpista deja de serlo, como si ese carácter quedara anulado al sellarse un acuerdo electoral. Esto implica un problema político. O bien estamos ante una coyuntura de gravedad, y de necesaria movilización de resistencia a un golpe institucional, y a un gobierno sin legitimidad y con una agenda de destrucción de derechos sociales y laborales, con episodios de violencia fascista como el asesinato de Marielle Franco, o bien se trata de un escenario en el que hay margen todavía para negociaciones, acuerdos e intercambios con quienes antes fueron llamados “golpistas” e incluso, en algunos casos, actualmente llevan adelante y sostienen ese gobierno.

El ascenso de Bolsonaro abre preguntas que no tendrán respuesta hasta el 7 de octubre, cuando tengan lugar los comicios, o tal vez, incluso, hasta el 28, fecha establecida para una eventual segunda vuelta electoral: ¿Cuánto puede seguir cayendo o, a la inversa, recuperarse, el caudal electoral del PT, que en 2016 logró elegir a sólo un cuarto de sus candidatos a intendente? ¿Qué posibilidades tiene de crecer, a través de la polarización, una fórmula que carezca de la presencia de Lula en el territorio y en los medios para acompañar a Haddad y D’ Ávila? Y, si Bolsonaro llegara a entrar a una segunda vuelta electoral, que difícilmente gane (pero, convengamos, nada puede descartarse después del triunfo de Trump) ¿en qué medida puede darse un fenómeno de fuerza centrípeta hacia el o la candidata que lo enfrente en esa instancia, tratándose de figuras tan disímiles en términos identitarios y hasta ideológicos como Marina Silva, Ciro Gomes, Fernando Haddad y Geraldo Alckmin? En cualquier caso, el escenario brasilero vuelve a disparar las alarmas.

 

[1] El neologismo petralha fue acuñado por Reinaldo Azevedo, bloguero conservador que escribió el libro “El país de los petralhas”. Se trata de un juego de palabras que combina los términos petista (miembro del Partido de los Trabajadores) y metralha, en referencia a los “hermanos Metralha”, nombre que se le dio en Brasil a los personajes criminales de Walt Disney, The Beagle Boys. Esta definición de la palabra puede consultarse en Couto, Cláudio G. (2015). Cambios y continuidades en la política brasileña reciente. En S. Tagle (Ed.). Alternativas para la democracia en América Latina (pp. 291-335). México: Colegio de Mexico/ Instituto Nacional Electoral.

[2] El Partido Social Cristiano tiene poco menos de 30 años de existencia. En 1989 participó de la coalición “Brasil novo” que llevó a Fernando Collor de Melo al gobierno. Una paradoja, teniendo en cuenta la gravitación que tiene la indignación anti-corrupción en la retórica de Bolsonaro. En 2018, migra de partido al Partido Social Liberal (PSL).

[3] Evento anual que congrega a líderes y partidos autodefinidos como de izquierda y progresistas.

[4] Hollanda, Cristina Buarque de (2015). Verdade e Política: Notas sobre um Paradigma de Democracia Contemporânea. R. EMERJ, 18 (67) (pp. 507 – 515).

[5] En agosto, dos semanas después de lanzarse la fórmula Lula-Hadad-D’Avila como trío, el nivel de desconocimiento de Haddad era del 41% (Datafolha, encuestas del 20 y 21/8).

[6] El Fronte dell’ Uomo Qualunque o “Frente del hombre común”, que dio lugar al llamado qualunquismo, fue un breve partido político en la Italia posfascista de ideología monárquica y anticomunista, y que defenestraba a los partidos que en la época se coaligaron para llevar adelante la transición republicana.

[7] El HGPE tiene dos elementos: la propaganda electoral transmitida en bloques (“programa electoral”) y las “inserciones” comerciales o spots. En ambos casos, el tiempo se distribuye entre los partidos o coaliciones: 1/3 es dividido en partes iguales entre todos y los 2/3 restantes, de acuerdo al tamaño de las bancadas parlamentarias.

[8] En Acre, Bahía, Ceará, Piauí, Minas Gerais y Rio Grande do Norte, el PT negoció el apoyo a una candidatura propia. En Amapá, Alagoas, Mato Grosso, Sergipe, Amazonas, Rondonia, Tocantins, Paraiba y Pernambuco, apoyó candidaturas de otros partidos.

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