Trabajo, explotación y salud mental
¿El malestar es nuestra normalidad?

Por Emiliano Exposto

La salud mental es un problema político, tan íntimo como colectivo, dice Emiliano Exposto en este artículo que pone de relieve los vínculos entre capitalismo, salud mental y trabajo. Sin embargo, es también necesario comprender que “los síntomas evidencian que hay algo en nosotros que se resiste a encajar en los automatismos de éxito, productividad y rendimiento” y que, por lo tanto, es posible “construir una psicopolítica desde abajo y dar una disputa anímica hacia una salud mental popular y una justicia psicosocial más allá de los discursos terapéuticos e individualistas de victimismo y auto-superación.”

 

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Agarraste el celular para chequear los mails. Ya estás ansioso. Entredormido, respondés una invitación a una conferencia que todavía no tiene título. En Once las bocinas comienzan a aturdirte. Soñaste con la tesis: te sentías tan angustiado como desinteresado. ¿Qué sentido tiene escribir trescientas páginas que nadie leerá y que vos tampoco lo harías? Con los ojos entreabiertos abrís Instagram: noticias sobre política, memes de gatitos depresivos, la actividad de X (que te da envidia), la piba que te gusta. Entra luz por la ventana. La cerrás. La resaca se hace notar. Recordás la charla con unos amigos investigadores: “No tengo tiempo”, “estoy quemado”, “no llego”, “este año me quedo sin beca”, “el estipendio no me alcanza”, “me dieron de baja de la obra social”. Mandás un audio al grupo de wasap y te reís solo. Bostezás. Con la vista nublada, abrís la agenda y tenés un montón de tareas irresueltas. De acá a un mes tus semanas están saturadas. Deadlines, trámites, una ponencia, fichar textos, cafés con desconocidos y el cumpleaños de una amiga. Todo parece ser lo mismo: el taller con un sindicato, los seminarios universitarios, las presentaciones de libros, las reuniones de cátedra y las charlas con amigos. Todo parece envuelto en una catarata continua de información, palabras repetitivas y gestos precodificados. Todavía seguís en la cama. Trabajás desde tu casa. Tu espacio laboral es tu espacio vital. Cogés en el mismo lugar que escribís. Tu tiempo de vida y de ocio se confunden. Ya no sabés cuál es la diferencia entre trabajar, pensar y hacer política. Sos una cadena psíquica de montaje. Abrís Facebook. Aburrimiento. Hace frío y no tenés estufa. A la noche das clases en la facultad y no preparaste nada. Te da igual. Decís siempre lo mismo en todos lados. Cuando vivir y trabajar son la misma cosa, es difícil no ponerse cínico y oportunista. Te duelen los dientes de tanto bruxismo. Pensás que deberías ir al dentista y hacer deporte. También pensás que hace años que pensás eso y nunca lo hacés. Ponés la pava. Te lavás los dientes. Meás. Anoche atravesaste el insomnio mirando Youtube: videos de Riquelme y una conferencia sobre Mariategui. También leíste tres hojas de ese libro nuevo que compraste y que al salir de la librería ya sabías que no leerías (como la mayoría de los libros que están en tu biblioteca). Estás harto de tu vida textualizada, pero te prendés un pucho y abrís otro mail. Es de tu directora. Te sorprende la sequedad de su respuesta, aunque sabés que está igual de pasada que vos. Dispersión: las redes sociales devoraron tu capacidad de atención y empatía. Son las 11 de la mañana y todavía estás en veremos. Por momentos te sentís un privilegiado con dolor de espalda. Deberías tomarte una pastillita y arrancar el día. Recordás a tu viejo diciéndote que “trabajás de lo que te gusta, que vos elegiste el trabajo de investigación y la docencia”. Estás colapsado. Oscilas entre la manía y el bajón. Tu estado anímico pende de un hilo, como tu futuro, como tu sueldo, como tu alquiler, como tu salud mental.

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La hipótesis de este texto podría ser resumida de la siguiente manera: si la explotación actúa como un determinante estructural que agrava los sufrimientos afectivos y al mismo tiempo la explotación es endémica al capitalismo, el abordaje de la crisis pública de salud mental implica una política anticapitalista. Con “salud mental” no nos referimos a un estado de bienestar individual o una cuestión psicológica, psiquiátrica y médica. La salud mental es el nombre de un movimiento social: se trata de un problema político, tan íntimo como colectivo.

¿Qué dice nuestra salud mental del mundo del trabajo cognitivo? ¿Cuáles son los malestares en la academia? ¿Cómo politizar los síntomas en el ámbito de la ciencia, la tecnología y la universidad? Estas preguntas podrían prolongarse en dos afirmaciones de “Bifo” Berardi: a) “Los trabajadores cognitivos precarizados son forzados a pensar en términos de competencia”; b) “La auto-organización del trabajo cognitivo es la única vía para ir más allá del presente psicopático”[1].

En primer lugar, interesan esas frases de Berardi porque trazan un diagnóstico crítico de la explotación y la mercantilización del “trabajo de conocimiento” sometido a las compulsiones abstractas del capital. Los imperativos de competencia, productividad y visibilidad operan de espaldas a nuestra voluntad y conciencia, generando malestares en nuestras mentes y cuerpos. Se trata de automatismos psicosociales que reproducimos contra nuestros intereses y a los cuales tenemos que amoldarnos para participar de la realidad capitalista. Si bien estos mandatos atraviesan a todos los individuos, independientemente de la clase a la cual pertenezcan, afectan de modo diferencial a los cuerpos y mentes según sus composiciones de clase, genero, edad, racialización, etc. Hay una vulnerabilidad anímica estructural dada la distribución desigual del sufrimiento.

¿El malestar es nuestra normalidad? ¿Es efecto de soportar formas de vida que enferman? Los malestares en el trabajo son malestares de clase. Se vivencian de forma desigual y diferencial, ya que hablamos de una clase sexualizada y racializada, cuya composición es heterogénea y fragmentaria debido a sus múltiples figuras de lucha y trabajo. Si bien las vidas proletarias enfermamos por la sobreadaptación a los imperativos y las formas de vidas capitalistas imposibles de satisfacer, los síntomas evidencian que hay algo en nosotros que se resiste a encajar en los automatismos de éxito, productividad y rendimiento. La relación social capitalista es una relación contradictoria entre subjetividades antagónicas: la subjetividad del trabajo vivo es irreductible a las categorías lógicas del capital.

En segundo lugar, Berardi alienta a forjar nuevas herramientas de investigación militante y acción colectiva para enfrentar el impacto psíquico, neuronal y emocional de las dinámicas sistémicas que se elaboran en el malestar de la subjetividad cognitaria. La lógica fetichista del valor es un proceso ciego indiferente al sufrimiento que genera en los trabajadores cognitivos precarios. La propiedad privada, la desposesión y la extracción de plus-valor son inherentes a las dinámicas impersonales del capitalismo. Nuestras vidas están sometidas a la eficacia sintomática de las categorías del capital (valor, mercancía, dinero, trabajo), en tanto las mismas mediatizan y constriñen la experiencia provocando malestares. Se nos explota el entusiasmo y el intelecto, tensando el cuerpo hasta el colapso y el agotamiento, el desborde y la demolición física, en un proceso de trabajo social que combina placer y malestar, soledad y cooperaciones en red.

Debemos luchar contra el capital y contra nosotros mismos como subjetividad capitalista. La eficacia de la (auto) investigación y la transformación de uno mismo sólo es posible sobre la base de la investigación social y la transformación colectiva. El malestar es una palabra clave para investigar las desobediencias contra la vida capitalista y abordar la pregunta crucial de Ann Cvetkovich: ¿Cómo se siente el capitalismo?[2] La teoría crítica de la sociedad puede construir determinados puntos de vistas sobre el mundo a partir de los sentimientos públicos de depresión, ansiedad, ataques de pánico, soledad o “déficit” de atención. Estas emociones ambiguas pueden ser motores de la agencia y la resistencia. Se trata de categorías críticas y prácticas sociales: materiales ambivalentes y frágiles que pueden habilitar perspectivas teóricas y políticas.

La psicologización y la patologización, al contrario, individualizan los recursos anímicos y económicos para afrontar la crisis de la reproducción psicosocial, dejando en la responsabilidad personal los medios terapéuticos o farmacológicos para tratar un malestar que es tan íntimo como colectivo. Se culpabiliza y estigmatiza a los individuos, dejando incuestionadas las causas sistémicas que sobre-determinan el padecimiento. Y si bien es evidente que no sólo sufrimos de capitalismo, este texto explora las condiciones estructurales y compartidas que hacen del capital un sistema de subjetivación que daña nuestra salud mental.

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“Síndrome de Karoshi” es un término proveniente de Japón que hace referencia a la muerte de millones de personas cada año por “exceso de trabajo”. Suicidios, paros cardíacos, muertes súbitas, intoxicaciones, fatiga, sobrecarga, estrés crónico. Estos malestares configuran una zona de investigación dado que en los mismos se elaboran fuerzas del mundo y saberes de la experiencia vivida. En los síntomas se procesan “estructuras de sentimientos” (William) o “sentimientos estructurales” (Ahmed). En su análisis sentimental del mundo del trabajo, Mark Fisher escribe: uno empieza a trabajar desde que se despierta y tiene que hacerlo hasta que se duerme; o peor aún, lo sigue haciendo incluso dormido[3].

¿Qué significa que el malestar es un problema político estructural y no solamente un “trastorno” individual? “Los investigadores predoctorales tienen una probabilidad seis veces mayor de sufrir depresión en comparación con la población general. También se han identificado la incertidumbre, el estrés económico, la erosión de las redes de apoyo social y el agotamiento como factores desencadenantes de mala salud mental tanto entre el profesorado como entre estudiantes, los cuales declaran tener episodios de depresión, estrés, ansiedad e ideación suicida”. Esas son las afirmaciones alarmantes del informe de Precariedad Laboral y Salud Mental del Estado Español en el 2022[4]. En Argentina, no se registran estudios epidemiológicos específicos sobre la salud mental en ciencia y tecnología. En el informe “Organización del trabajo y problemas de salud mental en estudiantes de doctorado” (2017), se encuestaron a 3.659 estudiantes de doctorado belgas[5]. El 51% manifestó tener al menos dos problemas de salud mental como depresión o ansiedad, el 40% tres o más, y el 32% al menos cuatro. Un estudio de 2019 en China, afirma que el 41.2% de los doctorandos demostraron síntomas de depresión leve, el 23.7% síntomas de ansiedad leve-moderada y el 20% moderada-severa. En el mismo año, la revista Naturaleza realizó una encuesta anual para investigadores de doctorado del norte global. La encuesta tuvo más de 6,000 encuestados: el 36% de los participantes asistieron a una consulta psicológica, a un tratamiento psiquiátrico u otras terapias. La revista encontró que el 27% dedica entre 41 y 50 horas a sus estudios de doctorado por semana y que el 25% dedica de 51 a 60 horas.

El malestar del trabajador cognitivo no es sólo una consecuencia de la crisis económica, ecológica y social. Se trata de una crisis anímica irreductible a una cuestión sanitaria y a los saberes disciplinares de la medicina o la psicología. Si entre los determinantes sociales del malestar podemos ubicar los ritmos insoportables de hiperactividad y competencia, la disolución del horizonte de futuros y las condiciones flexibles de trabajo precario, se torna necesaria una disputa por la producción de subjetividad a lo largo y a lo ancho de la vida social. Cuando el neoliberalismo convierte la salud en una mercancía y privatiza las prácticas de cuidado, las luchas en el ámbito de la sensibilidad, el deseo y la imaginación se tornan primordiales en el terreno de la reproducción de la vida. La transformación subjetiva sólo es posible al interior de las luchas: no hay micro-política del deseo eficaz sino es en inmanencia a las macro-políticas de interés.

La creación de otras formas de vida es el reverso sensible de la lucha de clases. En la actualidad la crítica de la economía política del capital es asimismo crítica de la economía política del sufrimiento. Existe una masa creciente de obreros cognitivos estallados, fundidos y agotados. No hablamos de una minoría de enloquecidos por la academia, ni de unos pocos marginales enojados y desmotivados. Hoy el capital necesita energías neuronales y biopsíquicas: pone a trabajar nuestra capacidad de comunicación, nuestras facultades afectivas, relacionales e imaginativas. Y son estas materias las que se están destruyendo. Son estas potencialidades de la subjetividad las que son explotadas y mercantilizadas, pero también capturadas en formatos estereotipados y serializados de producción cultural que generan impotencia, desinterés y apatía.

La inflación psiquiátrica de diagnósticos de “trastorno mental” y la psicologización de las contradicciones sociales y conflictos materiales, tienden a transformar los problemas sociales (la explotación, la precariedad y la desigualdad) en un problema individual. Los problemas materiales devienen problemas espirituales. De este modo, el trabajo quemador se convierte en el “síndrome” del trabajador quemado. La lucha contra la organización capitalista del trabajo pierde terreno ante el individuo que trabaja sobre sí mismo y sus estados de ánimo. La dimensión colectiva de todo cuidado de sí y del otro cede en su carácter político. El fetichismo de la mercancía, correlativo a la forma-sujeto capitalista, tiene por lo tanto un efecto ideológico-libidinal: sustrae la causa sistémica de los padecimientos, introyectando en los individuos las causas subjetivas del dolor, ubicando el motor del daño en el cerebro o en los traumas de la infancia; y, al mismo tiempo, invisibiliza las relaciones sociales productoras de sufrimiento.

El malestar es la dimensión subjetiva de un problema objetivo y material. No responde sólo a las condiciones precarias, la incertidumbre ante el ajuste estatal en el sector científico, el chantaje privado de las empresas de educación, la vulnerabilidad de las condiciones materiales de vida como los precios del alquiler, el endeudamiento y la inflación. Se trata de un malestar subjetivo y objetivo, íntimo y estructural, personal e impersonal, que encuentra una determinación fundamental en la explotación capitalista y la captura estatal de las facultades emocionales, biológicas, lingüísticas y mentales de la subjetividad.

El cognitariado es “precariado”; pero, ante todo, el cognitariado es proletariado. Por eso solo su organización de clase podría articular malestares distintos y desiguales, mediante una solidaridad colectiva que vaya más allá del tratamiento individual (narcótico o terapéutico) de los problemas estructurales. Parafraseando a Fisher, es urgente desprivatizar la individualización del malestar en el trabajo cognitivo y reconocer que la salud mental es un problema estratégico en la agenda política anticapitalista. Necesitamos investigar los procesos afectivos y químicos en los que se procesa la chispa anímica de la bronca, el repudio, el descontento, la molestia o la insatisfacción frente a estructuras injustas, los cuales pueden devenir organización y acción colectiva.

Cuando el malestar se individualiza, el problema político de la explotación se disuelve en un tema psicológico, de gestión emocional o desequilibrios químicos. Se confunden las variables cerebrales y afectivos del sufrimiento con las causas múltiples que sobre-determinan la “epidemia de salud mental”. La crítica teórica y la lucha política contra un problema social se reducen entonces al tratamiento narcótico o terapéutico de un tema individual. Y con ello, el malestar en el trabajo se des-sindicaliza, siendo apropiado por el sistema sanitario y sus especialistas.

Se multiplican los fenómenos sociales de “renuncia silenciosa”: trabajadores con licencia psiquiátrica, que hacen lo menos posible, se queman y abandonan. Pero la discusión aquí no es si un trabajador individual decide tomar fármacos o si tiene las posibilidades materiales de asistir a una terapia para intentar vivir una vida más vivible. No se trata de trazar una oposición simple entre terapia y política, ni de moralizar los fármacos. La raíz del problema es la lucha política y social de los trabajadores cognitivos contra un sistema que deteriora la salud.

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La crisis anímica del trabajo cognitivo se produce en una determinada etapa histórica. La pandemia del Covid-19 profundizó una crisis de la salud mental que la antecede, la cual desenmascaró el vaciamiento neoliberal de las políticas públicas de salud, el avance de la industria farmacéutica, la explosión de terapias alternativas y la precariedad del sistema sanitario. Estallaron los síntomas de ansiedad, bruxismo, insomnio y pánico. Estos malestares son respuestas ante injusticias sociales. No se trata de estados psicológicos o patologías clínicas. El estrés, la anorexia o las ideaciones suicidas constituyen categorías críticas, irreductibles a diagnósticos psiquiátricos o identidades culturales. Hablamos de puntos de vista sobre el mundo. Fuerzas ambivalentes de inconformidad, repudio, incomodidad, insatisfacción o desacuerdo con el estado de cosas. El desafío es reapropiarnos de estas fuerzas en una lucha de rechazo del trabajo.

En la historia de la clase trabajadora, las reivindicaciones en materia de salud han estado presentes en las luchas obreras desde el siglo pasado. La insalubridad de la organización capitalista del trabajo y sus efectos devastadores, el cansancio, el tedio y el deterioro de las vidas proletarias, constituyen uno de los grandes problemas de la lucha de clases. Porque la salud obrera es la encarnación subjetiva de la explotación capitalista. En el capítulo sobre la jornada laboral en El capital, Marx aborda la condición sanitaria de la clase como un eje principal de su análisis crítico de la explotación. El cuerpo, la subjetividad del trabajo vivo, aparece allí como un límite material y subjetivo ante las dinámicas abstractas y violentas de la acumulación de capital. Si el cuerpo es un límite a la explotación, es porque algo en nosotros se resiste a encajar en los mecanismos ciegos del valor y sus automatismos económicos y biopsíquicos.

En 1986 la Organización Internacional del Trabajo (OIT) define la noción de Riesgos Psicosociales en el Trabajo. En 2010, incluye por primera vez los “trastornos mentales y del comportamiento”. Y en 2020 afirma su “alarmante crecimiento”. Para 2030 se conjetura que la depresión y la ansiedad (que aumentaron en 30% durante la pandemia) serán las principales causas de “discapacidad social”. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión y la ansiedad causan una pérdida de 12.000 millones de días de trabajo cada año, con pérdidas de un billón de dólares a la economía mundial.

El llamado “Modelo Obrero Italiano”, formalizado por Asa Cristina Laurell, es un antecede crucial para investigar la salud mental obrera[6]. Desarrollado a la luz de los ciclos de lucha de los sesenta y setenta, muestra que la lucha por la salud puede ser un motor de organización autónoma y subjetivación antagonista de la clase contra la explotación. De hecho, el internacionalismo proletario tuvo como una de sus banderas la lucha por las 8 horas de trabajo, peleando por la liberación del tiempo de vida contra el tiempo de explotación. La extensión cuantitativa y la intensidad de la explotación configuran un beneficio para la ganancia capitalista inversamente proporcional al bienestar proletario. Si bien muchas cosas han cambiado desde entonces en la organización capitalista del trabajo (entre ellas, la creciente disolución de las barreras tradicionales entre vida y trabajo, entre producción y reproducción, entre intercambio y consumo, etc.); hoy la crisis de la salud mental es el reverso de la crisis histórica del trabajo.

Sobre fondo de una “crisis multidimensional del capitalismo” (Fraser), la crisis de la salud mental constituye tanto un problema material y objetivo como también un problema sensible y subjetivo. Por un lado, es una crisis en la organización capitalista de la reproducción social (vivienda, alimentación, educación, etc.), en los cuidados y en los sistemas sanitarios de atención. Y, por el otro, es una crisis en la producción de subjetividad. Una crisis de la forma-sujeto capitalista y sus mandatos de género y clase constitutivos. En efecto, el programa capitalista de subsumir la vida a los mandatos neoliberales de felicidad, competitividad, éxito, rendimiento y productivismo, hace síntoma en cuerpos rotos. Agobiados. Hartos. La contradicción entre capital-trabajo, entre capital-vida, admite en consecuencia una forma situada y concreta: la contradicción entre capital y salud colectiva.

El capital no puede subsumir la subjetividad del trabajo a las formas de la empresa, el deudor o el consumidor. La subsunción a las categorías del valor, el dinero y la mercancía no es total. Hay restos y excesos. El cuerpo, la subjetividad del trabajo vivo, se resiste a cuajar. Existe un antagonismo irreductible entre el capital y la subjetividad incorporada del trabajo vivo. Ahora bien, el realismo capitalista es también un realismo narcótico, manicomial y terapéutico. Se trata de una ideología psicologicista y psiquiatrizante funcional al capital, puesto que busca anestesiar y neutralizar todo aquello que en nosotros se resiste a encajar. No hablamos aquí de la decisión individual de consumir fármacos o terapias, sino de la función ambivalente de los dispositivos de subjetivación. Estas tecnologías productoras de subjetividad no son malas ni buenas, pero tampoco neutrales.

El psicopoder del capital nos dice que no hay alternativas a la solución individual de los problemas colectivos. Esto supone que los problemas sociales son psiquiatrizados, reduciendo a diagnósticos médicos y etiquetas psicológicas las pasiones tristes, las emociones amargas y los sentimientos negativos de la vida social. Y esto confirma asimismo el axioma incuestionado de la época: “como no podemos transformar el mundo, nos transformamos a nosotros mismos”. ¿De la “izquierda sin sujeto” impugnada por León Rozitchner en los sesenta pasamos a un sujeto sin objetividad y sin historia? El abordaje individual del sufrimiento es una condición necesaria e insuficiente para crear una vida más vivible, ya que es insoslayable revertir las condiciones sistémicas y materiales que lo producen. La construcción de una psicopolítica desde abajo debe trascender el campo disciplinar de la Salud Mental y dar una disputa anímica en todo el campo social.

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La vida dañada es la premisa de la teoría crítica radical de la sociedad. Sin embargo, la politización de la salud mental no puede sustraerse de problematizar las relaciones estructurales al interior de las cuales se produce el malestar. La fenomenología del afecto en primera persona requiere enmarcase en una crítica de la totalidad social. No es posible abordar la raíz de la crisis de la salud mental sin una ruptura con el capital, que es asimismo reinvención de la subjetividad sobre la base de la investigación y la organización colectiva del cambio social.

La compulsión anónima y abstracta del capital, en su impulso demencial a la acumulación, es indiferente a la sostenibilidad de las vidas y la sustentabilidad del planeta. El capital se reproduce de espaldas al sufrimiento de todas los cuerpos que viven del trabajo (asalariado y no asalariado). El capitalismo presupone, pero no garantiza, la materialidad de la reproducción concreta de nuestras vidas y de la naturaleza no humana. El malestar generalizado evidencia el fracaso de las formas de vida basadas en las categorías del valor, el trabajo abstracto, la mercancía y el dinero. Nadie puede adaptarse (sin romperse) a una vida capitalista cada vez más invivible. Una vida socialmente injusta, ecológicamente insostenible y emocionalmente insoportable. ¿El objetivo es “salir” de la ansiedad, la depresión o el estrés para adaptarnos mejor a la locura del capital? ¿El punto debe ser destruir las condiciones materiales y subjetivas que enferman? No compartimos una identidad, tenemos en común el problema de que el sistema capitalista está en contra de nuestra salud mental colectiva.

Hoy la salud mental está en la conversación cotidiana. Se habla cada vez más de malestares en los medios masivos, en las redes sociales, en las militancias, en las amistades, en las universidades y escuelas, en los lugares de trabajo.  Necesitamos una agenda política emancipatoria en salud mental, que no se restrinja a los especialistas sanitarios y los expertos “psi”. No somos sólo pacientes de terapias y servicios, usuarios de fármacos o personas con malestares. La multitudes sintomáticas somos sujetos del cambio psicosocial.

En el libro Sedados, Davies sostiene que el neoliberalismo impone una agenda privada y terapéutica de la salud mental, en la cual se despoja al sufrimiento de su carácter político. Como resultado, nuestro malestar ya no se percibe como una “llamada de atención vital a favor de un cambio”, ni como un saber que se pueda considerar “potencialmente transformador o instructivo”. El autor afirma que la economía política del sufrimiento supone estas operaciones concretas:

  • “Conceptualícese el sufrimiento humano en unos términos que salvaguarden a la economía vigente de las críticas. O sea, reformúlese el sufrimiento para vincular su origen a causas individuales, induciendo así a las personas a pensar que lo que no funciona y es preciso reformar son ellas mismas y no el sistema económico y social en el que viven.
  • Redefínase el bienestar individual en un sentido que concuerde con los fines de la economía. Deberá caracterizarse el bienestar de manera que incluya aquellos sentimientos, valores y comportamientos (por ejemplo, ambición personal, competitividad y laboriosidad) que favorezcan el crecimiento económico y aumenten la productividad, sean o no efectivamente beneficiosos para las personas concretas y para la comunidad.
  • Transfórmense las conductas y emociones que puedan tener repercusiones negativas para la economía en indicaciones de que se requiere una mayor intervención médica. Se deberán medicalizar y tratar aquellas conductas y sentimientos que perturben o alteren el orden establecido (por ejemplo, unos bajos niveles de satisfacción en el trabajo), dado que podrían frustrar la consecución de los intereses económicos de poderosas instituciones y élites financieras.
  • Transfórmese el sufrimiento en una magnífica oportunidad de mercado que permitirá incrementar el consumo. El sufrimiento puede llegar a ser sumamente lucrativo para las grandes empresas cuando empiecen a fabricar y comercializar supuestos remedios, lo cual también permitirá obtener más ingresos fiscales y mayores beneficios y elevará la cotización de las acciones.”[7]

El “giro afectivo” del capitalismo convierte los sentimientos, las heridas y los disfrutes en nichos de mercado. Para politizar el desgaste mental, el “consumo problemático” o el alcoholismo, se requiere un sindicalismo anímico capaz de problematizar el malestar del trabajo. La individualización del sufrimiento debe ser combatida. La ansiedad no puede ser colectivizada si es comprendida como un problema privado padecido por individuos aislados (heroicos o victimizados). El sufrimiento del trabajo plantea la urgencia de crear una alternativa sistémica al capitalismo, que rearticule los vasos comunicantes entre la experiencia vivida en primera persona y la lucha colectiva contra las estructuras sociales injustas.

El colapso anímico no pondrá fin al capitalismo. La perspectiva de intervenir en salud mental a través de marcos políticos, no significa que el problema pueda abordarse por medios políticos tradicionales y banalizando las experiencias vividas de sufrimiento. ¿La agencia debe adoptar los métodos de la acción directa y la movilización callejera, o de la huelga psíquica y la interrupción de la máquina de aceleración capitalista? El carácter planetario de la crisis plantea desafíos estratégicos de carácter global, los cuales necesariamente se elaboran en complejas luchas locales, vidas concretas y alianzas situadas. El capital puede aprovecharse de sus desastres, monetizar el sufrimiento y relanzar la acumulación, profundizando el dolor sistémico al punto de agudizar el deterioro y privatizar el bienestar. Por eso debemos disputarle la felicidad a las empresas capitalistas de la alegría. No obstante, la crisis no puede superarse dentro del capitalismo: los malestares que este sistema produce son imposibles de resolver en los estrechos límites del mercado narcótico y las políticas sanitarias estatales.

¿El proletariado sintomático puede surgir como una subjetividad antagonista para reapropiarse del proceso de trabajo y las riquezas comunes? ¿Debemos abandonar la creencia según la cual una vez abolidas las relaciones capitalistas y sus formas de subjetivación se solucionaran los malestares? ¿El malestar en la cultura es el malestar de la cultura del capital, o más bien, el principio de realidad capitalista produce un “plus de malestar” superable en un proceso inmanente y permanente de transformación y supresión del capitalismo? ¿Y si sentirse mal es una condición de la acción, y no un obstáculo de la misma? ¿El problema, como afirma Cvetkovich, es que decir que el capitalismo es la causa de nuestros malestares, no nos ayuda a levantarnos por la mañana? ¿Cómo salir a luchar si ni siquiera me puedo levantar de la cama? ¿Cómo comprometerse con la resistencia si no podemos parar de competir y producir? Con esto en mente, y para finalizar, conviene recordar este fragmento de Mikkel Frantzen:

“Contrariamente al discurso psicológico y psiquiátrico, la razón por la que uno no puede levantarse de la cama no es porque tenga una mala predisposición, una mentalidad negativa o porque haya elegido su propia infelicidad. Tampoco se trata nada más que de una cuestión de química y biología, un desequilibrio en el cerebro, una disposición genética desafortunada o niveles bajos de serotonina. La mayoría de las veces se trata del mundo en el que vivimos, el trabajo que odiamos o el trabajo que acabamos de perder, las deudas que acechan nuestro futuro, o el hecho de que el futuro del planeta está amenazado”[8].

 

 


Emiliano Exposto: Investigador y activista. Doctor en filosofía, docente en la UBA y becario postdoctoral por Conicet. Integra la editorial Coloquio de Perros. Junto a Gabriel Rodríguez Varela, es coautor de El goce del capital (Marat, 2020) y Manifiestos para un análisis militante del inconsciente (Red Editorial, 2020). Su último libro se titula Las máquinas psíquicas (Nido de Vacas, 2023).

 


[1] Berardi, F. (2020). “Subjetivación cognitaria”. En Reis, M., Neo-operaismo, Buenos Aires, Caja Negra.

[2] Cvetkovich, A. (2012). Depression. A Public Feeling. Durham, Duke University Press.

[3] Fisher, M. (2020). K-punk. Vol. 2. Buenos Aires, Caja Negra.

[4] Cf. https://www.lamoncloa.gob.es/serviciosdeprensa/notasprensa/trabajo14/Documents/2023/170323-informe-salud-mental.pdf

[5] https://www.news-courier.com/immunology/articles/we-are-far-from-where-we-want-to-be-an-exploration-into-mental-health-in-academia-331273

[6] Laurell, A. C. (1984). “Ciencia y experiencia obrera: la lucha por la salud en Italia”. En Cuadernos Políticos, número 41. Cuidad de México, Editorial Era.

[7] Davies, James (2022). Sedados. Madrid, Capitán Swing.

[8] Frantzen, M. K. (2023). “¿Por qué la salud mental debería importarle a la izquierda?” En Sonámbula. Disponible en: https://sonambula.com.ar/por-que-la-salud-mental-deberia-importarle-a-la-izquierda/?fbclid=IwAR04kPZtUiNXsPXnveZEGTQnbfdBVaYmFpqVgyuHSkiI55g9WaW3_gSvWWs

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