Por Emiliano Gambarotta e Ignacio Rullansky
“Todo proyecto político está sujeto a reelaboraciones programáticas, pues la voluntad política se redefine constantemente a partir de su relación con la dinámica histórica”, sostienen Gambarotta y Rullansky, que proponen reflexionar sobre el legado de las generaciones pasadas y ensayar experiencias propias. Para ello, retoman los motivos de la melodía del régimen que empezó en 1983 (“Nunca más”; “Con democracia se come, se cura y se educa”) para buscar caminos que puedan profundizar en sus promesas, frente al surgimiento de formas alternativas de cantar el mundo común, como el neoliberalismo y el neoautoritarismo.
En ocasiones, la efeméride es menos la excusa que el motivo que lleva a reflexionar. La institución de una forma de sociedad específica para un país que consiguió y eligió dejar atrás una experiencia con la cual, sin embargo, no puede más que lidiar, es constitutiva de su identidad. Eminentemente, porque esa identidad se funda en la consagración de la búsqueda de justicia, el triunfo de la verdad y el ejercicio de la memoria, es que estamos conminados a revisitar, año a año, cómo se actualiza la vigencia de estos principios.
Recordamos y, al hacerlo, nos forjamos como comunidad política. Pero no recordamos sin más, porque la historia que se teje desde la institución de la democracia, cuarenta años atrás, implica una cierta salida del desierto y una dirección hacia una tierra prometida. Tomemos esto como una metáfora, pues sería equivocado pensar que cuarenta años de democracia sostenida y consagrada suponen la errancia de un pueblo.
Sí podemos sugerir la inevitable tarea compartida que toca a cada generación de tomar, con sus propios aciertos, aprendizajes y limitaciones, el legado de la generación pasada para andar y ensayar su propia experiencia. De algún modo, y por muy consistente que fuere, todo proyecto político está sujeto a reelaboraciones programáticas, pues la voluntad política se redefine constantemente a partir de su relación con la dinámica histórica.
Y es que la democracia, de todos los regímenes asequibles en nuestro imaginario actual, se caracteriza por su abertura a la indeterminación y a la incertidumbre. En una democracia, el poder, al decir de Claude Lefort, se halla desprendido de la corporalidad de una persona, por lo que nadie puede establecer contenidos fijos para lo que representa una nación. Nadie, ningún grupo o individuo, está en condiciones de hacerlo. La metáfora del trono vacío que aporta este filósofo francés para caracterizar a la democracia es más que elocuente al respecto.
Salvaguardar esta cualidad no es tarea sencilla, por ello es que cuarenta años de democracia representan un logro inconmensurable. Y es que el ejercicio de aprendizaje permanente sobre cómo labrar esta tierra prometida ha chocado demasiadas veces con la frustración frente a sus promesas iniciales.
La salida de la opresión se selló simbólicamente con una particular apropiación del grito de la resistencia judía en el gueto de Varsovia: “Nunca Más”, expresión que el rabino Marshall T. Meyer sugirió como miembro de la CONADEP para marcar una oposición sustantiva y radical frente a las atrocidades de la dictadura militar. Mientras esta noción opera como una brújula ética, es decir, como una promesa de aquello a lo que no se ha de retornar, el empedrado de la senda democrática se apuntaló también en una triple promesa, “con la democracia se come, se cura y se educa”.
Esta fórmula es ordenadora de expectativas y experiencias. Nos invita a comprender qué podemos esperar. Es como el motivo principal de una melodía que todos conocemos bien y al que sabemos volver: un motivo que no dejamos de tararear. Podemos pensar esta fórmula como la letra de un himno. Los valores e instituciones de la democracia argentina se sedimentan en derredor de esta triple promesa y operan como una brújula o coordenada para arribar y para defender esa tierra o régimen de promesas. Esta tarea ha comprobado denodado esmero y orgullo colectivos pese a las profundas y recurrentes perplejidades para reconocer qué parte de la letra debemos cantar ahora.
Al decir de Miguel Abuelo, el problema es que sobre la palma de nuestra lengua, este himno parece ser cada vez más difícil de entonar. ¿Es que nuestro oído parece agotado de escucharlo o se halla seducido por otras melodías? ¿Cómo expresar hoy aquellas promesas de comer, curar y educar cuando ante una búsqueda y una construcción plurales, sometidas a la irrupción de obstáculos y desafíos, la democracia se ve amenazada por otras promesas desestabilizadoras?
Actores desplazados
¿Es la democracia un horizonte o una zona de promesas? Aquellas realizadas durante la instauración de la democracia en Argentina en 1983, expresadas por la campaña presidencial de Raúl Alfonsín, se plasmaban en el slogan “somos la vida”. Esta proclamación trazaba una frontera frente a la lógica autoritaria y dictatorial. Pero la alternativa democrática suponía, además, que esa vida debía ser digna de ser vivida, por ello, la otra promesa fue que “con democracia se come, se cura y se educa”. Tal es el motivo principal de esa melodía que todos conocemos bien.
La transición a la democracia en Argentina prometió un modo, precisamente, democrático de organizar la disputa política y los conflictos sociales. Esto nos lleva al reconocimiento de derechos sociales, por ello, agregamos que aquella triple promesa no constituye una formalidad sino que representa un principio vector: la brújula o direccionalidad de la que hablábamos.
El parteaguas instituido en 1983 se verbaliza en la expresión del Nunca Más. Como anticipamos, su enunciación se produce en tándem con un desplazamiento que no fue inmediato, sino progresivo, pero en última instancia, decisivo. Nos referimos a que las Fuerzas Armadas dejaron de ser un actor con capacidad de intervenir en la vida política del país.
Es que el repudio colectivo al terror total que desde el Estado, las Juntas Militares diseminaron, llevó a la pérdida de un prestigio y de una legitimidad que otrora facilitó intervenir, reiteradamente, en el curso institucional de mandatos democráticamente electos. En cambio, frente a las desapariciones de personas, la apropiación ilegal de bienes privados y públicos, la tortura, la pérdida y distorsión de la identidad familiar de las víctimas y la Guerra de Malvinas, con sus respectivas irregularidades, deslealtad para con la sociedad y maltratos a los combatientes, el Nunca Más venció. Y venció frente a los levantamientos carapintadas y a las muchas resistencias, hoy minoritarias, que claman por instaurar otra verdad respecto a la responsabilidad sobre crímenes imputados, investigados y juzgados, aún cuando cierta impunidad aún sobreviva.
Pero el desplazamiento de actores por fuera de la escena política nacional no alcanzó solamente a la corporación militar. Los años posteriores a 1983 vieron, por otro lado, la pérdida de protagonismo de la corporación gremial. En este caso, el debilitamiento, también paulatino, fue profundizado por la dictadura, que apuntó a sus delegados de base.
Las transformaciones socioeconómicas y la fragmentación social que se agudizó en la década de 1990, y el advenimiento de un nuevo milenio golpeado fuertemente por la crisis del 2001, han acelerado el desmantelamiento de las referencias culturales, barriales, intergeneracionales y sociales de la clase trabajadora argentina.
Estos sectores, cada vez más pauperizados, dispersos y desanclados de la fábrica como espacio de socialización primario, sufrieron en el crecimiento estrepitoso del desempleo, la gravedad de déficits habitacionales, la agudización de problemas vinculados a la nutrición, la salud y la instrucción primaria.
En su conjunto, estas penurias han devenido en la pérdida de la experiencia de la militancia sindical que antaño permitió dar un sentido de pertenencia colectivo y propugnó que se tejieran redes de solidaridades entre operarios de rubros diferenciados y de distintas regiones del país. En suma, pese al músculo aún activo del sindicalismo argentino, capaz de organizar y movilizar políticamente, el peso de la corporación gremial en la vida política argentina no es comparable al que ejerció antes de la dictadura.
El neoliberalismo y el neoautoritarismo: lógicas culturales alternativas
La crisis de las promesas en las sociedades democráticas, no sólo en Argentina, puede entenderse al observar el surgimiento de formas alternativas de dar sentido al mundo. Existen otras dos matrices de donde emanan promesas alternativas y estas son las lógicas culturales del neoliberalismo y del neoautoritarismo.
Respecto a la primera de estas lógicas, interesará más considerar su ethos antes que sus políticas económicas, y destacar su rechazo de las grandes burocracias y su énfasis en la autonomía y creatividad individual en una sociedad impulsada por el mercado. Una de las críticas clave de la era de la posguerra fue la desintegración de la autonomía individual y el surgimiento de la “sociedad administrada” en la que los individuos fueron reducidos a meros engranajes en la maquinaria burocrática.
En respuesta a esto, el ethos neoliberal promovió la autonomía y responsabilidad individual, rechazando protecciones colectivas percibidas como instancias de tutela (estatal o sindical, entre otras). El individuo ideal, para esta lógica cultural, es aquel que voluntariamente asume riesgos e incertidumbres, como si fuera un sujeto racional y calculador, es decir, un actor económico puro en todo ámbito de su vida.
Este tipo de sujeto entiende su libertad como un activo a explotar voluntariamente: volviéndose jefe de sí mismo, el sujeto del neoliberalismo se convierte en un espectador abstraído de los demás, cuya pasividad frente a la actividad política se corresponde con el progresivo vaciamiento de su contenido y de su carácter contencioso.
Este énfasis en el individualismo y el rechazo de las protecciones colectivas plantea interrogantes sobre la responsabilidad social y el papel del Estado en la protección del bien común. Se trata de una nueva relación entre Estado, sociedad y mercado. La narrativa neoliberal atribuye la responsabilidad exclusiva de los resultados sociales al individuo, aislándolo de las relaciones y obligaciones colectivas que, por otro lado, el Estado retorna al individuo, en una reprivatización de la vida social. Las implicaciones de este proceso para las sociedades democráticas son significativas, dado el riesgo de erosionar los cimientos de la solidaridad social y la acción colectiva misma.
En contraste con el enfoque neoliberal, la narrativa neoautoritaria enfatiza un liderazgo fuerte y un poder centralizado, genera un involucramiento en la política orientado a rechazar la existencia del otro, es decir, uno de carácter anti-pluralista. Por eso este enfoque plantea un desafío a los valores democráticos, ya que no puede más que dar lugar a una constante agresión, de rasgos autoritarios, para con aquél que es percibido como diferente. Pues en esta narrativa no hay lugar para la diferencia, como no sea bajo la figura del enemigo a ser eliminado.
Zona de promesas: complementariedades y competencias
La importancia de comprender las dimensiones culturales e ideológicas de los sistemas políticos y económicos en las sociedades democráticas, así como los riesgos y oportunidades asociados con diferentes enfoques que dan sentido al mundo, nos lleva a subrayar la especificidad histórica reciente de estas dos lógicas culturales en competencia con la democracia.
Mientras la cultura neoautoritaria enfatiza la identidad grupal y la personalidad colectiva, lo que resulta en la tribalización del espacio público, el neoliberalismo alza al individualismo y prioriza la esfera privada, impulsando un declive de lo público. Si recordamos el motivo original de la melodía, la introducción de esta tribalización del espacio público representa una forma de socavar la promesa de la democracia en Argentina: aquella que pretendía establecer una frontera clara contra el autoritarismo.
¿Pero qué caracteriza al autoritarismo actual? Pues no se trata de un intento clásico de consolidar un gobierno o sistema político autoritario a través de la interrupción de las formalidades democráticas, sino de la creciente centralidad de una cultura autoritaria. ¿Y qué es lo que exalta esta cultura? En pocas palabras, ésta se caracteriza por la reducción de todas las diferencias sociales –regionales, culturales, de clase, confesionales, de género– a una sola unidad, lo que se considera necesario para la armonía social.
En este contexto, la política del odio y la agresión hacia aquellos grupos sociales percibidos como diferentes se vuelve fuente de inteligibilidad, pues se ve como necesaria para proteger la propia identidad colectiva. A su manera, el surgimiento de una cultura neoautoritaria se interseca con el de la cultural neoliberal, que desgasta los ideales democráticos y promueve una visión reduccionista de la política y la sociedad.
Esta política repudia el pluralismo democrático como traicionero a un presunto destino de grandeza de la nación. En esta melodía, los Derechos Humanos, los organismos internacionales, el asociacionismo regional, y demás valores e instituciones democráticas, constituyen dispositivos de intrusión de intereses contrarios a los de una nación amenazada que solo puede adoptar una posición intensamente defensiva.
¿Cómo se articulan ambas lógicas, o bien, en qué coinciden? Neoliberalismo y neoautoritarismo comparten una oposición al concepto de lo público y a la percepción de la libertad de la democracia liberal en términos clásicos. Ambas lógicas culturales, cada cual a su manera, se oponen a las regulaciones estatales y las autoprotecciones colectivas, así como a cualquier cosa que no se reduzca a la unidad: sea de la patria-única y el todo homogeneizador de la nación, o el de una sociedad de emprendedores, donde rija una pura positividad y transparencia para actuar como empresarios de nosotros mismos en cada orden y actividad.
La alternativa socialista para revitalizar la melodía democrática
¿Cómo volver a la melodía conocida? ¿Cómo enfatizar su motivo principal con mayor potencia? Para superar el atractivo de estas promesas alternativas al discurso democrático no es suficiente promover transformaciones socioeconómicas sustantivas. No es que no resulten necesarias para producir una equiparación o distribución social de la riqueza más justa en un mundo de mayor concentración y polarización entre ricos y pobres. La revitalización de las promesas de la democracia puede beneficiarse de una dirección diferente, que recupere su espíritu: una orientación socialista que resida en la radicalización de la democracia, es decir, en la democratización de todas las esferas sociales y de las relaciones sociales que configuran la sociedad.
La apuesta por lo público puede ser entendida como la via regia para avanzar en esta dirección. Pero para ello es necesario no reducir lo público a lo estatal, sino concebirlo como una expresión del colectivo que deja su huella en todo lo que toca. A esta luz, lo público es una propiedad que adquieren tanto cosas como relaciones cuando el colectivo deja su marca en ellas, mediando en su institución.
En un contexto de fragmentación social e incertidumbre, la efeméride de los 40 años de nuestra democracia constituye un ejercicio de reflexión y, como tal, de apelación a la acción política. En otras palabras, es una instancia que urge a no apelar a viejos mapas, que trazan los contornos de una sociedad que existió pero ya no perdura. Así como tampoco favorece una personalización de la política que diluya el lugar de lo colectivo en la reproducción de la sociedad. En su lugar, la tarea que se nos presenta es la de poner en escena un sentido que no se narre a través de la tribal categoría de identidad política, para la cual resulta sospechoso todo lo que no se reduce a la unidad, por lo que tiende a tornar en equivalente a lo diferente, imposibilitando todo pluralismo.
No debe subestimarse, empero, la promesa neoautoritaria, eficaz en construir sentido en base a una personalidad colectiva que no reconoce los problemas del otro como propios. Más aún, que reconoce en el otro la fuente de los problemas propios. Hoy, que la polarización y la fragmentación social son una realidad, esta narrativa puede resultar muy tentadora. Frente a ella, se propone una narración socialista que aborde los problemas presentes como cuestiones colectivas y públicas, enfatizando la importancia del bienestar común y la necesidad de luchar contra la desigualdad.
Sostenemos que es una quimera regresar a modelos del pasado que ya demostraron sus limitaciones: tal es el caso de los proyectos de remercantilización de las relaciones económicas, laborales y emocionales que nos ofrece el neoliberalismo. El desafío de hoy es repensar el lugar de lo público y su contribución a la transformación socialista de la sociedad, a través de su expansión como instancia mediadora de las relaciones sociales.
La apuesta no puede ser una simple vuelta atrás, a unas décadas consideradas “gloriosas”, lo cual no hace más que confirmar la aseveración de Margaret Tatcher, expresada por otros mantras que se repiten como himno posible: “there is not alternative” al capitalismo. No es de extrañar, entonces, que el neoautoritarismo pueda hoy vestirse con los ropajes de una disyuntiva frente a una melodía gastada, el cual viene a traernos la solución a nuestros problemas, es decir, a aquellos problemas agravados precisamente por los regímenes democráticos. Este tercer motivo es el que clama por eliminar a aquel otro percibido como un obstáculo que nos impide ser “grandes de nuevo”. Por eso, si aún hoy apostamos por que con la comida se democratice y que ésta sea no sólo un sistema formal sino también la manera de encauzar el conflicto en la sociedad, entonces hemos de concebir una alternativa a esa “alternativa” neoautoritaria, que no sea ni una apuesta neoliberal, ni la esperanza de volver al “glorioso” capitalismo de la posguerra. Lo público, su presencia y expansión como instancia mediadora de las relaciones sociales, puede instituirse en una pieza, no la única pero sí una relevante, de una promesa alternativa, contenida en la narración socialista.
Ignacio Rullansky es becario posdoctoral del CONICET en Escuela IDAES, UNSAM. Doctor en Ciencias Sociales, UBA. Magíster en Asuntos Internacionales, The New School y en Ciencia Política, UNSAM. Coordinador del Dpto. de Medio Oriente en UNLP, profesor en UTDT y UNSAM.
Emiliano Gambarotta es Doctor en Ciencias Sociales por la UBA, Magister en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural por el IDAES-UNSaM, y Licenciado y Profesor en Sociología por la UNLP. En la actualidad es Investigador del CONICET y Profesor de la carrera de Sociología de la UNLP. Sus investigaciones proponen una sociología crítica de la cultura, que apuesta por la democratización de lo político.
Imagen de portada: NATACHA PISARENKO / AP