Por Luciano Nosetto
“¿Podemos reflexionar sobre el Estado desde una teoría del Estado? ¿Desde una teoría que no tenga por centro a la democracia, sino que ponga lo democrático a jugar en el interior de un conjunto más vasto, de fenómenos sociológicos y jurídicos, que involucran el territorio, la población y los poderes?”, se pregunta Luciano Nosetto en este texto que se vale de autores como como Georg Jellinek, Max Weber y Carl Schmitt para acercar conceptos con los que comprender los dilemas y las posibilidades a las que abre la situación de nuestro tiempo. Situación dramática “que hizo posible que el procedimiento jurídico de formación de la voluntad gubernamental diera lugar al nihilismo activo, esto es, al encumbramiento de la voluntad de destrucción como voluntad rectora del Estado”.
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A quienes frecuentamos los circuitos de la teoría política, nos resulta fácil admitir que la democracia es algo irreductible al Estado. Esta excedencia de lo democrático respecto de lo estatal puede sostenerse sobre la base de argumentos políticos de diversa índole. Los hay, por caso, de índole histórica, que postulan que el régimen democrático antecede en cerca de dos milenios a la emergencia del Estado. Hay también argumentos de índole sociológica, que sostienen que la democracia no refiere sólo a un mecanismo de selección de magistraturas, sino también a un tipo social específico, a la sociedad democrática, que se distingue de las comunidades estamentales y teocráticas. Hay también argumentos de índole doctrinaria, allí donde se postula como objetivo de la acción política la búsqueda de formas de vida democrática por fuera o más allá del Estado. De este modo, la historia política, la sociología política y las doctrinas políticas nos han acostumbrado a percibir lo democrático como algo que excede o debería exceder los dominios de lo estatal.
Menos habitual nos resulta admitir lo inverso, esto es: que el Estado sea algo irreductible a la democracia. Plantear que no todo lo estatal cae dentro de los dominios de la democracia, o que hay dimensiones del Estado que deberían estar fuera de su alcance resulta, en principio, lesivo de la sensibilidad política que nos es contemporánea. Una sensibilidad que está informada, en medida no desdeñable, por la tradición del liberalismo moderno y por su tradicional distinción de Estado y sociedad. Esta figuración del Estado como una instancia colocada por fuera de la sociedad, al costado, en frente o por encima de ella, y encargada de administrar ciertas prestaciones que la sociedad no puede resolver por propia cuenta conlleva muchas veces la reducción del fenómeno estatal al fenómeno del gobierno. Al confundir, así, Estado con gobierno, resulta lógico que, quienes repudiamos las formas de gobierno no democráticas, terminemos por repudiar también la idea de que algo de lo estatal pueda quedar fuera del alcance de la democracia. Y, sin embargo, puede que ese repudio hable menos de nuestra sensibilidad política democrática que de nuestra confusión terminológica y conceptual.
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Para ganar claridad sobre este asunto, se vuelve necesario revisar las definiciones de Estado con que solemos manejarnos. Claro que, en esta revisión, deberíamos en principio deshacernos de aquellas conceptualizaciones liberales que confunden Estado con gobierno. Pasemos esta primera criba y veamos con qué contamos. Y bien, entre las conceptualizaciones no liberales del Estado de que disponemos, la más resonante y eficaz de todas es aquella que lo define a partir del atributo del monopolio de la violencia legítima. Al ofrecer esta definición, Max Weber no pretende brindar una descripción cabal de la estatalidad, sino identificar no más su rasgo decisivo: el Estado puede tener muchos atributos, pero si le falta el monopolio de la coerción física legítima, ya no es Estado.
Un proceder similar asume Carl Schmitt al definir al Estado como monopolio de la decisión. Aquí, el homenaje a Weber es ostensible. Nuevamente, se trata para Schmitt de dar con la clave del concepto: el Estado cuenta con un conjunto de atributos de lo más variado, pero el atributo decisivo, aquel sin el cual ya no hay Estado, es la soberanía, entendida schmittweise, como decisión sobre el enemigo, sobre la guerra y sobre la excepción.
Y aquí quisiera hacer notar algo. Creo que, debido a la eficacia tremenda de estas dos definiciones, nos hemos habituado a caracterizar al Estado a partir de su rasgo más decisivo, olvidando todo el conjunto de los restantes rasgos que, si bien pueden no ser tan decisivos, no por ello resultan menos necesarios al concepto. A ver si me explico. Creo que la contribución de Weber y Schmitt al concepto de Estado es superlativa, pero ha tenido el efecto de habituarnos a tomar un atajo, que llevó a que paulatinamente dejáramos de recorrer los restantes atributos del concepto de Estado.
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Planteada la cuestión, me interesa en lo que sigue restituir una conceptualización cabal del Estado y delimitar después cuál es el lugar que la democracia ocupa en el interior de este concepto. Para esto, propongo volver sobre uno de los founding fathers de la teoría del Estado alemana, Georg Jellinek, quien establece en su tratado del año 1900 las coordenadas teórico-estatales con que tanto Weber como Schmitt habrán de medirse.
Jellinek sostiene que el Estado presenta una naturaleza anfibia, pues tiene una existencia sociológica (consistente en la facticidad de las relaciones de poder) tanto como jurídica (consistente en la validez del orden normativo). Así, al momento de definir los elementos del Estado, Jellinek singulariza tres componentes de orden fáctico que tienen implicancias normativas. Estos tres elementos son la tierra, la población y los poderes. Veamos.
El primer elemento del Estado remite a su condición telúrica. Si todo Estado existente debe contar con una parcela de tierra firme en que ejercer su poder, lo cierto es que, vista desde el aspecto jurídico, esa tierra alcanza la calificación de territorio estatal. La delimitación territorial del Estado implica tanto la no intervención de otros Estados en el territorio así delimitado, como la jurisdicción efectiva del Estado en su propio ámbito territorial, jurisdicción que puede a su vez ser delegada y organizada en instancias subnacionales.
De igual modo opera la población: segundo elemento del Estado. Más allá de los atributos naturales y culturales con que pueda contar un conjunto dado de hombres, lo cierto es que, visto desde el aspecto jurídico, ese conjunto poblacional asume la calificación de pueblo. Esto implica que sus integrantes quedan alcanzados por el doble estatuto de (1) ciudadanos, que participan en la formación de la voluntad común, y (2) súbditos, que se avienen a las determinaciones de esa voluntad.
Aquí coloca Jellinek una precisión en lo relativo a su teoría del pueblo. Si bien el pueblo, en un sentido jurídico, no es pensable por fuera del Estado, esto no implica que sea gracias al poder estatal que el pueblo alcance su unidad. La identidad de un pueblo no deriva de la unidad del dominio. Que un amo someta por igual a todos los esclavos de sus latifundios no convierte a esos hombres así esclavizados en miembros de un mismo pueblo. No es la unidad del sometimiento lo que determina la identidad de un pueblo. Más bien, esa identidad popular surge, en términos jurídicos, de la convicción respecto de la legitimidad del poder al que se avienen. Diciendo así, Jellinek anticipa las consideraciones weberianas sobre la legitimidad como clave de toda asociación política, y sobre la diferencia cualitativa indescontable entre dominio sobre las cosas [dominium] y dominación sobre los hombres [imperium]. Así, todo Estado consiste en una organización de las voluntades de los miembros del pueblo, a partir de una dirección ejercida sobre la base de la creencia de los dirigidos en la legitimidad de esa relación de dominación [Herrschaft].
El tercero de los elementos del Estado es, para Jellinek, el poder. En principio, cuando mentamos el elemento del poder, nos la vemos con una magnitud sociológica, identificable con las asimetrías sociales que sostienen a los poderes fácticos. Pero, tan pronto como se hace intervenir el aspecto jurídico, esta mera facticidad de los poderes queda complicada por la emergencia de un poder estatal que adquiere los calificativos de soberanía, autonomía y organización.
Ahora bien, es interesante en este punto que Jellinek no identifique en la soberanía la nota propia del poder estatal. La postulación de un poder superlativo e incuestionable, como el que define a la soberanía, resulta para Jellinek de difícil corroboración histórica y de imprecisa concreción jurídica. Ante un concepto tan reñido con la evidencia empírica y tan abstracto en sus determinaciones normativas, Jellinek prefiere identificar la clave del poder estatal en otras dos potestades, a saber (1) la autonomía, esto es: la capacidad de un Estado de darse leyes propias y de disponer las funciones administrativas y judiciales en conformidad con esas leyes; (2) la autoorganización, esto es: la capacidad de dirigir las voluntades de los súbditos con vistas a la prosecución de los fines del Estado, mediante instituciones firmes y reglas fijas.
Entonces: la tierra, los hombres y los poderes conforman los tres elementos sociológicos que dan contenido al Estado. Un Estado que se define, en términos jurídicos, como un cuerpo político, o una corporación, asentada en un territorio determinado, integrada por un pueblo de súbditos que son también ciudadanos, y dotada de un poder de mando soberano, sí, pero también autónomo y autoorganizado.
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Cabe considerar ahora qué lugar tiene la democracia en el interior de la teoría general del Estado de Jellinek. A estos efectos, resulta necesario considerar las funciones del Estado. Jellinek adopta la tradicional tripartición de las funciones normales del Estado en términos de legislación, jurisdicción y administración, aunque reconoce también que hay prerrogativas con que el Estado habrá de contar en tiempos excepcionales, ante la virtualidad de guerras e insurrecciones. Ahora bien, las funciones normales del gobierno, que se actualizan en la forma de leyes, decisiones judiciales y actos administrativos, pueden tener mayor o menor libertad en relación con las reglas jurídicas. En el caso de la función administrativa, la más amplia libertad de acción se distingue de la mera administración con el nombre de “gobierno” [Regierung]. Así, Jellinek distingue, en el interior de la administración, los actos de gobierno y los actos de ejecución.
El gobierno es el rector de la actividad del Estado. Y es el modo en que se conforma esta voluntad suprema que habrá de regir al Estado lo que define el atributo democrático. Concretamente, dependiendo del modo de formación de esa voluntad rectora, los Estados pueden ser monárquicos o republicanos. En la monarquía, la voluntad rectora del Estado surge del proceso mental que se da en el interior de la persona natural de monarca. En las repúblicas, la voluntad rectora del Estado surge de un procedimiento jurídico que se da en el interior de una persona artificial. Esa persona artificial es una corporación, que está integrada por una multiplicidad de personas naturales. Ahora, cuando esa corporación se identifica con la totalidad de los ciudadanos del pueblo… y bien: ahí estamos ante un Estado democrático.
A resultas de estas precisiones, el atributo democrático alude a uno de los elementos del Estado, concretamente, a su poder, y, bien en particular, al poder que desempeña la función de administración rectora en el ejercicio de los actos de gobierno.
Ahora bien, al mentar el atributo democrático, Jellinek reactiva sus consideraciones precedentes en lo relativo al pueblo. Es que, a diferencia de la población, entendida como magnitud sociológica, el pueblo es el conjunto de los hombres jurídicamente calificados como ciudadanos (pues participan en la elaboración de la voluntad estatal) y como súbditos (pues obedecen a las directivas emanadas de esa misma voluntad). En este punto, sin embargo, se observa un descalce. Pues Jellinek indica que el atributo democrático no exige que la totalidad sociológica de los habitantes de un territorio determinado formen parte de la totalidad jurídica de los ciudadanos. Más bien lo contrario ha sido la regla: en las democracias existentes, nunca el pueblo ciudadano ha incluido a todos sus habitantes. Esclavos, incapaces, mujeres y menores de edad son casos ilustrativos de habitantes excluidos de la condición de ciudadanía.
En definitiva, una conceptualización cabal del Estado, como la provista por Georg Jellinek, nos permite recuperar la variedad de elementos que conforman el fenómeno estatal. Tierra, población y poder alcanzan, en el Estado, la calificación jurídica de (1) territorio que excluye la interferencia ajena y que garantiza la jurisdicción propia, en que se asienta (2) un pueblo ciudadano, que es a su vez súbdito de una dirección legítima; pueblo coordinado por (3) un poder soberano, guiado por un orden jurídico autónomo y organizado con vistas a cumplir las funciones excepcionales de defensa exterior y pacificación interior, así como las funciones normales de legislación, judicatura y administración; todo esto, a partir de una voluntad rectora encargada del gobierno.
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Restituida esta definición cabal del Estado, debemos admitir que esta caracterización pormenorizada de los atributos del Estado provista por Jellinek no está necesariamente reñida con las comprensiones de Max Weber o Carl Schmitt. Si bien en ambos casos hemos repuesto sus definiciones más condensadas, lo cierto es que es mucho más lo que comparten con Jellinek que lo que los aleja.
Por caso, en su tratado sobre El concepto de lo político, Schmitt deja descansar su definición del Estado como “monopolio de la decisión” para identificarlo con “el status político de un pueblo en un territorio delimitado”. Al mencionar los elementos del territorio, del pueblo y del orden político, Schmitt resulta mucho más deudor de la teoría de Jellinek de lo que en principio aparentaba.
De similar modo, en Economía y sociedad, anota Weber que el Estado es una empresa institucional política que, en el interior de un territorio geográficamente determinado, garantiza la aplicación de sus mandatos imperativos mediante un cuadro administrativo que cuenta, como última ratio, con la potestad de ejercer la coacción física legítima. De este modo, releídas desde la perspectiva de Jellinek, las definiciones del Estado provistas por Weber y Schmitt resultan no más que énfasis diferenciales en el interior de una conceptualización más o menos compartida.
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Ahora bien, digamos algo sobre el lugar de la democracia en el interior de estas teorías del Estado. Cierto es que el pueblo es un elemento constitutivo del Estado y cierto es también que ese pueblo no es mera magnitud sociológica ni mero objeto pasivo del dominio estatales. Al contrario: es del concepto de Estado la determinación jurídica de un pueblo que sólo obedece en la medida en que reconoce la legitimidad de la dominación que sobre él se ejerce. Ahora bien, esta centralidad de dominación legítima, como atributo del Estado, no hace que todo Estado se vuelva democrático. Sólo será democrático aquel Estado que, en la formación de su voluntad rectora, disponga de procedimientos jurídicos que hagan intervenir las voluntades integrantes de la corporación identificada con el pueblo ciudadano.
Habrá quien objete que esta definición de la democracia resulta menos que mínima. Que hay tantísimo más para decir sobre la democracia, sobre su alcance y sus atributos. Y claro que esto es cierto en el marco de una teoría de la democracia. Ahora bien, la pregunta que me interesa dejar aquí postulada tiene que ver con la posibilidad de volver a la cuestión del Estado (a este Estado en cuestión) desde un repertorio teórico que no tenga a la democracia en el centro de sus interrogantes.
A ver si me explico. ¿Podemos reflexionar sobre el Estado desde una teoría del Estado? ¿Desde una teoría que no tenga por centro a la democracia, sino que ponga lo democrático a jugar en el interior de un conjunto más vasto, de fenómenos sociológicos y jurídicos, que involucran el territorio, la población y los poderes?
Creo que hemos perdido la costumbre de pensar por fuera de la cuestión democrática, como si la única pregunta que valiera la pena hacernos fuera la pregunta por la democracia. Tal vez correr la democracia de nuestro centro teórico, descentrar la cuestión democrática en beneficio de otras cuestiones, pueda ayudarnos a calibrar mejor el drama de nuestro tiempo. ¿En qué sentido digo esto?
Nuestro tiempo está marcado por la situación dramática que hizo posible que el procedimiento jurídico de formación de la voluntad gubernamental diera lugar al nihilismo activo, esto es, al encumbramiento de la voluntad de destrucción como voluntad rectora del Estado. Ahora bien, este efecto anonadante y aniquilador de la democracia debería, desde la perspectiva de una teoría del Estado, colocarse al interior de una totalidad sociológica y jurídica más amplia, conformada por un territorio definido, con sus jurisdicciones subnacionales, por un pueblo que no es objeto de dominio descarnado sino sujeto de dominación legítima y por un poder estatal que, cierto, incluye una dimensión gubernamental rectora, pero también una función administrativa sometida a reglas, integrada por funcionarios especializados, portadores de un saber y una ética estatal, así como por un legislativo y una judicatura. Esto para decir, no más, que una comprensión más cabal de los elementos del Estado permite precaverse de los instrumentalismos más simplistas y comprender que los desvaríos nihilistas de la democracia pueden resultar contenidos por la estructura sociológica y jurídica del Estado.
De cuánta destrucción es capaz la voluntad rectora del gobierno democrático y en qué medida pueden los restantes elementos del Estado contrapesar ese nihilismo… bueno, creo que ese es el drama de nuestro tiempo.
Luciano Nosetto es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, investigador independiente del CONICET y profesor de teoría política de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de La Plata.