Dossier Juicio a las Juntas
Planificado y sistemático

Por Fabricio Laino

El Juicio a las Juntas configuró al mismo tiempo una sentencia judicial y una sentencia política, que ordenó el relato sobre la última dictadura. Pero esa narrativa tuvo, entre otras omisiones, el drama de las niñas y niños apropiados.  Para el investigador Fabricio Laino esta omisión configuró una paradoja: se transformó, en el contexto de impunidad delineado por las leyes de punto final y obediencia debida, en una herramienta jurídica clave para seguir juzgando a los apropiadores en tiempos de impunidad.

 

El Juicio a las Juntas, la apropiación de niños y la lucha de Abuelas de Plaza de Mayo

“Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque ya pertenece a todo el pueblo argentino: Señores jueces, ¡Nunca más!”. Esa frase emblemática enunciada por Julio Strassera en el alegato final de la fiscalía condensa el sentido social y político que adquirió el Juicio a las Juntas en la posdictadura argentina. Como si hubiera trazado una frontera simbólica inexpugnable entre dictadura y Estado de derecho, entre el país del terror y el del imperio de la ley, el Juicio se convirtió en un mito de origen de la democracia recuperada. La sentencia de la Cámara Federal, pronunciada el 9 de diciembre de 1985, reafirmaba lo que los familiares de las víctimas, los sobrevivientes y los organismos de derechos humanos venían denunciando desde hacía años: hubo un plan criminal sistemático, secuestros, torturas, muertes y desapariciones. Esta verdad jurídica pronto se transformó en verdad política: la sentencia no sólo condenaba a los comandantes, sino que ordenaba el relato social sobre el pasado reciente.

Pero en esa escena también hubo silencios y omisiones. Entre ellos, uno particularmente doloroso: el de los niños y niñas apropiados, algunos nacidos en cautiverio, otros secuestrados junto con sus padres y madres. El tribunal recibió esos testimonios, pero los contuvo en un registro acotado, para luego absolver por este delito a todos los acusados. Sin embargo, esa misma absolución —que parecía clausurar la posibilidad de justicia— acabaría, con el tiempo, abriendo una inesperada grieta en el edificio de la impunidad.

Este ensayo se detiene en esa paradoja: cómo un juicio celebrado como símbolo de justicia terminó dejando en la penumbra la apropiación de niños y niñas, y cómo Abuelas supo convertir ese revés en una herramienta para reformular su discurso, su estrategia jurídica y su modo de interpelar a la sociedad.

La escena del juicio: testimonios inaudibles

El Juicio a las Juntas tuvo, desde el comienzo, una enorme relevancia política y simbólica. Se apoyaba fuertemente en la investigación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), cuyo informe final, el Nunca Más, se había convertido rápidamente en un éxito de ventas. Como dijimos, su sentencia transformó en condena penal lo que hasta entonces había circulado como testimonio, denuncia, informe.

Sin embargo, el juicio no trató todos los crímenes por igual. La fiscalía organizó su estrategia alrededor de un objetivo central: demostrar la existencia de un plan criminal organizado por las Fuerzas Armadas, del que los miembros de las tres primeras juntas eran autores mediatos. Por razones de “economía procesal” se eligió un recorte relativamente acotado de casos entre los miles que la CONADEP había documentado.

En ese marco, ciertos delitos se volvieron el corazón del proceso: privaciones ilegítimas de la libertad, tormentos, homicidios. Otros ocuparon un lugar marginal o subordinado. De los casi 5400 cargos penales imputados a los nueve procesados, sólo 32 correspondían a “sustracción de menores”. La apropiación de niños estaba ahí, en el expediente, pero numéricamente relegada frente a los cientos de secuestros, torturas y asesinatos.

Nada hacía prever, sin embargo, que esa marginalidad procesal se convertiría en una absolución casi total. Más aún si se tiene en cuenta que, durante las audiencias, el drama de las detenidas embarazadas, de los partos en cautiverio y de los “niños desaparecidos” estuvo muy presente en los testimonios. Varias sobrevivientes declararon sobre compañeras embarazadas detenidas en distintos centros clandestinos. En su relato sobre la ESMA, Graciela Daleo y Sara Solarz de Osatinsky hablaron de una “pieza especial” donde alojaban a las embarazadas. Al tratar otros centros, como La Perla en Córdoba, o el Banco, el Vesubio y el Pozo de Quilmes en la provincia de Buenos Aires, se narraron escenas de torturas a mujeres en avanzado estado de gravidez, partos vigilados por médicos policiales, bebés que desaparecían a poco de nacer.

Algunos testimonios, por su crudeza, conmovieron a la audiencia y la opinión pública. El de Adriana Calvo de Laborde es tal vez el más recordado. Docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Exactas de La Plata y militante gremial, Adriana fue secuestrada embarazada de seis meses y medio, y estuvo detenida en varios centros clandestinos del circuito represivo bonaerense bajo el mando del Gral. Ramón Camps. En su testimonio, Adriana relató cómo dio a luz a su hija esposada, con los ojos vendados, en el asiento trasero de un auto policial, sobre la banquina de la ruta entre La Plata y la Ciudad de Buenos Aires, entre las risas cínicas de sus captores. “Señor presidente, ese día hice la promesa de que si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todo el resto de mis días porque se hiciera justicia”, relató ante el tribunal. Y así fue: como cofundadora y dirigente de la Asociación de Ex Detenidos- Desaparecidos, convirtió la práctica testimonial en una verdadera militancia por la memoria, la verdad y la justicia hasta su muerte, en 2010.

El relato de Adriana, y otros que se oyeron en el Juicio, no hablaban sólo de la crueldad de la represión. Daban cuenta de rutinas específicas para las embarazadas, de tiempos y espacios reservados para ellas en los centros clandestinos, de partos que llegaban a término, de bebés separados de sus madres. Solarz de Osatinsky resumió en dos palabras la maquinaria represiva: para las embarazadas, tras el parto, venía el “traslado”; para sus hijos e hijas, quedaba “la duda”. La fórmula era estremecedora: “la duda” no remitía sólo la ignorancia sobre un hecho pasado. Era, también, la incertidumbre sobre el presente de esos niños y niñas que crecían con otros nombres, en otras familias, bajo una identidad falsificada.

El Juicio escuchó esas historias. También oyó a integrantes de Abuelas de Plaza de Mayo. Estela Barnes de Carlotto, por entonces vicepresidenta de la organización, relató el secuestro de su hija Laura, su embarazo en cautiverio, las gestiones que intentó ante el general Reynaldo Bignone para conseguir su liberación, los testimonios de sobrevivientes que aseguraban que el embarazo había llegado a término. Contó, además, cómo esa experiencia la llevó a sumarse a Abuelas en 1978 y a iniciar una búsqueda que, décadas más tarde, la conduciría al encuentro con su nieto Ignacio, en 2014. Hoy, a sus 95 años, continúa esa tarea como presidenta de la asociación, por las más de 300 personas que aún desconocen sus verdaderos orígenes.

Sin embargo, cuando los jueces repreguntaron, lo hicieron con un interés selectivo, como ocurrió con el testimonio de Ana María Caracoche de Gatica, secuestrada junto a su esposo y sus dos hijos pequeños y detenida en el centro clandestino La Cacha. Ante el tribunal, Ana pudo relatar la presencia de varias embarazadas en cautiverio; en ese punto, el juez Ledesma se interesó, pidió precisiones, se detuvo. Cuando ella mencionó, casi al pasar, que llevaba ocho años buscando a sus dos hijos, que esa búsqueda era una secuela imposible de nombrar, el interrogatorio giró rápidamente hacia las “secuelas físicas” de su detención ilegal. No hubo indagación sobre quiénes habían tenido a sus hijos, cómo habían sido apropiados, qué hizo ella para recuperarlos.

El secuestro de los niños y las niñas aparecía como un borde del relato, no como un eje que ameritara explorar en profundidad. La escena se parece a otras que se han estudiado en el Juicio. En su obra ¿No te habrás caído?, Victoria Alvarez observó algo similar con las denuncias de violencia sexual. Varias mujeres hablaron de abusos y violaciones, pero esos relatos fueron desatendidos por los magistrados y quedaron subsumidos bajo la categoría general de “tormentos”. El diseño procesal y la lógica instrumental del tribunal funcionaron como una matriz que recortaba los testimonios en función de lo que servía o no para probar ciertos delitos.

Desde la perspectiva de las víctimas, la escucha fue parcial: la justicia abría una puerta, pero seguía eligiendo qué partes de la experiencia eran relevantes para la construcción de la verdad jurídica y cuáles eran relegadas al terreno de lo inaudible.

La sentencia: condenas ejemplares, absoluciones intolerables

El 9 de diciembre de 1985, el fallo de la Cámara Federal confirmó lo que muchos esperaban: la existencia de un plan sistemático de exterminio quedó probada, los testimonios de las víctimas fueron considerados creíbles, varios comandantes resultaron condenados a penas severas.

Para el movimiento de derechos humanos, sin embargo, la sentencia fue a la vez un hito y una decepción. La fiscalía había pedido cinco condenas a perpetua y penas de entre diez y quince años para los otros cuatro procesados. Las penas efectivamente impuestas fueron más bajas y cuatro de los nueve acusados quedaron absueltos. Todos los procesados resultaron absueltos por el delito de sustracción de menores.

El fiscal Strassera había sostenido que las órdenes impartidas desde las Juntas no sólo habían prescripto secuestros, tormentos y asesinatos, sino que también habían “importado la aceptación” de otros delitos –robos, abortos, violaciones, sustracción de identidad de menores– que se cometían en el marco del mismo aparato represivo. La lógica era clara: no hacía falta un “decreto” que ordenara apropiarse de niños; bastaba con demostrar que ese delito era previsible, consentido, compatible con el plan.

El tribunal, en cambio, en un párrafo breve pero decisivo, sostuvo que la apropiación de menores sólo se había probado “en forma ocasional”, y que no había elementos suficientes para imputar a los comandantes como responsables mediatos de ese delito. Los únicos casos que dio por acreditados fueron las apropiaciones de los hijos de Ana Caracoche y Raúl Gatica, Felipe Martín y María Eugenia, porque habían sido identificados y restituidos.

La lógica que emergía de la sentencia era inquietante: si la apropiación de niños había sido “ocasional”, entonces no respondía a órdenes superiores ni había formado parte del plan criminal general. Habría sido resultado de “excesos” individuales de ejecutores que, en ese punto, se salían del mandato recibido. Dicho de otro modo: para secuestrar, torturar y desaparecer adultos, los militares habían obedecido órdenes. Para quedarse con sus hijos, habrían actuado, de pronto, por cuenta propia.

La reacción de los organismos de derechos humanos no se hizo esperar. Madres de Plaza de Mayo, crítica del proceso desde sus inicios, leyó en el fallo la confirmación de sus sospechas: la justicia estaba construyendo una transición negociada hacia la impunidad que se completaría con las leyes de Punto Final, Obediencia Debida y los indultos.

Abuelas de Plaza de Mayo, que hasta entonces había acompañado desde una posición expectante, publicó un duro comunicado. El Juicio había sido “ejemplarizador” en su desarrollo, pero había terminado en un fallo “injusto e inaceptable”. Y la absolución por sustracción de menores era leída como algo más que una injusticia individual: era “un nuevo atentado al sentido ético de nuestro pueblo” que dejaba en situación de indefensión a los niños desaparecidos y a toda la infancia.

La paradoja: justicia en las grietas de la impunidad

La controvertida y disputada sentencia de la Cámara Federal tuvo efectos paradójicos: el mismo fallo que había sostenido que la apropiación de menores no era planificada ni sistemática –y que, por lo tanto, no podía imputarse como responsabilidad de los comandantes– se transformó, pocos años después, en una herramienta jurídica clave para seguir juzgando a los apropiadores en tiempos de impunidad.

Cuando el gobierno de Raúl Alfonsín promovió las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), buscó cerrar el proceso de justicia a partir de un límite temporal, primero, y jerárquico, después, a la persecución penal. La segunda norma planteaba que los delitos cometidos por los subalternos debían entenderse bajo el principio de obediencia debida: habían cumplido órdenes, por lo que su responsabilidad penal era atenuada o nula.

Pero había algunas excepciones: el delito de sustracción de menores, al igual que los abusos sexuales y el robo de inmuebles, no quedó amparado por esas leyes. Y la argumentación que permitió introducir esa excepción se apoyó, en buena medida, en la interpretación que el Juicio a las Juntas había hecho del crimen de apropiación: si los comandantes no podían ser responsabilizados porque la sustracción de menores no había sido ordenada ni prevista, entonces los ejecutores directos no podían alegar obediencia debida.

En un extraño juego de espejos, el razonamiento que había servido para absolver a los comandantes abrió una puerta para seguir persiguiendo a los perpetradores directos del crimen. En ese intersticio jurídico se desplegó la lucha judicial de Abuelas de Plaza de Mayo en tiempos de impunidad. En los años ’90, con muchísimas trabas judiciales y un aparato mediático que operó recurrentemente en contra, la organización pudo avanzar con la condena de una decena de militares, policías y civiles.

Pero la paradoja del Juicio a las Juntas es aún más profunda: el fallo que había negado el carácter sistemático de la apropiación terminó siendo un punto de apoyo para, años después, reconstruir justamente su sistematicidad y su planificación. Entre la negación y la reconstrucción de la sistematicidad fue decisivo el proceso de reelaboración discursiva y política que desplegó Abuelas de Plaza de Mayo.

Abuelas y la denuncia del plan sistemático

Antes de 1985, el discurso de Abuelas hablaba de sus nietos y nietas como un “botín de guerra” y denunciaba la apropiación de niños como parte del terror estatal. La idea del carácter planificado y sistemático del crimen no estaba ausente, pero aparecía más bien subsumida en la de un plan global de extermino que no había respetado ni siquiera a la infancia.

El Juicio a las Juntas, con su fallo ambivalente, condujo a la organización a afinar el lenguaje y a desplazar el foco. Ya no alcanzaba con inscribir la desaparición de niños en el cuadro más amplio del terrorismo de Estado: había que demostrar que existía un plan específico, organizado, destinado a apropiarlos y a borrar su identidad. Fue en ese contexto que nociones como “planificación” y “sistematicidad” empezaron a ocupar un lugar central en el discurso público de Abuelas. A poco de la sentencia, en marzo de 1986, el organismo publicó un comunicado en el que afirma que el terrorismo de Estado no sólo había secuestrado, asesinado y torturado, sino que había “prolongado su crimen en la desaparición también sistemática de niños”.

Ya no se trataba sólo de niños atrapados en la lógica general del terrorismo de Estado, sino de una práctica específica que debía ser nombrada como tal: sistemática, no ocasional; planificada, no resultado de supuestos “excesos” individuales. En 1988, el Equipo Interdisciplinario de Abuelas fue todavía más lejos al describir la apropiación de menores como el “exponente máximo” de la voluntad de disponer de la vida y del destino ajeno, cargando esa práctica de un contenido ideológico: una “penetración atroz e inhumana” que buscaba cortar la transmisión de la identidad familiar y política, arrancar a los hijos de sus padres militantes y reeducarlos bajo otros valores.

Este giro discursivo tuvo su correlato en la estrategia judicial de la organización. Además de las causas contra apropiadores directos, en 1996 Abuelas —junto con otros familiares— presentó una denuncia para llevar a juicio a todos los partícipes necesarios y responsables mediatos entre los oficiales y altos mandos. Esa investigación, que luego sería conocida como la causa del “Plan sistemático de apropiación de niños”, se volvió un emblema de la lucha por la justicia en tiempos de impunidad. En 1998, en ese mismo expediente, Videla y Massera fueron enviados a prisión preventiva, un hecho que produjo un enorme impacto político, social y mediático. El proceso siguió su curso y, ya en un nuevo contexto jurídico, con las leyes de impunidad anuladas y declaradas inconstitucionales, en 2012 el Tribunal Oral Federal N.º 6 condenó a Videla y Bignone a 50 y 15 años de prisión, respectivamente, junto con otros siete represores que recibieron penas de entre 5 y 40 años.

La insistencia en la planificación y la sistematicidad no fue sólo una estrategia procesal para imputar a los comandantes como autores mediatos, sino también una forma de narrar el horror de manera que interpele a la sociedad. Decir “plan sistemático de apropiación de niños” es, al mismo tiempo, un argumento técnico y una acusación moral. Es, además, una manera de devolverle densidad política a un crimen que, en la sentencia del Juicio, había quedado reducido a unas pocas líneas, casi como efecto colateral del terrorismo de Estado, y no como una de sus expresiones más brutales.

Los legados del Juicio a las Juntas

En la historia reciente argentina, el Juicio a las Juntas ocupa un central y complejo. Fue, sin duda, un antes y un después, un hito político que expuso ante millones de personas la trama del terrorismo de Estado. Fue también un enorme acontecimiento jurídico, de relevancia mundial, que mostró de manera exitosa que los crímenes de Estado podían y debían ser juzgados en tribunales ordinarios, bajo las reglas del debido proceso.

Pero ese juicio fundante convivió con sus propias limitaciones. El tratamiento de la apropiación de niños y niñas es una de ellas. Los testimonios sobre detenidas embarazadas en cautiverio y partos clandestinos atravesaron las audiencias; las historias de familias buscando a sus hijos e hijas y nietos y nietas aparecieron, a veces, en los márgenes de las declaraciones. Sin embargo, en el momento de dictar sentencia, la Cámara decidió ver allí meros “excesos” y absolvió a los responsables máximos.

Las paradojas del Juicio –su capacidad de al mismo tiempo visibilizar y opacar, condenar y absolver, cerrar y abrir– obligaron a Abuelas a reformular su discurso y sus estrategias. En parte como respuesta a la sentencia, la noción de “plan sistemático de apropiación de niños” se fue volviendo central en sus intervenciones públicas. Ese giro discursivo alimentó, a su vez, nuevas causas judiciales que, décadas más tarde, terminaron reconociendo lo que la Cámara Federal había desestimado: que la apropiación de niños no fue una suma de excesos individuales, sino una práctica sistemática.

El Juicio a las Juntas sigue siendo una referencia insoslayable, pero la lucha de Abuelas nos recuerda que ningún veredicto clausura la historia. La justicia es un terreno siempre en disputa: la verdad jurídica se discute, se amplía, se corrige. Y, a veces, es precisamente en los pliegues de una derrota judicial donde se encuentra el resquicio para continuar la lucha.

 


Fabricio Laino es Doctor y Profesor en Historia. Es investigador del CONICET con sede en el IESCODE-UNPAZ y docente de la UBA. Investiga sobre activismo por los derechos humanos en la historia reciente argentina y latinoamericana. Escribió su tesis doctoral sobre la conformación histórica de Abuelas de Plaza de Mayo y su lucha en tiempos de impunidad (1977-2003).

 

Comentarios: