Dossier Juicio a las Juntas
Entre la historia y las memorias

Por Diego Galante

¿Cómo se construyen y se transforman los sentidos del Juicio a las Juntas a lo largo del tiempo? Este artículo de Diego Galante, autor del libro El Juicio a las Juntas: Discursos entre política y justicia en la transición argentina, propone pensar ese acontecimiento en su doble condición de hecho histórico y objeto de memorias sociales. A partir de una lectura que desnaturaliza su lugar en el relato del pasado reciente, Galante analiza al juicio como un acontecimiento múltiple, atravesado por una pluralidad de actores, discursos y prácticas de interpretación. En ese recorrido, muestra cómo el Juicio a las Juntas funcionó como un pivote para la producción, disputa y resignificación de memorias sobre el terrorismo de Estado, la democracia y los derechos humanos en distintas coyunturas históricas.

 

 

Pensar el Juicio a las Juntas como objeto histórico requiere detenerse en dos elementos.

Por un lado, ha sido un evento central en la transición política argentina a la democracia de 1983. Y, por lo tanto, se trata de un acontecimiento de relevancia como objeto de estudio histórico.

Por otro lado, ha resultado simultáneamente una pieza destacada en las memorias colectivas para la construcción de conocimiento y saberes sobre el terror estatal en dictadura, sobre la lucha por los derechos humanos y, también, sobre la democracia.

Las líneas que siguen se organizan a partir de un grupo de hipótesis interpretativas acerca de esa doble naturaleza, que encontré durante mis tareas de investigación sobre el Juicio a las Juntas. No son exhaustivas, y se conectan entre sí, por lo que el orden de su presentación es simplemente narrativo.

Desnaturalizar la historia del juicio

Posiblemente, tratamos el Juicio a las Juntas como algo natural de nuestra historia. Esto es algo lógico, porque estamos socializados en ella. Desde la segunda mitad de los noventa, el evento penal ha sido un “subtítulo”, de paso presuroso, en muchos manuales de educación media, y un pasaje obligado en todos los libros sobre Historia reciente. Pero, en realidad, se trató de un fenómeno fuera de lo común. Por una parte, tuvo escasos antecedentes en otros juicios (para la época, sus principales referentes, los juicios de Nürnberg, o el “Juicio a los coroneles” griegos), y sostuvo frente a ellos distintas particularidades. Por otro lado, fue una experiencia singular comparada con otras transiciones de las dictaduras de la región. Y luego, a partir de esa peculiaridad, tuvo un rol específico en otros nuevos procesos de justicia a escala internacional, más contemporáneos, ya que distintos actores promovieron, a la luz de la experiencia argentina de los ochenta, nuevas formas de las relaciones jurídicas e internacionales en materia del tratamiento a las violaciones masivas de los derechos humanos.

Entonces, socializados en esa historia que nos es común, podría existir un peligro latente: transformar el Juicio a las Juntas en una especie de “elefante en la sala”. Todos lo vemos; pero podría resultar incómodo o perezoso preguntarse qué sentido tuvo, en el pasado, o qué sentido puede tener en nuestro presente.

El acontecimiento múltiple

El juicio como fenómeno histórico no podría entenderse sino a partir de una multiplicidad de dimensiones y procesos (históricos, sociales, políticos, judiciales) que lo produjeron.

En ese entramado, fue protagonizado por una multiplicidad de actores. Entre ellos, el gobierno (que lo invistió, en el plano de lo simbólico, como la pieza clave de un programa de justicia transicional que colocaba el énfasis en la idea de la democracia, y cuyo objetivo central era la consolidación del régimen democrático), así como otros dirigentes de la clase política. También, los organismos de derechos humanos (cuyo énfasis estuvo en la prosecución de justicia; y luego, en la “memoria”, entendida por entonces como el reconocimiento social de los crímenes). Por demás, los militares y sus aliados políticos (que expresaron su abierto rechazo, con la producción de discursos y acciones desestabilizadoras). Por supuesto, la Justicia (con su propio campo de actores y reglas de interpretación) y aquellos y aquellas que brindaron valientemente sus testimonios en las audiencias. Y más en general, la opinión pública (mediante procesos de reinterpretación de lo que ocurría en los tribunales y sobre las iniciativas de aquellos distintos grupos de actores, que se vertieron en variados vehículos culturales).

Entiendo que el fenómeno del juicio no puede explicarse, sobre todo al tener en cuenta el hostil período de la transición, sin uno de esos elementos.

Esa diversidad se expresó en un diseño institucional complejo. La antesala del juicio conllevó agencias y pasos múltiples, que involucraron al Poder Ejecutivo, al Poder Legislativo, y al Poder Judicial; cada una de esas etapas mediada por diferentes problemas y conflictos. El itinerario fue seguido de cerca por un impulso expectante, pero cauteloso y vigilante, de los organismos de derechos humanos; al igual que por las reacciones del sector militar. Y todo ello, resultó escoltado por un importante interés público (y en buena medida, un elevado margen de incertidumbre) sobre el devenir de la noticia, que ocupó un lugar destacado y sostenido en los medios de comunicación de la época.

A partir de aquella confluencia de actores y procesos; se produjo también en torno al acontecimiento la competencia e hibridación de diferentes géneros discursivos y prácticas de interpretación. Por un lado, el de la autoridad del tribunal y la sintaxis jurídica del reino del derecho; pero también el lenguaje político; el género moral y la clave familiar; y otros mecanismos de reinterpretación de lo que ocurría en tribunales a partir de su circulación social.

Quizá el ejemplo más elocuente sobre estos procesos fue el de La noche de los lápices. Película y libro homónimos (de Héctor Olivera y de María Seoane y Héctor Ruiz Nuñez, respectivamente, que se conocieron en 1986) batieron récords sostenidamente, y nacieron a partir de una reinterpretación –acorde al clima de época– del testimonio de Pablo Díaz durante las audiencias del juicio. Muy buenas investigaciones han mostrado la forma en que estos objetos culturales construyeron su enunciación a partir de la clave íntima y emotiva, incluso familiar, sobre aquellas víctimas; y también la forma en que ello replicaba un distanciamiento de sus trayectorias como militantes juveniles, en un contexto social, legado del dictatorial y embrionariamente en disputa durante la transición, que tendía a estigmatizarlas. El mismo tipo de funcionamiento se reprodujo, también, en otros temas y vehículos culturales, que incluyeron a la prensa y a publicaciones especialmente dedicadas.

El juicio volvía, así, audibles, amplificaba, discusiones y sentidos latentes en aquella sociedad de la transición (con sus respectivos enunciadores y detractores). Funcionó, de ese modo, junto al informe Nunca Más de la CONADEP, como un marco de provisión y selección de lo memorable sobre los años del terror estatal. Proveía elementos, la materia prima, de esos procesos de significación social, legitimados por la autoridad judicial. Y así, fue un pivote para las discusiones sociales del período.

Por un lado, el juicio producía discursos enmarcados en las reglas de reconocimiento de la enunciación judicial; y luego, esos discursos eran reinterpretados en su circulación social en función de otras necesidades de representación: las de dar cuenta de un pasado oscuro, aterrador y también conflictivo para muchos grupos sociales. Estas relaciones ayudan a comprender, por ejemplo, por qué otros sentidos, que quizá podrían resultarnos más contemporáneamente familiares –como el trasfondo político del proyecto socialmente regresivo que asumió a las desapariciones como su forma de ejecución–, no hayan sido dominantes en aquel período para ordenar las disputas sobre el sentido del pasado. Porque no lo habían sido en las audiencias, en acuerdo a una lógica judicial, en convergencia con un clima de época y cultural donde la condena moral de aquella violencia, con sus formas históricamente situadas de representarla, equilibró trabajos sociales en curso para la producción simbólica de una idea de comunidad, idea que había sido severamente dañada durante los años de dictadura.

Un objeto en disputa

Debido a esa condición heterogénea, expresada en múltiples niveles de agencia y comunicación (fundada, a su vez, en la relevancia que se le prestaba como acontecimiento jurídico, social y político), era lógico que el juicio produjera importantes tensiones en la sociedad de la transición. Y con ellas, la voluntad de significar el juicio.

Entre las primeras interpretaciones, en el mundo militar y el de sus aliados sociales, se construyó la idea del Juicio a las Juntas como un “circo político” y una “herejía”. Sugerían, así, que los crímenes probados por la Cámara Federal no debían ser siquiera materia de debate judicial. Por otra parte, en el movimiento de derechos humanos, al conocerse las penas y absoluciones, se percibió el evento como el primer paso de otros muchos necesarios en el camino de la justicia; aunque también, en algunos grupos, un inicio de impunidad. Sin embargo, hubo una lectura que resultó muy extendida, tanto en los discursos políticos mayoritarios como en las publicaciones de la época, incluso del exterior. Consistió en aquella que postulaba al juicio, primordialmente, como un “logro de la democracia argentina”. Y entonces, desde ese momento, surgió una asociación fuertemente significativa, según lo entiendo, entre las ideas sobre qué es o qué debe ser la democracia y la defensa de los derechos humanos, como un rasgo determinante en la cultura de diferentes grupos políticos del espacio local.

Ahora bien, la dirección de cada una de las lecturas sobre el acontecimiento judicial y su significado dependía del horizonte de expectativas de los diferentes actores. Y lo que resulta interesante, desde una mirada sociológica, es que esas perspectivas también se actualizaron y reconstruyeron en cada ciclo político y social posterior, mediadas por nuevos contextos presentes, y por viejos y nuevos actores en la escena pública. Así, tras el juicio, inició una historia de las memorias sobre el juicio.

El olvido relativo del juicio en los noventa, en el discurso oficial y para algunos grupos sociales, fue contrapuesto por la resignificación del juicio en novedosos actores que surgieron en el período (como el movimiento piquetero, nuevas organizaciones sindicales, y nuevas generaciones de los derechos humanos y juventudes políticas). Estos actores postulaban la existencia de un nexo entre las políticas económicas excluyentes del nuevo presente y las de dictadura. Interpretaban que, dado que la dictadura había ejecutado crímenes masivos para instaurar estas políticas; la impunidad de esos crímenes era su correlato, y en última instancia, su garantía política. Como la caída del Juicio a las Juntas, en los indultos de Menem, había sido la condición de ese presente, el evento penal fue retomado en las memorias de estos grupos como un símbolo para denunciar, a la vez, la impunidad de los crímenes pasados y un presente de crueldad social.

En los dos mil, durante la reapertura de un nuevo ciclo de justicia, contemporáneo a un nuevo ciclo político (el kirchnerista), surgieron nuevas tensiones en las prácticas de rememoración del Juicio a las Juntas. Tuvieron que ver, principalmente, con el rol y valoración que distintas memorias políticas asignaron al evento penal, y junto a él a la experiencia política y social de los ochenta, en la historia de la democracia y de la lucha por los derechos humanos en Argentina. Durante la gestión de Cambiemos, se observó una variación del papel asignado al Juicio a las Juntas en las prácticas memoriales del discurso oficial. Se lo asumió entonces como un símbolo de institucionalidad, aunque en detrimento de sus contenidos concretos (la condena de las violaciones a los derechos humanos). Un masivo rechazo público al Fallo “Muiña” de la Corte Suprema de Justicia en 2017, de conmutación de penas a perpetradores, mostraba límites a esta estrategia de reinterpretación. Y más recientemente, desde la asunción de Milei, gobierno que ha emprendido acaloradamente prácticas conmemorativas sobre los años setenta en clave revisionista, se retomaron nuevas formas de silencio sobre el Juicio a las Juntas en el discurso oficial. Esos olvidos se integran, por cierto, a una mirada fragmentaria sobre el universo de los derechos humanos y sobre la democracia. Sin embargo, no parecen dominantes en otras memorias colectivas articuladas contemporáneamente, en las que el evento judicial de los ochenta ha sido retomado como centro de conmemoración (con la producción de nuevos objetos culturales y prácticas conmemorativas, incluido este dossier de Bordes, que muestran un interés social sostenido en el juicio).

La doble condición del Juicio a las Juntas: Historia y memorias

Entonces, el juicio es un acontecimiento histórico, de suma relevancia en la historia política, y también en la historia de la lucha por los derechos humanos en Argentina. Debido a ello, los cientistas sociales podemos hacerle aún preguntas, incluso desde nuestro presente.

Pero, también, es un objeto de memoria social. Y desde esta perspectiva, nuestras ideas sobre el juicio son más útiles para conocer quiénes somos los que rememoramos, que para recordar el juicio en sí.

Existe una larga tradición en la sociología y en la historiografía, dedicada a analizar las relaciones entre las memorias sociales y la identidad. Desde esas teorías, las memorias se entienden como elementos sustantivos en la construcción de las identidades y valores de los grupos sociales. Mediante ellas, los grupos se hacen una imagen y ponderan el presente; para, recién entonces, poder actuar en él, de acuerdo con lo que se considera bueno o deseable. Por ello, al analizar las memorias, podemos conocer a las sociedades. Este fenómeno lleva a la posibilidad de dejar aquí abierta una pregunta: ¿quiénes somos entonces –como sociedad– de acuerdo con nuestras memorias sobre el Juicio a la Juntas?

Entiendo que la doble dimensión del Juicio a las Juntas, ser Historia y memoria (un evento central de la transición política; y un objeto de memoria desde entonces), está asentada en nuestra sociedad en función de su historia reciente. Lo queramos o no; nos demos cuenta o no. Lo que no quiere decir que sea inamovible –como ningún proceso social–; pero sí se trata, en todo caso, de un mueble muy pesado.

 

 


Diego Galante es sociólogo, doctor en Ciencias Sociales, y docente-investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Es autor de El Juicio a las Juntas: Discursos entre política y justicia en la transición argentina (2019, UNLP-UNaM-UNGS).

 

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